viernes, 30 de mayo de 2014

Campamento scout

Después del campamento scout de verano concluí que las tiendas de campaña no están hechas para mí. Una cama y un baño no tienen precio.

Fueron dos semanas al lado del río Arlanza, en la provincia de Burgos. Sólo contábamos con la tienda de campaña, a compartir entre ocho, los sacos de dormir, varias cuerdas y el río. El resto era cuestión de recursos naturales, ingenio y muchos nudos. El primer día había que montar el campamento, lo que incluía construir el mobiliario: una mesa, unos bancos a los lados, una suerte de despensa colgada de un árbol y hasta un hornillo de piedra y barro. La mesa se componía de ramas rectas de buen tamaño, limpias y anudadas por medio de amarres cuadrados. Los bancos iban a los lados. La estantería se sujetaba por un amarre redondo y para el horno construimos una estructura en forma de colmena con paredes hechas de piedras enormes, y pesadísimas. Fue agotador.

Si alguien ha compartido una tienda entre ocho, y especialmente si le ha tocado dormir encogido en el ábside, comprenderá que la idea de repetir la experiencia a lo largo de dos semanas no resulte nada seductora. Tumbarse al raso, bajo los árboles y las estrellas, en medio del silencio, demostró ser una alternativa mucho más placentera, a pesar de que nos encontrábamos en la fresca provincia de Burgos al lado de un río. Se descansaba tan bien que la noche que me tocó guardia, después de hacer la ronda me senté en mi saco y me olvidé de avisar al siguiente turno. Nadie lo lamentó, a partir de ese día se suspendieron las guardias. Lástima que en el hospi no suceda lo mismo.

No había baños. Al otro lado del río, lo que requería vadearlo, y retirado del campamento, se excavó un hoyo con ese fin. Al rededor se clavaron unos maderos al borde para que la víctima se agarrase a ellos y con la sujeción evitar accidentes (mejor ni imaginarse semejante coyuntura). La privacidad era mérito de la lona que rodeaba el excusado. En fin, no voy a narrar nada más de aquello porque prefiero no recordarlo.

Cuando Baden Powell creó los scouts lo hizo con la idea de iniciar a los chiquillos en un entrenamiento militar, y doy fe de que su espíritu sigue vivo. Empezamos las marchas con una pequeña salida a Covarrubias, visitamos su preciosa plaza y su magnífica Colegiata. La excursión, de 10 km (y otros tantos de vuelta), mereció la pena. Claro que ese era sólo el plan para abrir boca.

En la segunda excursión, más larga y haciendo noche, escarmenté. Aprendí unas cuantas lecciones. La fundamental: llevar lo mínimo en la mochila, nada de "por si acasos". Fue ahí donde cogí el hábito de hacer maletas para las vacaciones con lo imprescindible, una habilidad de lo más útil que estrené en las misiones: caminatas de varios días de duración, a lo largo y ancho de la región, durante las cuales había que llevar a cabo algún tipo de empresa. Dada la longitud de este post tendré que hablar de ellas en otra ocasión.

miércoles, 28 de mayo de 2014

Volar

Camino por la playa, justo al borde del mar, sobre la arena compactada por el agua. El sol pica y agradezco el frescor húmedo de la tierra. Me doy la vuelta y observo el trazado dibujado por mis pasos. El arco de mis pies descalzos está grabado mil veces sobre la alfombra de barro. Espero a que la lengua de las olas la alcance y borre mi rastro. Noto su beso frío sobre mi piel. Un beso que, al retirarse, se lleva mar adentro el recuerdo de mis huellas.

Abro los brazos contra el viento, sin oponer resistencia. Es una brisa vibrante y rápida, que barre mi piel y penetra por cada recoveco en un cosquilleo delicioso. Siento como me traspasa. El aire despliega mis plumas, que se alzan a mi espalda y se agitan libres, invisibles y ligeras. Separo aún más los brazos y me dejo llevar hasta notar que se alargan y se estiran en alas.

Prosigo mi recorrido con los ojos cerrados. Floto, planeo, chapoteo. Me olvido de mis piernas, no sé si en realidad se mueven, si avanzo apoyada en ellas o si, llegado ese momento, no es más que el sonido de las olas en el viento lo que sostiene mi cuerpo.
 

martes, 20 de mayo de 2014

Lluvia, vapor y velocidad

La locomotora de hierro emergió de las tinieblas del túnel. A través del cristal la humedad condensada de la niebla y la lluvia no permitía ver el paisaje. La carbonilla flotaba en el aire y se colaba por las rendijas del vagón. El cristal de la ventana vibraba bajo el repiqueteo de las gotas de aguanieve que, empujadas por la tormenta, chocaban contra él.

Apenas se distinguían cielo y tierra. Los relieves de las colinas eran ondas sombrías que se desvanecían según el tren se acercaba al puente. Un anciano bajó el batiente de la ventanilla y sacó la cabeza. El aire helado invadió el compartimento. Los viajeros se arrebujaron bajo sus mantas sin atreverse a decir palabra. El brillo de los ojos de aquel hombre poseía algo febril, un fuego de determinación y locura, que no incitaba desafiarle.

El viento y la lluvia le golpearon la cara obligándole a entornar los párpados. El cabello blanco, empapado, se pegó a su cráneo mientras la maquina negra se deslizaba en una ráfaga borrosa sobre los arcos del puente en dirección al horizonte. La escarcha congeló el gesto de euforia de su rostro. En medio de la cortina de vapor que le envolvía, Turner sólo era consciente de la velocidad que clavaba agujas en su piel. A través de los ojos entrecerrados no veía formas sino una sucesión de manchas de color, de luz y de sombras fundidas por la violencia del temporal. La naturaleza desplegaba su fuerza, sacudía el tren y le mostraba su fragilidad al hombre que osaba romper las leyes, enfrentarse a los elementos. El ingenio de hierro se precipitaba hacia su destino, más allá del campo ocre y la oscuridad de la tempestad.

lunes, 19 de mayo de 2014

Acampada scout

Aunque había ido de campamento, lo había hecho con la parroquia de Valladolid y la acampada consistía en instalarnos durante 2 semanas en un colegio de maristas. Las habitaciones eran enormes, con camas, literas y triliteras. Disponíamos de piscina, campo de fútbol, balonmano, comedor, cocina, baños y otros lujos asiáticos que hacían la estancia más fácil. Las marchas consistían en recorrer una distancia limitada, sin hazañas ni destrozarse los pies, bastaba con llevar agua.

