viernes, 29 de agosto de 2014

Bloqueo

You can't depend on your eyes when your imagination is out of focus. Mark Twain. 

Me resisto con uñas y dientes y con todas las teclas del ordenador. Me niego a admitir que se me ha olvidado escribir, que no tengo ideas o que no sé terminarlas. Sigo todas las recomendaciones que encuentro para superarlo. Leo e intento que sea variado. Duermo, aunque mis horarios son un tanto extraños. Paseo, aunque con moderación porque ni mi armario ni mi cuenta corriente están como para caer en la tentación y mis paseos son peligrosos. No me sirve de nada dejar la tarjeta en casa, si se me antoja algo vuelvo al día siguiente a por ello. Tomo apuntes pero que se quedan sólo en notas porque luego soy incapaz de desarrollarlos de manera coherente.

No me rindo. Me siento delante de la pantalla dispuesta a rellenarla. Es frustrante, especialmente cuando no surge nada. Se supone que poco a poco debería mejorar pero no es así, o al menos no siempre, desde luego no ahora. Mis manos se quedan quietas, miro la pantalla vacía y espero la inspiración. Tengo ganas de gritar de impotencia y de rabia pero aprieto los dientes y me contengo.

Me aferro al blog. Escribir algo corto siempre es más fácil que emprender algo largo. Quizá sea falta de práctica, aunque practico todos los días (y tengo lectores testigos que pueden dar fe de mi hazaña). Antes había momentos en los que mi cabeza bullía y ahora me he demenciado y he olvidado hasta mi última idea. Echo de menos mi imaginación calenturienta, mi psicología enferma. Me he caído de mi nube rosa que ahora vaga sin mí y sin nadie que le cuente historias. Acabará por encontrar quien me reemplace pero eso no me consuela. No quiero que me releven, quiero regresar a ella y flotar un poco por encima del suelo, sin que el resto apenas lo note, para soñar leyendas dulces, ñoñas y tiernas que hagan que me sienta bien. Necesito contar cuentos, saber que están cerca de mí, notar el instante en el que se agolpan para salir. Sin su compañía ando un poco perdida.

jueves, 28 de agosto de 2014

Crónica de una traqueotomía

El busca suena y vibra en el interior del bolsillo. Rebusco hasta dar con la cinta que lo engancha. Al tirar caen al suelo hojas, depresores, otoscopios, un par de bolis, unas llaves y hasta unas tijeras. ¡Qué desastre! Con el teléfono en la oreja me agacho a recoger mis tesoros desperdigados.
- Buenos días. - Saludo. No es momento de ponerme a seleccionar entre mis útiles así que lo guardo todo en el bolsillo.
- Soy la neumóloga - escucho al otro lado. - Te llamo porque tengo en la consulta una paciente con disnea que refiere haber empeorado en los últimos meses. Tiene estridor.
Ante semejante descripción no me quedo nada tranquila.
- Mándamela a la consulta que la veo ahora mismo.

Unos minutos después traen hasta mi puerta a la paciente en una silla de ruedas. Definitivamente no suena bien al respirar. La única respiración bonita es la rítmica y silenciosa, los ruidos extraños del cuerpo dan miedo, en mi experiencia resultan mucho más inquietantes que un crujir de pasos o el chirrido de unas bisagras en una mansión abandonada.

La exploro y cruzo los dedos. Conjurar a los hados no me sirve más que para confirmar mis sospechas: las cuerdas están paralizadas. Repito la prueba, no se vaya a tratar de un espasmo. Mi insistencia no mejora la exploración. Indago en la clínica y descubro que la pobre mujer apenas puede hacer nada, ni siquiera dormir, se ahoga cuando se tumba.

- No puede respirar porque la laringe está cerrada, - le explico. La única solución es abrir más abajo, hacer un agujero en la tráquea para superar el obstáculo y que el aire no se atasque, sino que pase a los pulmones.
Añado que no vamos a quitarle las cuerdas vocales y que podrá hablar. Los primeros días un balón se lo impedirá pero, en cuanto lo deshinchemos, sonará la voz de nuevo.
Vivir medio ahogado no es ningún placer y, aún así, hay pacientes que rechazan la traqueotomía. Les asusta la idea del agujero en el cuello. No es el caso. La mujer es sensata y no le falta carácter, quiere respirar y está dispuesta a la cirugía, sólo queda organizarla: quirófano, anestesia, enfermeras, etc.
- ¿Ha desayunado?
- Sí, esta mañana.
Eso sí es un problema. El anestesista no querrá dormirla con el estómago lleno y no tiene un cuello largo y fino en el que operar rápida y cómodamente, y menos aún con ella despierta, medio ahogada y tosiendo. Debo intentar rascar algo de tiempo.
- Voy a ingresarla y le pondré medicación (traducido en la hoja de tratamiento significa corticoides a chorros). Lo arreglaré todo para hacérselo mañana, aunque si empeora no esperaremos hasta entonces.

Agarro la silla y bajo con la mujer a urgencias, hay que estar pendiente de ella y prefiero ocuparme en persona. Pillo medio desprevenida a una de mis amigas que se ofrece a cuidarla. En su lugar me subo tres pacientes a la consulta. Sobre el papel tres por uno no parece un buen cambio pero mi enferma supone mucho más trabajo. Entre paciente y paciente termino el resto de los recados.

A la mañana siguiente me encuentro a mi señora ya instalada en la planta. Está feliz. Ha descansado sin necesidad de tirarse a medianoche de la cama por falta de aire. De hecho se encuentra tan bien que hasta ha pensado en irse a casa. Lástima que el tratamiento milagroso de corticoides no pueda mantenerse de manera indefinida.

Aún no es hora de bajarla al quirófano. Aprovecho el tiempo para visitar al resto de los ingresados, dar altas, explicaciones, redactar informes y rellenar recetas. El anestesista nos avisa cuando está disponible y un celador traslada a la paciente al área quirúrgica. A la mujer le preocupa perder la memoria con la anestesia, tiene 87 años y ya le sucedió en una ocasión y no le gustó. Le aseguro que, si le sucede, le contaré todo de nuevo y por escrito si es preciso (heme aquí cumpliéndolo).