Mi primera experiencia de acampada en tiendas de campaña fue gracias a los scouts de Madrid, aunque no sé si es algo que habría agradecido no experimentar jamás. Sin duda resultó inolvidable: nos fuimos a la sierra en pleno invierno. Además de la mochila, equipada para todo el fin de semana, con su aislante y su saco de dormir, teníamos que cargar con la comida y la tienda. La tienda era un amasijo de lonas, cuerdas y hierros que pesaba un quintal y que luego había que montar, una tarea nada agradecida que nos obligaba a tirar, tensar y meternos dentro para colocar los ejes. Cada entrada y salida implicaba limpiar el sueño con paños de papel higiénico. En teoría las tiendas tenían cabida para 8 personas, eso sí, como piojos en costura. Dada la temperatura exterior nocturna, que alcanzó los 10 bajo cero, se agradeció el apiñamiento, aunque supusiera no moverse so pena de clavarse los codos y las rodillas de las de al lado, además de todas las piedras y demás irregularidades del suelo, de las que el aislante no protegía.

Al día siguiente amanecimos medio congelados, igual que el aceite con el que pretendíamos cocinar el desayuno. Casi lo agradecí. La noche anterior habíamos cenado deliciosas empanadillas rellenas de azúcar, al parecer uno de los grandes manjares de esas acampadas. A pesar del éxito del que gozaban, no se las recomiendo a nadie. Por si eso no bastara, había llovido. Lo de encender un fuego con la leña empapada, a pesar de conocer todas las técnicas para hacerlo sin cerillas, era impensable. La mayoría de los excursionistas nos levantamos con tos y algunos hasta con fiebre. Nuestro botiquín consistía en vendas, tiritas y alcohol, no disponíamos de otros tratamientos, y dadas las condiciones incluso eso sobraba. No se necesitaba frío local para bajar la inflamación de las articulaciones, bastaba con exponer el miembro al aire ambiente. Las friegas de alcohol para la fiebre empezaban a surtir efecto desde el momento de descubrir la espalda.

La mañana consistió en limpiar y recoger. No sé la cantidad de rollos de papel higiénico que pudimos restregar sobre el suelo de cada tienda hasta retirar todo el barro, lo que sí sé es que es una técnica de limpieza agotadora. Una vez todo empaquetado, iniciamos el regreso. Si la ida nos había parecido mala, la vuelta fue un infierno: cuesta abajo, con llovizna, por caminos mojados, agotados, enfermos e igualmente cargados.

Después de pasar por aquel trance lo lógico habría sido no desear repetir. Hermanísima, poco dispuesta a sufrir, se escabulló del campamento de verano. Sin embargo yo me pasé allí dos semanas gloriosas que ya contaré en otro post.

viernes, 16 de mayo de 2014

Vida de perros

Me llegaron estos consejos a través de mi prima Pal, no he encontrado a su autor original. Son una filosofía de vida sencilla, de cosas tan básicas que se pasan por alto. Sin embargo los animalillos siempre se muestran dispuestos a recordárnoslas.

Si un perro fuera tu maestro, aprenderías cosas como:

Cuando tus seres queridos lleguen a casa, correr siempre a saludarlos. (Reclamar un beso en el momento, sin dar tiempo a que dejen el correo o se quiten los cascos) 

Prestar atención al resto del mundo. (Mostrar verdadero interés, no simplemente esperar a que los demás terminen para meter baza)

Permitir el contacto con la gente. (El roce no es venenoso) 

Mostrarle a los demás cuando están invadiendo tu territorio. (Necesito un perro guardián bien entrenado en la puerta de la consulta, como no lo tengo, ladro, aunque no siempre con éxito)

Evitar morder cuando un simple gruñido baste para resolver la situación. (En otras palabras, nada de tormentas en un vaso de agua)

Sestear y estirarse antes de levantarse. (Los japoneses han hecho un estudio sobre los beneficios de la siesta, los españoles ya los intuíamos sin necesidad de tanta ciencia).

Recostarse sobre la espalda, en la hierba, en los días cálidos. (No es necesario irse hasta el Retiro para hacerlo).

Cuando haga mucho calor, tomar mucha agua y tumbarse a la sombra de un árbol. (La opción piscina es igual de válida). 

Nunca dejar pasar una oportunidad para salir a pasear. (Ejercicio, sol y aire, que para encierros ya existen las cárceles)

Correr, brincar y jugar a diario. (En el mundo adulto se denomina hacer deporte)

Que la experiencia del aire fresco y del viento en la cara sea de puro éxtasis. (Lo es a la orilla del mar, en la ciudad cuesta algo más, el aire puro es un bien raro)

Deleitarse con una larga caminata. (Aprender a contemplar la luz, el movimiento de los árboles, las formas de las sombras, los contrastes...)

Si se es feliz, no disimularlo. Dejarse llevar, bailar, saltar y mover el cuerpo entero. (La felicidad crece y rebosa por los poros cuando se la deja salir)

Si lo que se quiere está enterrado...escarbar hasta encontrarlo. (Ya sea por una cuestión de insistencia o por seguir el mapa de un tesoro pirata)

Guardar lealtad. (No sólo ser fiel a uno mismo, sino a los demás).

Nunca pretender ser algo que no se es. (Los aires de diva no gozan de popularidad, salvo en las películas).


Regresar y hacer las paces cada vez que sea necesario… sin culpar a nadie. (No guardar las rencillas para el futuro, no son un tesoro pero conviene enterrarlas y no sacarlas)

Cuando alguien tenga un mal día, sentarse cerca, quedarse en silencio y hacerle sentir, con suavidad, que estás ahí...

miércoles, 14 de mayo de 2014

Silencio al amanecer

We went down into the silent garden. Dawn is the time when nothing breathes, the hour of silence. Everything is transfixed, only the light moves. Leonora Carrington.

La noche no se atreve a respirar. Todo permanece quieto, aunque el mundo ya no duerme. Se ha despertado y espera con esa quietud que preludia la llegada de un nuevo día. Durante un instante el tiempo no se decide, es un momento en el que no es de noche ni es de día. No ha asomado el primer rayo de sol cuando ya la luz se impacienta, quiere hacer su aparición. La oscuridad pierde profundidad, detrás de las nubes adquiere tintes violáceos, densos, casi morados. Los matices rojizos presagian la tormenta que aguarda agazapada para ensombrecer de nuevo el cielo. El día es gris, de lluvia, de franjas horizontales de nubes, de tierra, de árboles apagados y contornos envueltos en niebla.