Procedemos. La técnica no es difícil, al menos sobre el papel: plano de piel y fibras del musculocutáneo, separación de músculos prelaríngeos en línea media, localización del tiroides y disección de la glándula de la pared anterior de la traquea y ligadura del istmo para exponer los cartílagos. El istmo sangra, a veces se resiste, es la parte que más se complica. Llega el momento de abrir la vía aérea, la incisión hay que hacerla inferior al 2º anillo para evitar estenosis cicatriciales. Ese es uno de los motivos por el que no me gustan las técnicas percutáneas. Entrar a ciegas en la tráquea no me parece ninguna buena idea. En cualquier cirugía la visión es fundamental.

Todo sale bien. Hablo con la familia y les llevo al pasillo para que vean pasar la cama, ese instante de atisbo de su ser querido les deja más tranquilos que cualquier discurso sobre la cirugía al que, con los nervios, apenas prestan atención. Un rato después visito a la enferma en el despertar. La mujer refiere no acordarse de nada. No creo que sea consecuencia de la medicación sino de toda la hipoxia anterior. Espero hacerle recuperar la memoria, y la respiración.

miércoles, 27 de agosto de 2014

Visita de revisión

Hace días que no veo al hijo de mi paciente, me sucede lo mismo que a su madre. El motivo no es que a mí me oculten nada, ni que esté ingresado en una unidad de acceso restringido como los casos de Ébola; simplemente se fue de alta.

Su hermana me pone al día:
- Está muy cansado.
Es lo lógico, aún no conozco a nadie que salga de un proceso cardiaco en condiciones de correr la maratón. Para la mayoría el trayecto cama-sillón es una proeza.
- Está asustado.
¿Y quién no? Salir al pasillo a estirar las piernas y, sin saber cómo, despertarse en el box de críticos de urgencias, cubierto de cables y rodeado de médicos hace que uno se dé cuenta, de golpe y porrazo, de lo precario de la vida.
- No puede dormir. Se pasa las noches de paseo por la casa.
Eso me preocupa, el descanso es necesario. El estress y el corazón no se llevan nada bien. Le prescribo un ansiolítico.
- Mañana viene. ¿Estarás en la consulta? Quiere pasarse a verte. Te está muy agradecido.
La verdad es que todo mi mérito se redujo a empujar la cama, con los celadores, a toda velocidad por los pasillos del hospital hasta llevarle adonde supieran qué hacer con él. Seis años de carrera, cuatro de especialidad y quince de ejercicio para, en el momento álgido, limitarme a correr. Después de releer la frase anterior me pregunto: ¿carrera? ¿ejercicio? ¿acaso reside ahí el quid de la cuestión? ¿es esa la verdadera preparación?

Cuando, al día siguiente, el hombre aparece por la puerta, compruebo que presenta buen aspecto. Le acaban de quitar los puntos del marcapasos y le tira un poco la herida. Ha dejado de fumar a base de comer zanahorias, un método sano y original que voy a recomendar a más pacientes. Sustituir tabaco por zanahorias mejora el lustre de la piel. Ha perdido peso pero aún tiene que adelgazar más, por mandato del cardiólogo. La ventaja del miedo es que todas las órdenes médicas se toman en serio. Hay que aprovechar esa fase para concienciar al enfermo.

Charlamos un rato, comentamos la evolución de su madre, que sigue sin remontar cómo a todos nos gustaría. Le acabo de reajustar el tratamiento y les acompaño hasta la planta a verla. El trayecto se desarrolla sin sobresaltos. Una vez llegados a destino me cercioro de que todos se encuentran bien antes de regresar a la consulta.

martes, 26 de agosto de 2014

La casa de Asterión. Borges


La casa de Asterión.
[Cuento. Texto completo.] 
Jorge Luis Borges

Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.
Apolodoro: Biblioteca, III,I

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya veras cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

FIN

lunes, 25 de agosto de 2014

Llamadas

- Mi madre está preocupada porque no sabe nada de mi hermano, si al menos pudiera llamarla y hablar con ella - me comenta la hija de mi paciente.

Aunque los móviles proliferan por doquier, a los ingresados en la unidad coronaria, con cables y monitores por todas partes, no se les permite su uso. Se supone que interfieren, aunque no es más que una suposición. La explicación creo que es más sencilla, los pobres enfermos no deben alterarse y el timbre, o incluso la vibración del teléfono, pueden provocarles un sobresalto. ¿Quién no ha sufrido nunca un vuelco del corazón ante una llamada intempestiva? Otro detalle, la cantidad de llamadas que recibe un individuo hospitalizado, o sus familiares, a lo largo de su estancia, alcanzan el número de Buzz Lightyear: el infinito (y más allá).

En Cardiología ya no sólo me conocen los enfermos, también el personal. En esta ocasión voy a abusar de la confianza de las enfermeras del control. El hombre no está, en esos momentos anda liado en pleno cateterismo. Pongo cara de niña buena y me lanzo. ¿Quién diría que la abanderada de la patrulla antimóviles haría un día algo así?
- Por favor, - las formas son siempre importantes, - quería pediros que esta tarde le permitieses al hijo de mi paciente llamar a su madre. La pobre mujer no entiende que lleve varios días sin venir a visitarla y está muy preocupada. Se figura que le ha ocurrido algo grave (¡ay, si ella supiera!). Con oír su voz se quedará tranquila.
- Si claro, no hay problema. No te preocupes.
Con esa respuesta me quedo tranquila, y su hija también.

Por supuesto explicarle la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad a la madre no está indicado en este caso, hay que pergeñar una excusa. Mi maniobra de los mareados funcionará. Soy una bruja, la culpable de la situación, y le he ordenado al hombre unos días de estricto reposo en cama para que se recupere del patatus que le he inducido, algo que no anda demasiado lejos de la realidad.

El cateterismo va bien, mejor incluso, aunque eso no significa que la aventura en la planta de cardio haya terminado. Sin nuevos sustos, esa tarde el hijo habla con su madre. Es una conversación privada en la que no estoy presente y, por tanto, ignoro su contenido. No es difícil imaginárselo. Os tendréis que conformar con la imaginación porque, a la mañana siguiente, tampoco me pude enterar de más: al protagonista se lo habían llevado a ponerle un marcapasos.

sábado, 23 de agosto de 2014

De una edad tal vez nunca vivida (de Jorge Urrutia)

"De una edad tal vez nunca vivida" es el libro que a mi padre le gustaría que escribiese, pero que no he escrito yo, sino su gran amigo, Jorge Urrutia. Es un libro de recuerdos entrañables, de familia, de emociones, de escenas, de pensamientos y de su origen. Páginas en las que el curso de la vida fluye en un ensueño de imágenes y poesía. Palabras escogidas con gusto, con cariño, y hechas propias con la serenidad de fijar la mirada, sin prisas, sobre el mar en movimiento del tiempo. Lenguaje que sacia la sed, frases sobre las que detenerse y volver. 

Sólo leed y releed:

Sanar es una cobardía. Las cicatrices aumentan el odio. Una herida permite, simplemente, que la vida permanezca viva.

Anochecido volvía y me hablaba de barcos en  el monte, de ciervos que corrían por la roca y de tiempos remotos en que el agua hasta el cielo llegaba torneando las piedras.

Mi padre fue una mano que busco en cada aurora.

Las cosas conocen una música perdida.

Cuando leo en alguna novela cómo se ha desencadenado la ruina familiar de los protagonistas, cuando escucho en alguna reunión que alguien ha pasado de la abundancia a la escasez, sólo puedo imaginármelo como una abuela tocando a Schumann en la sombra, al piano mudo del recuerdo.

Estamos hechos de obsesiones, pequeñas o grandes, y la vida acaba pareciendo un chocolate amargo que muestra su sabor y deja en la boca, tras cada sorbo, un extraño regusto.

En esta tierra la muerte llega flotando o la trae el mal viento (...) Pero quedan los lugares, la amistad y el recuerdo. Porque la vida hizo en mí su nido.

viernes, 22 de agosto de 2014

El lado positivo

En la sala de espera de Cardiología me recibe la esposa de mi paciente. Después del trago de ayer está animada y tranquila. Me presenta a sus hijos. Al entrar en la unidad de cuidados intermedios casi formo parte de la familia. 
- Buenos días, - saludo a la enfermera. - Venía a ver al paciente que ingresó ayer por la tarde.

El hombre está al fondo. Presenta buen aspecto, a pesar del chichón que adorna su frente. 
- ¿Qué tal está mi madre? - me pregunta cuando me ve. 
- Aún no la he visto, primero quería saber cómo seguías. Me lo van a preguntar cuando suba. 
- No me acuerdo de nada.
Dado su nivel de conciencia cuando llegamos a urgencias lo raro sería que recordase algo. Mejor así, estar a las puertas de la muerte no debe de ser una experiencia demasiado grata. 
La cardióloga llega en ese momento. Se lo va a llevar a hacerle unas pruebas. 
- ¿Cómo fue? - me pregunta. 
Le explico lo sucedido. 
- Pasamos algo de agobio. Tuvimos que correr para llegar a urgencias. 
- Si se para lo mejor es pegarle un buen puñetazo sobre el corazón - me recomienda. - El problema es que no resulta muy elegante: el paciente se despierta y te descubre dándole golpes en el pecho. 
El aludido nos escucha con interés. 
- No llegó a pararse, - aclaro, - aunque a ratos dejaba de respirar y se puso negro. Ni siquiera llevábamos ambú, sólo disponíamos de nuestras piernas y vamos que sí recurrimos a ellas. 
El protagonista no se acuerda, pero yo no creo que lo olvide. El trayecto se me hizo eterno, a pesar de que la cama rodaba como un Fórmula 1 por los pasillos. 

- Hola doctora.
Es la paciente de la cama de enfrente la que me saluda, ante el asombro de la cardióloga. 
- Es la doctora de mi marido - le cuenta. - Estuvo ingresado aquí también y ella le vio un día en la consulta y poco después le operó. Quedó muy bien. 
Da gusto tener seguidores satisfechos. 
- Vamos a tener que invitarte a pasar visita con nosotros - me sugiere la cardióloga. Creo que siente curiosidad por descubrir cuántos pacientes me conocen. El porcentaje de casualidades, para un rato tan breve, es muy alto. 

En la puerta saludo al marido de la enferma-fan y a la familia del paciente hijo de mi paciente (sí, sé que suena complicado pero es la manera más sencilla de describir la relación existente). Los que faltan están con la madre y aún tengo pendiente hacerle una visita. 
Me despido y me encamino a mi planta. Encuentro a mi enferma algo mejor, aunque está harta de estar ingresada. 
Su hija me acompaña cuando me marcho.  En esta ocasión no hablamos de su madre sino de su hermano. 
- Va bien, se lo han llevado a hacerle pruebas. 
- Ha sido una suerte que le sucediese aquí. 
- Hay que pensar que todo tiene un lado positivo. Si lo piensas, la enfermedad de tu madre le ha salvado la vida a su hijo.
- No le hemos dicho nada aún. No queremos preocuparla. Le hemos explicado que después de lo que le hiciste ayer tiene que guardar reposo. 

Lo del reposo es absolutamente cierto. Espero que más adelante, cuando todo esté bien, le cuenten algo más de la historia. Saber que gracias a ella su hijo sigue vivo podría reconciliarla con su larga estancia en el hospital. 

jueves, 21 de agosto de 2014

La torre de marfil

En un reino muy lejano existe un misterioso bosque lleno de parajes encantados. En su interior, escondido en un rincón, se alzan las ruinas de un torreón. Son poco más que un montón de piedras derruidas con cristales incrustados. Sin embargo, al fijarse mejor en los restos de sus muros, no se descubren aperturas en ellos, sólo trozos de pared. ¿Dónde está sepultada la puerta que daba acceso a su interior? La realidad es que nunca existió una puerta. Aquella era la torre de Ahiara, la princesa cautiva.