A lo lejos, en una rendija, aparece la claridad sobre un fondo de seda. No es más que un velo tenue de palidez que los tímidos rayos del sol del amanecer no se atreven a franquear. Es un lienzo tan diáfano que, aún sin traspasarlo, el brillo dorado salpica de reflejos su entramado. Son destellos apenas perceptibles que despiertan el color. Lentamente el alba gris se desvanece. Aflora primero el rosa. Un retinte metálico torna el cielo, despacio, en asalmonado. Sin saber cómo surgen naranjas, azules y contraluces. Es ese despliegue de color el que devuelve al mundo la respiración.

martes, 13 de mayo de 2014

El Poniente

Desde la ventana de nuestro dormitorio vallisoletano veíamos la iglesia gótica de San Benito el Real y el Mercado del Val. Era una vista preciosa que, en aquella época, no valorábamos como se merecía. La iglesia la teníamos catalogada de aburrida, sus misas eran interminables, preferíamos mil veces la de San Miguel, donde íbamos a catequesis precomunión. El Mercado era un edificio de arcos de hierro cuyo interior olía a pescado y cuyo suelo estaba siempre mojado. No era un lugar atrayente. Ni siquiera aunque llevase puestas las botas de agua se me ocurría meterme en sus charcos, sino que los esquivaba y caminaba de puntillas entre ellos para evitar cualquier salpicadura. El  mejor puesto era el que había en el exterior, al lado de la puerta, en el cual nos gastábamos la paga del domingo. Vendían encurtidos y nuestros favoritos eran sus cebollas en vinagre, del tamaño de uno de nuestros puños.

Al salir del portal hacia la izquierda, tras doblar la esquina y cruzar la calle, llegábamos al parque del Poniente. Allí nos bajábamos los fines de semana, y también algunas tardes, a jugar con las amiguitas, nuestras vecinas de enfrente. Si hacía mal tiempo las puertas de ambas casas se abrían y saltábamos de una a otra sin remilgos. Con ellas las horas transcurrían en un santiamén. Por aquel entonces eramos tan pequeñas que todo nos parecía enorme, más tarde he descubierto que aquella percepción no se ajustaba a la realidad y que nuestro lugar de juegos apenas era más grande que una plaza o un jardín pero, aún así, en mis recuerdos conserva el tamaño de mi ilusión de infancia.

El jardín contaba con dos zonas de columpios separadas por una explanada de hormigón en la que se celebraban partidos de minifutbol. En medio de aquel campo improvisado estaba la fuente en la que saciábamos nuestra sed, aunque convenía beber con escudo para evitar ser víctima de un balonazo (ningún equipo paraba el juego porque una chica quisiera beber, la caballerosidad no caracterizaba a aquellos equipos). La parte más cercana a la entrada la reservábamos para críos con sus madres, para nuestro gusto, estaba demasiado concurrida. Solíamos estar por allí de paso, cuando la atravesábamos a plena carrera durante nuestros juegos: el escondite, policías y ladrones, la guerra de pandillas (contra los chicos del fútbol) o, si acaso nos daba por serenarnos, nos instalábamos en un rincón para saltar a la goma.

Para dedicarnos a nuestra diversión más habitual, escalar y hacer el cafre, nos íbamos al recinto más alejado. Recuerdo una plataforma que giraba a toda velocidad alrededor de un eje central tras impulsarla a la carrera. Subirse a ella tenía su ciencia, además de poner a prueba el sistema vestibular de cualquiera (sin duda el nuestro funcionaba de maravilla). Nos encantaba el tobogán, era tan alto que se quebraba a la mitad (detalle que seguro que nuestros padres agradecían pero que nosotros no, nos fastidiaba infinito frenar a medio camino). Por supuesto no se subía por la escalera sino a gatas por la rampa. Lanzarse sentado no tenía alicientes salvo que se hiciese sin manos. Deslizarse tumbado, cabeza arriba o cabeza abajo (versión Superman) daba más miedo, entrañaba más riesgo y, lógicamente, despertaba mucho más interés. Afortunadamente el tobogán terminaba a ras del suelo, en un hoyo lleno de arena que amortiguó más de un golpe. Aún hoy opino que aquel era el tobogán perfecto: no apto para cobardes. Su altura imponía y tirarse por él requería cierto grado de valor. No obstante, estaba tan bien diseñado que nunca nos hicimos daño.

lunes, 12 de mayo de 2014

Contigo

Te vas a tu despacho y al momento te echo de menos. Dejo de escribir y trato de distinguir algún ruido pero sólo encuentro un silencio vacío. Me levanto y me acerco a verte. Hay días que me basta con observarte desde la puerta. Te miro, me gusta tanto mirarte que no quiero apartar de ti mi mirada y la dejo ahí enganchada. Me quedo quieta, muy quieta, pero sólo en apariencia. Todo se agita dentro de mí. Mi corazón se estremece, la sangre aletea en mis venas y un torbellino de emociones me golpea bajo la piel hasta rebosar y envolverme. Entonces mi boca sonríe y mi mente vuela y me traslada a un mundo de ensueño en el que sigo despierta. Sé que no te molestaré si te doy un beso y, de paso, me acurruco un instante a tu lado, con la ternura de un abrazo. Me sostienes, me proteges, eres cálido, fuerte y blando.

No hay nada comparable a estar contigo, a oír tu voz, dormir a tu vera y, al despertar, ver en la oscuridad tu perfil sobre la almohada, saber que estás ahí y sentirme cerca de ti. Me sorprendes cada día, junto a ti no hay rutinas, conviertes el presente en algo especial y mi vida en extraordinaria. Eres lo mejor que me ha pasado. Contigo el amor es fácil. Me haces reír, me haces pensar. Me haces desear ser mejor persona. Confieso que soy feliz y que me encanta decirte y que me digas “te amo”.

sábado, 10 de mayo de 2014

La domadora de elefantes

En ocasiones tener un amigo que nadie más ve puede resultar bastante incómodo. Los demás siempre se refieren a Luz como mi amiga invisible. No me explico qué clase de ceguera padecen porque Luz tiene poco de invisible.