El mago Morgon, un ser ambicioso y maligno, mantenía prisionera a la princesa en el interior de aquella torre construida con su magia. Las paredes que la custodiaban eran de marfil liso, sin fisuras a las que aferrarse y tan resbaladizo que ni siquiera la hiedra trepadora se sujetaba sobre ellas e incluso los hilos de las arañas se deslizaban sobre la pulida superficie de los muros para depositarse en su base. Sólo la luz penetraba en su interior, y lo hacía a través de la inalcanzable cúpula de cristal que la cubría. Tan inexpugnable era aquella fortaleza que ni siquiera el mago que la había creado era capaz de entrar en ella.

Por las noches, Ahiara no dormía. Para conciliar el sueño contemplaba las estrellas a través de la cúpula. Soñaba con tocarlas y los ojos se le llenaban de lágrimas. Bajo el anhelo de su mirada los rayos estelares se convertían en diamantes que se derramaban sobre la torre en copos de cristal. Ahiara se dormía entonces. Al amanecer, el mago acudía al pie de la torre para recoger los brillantes que la rodeaban.

Con el paso del tiempo el bosque circundante creció y uno de los árboles se alzó sobre el resto de sus compañeros. Se elevó hacia el cielo, hasta superar la torre y hasta que su copa cubrió con su sombra la luna llena y ocultó las estrellas de los ojos de la princesa. Al amanecer no había nieve de diamantes con la que saciar la codicia de Morgon y controlar su enojo. ¿Cómo osaba aquel árbol dejarle sin sus joyas?

Ajeno al enfado del mago, el árbol gigante se expandía día a día. Sus ramas se balanceaban en el viento y rozaban la cúpula de cristal. La princesa, en lugar de las estrellas, observaba hipnotizada el temblor de las hojas. Entre ellas los rayos de las estrellas titilaban, sin llegar a desprenderse de los astros.

Una mañana el mago montó en cólera, removió el aire con su varita para transformar el viento en huracán y lo lanzó contra el follaje. Las ramas se agitaron, al resquebrajarse se inclinaron hacia el suelo y las hojas cayeron. El mago se sintió satisfecho: ya no obstaculizarían la visión de la princesa.

Durante los meses siguientes, la nieve nocturna cayó sin interrupciones. Morgon recogía los copos y dedicaba las horas de luz a contemplar fascinado sus riquezas, en ocasiones tan fijamente que hasta se olvidó de parpadear. Sus ojos, encandilados, se abrasaron. El resto del mundo se tornó opaco. No obstante, el mago, embriagado por el resplandor de su tesoro, no se percató de su creciente ceguera.

Mientras tanto el árbol creció de nuevo. Sus ramas se extendieron y sus hojas percutieron sobre la cúpula de cristal, como si pretendieran llamar la atención de la princesa. Ahiara las escuchaba y, en el silencio de su prisión, comenzó a imitar los sonidos con su voz. De su garganta brotaron vientos de otoño y murmullos en el lenguaje secreto del bosque. El árbol le hablaba del exterior, de la libertad y ella le contaba sus hermosos sueños, esos que sólo las estrellas sabían leer a través de su mirada. Sus historias se extendieron por el bosque.  Los demás árboles, deseosos de escucharla, se acercaron y crecieron hasta que ocultar la torre. Dejó de nevar. En vano buscó el mago el brillo de los diamantes. Sus ojos quemados no eran capaces de distinguir la penumbra de su mundo de las densas sombras de aquellos árboles. Presa de la frustración y la furia, Morgon se recostó sobre la torre y lanzó contra el bosque todo el poder de su magia. La tierra tembló y el delicado marfil se quebró. La torre amenazaba con derrumbarse sobre la princesa.

Al sentir la sacudida, las ramas del gran árbol se agitaron. Muchas seguían dañadas por el ataque previo del mago y, en su fragilidad, se troncharon. Penetraron en el interior del torreón a través de las brechas que lo hendían. Ahiara, aterrada, yacía inmóvil en el suelo, acurrucada en un rincón. Las ramas se trenzaron sobre ella y para protegerla con su entramado de los fragmentos de marfil y cristal que llovían sobre su cuerpo.

La torre se desmoronó. Los grandes bloques de la pared se desplomaron. Morgon, ciego y cegado por la ira, la escindía con rabia. Las piedras cayeron sobre él sepultándole en el túmulo que el mismo había creado con su hechizo.

Al morir el mago, la tierra se calmó. La princesa trepó por las ruinas aferrada a las ramas del árbol. Se refugió en la horquilla de su tronco y se abrazó a la corteza, temblorosa y muy asustada. Al aparecer las estrellas, la joven alzó la mirada. Fue un gesto instintivo, al igual que el que hacía en su prisión de la torre. La noche serenó su espíritu. Por primera vez en su vida se sintió libre, le pareció que el espacio no tenía límites, que el horizonte desaparecía en la inmensidad inabarcable de la cúpula nocturna. Fascinada, ascendió sin temor hasta el extremo más alto de la copa del árbol y contempló sobrecogida el firmamento. Estiró la mano para rozar con la punta de los dedos los reflejos que salpicaban la oscuridad. La luz se derramó. La nevada de diamantes formó un puente blanco en el cielo y Ahiara caminó sobre el arco hasta acariciar con su mano las estrellas. El cristal se derritió bajo su tacto y transformó los diamantes en sueños. Desde entonces, cada noche, los copos se esparcen, invisibles, entre los rayos de luz mientras la princesa recorre la senda de las estrellas.

miércoles, 20 de agosto de 2014

A la deriva

El amor es un delirio que navega a la deriva. Va en busca de una sirena que ha regresado al océano. Es víctima de un hechizo, de un conjuro entonado con el sonido de la brisa y susurrado por las olas hasta la orilla, de un sortilegio prendido por el encanto de la luz en el agua y guardado en el misterio de las profundidades.