Somos inseparables. Me acompaña al colegio y allí sí que supone una ventaja su invisibilidad para el resto. Cuando me preguntan y no sé la respuesta, siempre me echa un cable. Es tremendamente lista, ha leído muchos libros, conoce infinidad de historias y le gustan las matemáticas casi tanto como a mi abuelo. De vez en cuando me pide que le preguntemos alguna duda para que nos dé una de sus lecciones.

Duerme conmigo y no para de moverse en toda la noche. Para compensar, procuro quedarme en una esquina de la cama lo más quieta posible. No obstante, todas las mañanas mamá se queja porque dice que mi cama amanece como si hubiesen pasado por ella una manada de bisontes en estampida. Por mucho que se lo explique, no comprende que no es culpa mía. Entre eso y que describe la habitación como una leonera está claro que mi cuarto reúne las condiciones idóneas para un safari. No sé si fue ese el motivo detrás de la vocación de Luz.

Como premio a las notas de matemáticas, el abuelo nos llevó al circo. A mí me gustaron los trapecistas pero Luz se enamoró de los elefantes. Decidió convertirse en domadora de elefantes. El problema vino cuando resolvió llevarse un elefante a casa, para practicar, se justificó. Traté de disuadirla por todos los medios, sin ningún éxito. Me prometió que nadie lo vería. ¿Cómo demonios iba de dejar de ver nadie a ese cuadrúpedo de más de 2 metros de altura?

El elefante nos acompañó a casa. Me sorprendió que mi abuelo no dijera nada al respecto, pero si estaba distraído con alguna de sus cuentas, tampoco era de extrañar. Mamá tampoco se quejó y llevamos al elefante a la habitación. Costó un poco que pasase por la puerta pero Luz le convenció, y ambas le empujamos, y así conseguimos meternos los tres en el cuarto. Movernos dentro de él supondría otro problema que habría que solucionar.

No sé si es que el elefante era muy colaborador, o Luz muy buena domadora, pero el caso es que los tres nos acoplamos bastante bien.  Gracias a su trompa se compensaba la limitación de espacio. Contar con la flexible probóscide de un elefante a la hora de alcanzar los objetos de las estanterías más altas resulta muy cómodo. No necesitaba moverme de la cama, el único rincón libre, para coger mi ropa y mis libros. Por las noches la trompa descansaba encima de nosotras, y nos fijaba al colchón. El estado de las sábanas mejoró, aunque mamá no se explicaba por qué el pobre colchón estaba cada día más machacado.

No se puede mantener un elefante encerrado en un dormitorio todo el día, y menos aún si es un animal dependiente que sufre ansiedad de separación. Salía y entraba, con cierta dificultad, del cuarto y nos acompañaba a todas partes. Se sentaba detrás de nosotras a la hora de las comidas, aunque había que estar siempre pendiente para que no tirase nada por accidente. Por supuesto siempre era por mi culpa, aunque el desaguisado en cuestión hubiese sucedido 3 metros por detrás de mí. También venía al colegio pero, tras soportar una mañana el jaleo que reinaba de la clase, declaró que prefería quedarse en el patio. Era muy bueno en los deportes de pelota y con él gané la fama de ser, no sólo una delantero-centro infalible, sino también una portera imbatible.

Lo que más le gustaba era el parque. Allí campaba a sus anchas y había que persuadirle para regresar a casa.

Abuelas primerizas en Canadá (por la Señora)

Estos recuerdos tan entrañables son un precioso regalo de cumpleaños de la Señora. Gracias. 

Aunque una no se lo proponga, cuando llegan estas fechas de mayo la evocación de las vivencias canadienses se hace muy presente y entonces  es mejor darle forma y ofrecerla como obsequio de cumple a la artífice del blog. Este año, cuando se acaba de producir la desaparición de la última de las dos abuelas, el hecho que más se ha venido a mi memoria ha sido la estancia de mes y medio que compartimos con ellas en nuestra casa de Montreal y sobre ello trataré de apuntar algunos detalles.

Actualmente las comunicaciones con cualquier parte del mundo están tan al alcance de todos que un viaje a Canadá no tiene nada de extraordinario, pero en aquellos años el otro lado del Atlántico se veía muy muy lejos, y Canadá.... no digamos. Por otra parte un viaje en el que los maridos se quedaban con la prole (aunque hubiera servicio que ayudara) y las esposas se aventuraban allende los mares requería también su puntito de atrevimiento. Pero las dos eran decididas y enseguida tuvieron claro que ellas no se perdían el nacimiento de su primer nieto (que luego resultó ser nieta), aunque llegaran un poco tarde. Con su innecesaria ropa de abrigo, en la que iban chorizos de extranjis, y un montón de pertrechos para la criatura, las dos tomaron el avión y antes de darse cuenta las siete horas de viaje se les habían pasado repartidas entre bebidas y comida (eso sí, de mejor calidad que las de ahora). Ya estaban en el nuevo continente.

Al principio, de la casa les llamó mucho la atención el horno y el frigorífico tan enormes, mientras que parecía mentira que hubiera unos tabiques tan malillos. De la calle las ardillas eran un entretenimiento continuo, pues había varias en los árboles de la calle y llegaban hasta el balcón de su cuarto, donde a ratos se instalaban. El paisaje tan inmenso, tan verde, con tanta vegetación, con tantos lagos, les resultó fascinante y más acorde con la idea mítica que tenían de Canadá. Por eso siempre que podíamos salíamos a primera hora de la tarde (si el tiempo no amenazaba tormenta, y para evitar los mosquitos, pues son muy frecuentes allí en primavera) y recorríamos en coche aquellos alrededores de enormes extensiones de praderas.

ero esto no lo podíamos hacer todos los días, así que cuando no había excursión y tocaba vida hogareña, con la nieta como eje y más o menos aceptado el horario canadiense -con aquellas cenas a media tarde como si fuese hora de merendar- la actividad cotidiana de las dos abuelas se fue haciendo de lo más peculiar. Había un supermercadito cerca de casa, considerablemente más caro que otros de mayor extensión, donde la abuela Carmina hacía sus pinitos en francés y las dos se sentían felices porque el dueño, un judío de lo más cuco, las atendía con toda paciencia y dedicación hasta saber lo que les podía vender. De ese modo cada dos por tres llegaban a casa con nueces, fruta y todo lo que se les ocurría "muy barato", si no se traducía a pesetas, claro,  pues el cambio entre dólares y pesetas no acababan de cuadrarlo. En otras ocasiones se daban sus paseos por el barrio y nos hablaban de gentes -había muchos hindúes-  con las que llegaban a hablar, aunque no se entendieran con las palabras, así como de edificios y lugares que les resultaban llamativos y despertaban su curiosidad. Uno de ellos era la sinagoga. Muy intrigadas las tenía aquel lugar en el que daba la impresión de que no había presencia de mujeres, así que, debieron de pensar que como lo tenían tan cerca, no se iban a quedar con la duda de cómo era una sinagoga por dentro. Por supuesto que los demás nos enteramos con total precisión del candelabro, dependencias y decoración del recinto sin que faltara detalle. Se lo pasaban la mar de bien. Una tarde sí y otra también se iban a su paseo y a la vuelta nos comentaban su peculiar vivencia de la ciudad, hasta el punto de que cuando hizo falta comprar unas planchas congelables para aplicarme en el pecho por una mastitis, la abuela Carmina se fue a la farmacia y, con su francés del colegio, fue capaz de volver con el encargo.