El amor no se resiste, pretenderlo es imposible. Si existe es por ese embrujo. Vaga en su ilusión, ajeno al tiempo y al sol. Si el mar le cierra sus puertas con murallas de agua y roca, flota sobre olas del viento, en el puente de un navío hecho de bruma y ensueños.

Cae la noche. La luz se extingue y aparecen los contornos de figuras invisibles que se ocultan tras las sombras. Entre las tinieblas, reflejos de oscuridad abren ventanas de estrellas y tras el resplandor se asoman espejismos de sirenas.

El amor lanza sus redes, una trama que, al tejerla, enreda al urdidor en ella. No tiene miedo, sólo espera. La Muerte es su ahora su guía, es el precio, su destino, y su único final.

Sobre el vacío de las aguas, la media luna recoge la estela de espuma enganchada. El aire suspira. El océano duerme en calma.

martes, 19 de agosto de 2014

Olores

Huele a jazmín. El olor sube por la escalera a través de la ventana abierta del descansillo. El arbusto está justo debajo. Las flores se abren en busca los primeros rayos del sol. La luz avanza por la pared encalada sin llegar a cruzar el umbral de la casa.

La dulce fragancia se cuela por el pasillo entre las manos de la tita. Se reparte por el salón en penumbra. La luz entra la puerta de cristal esmerilado y por una rendija de la cocina en la que se oye trajín de platos. Huele a pan, aceite crudo y leche hervida.

Más tarde la casa sabrá a guiso: a salsa de almendras picadas y azafrán, a vino al evaporarse, a cebollas dulces pochadas, tomates, pimientos y carne, a pastel y al merengue de las claras al cuajarse en forma de nubes en la leche caliente de las natillas antes de rociarlas con canela.

En el patio las sábanas limpias desprenden el perfume del jabón mientras se secan al lado de las parras. Los racimos de uvas crecen envueltos en mosquiteras. Rezuman azúcar y un enjambre de avispas revolotea desesperado a su alrededor. Son presa fácil, insaciables y borrachas caen una tras otra en las redes del hermano y sus secuaces.

El polvo en suspensión, los fragmentos de ladrillo y los gránulos de tierra invaden las naves abandonadas. Están llenas de restos: vigas en ruinas, marcos de hierro, puntas de clavos y sacos de yeso. Los hierbajos se abren paso entre las grietas. Fuera esperan las margaritas, se esconden las campanillas y me arañan las piernas unas matas salpicadas de florecillas amarillas.

La tierra mojada huele a pradera recién regada. Al lado de las moreras la manguera suelta agua. Arranco una pera de su rama y muerdo su carrillo rosado tras lavarla. La boca se me inunda de almíbar mientras las gotas de su esencia se deslizan por mi piel.

Olor a campo, a olivos, a piscina. Ruido de ruedas que se acercan a la hora de la merienda con sabor a azúcar sobre tortas bizcochadas de aceite. Olor a noche, a eucaliptos, a era, a estrellas fugaces y deseos con la voz ronca del abuelo. Sueños impregnados del olor de los recuerdos.

lunes, 18 de agosto de 2014

Darse un salto

Esa mañana la luna era más espesa y le faltaba un trozo de arco en la zona inferior, ya no era una luna traidora y llena, o al menos ese fue mi pensamiento al verla.

Lo primero que compruebo al llegar al hospital es la evolución del hijo de mi paciente tras el susto de ayer. Ha ingresado a cargo de cardio, al parecer el mareo escondía algo más. Hago propósito de acercarme a verle en mi primer rato libre. 

Me esperan un par de pacientes de urgencias y una enfermera me trae a su marido para que le vea. Les atiendo, no tardo demasiado, son cosas breves.  Asomo la cabeza por la puerta para darme un salto a la unidad coronaria. Antes de tomar impulso me encuentro con uno de mis pacientes. 
- Hola doctora. Me dijo que pasara hoy a verla. 
- Sí, sí, claro. Por supuesto. - Eso de no apuntar en la agenda a los que gozan de salvoconducto hace que su visita me pille habitualmente por sorpresa. Entramos a la consulta. Antes de terminar se me acerca una auxiliar. 
- Ya ha llegado el paciente de la intratimpánica. 
- Enseguida le atiendo. 

Sale uno y entra otro. En este caso no es un enfermo mío pero su doctora habitual está de vacaciones y hago de sustituta. 
- Por favor, póngame anestesia. - Me pide. 
- Descuide. 
La medicación me la ha dejado preparada la enfermera, únicamente falta la anestesia. En un momento me hago con lo necesario. 
- Me estoy mareando. - Me informa durante el proceso.
Queda poco. Termino y en un instante le aplico el tratamiento básico: unas compresas frías y húmedas en la frente y el cuello. Es mano de santo. 

Mientras el hombre reposa inmóvil en el sillón para que le haga efecto la medicación, me llaman de urgencias. Les indico que me suban a la mujer a la sala de exploración. Una vez allí su colaboración convierte la prueba en una pelea, de poco sirve pedirle que se comporte, al parecer no se lo solicito con la suficiente amabilidad: "Disculpe, se lo ruego, ¿le importaría no romper el fibroscopio para que podamos molestar con él al resto de los pacientes que lo necesiten?" "¡Cuánto le agradecería que se estuviese quieta y dejase de tirar!" "¿Qué no desea tragarse la gelatina?" "No se preocupe, a lo mejor prefiere que le haga el avioncito." Mi conclusión, además de que me falta paciencia, es que el diagnóstico no parece tener relación con mi especialidad y sí con su histeria. Me da la impresión de que mi juicio clínico no le convence. 

Cuando la inválida sale desconsolada en su silla de ruedas veo a otra de mis pacientes sentada en la sala de espera. Mi sillón aún está ocupado. Aprovecho que, con las vacaciones, hay consultas libres y la paso al lado. 
- He estado mucho mejor, - me explica. 
Semejante noticia es un alivio y una alegría para ambas. Ahora el problema se limita al otro lado. Opto por repetir el tratamiento de la vez anterior en esa zona con la esperanza de que le funcione, al menos, igual de bien. 