Estas cosas cosas tan sencillas que constituyeron el día a día canadiense (la visita a las cataratas del Niágara merece capítulo aparte), cuando las hemos referido los más jóvenes tenían un carácter claro de anécdota sin más, pero con el paso del tiempo, cuando las dos protagonistas hablaban de esta experiencia -y siempre hacían referencia a ella en sus llamadas de felicitación mutua por santos o cumpleaños- la contaban como un hecho muy especial en sus vidas, que tenía el aura mítica del lejano país en el que ellas fueron capaces también de dejar la impronta de su carácter.

Pedregal de Luna. Un cuento en clave de Sol por Lavanda.

Yo también tengo un cuento especial por mi cumpleaños, es una maravilla que ha escrito Lavanda. Millones de gracias. 

Pedregal de Luna.

Cuando quiero escribir y no tengo ideas, les presto mis manos a las flores y ellas, a cambio, me susurran historias que  se van pasando unas a otras de generación en generación.  Una rosa roja que tenía los tallos plagados de pulgones, me contó entre temblor de pétalos esta leyenda, mientras yo quitaba con cuidado los intrusos que devoraban  sus hojas.

Edurne amaba la soledad.

Construyó su casa  en la falda del Gorbea. Al pie de un hayedo encontró un montón de piedras blancas y brillantes y pensó que no había otro lugar en el mundo donde deseara vivir. Fue colocándolas una a una, eligiendo de entre todas las más bellas y lisas. La casa parecía hecha de bloques de nieve. Su felicidad iba en aumento a medida que los muros ganaban altura y dejó ventanas abiertas a los cuatro vientos para que el equilibrio reinara en sus estancias. En unas semanas la casa estuvo terminada.  Edurne puso visillos transparentes en todas las ventanas para poder tener toda la luz de los días y fue feliz.

Durante un tiempo.

Los primeros meses, que coincidieron con el invierno, fueron maravillosos, plenos de aquel silencio que tanto amaba. Los días transcurrían quietos y Edurne aprendió a dialogar en mudez exquisita con el plomo del cielo y con la plata de la nieve; con la luz de las estrellas y la blancura violácea de las cumbres.

Llegó la primavera, cargada con un haz de rayos de sol, con los bolsillos repletos de zumbidos, trinos y estambres anaranjados. Edurne empezó a notar un cosquilleo en la piel y en lo más profundo del pecho y canturreaba  moviéndose con nerviosismo por su casa de piedras blancas.

Salió fuera y dejó que el sol le lamiera la piel y pintara sus músculos de calor. Era una sensación tan placentera…

Pero no duró mucho.

Durante un rato se sintió feliz con los  susurros de la brisa entre los árboles, sin importarle que estuviera rompiendo el silencio que la acunaba siempre. El sol le habló de amor y caricias y se sintió sola. Por primera vez estar sola le hizo sentir tristeza.

Al rato notó que le costaba respirar y sus dedos se crisparon de dolor. Corrió a casa y al entrar el malestar desapareció de inmediato. Al día siguiente ocurrió lo mismo. Y al siguiente. El tercero no.

Edurne tenía miedo, pero había algo que la obligaba a salir. Estaba lloviendo y el cielo tenía un color metálico que presagiaba tormenta. El sol no se veía por ninguna parte.

Decidió que iría a preguntar a la hechicera de la montaña, ya que aquella mujer tenía las respuestas a todas las preguntas. Salió al anochecer dispuesta a encontrar su gruta.

Había fuego en la tercera cueva, la más cercana a la cima del Gorbea. La única luz de una noche negra.

—Adelante, pequeña, acércate al fuego. Traes un frío espantoso encaramado sobre la espalda. —dijo la bruja sin mirarla, como si estuviera esperándola.

Edurne se sentó frente a la hoguera al lado de la bruja y esperó a que las llamas borraran el morado que le tiznaba los dedos y aquietaran el temblor que recorría todo su cuerpo. Cuando entró en calor, la hechicera habló y lo hizo despacio, con voz profunda y queda, como si conversara con el fuego.

—Has desafiado el maleficio. Construiste tu casa con un Pedregal de Luna.

—¡Hice mi cabaña con piedras de la montaña!

—¿No te resultó extraño que todas fueran blancas y brillantes? ¿No te pareció peligroso?

—¿Peligroso?  ¡Claro que no! Solo pensé que eran bonitas.

—La belleza casi siempre es peligrosa, niña ignorante.

—Dime, ¿Qué es un Pedregal de Luna?

—Cuando graniza el día que hay luna llena, los granizos, que no son otra cosa que gotas de luna, germinan con la luz de su madre, penetran en la tierra y allí crecen. A veces la tierra los expulsa, porque su blancura la hiere por dentro y, al contacto con el aire y los rayos del sol, se petrifican. Pero no mueren del todo, el magnetismo de la luna queda atrapado en su interior. Tú has roto el conjuro y has vivido  rodeada de ese poder, y su atracción te ha atrapado. Si hubieras permanecido más tiempo sin salir de la casa, habrías  perdido completamente la capacidad de sobrevivir fuera de ella.  El Sol desea recuperarte y te ha lanzado su llamada, pero me temo que es demasiado tarde: bajo su luz te petrificarás  igual que las gotas de luna porque tu alma está bajo su influencia y tú misma ya eres luna por dentro.

—¿Qué puedo hacer?  Si destruyo la cabaña y vuelvo a dejar el Pedregal de Luna en su sitio, ¿podré vivir normalmente?