En el ínterin llega mi jefe. Tiene que ver a un recomendado y la habitación que he invadido es la suya. Afortunadamente, como no han surgido complicaciones, ya he terminado. Mi otro enfermo ya puede levantarse del sillón y marcharse a casa. Regreso a mi lugar habitual para escribir el informe de mi última paciente. 
Al terminar la acompaño a la puerta a despedirme pero, de nuevo, no paso de ahí, en la sala reconozco a otra de mis invitadas. La hago pasar. 

Cuando al fin salgo compruebo que no me espera nadie más. Tras responder por el camino a las preguntas de un par de pacientes perdidos por los pasillos, logro llegar hasta cardio. 

sábado, 16 de agosto de 2014

¡Oh, capitán!, ¡mi capitán! de Walt Whitman



¡Oh, Capitán! ¡mi Capitán!

¡Oh, Capitán!, ¡mi Capitán!, nuestro terrible viaje ha terminado,
el barco ha capeado todos los escollos,
hemos ganado el premio que anhelábamos,
el puerto está cerca, oigo las campanas, al pueblo entero regocijado,
mientras sus ojos siguen la firme quilla, el navío solemne y osado.
Mas, ¡oh corazón!, ¡corazón!, 
¡oh gotas que se desangran rojas,
en el puente donde mi capitán yace, 
caído, frío y muerto!

¡Oh, Capitán!, ¡mi Capitán!, levántate y escucha las campanas,
levántate, por ti se ha izado la bandera, por ti vibra el clarín,
para ti ramilletes y guirnaldas engalanadas,
para ti multitudes en las playas,
por ti clama la muchedumbre, a ti se vuelven ansiosos los rostros:
¡Ven, Capitán! ¡Querido padre!
¡Que mi brazo sostenga tu cabeza!
Es sólo un sueño que yazcas sobre el puente,
derribado, frío y muerto.

Mi capitán no contesta, sus labios están pálidos y quietos,
mi padre no siente mi brazo, no tiene pulso ni voluntad,
la nave está anclada, sana y salva, el viaje ha concluido,
tras su temible travesía, el barco entra invicto, su objetivo conseguido.
¡Oh playas, alegraos! ¡Sonad campanas!
Mas yo, con paso doliente,
recorro el puente donde mi capitán yace,
caído, frío y muerto.

Walt Whitman



O CAPTAIN! my Captain!

O CAPTAIN! my Captain! our fearful trip is done;
The ship has weather’d every rack, the prize we sought is won;
The port is near, the bells I hear, the people all exulting,
While follow eyes the steady keel, the vessel grim and daring:
    But O heart! heart! heart!        
      O the bleeding drops of red,
        Where on the deck my Captain lies,
          Fallen cold and dead.

O Captain! my Captain! rise up and hear the bells;
Rise up—for you the flag is flung—for you the bugle trills;  
For you bouquets and ribbon’d wreaths—for you the shores a-crowding;
For you they call, the swaying mass, their eager faces turning;
    Here Captain! dear father!
      This arm beneath your head;
        It is some dream that on the deck,  
          You’ve fallen cold and dead.

My Captain does not answer, his lips are pale and still;
My father does not feel my arm, he has no pulse nor will;
The ship is anchor’d safe and sound, its voyage closed and done;
From fearful trip, the victor ship, comes in with object won;  
    Exult, O shores, and ring, O bells!
      But I, with mournful tread,
        Walk the deck my Captain lies,
          Fallen cold and dead.

Walt Whitman


Extracto de los comentarios del Catedrático: 

¿Cuál es el tema o motivo central de Dead Poets Society?
Está recogido en la estupenda escena en la que el profesor muestra a los chicos las fotos de sus predecesores y les transmite en una extraña mezcla conceptual, muy esperable en la semicultura cinematográfica, el mensaje existencialista: el hombre es un ser para morir, y el mensaje humanista de Horacio, Ausonio y nuestros clásicos: CARPE DIEM, aprovecha tu hora.
"Gozad de vuestra alegre primavera el dulce fruto, antes que el tiempo airado, cubra de nieve la hermosa cumbre". O, como dice el personaje que Williams representó: añade un verso al poema de la vida.
Pero eso no es ser para morir, sino para vivir. Es para la vida sin tiempo y sin espacio, eterna.

viernes, 15 de agosto de 2014

Paloma de Canena


Me perdí mis primeras fiestas de Canena. Hermanísima se fue para allá con mis primas y yo me quedé en la granja con la pata escayolada. Tenía 15 años y me había roto el tendón de Aquiles en Alemania.

Quería ir. Si podía superar, a saltos y con muletas, las piedras de la era y recorrer los caminos y cuestas de tierra de la granja ¿cómo no me las iba a apañar por las calles y escaleras de Canena? No me sirvió de nada insistir, y en la adolescencia se puede ser muy insistente. Se marcharon sin mí y me dejaron en el porche acompañada por los pequeños y mis libros.

Las fiestas se sucedían de día y de noche. Asistí en una ocasión a las de día. Después de oír misa en la Virgen, todos los de Canena y de los alrededores se juntaban para tomar el aperitivo y beber un vaso de Paloma. Recuerdo calor, sol andaluz de mediodía de agosto y gente, mucha gente, gente que había que esquivar para pasar y cuyas cabezas y espaldas me superaban en altura y anchura. Mi visión infantil estaba bloqueada, distinguía el suelo de arena, espaldas, peinetas, mantillas y vestidos de domingo. En un puesto a la entrada repartían vasos de Paloma. Me permitieron probarla. Era dulce, suave, fresca y cítrica. No me dieron un segundo sorbo porque tenía alcohol. No es que yo les cediese el vaso graciosamente, sino que me lo arrebataron de las manos cuando me vieron dispuesta a terminármelo. Nunca le había encontrado el encanto a ninguna bebida alcohólica hasta ese momento, ni el vino, ni la cerveza, ni siquiera el ponche de sangría de mis tías me atraían. Mi bebida era el agua y, sin embargo, esa mañana podría haberme bebido la jarra entera de aquella deliciosa Paloma si se hubiesen despistado. ¡Lástima!