—Me temo que no, hijita. Ya no se puede volver atrás. Cuando se desafía un maleficio de la Luna los resultados son irreversibles.  Tu existencia está condenada a la soledad. El calor, la luz, la risa y la alegría compartida te han sido vedados. Buscarlos trasformará en piedra tu corazón. Por poco tiempo puedes salir de tu cabaña de noche, bajo la protección de la Luna, pero muy pronto tendrás que elegir entre el cautiverio y la muerte, entre ser mujer de  Luna o estatua de Sol.

Pasaron muchos años y la bruja de la montaña no volvió a saber nada de Edurne. Su nombre se perdió entre los ecos de las cumbres y su rostro fue diluido por las telarañas del tiempo. Hasta que un día bajó al valle a recoger hierbas para sus conjuros. Al lado de un  montón de piedras blancas brillantes de luz lunar, al pie de un hayedo,  dos estatuas de piedra abrazadas, cubiertas de musgo y líquenes, servían de lugar de anidamiento a un sinfín de pájaros cantores.

viernes, 9 de mayo de 2014

Educar a un hurón

Erase una vez una niña huraña, pero huraña de verdad, no simplemente tímida o retraída. No es que tuviese muchas oportunidades de sacar a relucir ese rasgo, ya que la chiquilla tenía una hermanísima que, como sucede en estos casos, hacía gala de un carácter totalmente opuesto al suyo. ¿Cómo congeniaban la simpatía y la sociabilidad de una con lo arisco de la otra? Lógicamente ambas no se comprendían mutuamente pero, dado que una de ellas requería compañía constante, tampoco se llevaban mal. Hermanísima estaba convencida de que un gruñón solitario no llegaba a ningún lado así que decidió que su misión sería reformar a aquel ser con el que compartía familia y habitación. ¿Cómo? No dejándola ni a sol ni a sombra. Se pegó a ella como una lapa.

Aquella era una tarea muy desagradecida y la pequeña terminaba el día agotada. El hurón no reconocía sus desvelos sino que la consideraba un incordio. No obstante, a pesar de los desplantes, perseveró sin rendirse. Pensó que ante un caso tan grave no le vendría mal contar con refuerzos. No tardó en encontrar aliados en la familia: los titos y la caterva creciente de primas (los primos fueron más tardíos). Para manejarse entre semejante gentío la sociabilidad era condición sine qua non. El hurón no tenía escapatoria.

No le costó escoger a la candidata ideal para que la ayudase en su difícil misión. La elegida había nacido con un singular don: el de tener siempre algo agradable que decir de todo el mundo. Con su gracia se ganaba el favor de todos, sin excepción. Cierto que al nacer no hablaba y, por eso, cuando su huraña prima la contempló por primera vez, lo único que vio en el cuco fue un bebé muy, muy pequeño (aún más que hermanísima). Se preguntó qué tipo de atracción ejercía aquella criatura diminuta sobre el resto ante la que todos se mostraban tan emocionados. Se fijó mejor para descubrirlo. Los adultos parecían esperar que emitiese su dictamen. ¿Qué decir? Había una cosa evidente ¿Sería eso? "Tene pendentes pero no tene dentes" declaró con su lengua de trapo de dos años. No entendió por qué se reían,  no era gracioso, se había limitado a constatar un hecho. ¿No era eso lo que querían?

Definitivamente no residía ahí el misterio porque sólo tardaron unos meses en aparecerle los dientes y no por ello disminuyó el encanto del bebé. Al contrario, según crecía, aumentaba. Sus enormes ojos se maravillaban ante todo y con esa mirada conquistaba a cualquiera. Incluso el hurón notaba que aquella prima era distinta, merecía la pena cultivarla. Se esmeró en su trato con ella y procuraba prolongar las visitas todo lo posible por lo que, más de una noche, sus tíos se llevaron a su casa aquella sobrina peculiar a la que, una vez allí, parecían interesarle tan sólo los libros del cuarto del fondo y del armario del abuelo. En el aspecto demostrativo aún le faltaba mucho por aprender.

Hermanísima, siempre inseparable, y primísima jugaban juntas a las tiendas, a las mamás, a ponerse potingues y trapos y a presumir. Mientras tanto tragalibros devoraba cuentos sentada en la misma habitación, pero en un planeta diferente. No entendía la gracia de aquellos juegos: si ir al mercado de verdad era un rollo ¿por qué era mejor comprar verduras de plástico en la propia casa? ¿qué tenía de divertido un muñeco llorón al que había que darle biberones y cambiarle los pañales? ¿Imaginar que era real? Eso habría sido peor. Sin embargo le gustaba estar allí, con sus comprensivos tíos y su prima, que suponían, llenos de optimismo, que por algo se empieza...

Nota: este es un cuento aún en proceso, menos mal que mis tíos, hermanísima y primísima son inasequibles al desaliento.

jueves, 8 de mayo de 2014

La prescripción de Lavanda

Estoy segura de que Lavanda escribió esta historia en una receta de su talonario especial. Leerla es terapéutica. 

Lola está sola

Lola es hermosa. Tiene la belleza serena de los paraísos donde uno desearía vivir para siempre. Si te acercas a ella se vuelve cojín y se ajusta a las curvas de tu espalda.  Si tienes hambre se hace maná y si sed, agua cristalina.

Sonríe y crea todo el rato. De su mente nacen pequeñas fantasías diluidas, difícilmente contables. A veces las da a luz al mundo a través de sus manos, o de su boca, o de sus ojos, según corresponda a su naturaleza.

Ayer vino a verme. Se sentó frente a mí, al otro lado de la mesa de mi consulta y me miró lenta y callada. Me mostró sus brazos paralelos, las muñecas juntas, hacia arriba, las palmas abiertas como estrellas. Observé su piel semitransparente, surcada por venas azuladas, como un mapa  de ríos y planicies, en busca de marcas, rojeces o heridas, pero no vi nada.

—¿No las ves?

Negué con la cabeza.

—Entorna los ojos y mira como si observaras esas láminas que guardan imágenes ocultas.

Lo hice. Siempre he sido diestro en descubrir ese tipo de imágenes cuya aparición depende de la forma de enfocar la mirada. Enseguida vi lo que Lola intentaba mostrarme: unas cadenas pesadas y herrumbrosas le aprisionaban las muñecas.

—¿Desde cuándo las tienes?

—Desde siempre.

—¿Por que no has venido antes?

—Nunca me habían molestado,  pero últimamente pesan cada día más. Ya apenas me permiten moverme.