Paloma de Canena
Ingredientes
1 litro de anís seco
2 litros de agua
Medio kg de limones
1 vaso de zumo de limón
3/4 kg azúcar

Elaboración
Verter el anís en un bol o cazuela y mezclar bien con el azúcar, el zumo de limón y los limones pelados en trozos (sin lo blanco). Se le puede añadir una de las cascaras (también sin lo blanco para que no amargue). Agregar el agua. Servir en jarras con hielo.

jueves, 14 de agosto de 2014

Luna de lunes

Enfrente de mis ojos se alza la luna llena, es una luna grande y fina, un lunar de papel de seda sobre el fondo azul. Pienso en la guardia de ayer de House y espero que la luna no se la haya complicado. Conduzco hacia ella aunque sé que la perderé por el camino. Mi destino no es alcanzarla sino llegar al hospital. Aún ignoro que su influencia se hará notar.

Enciendo el ordenador del despacho. Abro el correo por si hay algún aviso urgente del fin de semana. Nunca sabes cuándo van a reparar los problemas de informática y, durante el intento, lo más probable es que no funcione nada. Conviene estar enterada.

Mi primera sorpresa del día es una confirmación de la patóloga. "Tenías razón, es un cáncer". Si para mí son malas noticias, lo son peores para mi paciente. Antes de llamarle le cito todas las pruebas pertinentes. Con todo hecho marco el teléfono. Tardan en responder. Miro la hora, es algo temprano. Pobre, ¡vaya manera de levantarse!
- Soy su doctora, - le explico, - tenemos el resultado de la biopsia y conviene que venga a verme y a hacerse más pruebas.
- ¿Cuándo?
- Mañana. Sé que es un poco precipitado pero había un hueco en rayos y les he citado.
- Es que estamos en la playa.
- Lo siento mucho pero si pudiesen volver sería mejor. (Me da pena interrumpirles las vacaciones pero es necesario)
- Sí, sí, claro, mañana estaremos allí.

Me dirijo a la planta. Vagabundear por los pasillos del hospital me viene bien para despejarme. Doy las altas, reparto informes, recetas y explicaciones. No todo está a mi gusto. Estoy preocupada. No me convence cómo evoluciona una de mis enfermas. A pesar del tiempo, de las pruebas, de todos los médicos y los tratamientos, no termina de remontar. Compruebo la analítica, ha empeorado, algo va mal y el problema es que no sé cómo mejorarlo. Sé que confía en mí, que se me tiene que ocurrir algo. ¡Lástima no tener una varita mágica!

Su hija me pidió si podría ver a su hermano. Me recuerda que hoy es el día. Hace bien, llevo una agenda en el bolsillo pero no es más que un cuadernillo en el que nunca apunto nada. Poco después aparecen por la consulta. Después de mirarle y ponerle tratamiento, comentamos el estado de su madre. Soy sincera. Hablamos un buen rato. Tras tantas semanas de ingreso tenemos buena relación.

Cuando se marchan reviso las interconsultas. Hay una pendiente. Llamamos para que la traigan. El paciente no se puede levantar de la cama así que difícilmente el viaje va a servirle de nada. Tengo una mañana tranquila. Decido acercarme a verle.

Según voy por el pasillo oigo voces al fondo. El grupo de gente crece. ¿Qué pasará? ¿Alguna discusión? Espero que no.
Alguien me reconoce y me llama. ¡Doctora, doctora! Es la hija de mi enferma. Pienso que se trata de su madre.
Me apresuro. Tumbado en el suelo está su hermano, con el que he hablado hace un rato. Está rígido y morado. Tiene una brecha en la frente. Un cirujano le levanta las piernas y otro le mete un guedel en la boca para que respire. Tiene pulso. Abre los ojos y en unos segundos responde con su nombre cuando le preguntan. Tranquilizo a la familia. Entre todos le pasamos a una cama y acompaño a los celadores a la urgencia para explicar allí la situación.

Para nuestra desgracia, e inmenso agobio, el traqueteo no le sienta bien a nuestro enfermo. No vamos ni por medio camino cuando pierde la conciencia. Su color se oscurece por momentos y la respiración se entrecorta durante unos segundos eternos. No tenemos con qué ventilarle. Corremos por los pasillos, la velocidad es nuestra aliada.
- ¿Dónde lo dejamos? - me pregunta el celador.
Mi primera idea había sido la Observación pero dado su estado lo metemos directamente en el box de críticos. Pasamos como una exhalación por delante de la sala de médicos. No nos detenemos.
- ¡Vamos al box de críticos! - aviso a la carrera.
Esa es la señal para que las alarmas se disparen. Médicos y enfermeras salen disparados de la sala y nos acompañan. No sé cómo el paciente pasa de la cama a la camilla. Todo sucede en un santiamén.
- ¿Tiene pulso? - preguntan.
Se lo busco.
- Parece que sí - respondo aliviada.
Cables, cables y más cables. Clavan algunas agujas, le conectan el oxígeno, el electro y el pulsioxímetro. Poco a poco regresa a la vida.
El corazón late despacio. Tarda en recuperar su ritmo normal. Vienen los de intensivos y lentamente la frecuencia se estabiliza. Hay que hacer pruebas y monitorizarle durante unas horas. Mientras pasamos a la Observación, el pobre hombre suelta toda su angustia. Le tranquilizo. Su madre no sabe nada y a su mujer, su padre y su hermana ya les he informado de que se ha recuperado y está bien. Todo ha quedado en un susto. Es una suerte que le haya sucedido en el hospital. Dicen que los gitanos no quieren buenos principios pero ¡vaya una manera de empezar la semana!