—¿Quién te las ha puesto?

—Yo misma. ¿Se puede hacer algo?

—Eso espero.

Abrí el  último cajón de mi mesa y busqué en el fondo, bajo un montón de papeles viejos. Encontré el talonario especial para los males de melancolía impreso con pigmento sueño y prescribí el tratamiento: Una píldora con el desayuno, comida y cena, de vitaminas de alma libre.

miércoles, 7 de mayo de 2014

El ruiseñor de Romeo y Julieta

La noche huele a jazmín y a rocío sobre las rosas. Un pájaro canta. Es un ruiseñor. Como en aquel viejo cuento su canto son palabras de amor escritas con sangre, aunque esta es mi historia y es mi sangre la que tiñe las hojas.  Cada letra es una nota, cada palabra un acorde, cada frase una estrofa. El ruiseñor suspira. Miro lo escrito y descubro una fisura, un vacío sobre el pliego. Mi corazón pierde el ritmo, se le olvida un latido.

Clavo de nuevo la pluma en mi piel y la apoyo sobre el papel. Cada nuevo trazo deja un arañazo. El trino del ave es cada vez más débil, la mañana se acerca. El fin está próximo y no sé nada de ella. No me rendiré, insistiré mientras me quede una gota de sangre en las venas. Una cuartilla, una melodía. Me siento desfallecer pero no, no me daré por vencido. Un libro, mi amor, mi vida. Se me agota la tinta. Mis ojos se cierran. Sé que no la veré más.

La noche huele a jazmín y a rocío sobre las rosas. Se ha apagado la vela en la habitación del poeta. Una figura blanca rompe la negrura de las sombras y unos pasos alteran el reposo del jardín. ¿Por qué ha callado el ruiseñor? Su música me acunaba. Era un sonido tan dulce que invitaba a acurrucarse entre las sábanas. El silencio ha interrumpido mi descanso. Sin su canto no me volveré dormir.

Entorno los párpados y revuelvo en los rescoldos de mi sueño en busca de aquel gorjeo. Dejo que que guíe su recuerdo. El camino termina en una puerta de madera pesada. Está cerrada mas no la guardan cerrojos ni candados. La empujo con fuerza hasta que cede bajo mis dedos. Subo unas escaleras, son ásperas, bajo mis plantas noto su piedra rugosa e irregular. La canción se acaba. Abro los ojos. La luna entra por la ventana abierta y el suelo está alfombrado de cuartillas. El poeta que nunca duerme yace sobre ellas.

Enciendo la vela y leo. Cada letra es una nota de la canción que resuena en mi cabeza. Al terminar lloro y mi llanto disuelve la tinta, borrando cada palabra. Olvido la melodía. Me trago las lágrimas pero ya es tarde, no sirve de nada.

Sé que sólo existe una manera de arreglarlo. Cojo la pluma y repaso las marcas de cada trazo. Es su letra, es mi sangre. La noche huele a jazmín y a rocío sobre las rosas. Un pájaro canta. Es un ruiseñor. Es nuestra canción.

lunes, 5 de mayo de 2014

Todo lo que tengo lo llevo conmigo - Herta Muller

Todo lo que tengo lo llevo conmigo es el segundo libro que leo de Herta Muller y se lo debo a la recomendación de Amigademadre. Gracias. El primero fue "Hoy hubiera preferido no encontrarme a mí misma" al que confieso que me costó engancharme a pesar de estar escrito con maestría, me sorprendió sobre todo la manera de hilvanar la novela. Las historias se enlazaban solas, como las escenas que se suceden a través de la ventana de un viaje en autobús según la mente divaga por el camino. La narración seguía el mismo proceso que el pensamiento normal, saltaba de una idea a otra a través de asociaciones inconscientes, con frecuencia sorprendentes, sin perder naturalidad. Me quedé con la belleza de esta frase porque además es algo en lo que también me había fijado: "En invierno, el tiempo transcurre en la madera, en verano, en el follaje."

"Todo lo que tengo lo llevo conmigo" me fascinó. No es un tema por el que me sienta habitualmente atraída, más bien lo contrario. Sin embargo está tan bien escrita que su lenguaje te arrastra, te hipnotiza, al tiempo que mantiene toda la fuerza de su argumento. Es una novela magnífica, reflexiva, dura y también poética. Sencilla y profunda. Las palabras se transforman en hechos, ambientes y  emociones, en personajes de piel y huesos, en esperanza y miedo, en hambre, en muerte. El ritmo fluye durante toda la narración para ajustarse con precisión al del transcurso de la historia. Es un libro que palpita, un libro hecho de frases con vida propia.
Una frase así te mantiene con vida. 
El frío corta, el hambre engaña, el cansancio pesa, la nostalgia consume, las chinches y los piojos pican. Yo quería negociar un trueque con las cosas que, sin vivir, no estaban muertas. 
Hay palabras que hacen conmigo lo que se les antoja. Son completamente distintas a mí y piensan de diferente manera a como son. 
Para luchar contra la muerte no se necesita una vida propia, sino una vida que no haya terminado del todo. 
Había llegado la tormenta. Crepitaron flecos de cristal y de golpe azotaron las cuerdas del agua. 

domingo, 4 de mayo de 2014

Embriáguense, lo dice Baudelaire

Hay que vivir embriagado, abrir los ojos al cielo, sentir el aire en el cuerpo, oler la tierra, las hojas, el mar y la noche. Embriagarse de pasión, de besos, de abrazos, de música, danza y cuentos. Vivir libre, enamorado, extasiarse ante la belleza, rebosar de alegría y sonreír al mundo hasta que nos devuelva la sonrisa. Hay que soñar con la luna, volar con alas de viento para alcanzar las estrellas. Dormidos, despiertos, embriáguense de vida y disfruten del momento.

¿Alguien duda? ¿No me cree? ¿Por qué? Si es un consejo de Charles Baudelaire:

Hay que estar ebrio siempre. Todo reside en eso: ésta es la única cuestión. Para no sentir el horrible peso del Tiempo que nos rompe las espaldas y nos hace inclinar hacia la tierra, hay que embriagarse sin descanso.

Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como mejor les parezca. Pero embriáguense.

Y si a veces, sobre las gradas de un palacio, sobre la verde hierba de una zanja, en la soledad huraña de su cuarto, la ebriedad ya atenuada o desaparecida ustedes se despiertan pregunten al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, pregúntenle qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el pájaro, el reloj, contestarán:

“¡Es hora de embriagarse!"

Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, ¡embriáguense, embriáguense sin cesar! De vino, de poesía o de virtud, como mejor les parezca.
Charles Baudelaire

viernes, 2 de mayo de 2014

En el chalet

Los veranos en el chalet eran desayunos casi al alba con el sabor dulce de la leche condensada. Levantarse los domingos y meterse en la cama con la abuela para montar tiendas de campaña bajo las sábanas. Bañarse en la espuma de un gel color rosa. Hacer la cama y estirar tanto la colcha que rodase una pelota. Sufrir lecciones por la mañana, con cuadernos de verano, lecturas obligatorias, dictados, ortografía y planas. Era cultivar la huerta, el orgullo de mi abuelo, y contemplarle entre las matas con su gorro de paja, su bañador azul de rayas y sus alpargatas. Tender la ropa fuera, sobre una cuerda extendida bajo las nubes más altas. Montar en bicicleta y experimentar el vértigo desbocado de volar, cuesta abajo, por pendientes empinadas de montaña. Tirarse a la piscina, entre acrobacias, subir a la piragua y ver al abuelo disfrutar, largo tras largo, dentro del agua mientras la abuela, enfundada en su bañador verde, nadaba ladeada. La llegada de mis tíos en moto, saltando por las rampas como locos, y querer ir tras ellos de mochila, agarrados a su espalda, y dar botes sobre el sillín. Era mi abuela escandalizada si nos pillaba.

Eran horarios de comidas una hora antes que en la granja y con digestiones una hora más largas. Preparar gazpacho en cuencos de barro. Pasar siestas en penumbra, despiertos en el salón, delante del televisor sobre sillas que se pegaban a la piel incluso a través de la ropa. Salir al calor del sol y reírnos al oír los ronquidos del abuelo a través de la ventana. Entrar en el piso de abajo fresco y casi desierto con una diana sin dardos y una bombilla roja de aviso en la habitación oscura del padrino. Descubrir los líquidos de revelado y la magia de las imágenes que surgían sobre el papel fotográfico. Pasear entre encinas viejas y abedules jóvenes y sentarse bajo el madroño. Acercarse a la valla rodeada de chumberas. Oler el aroma de los arbustos de rosas y el frescor de las hojas del eucalipto oculto en un lateral. Correr y resbalar por caminos de tierra y esperar y desesperar a que llegase la hora de bañarse, otra vez, en la piscina. Leer libros clásicos de una colección encuadernada en color vino o escuchar las historias conocidas, y mil veces repetidas, de una juventud, que nos sonaba lejana, hecha de pretendientes, amigas, hermanos, travesuras, colegio, trabajo y guerra. Cortar muñecas de papel y vestidos con pestañas. Aprender a coser, a tejer, a hacer alfombras y crochet. Jugar a las cartas y también al dominó. Era una eternidad de tres horas hasta bañarse, ¡por fin!, justo antes del atardecer.

Eran sombras largas y horizontes de sol al ponerse tras las montañas. Soñar con perseguir la estrella para encontrar su refugio en la sierra. Regar con el sonido de la manguera sobre los lirios violetas de la escalera y el olor a tierra mojada en las baldosas de grava, el fucsia de los dondiegos al abrise de noche y anocheceres en la medialuz del porche con cenas bajo el farol. Cenar tortilla francesa y ensalada de tomates recién cogidos de la rama. Terminar con leche merengada helada, yogures de yogurtera y postres de Alsa. Oír niños a acostarse, al cine de las sábanas blancas, mientras los mayores cenan. Eran literas, trepar a la de arriba y dormir bajo el runrún cansino de las chicharras que entraba por la ventana.

jueves, 1 de mayo de 2014

Genio y figura

Genio y figura es la expresión con la que mi padre definía a mi abuela. La verdad es que su carácter y la resistencia que demostró en su último mes la hacen merecedora de eso y de mucho más. Sabía que estaba mal, no se autoengañaba, hablaba de la muerte y la esperaba. No obstante el final se le ha hecho muy largo, morirse cuesta mucho tras 96 años de vida. El cuerpo se ha habituado a vivir y se conforma con poco para subsistir, le basta con respirar y latir, tiene su rutina cogida y no está dispuesto a cambiarla.

A pesar de su estado la cabeza la tenía perfecta y se esforzaba por mostrarse encantadora y no perder el humor. Declaró que deseaba dejarnos a todos un bonito recuerdo e irse con buen sabor de boca. Se notaba agotada pero el cansancio que la abrumaba no le impedía alegrarse con cada visita y tratar de demostrárselo. Nunca le ha faltado la sonrisa a la hora de recibirlos, ni las palabras amables, ni el interés al preguntar cómo se encontraban todos. En sus periodos de mejoría nos deleitaba con bromas y anécdotas y se ganó de tal modo al afecto del personal que la cuidaba que, una noche, la invitaron a un sorbito de cerveza. Era sin alcohol y, aunque mi abuela hubiese preferido una normal, eso no mermó, en absoluto, su ilusión, ni mucho menos la gracia a la hora de contarlo.

Aunque ha sido una persona bastante reservada durante toda su vida, al final, con lo que más disfrutaba, sin duda, era con la compañía de amigos y familia. Cada visita era la mejor medicina, al descubrir al recién llegado le brillaban los ojos y se le iluminaba la cara. Cada muestra de cariño la revivía. Ver a sus cuatro hijos reunidos a su lado la hizo muy feliz y la llenó de vitalidad, durante un tiempo. Tenía ratos muy malos, en los que se quejaba, poco para lo que supone una agonía. Estaba hinchada, dolorida, incómoda, revuelta, con sequedad y flemas, no podía comer, no tenía fuerzas para moverse y había que colocarla sobre las distintas almohadas. Solía tener frío y pedir la manta pero en algunos momentos le agobiaba el calor y entonces no la aliviaban ni el aire acondicionado ni el abanicarla.

Cerraba los ojos, algunos días no podía mantenerlos abiertos. Se dormía con frecuencia, aunque no siempre era capaz de descansar, el mismo malestar se lo impedía. Perdió toda su independencia y, a cambio, aprendió a aceptar que la cuidaran y agradecía cada atención, cada detalle. No quería protestar pero en ocasiones era inevitable. La despedida de cada día era un adiós. Nos ha dicho que nos quiere y que seamos siempre buenos. Ha sabido cuánto la queremos.