miércoles, 13 de agosto de 2014

Muhammara

Hace tiempo guardé esta receta, original del Comidista, con la intención de probarla. En la versión del periodista, que por algo tiene un blog de cocina, se asan los pimientos y se cuece el zumo de granada junto con azúcar y un chorro de limón para preparar el sirope casero. Me conozco y sabía que de ese modo la pereza podría conmigo y jamás me pondría a ello, así que me las ingenié para simplificar la receta. A pesar de mi plan, siempre me faltaba alguno de los ingredientes. Sé que pensaréis que se trataría del sirope de granada, pero no, unas veces eran los pimientos y otras las nueces. El sirope de granada lo compré cuando lo encontré en una tienda de productos árabes a la que había entrado para cotillear, o culturizarme. Mi curiosidad sólo se sació en parte, muchas de las etiquetas de los productos conservaban su grafía árabe original, sin pegatina de traducción, por lo que había que guiarse por los dibujos, no siempre presentes ni siempre explicativos. Supongo que los egipcios con los jeroglíficos se encontraban con frecuencia en esa misma tesitura. El surtido de tés era impresionante, aunque no pudiese descifrar las diferencias entre una y otra variedad. El sirope árabe resultó ser alemán, y por tanto comprensible para los países de la comunidad europea. Al verlo me vino a la cabeza su participación en este plato y, en previsión, me hice con una botella. Exprimir zumo de granada natural se me antojaba una tarea heroica.

Un día, por casualidad, descubrí el sirope olvidado en un estante. Recordé que en la nevera había un paquete pimientos asados, frustrados de esperar a que les encontrase un uso. Coincidió que no me venía mal salir a comprar algunos básicos y apunté, mentalmente y con muchas posibilidades de olvidarme de ello por el camino, ya había sucedido otras veces, una bolsa de nueces. En esta ocasión, supongo que porque la lista mental era pequeña, me acordé de las nueces. Al llegar a casa, y en contra de mi costumbre habitual de dejarlo para otro momento, agarré la batidora y me entregué al experimento. Estaba claro que los hados estaban de mi lado (o de los del plato).

MUHAMMARA
Ingredientes
2 pimientos rojos grandes para asar (o 1 bote de pimientos asados)
100 g de nueces peladas
1 trozo (de unos 3 traveses de dedo) de pan o un par de rebanadas de pan de molde integral.
2 cucharadas soperas de sirope de granada (en tienda de dietética o de productos árabes)
1 diente de ajo
1 limón
1 cucharadita de comino
1/2 cucharadita de guindilla roja seca picada o en copos
Aceite de oliva
Sal

Preparación
1. Si se van a usar pimientos frescos, precalentar el horno a 220 grados. Poner los pimientos sobre papel de horno y asar unos 40 minutos, hasta que salgan ampollas en la piel, dándoles la vuelta a media cocción. Enfriar tapados con plástico (su vapor hará que la piel se despegue mejor). Despepitarlos y pelarlos. Si se usan los de bote sólo hay que abrirlo y colar el líquido.

3. Juntar 2 cucharadas del sirope de granada con los pimientos, las nueces, el pan, el ajo, una cucharada de zumo de limón, el comino, la guindilla y sal. Triturar y añadir 5 cucharadas de aceite de oliva. Tiene que quedar espeso: si no es así, añadir más pan o más nueces.

3. Dejar reposar en la nevera un par de horas como mínimo (está mejor de un día para otro) y servir a temperatura ambiente acompañado de pan de pita. ¿Sugerencias de otros usos? Aliño de ensalada, con pasta, como salsa para el pastel de pescado o con verduras al horno, al estilo de un romescu (al que se parece por el color y los frutos secos).

martes, 12 de agosto de 2014

Gotas

Soy una gota de mar, agua con arena y sal, una burbuja de espuma y una brizna de brisa. Juego con el aire a salpicarle y escapar. El viento me derrota, me atrapa y me empuja lejos de mi hogar.

Soy un fragmento azul de cielo que flota en el viento. Al final del día, cansada del viajar, busco un hueco entre las nubes donde escabullirme. Encuentro un refugio en el que detenerme y reposar. Me recojo en mi escondite y duermo. Me tiño de sol y de luna, de estrellas y niebla, de amanecer y de ocaso. Sueño y espero mi despertar.

La nube cambia. Mi lecho desaparece al unirse a la bóveda de sombras que oculta al sol. Tiemblo con el retumbar de un trueno. El destello de un relámpago revela mi posición. La tormenta me agita, una ráfaga desgarra mi morada y me lanza a un abismo de oscuridad.

Me estrello contra la tierra, me infiltro en ella y mi luz se libera para regresar a la estrella. En su trayecto la estela dibuja un arco de color. La humedad barniza los contornos del paisaje; sobre las siluetas, el aire centellea.

Soy una chispa de luz, el reflejo de un rayo de sol que yace al borde de una nube y anhela regresar al mar.

jueves, 7 de agosto de 2014

La nube de Lavanda

En mi "Árbol de los Cuentos" escribí una historia sobre un castillo, una de las favoritas de la Señora. Lo que no sabía es que una nube de Lavanda se había encontrado con mi castillo. 

Una nube huérfana se dejó caer dentro de las ruinas de un castillo abandonado.

Recostada sobre la hierba que crecía dentro, sintió que allí podía ser feliz, escondida entre las piedras, a salvo del sol y el viento.

Pasó un tiempo y la nube se sentía bien.

Pasó más tiempo y la nube perdió su deseo y encontró uno nuevo.

Los muros proyectaban sobre ella una sombra que la transformaba en una nube gris, una nube de tormenta.

Un día la nube se elevó. Desde el aire descargó toda el agua que había acumulado en su interior y volvió a ser una nube blanca.

Los muros del castillo se derrumbaron y formaron una montaña.

Las piedras habían dejado de ser muro para volver a su antiguo ser.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Acertar

Reconozco que tengo cierta tendencia a ir por libre y a seguir mi criterio. Por un lado es lógico, me siento más cómoda si me baso en mis propias opiniones que si tengo que acatar los del resto. En ocasiones, mi independencia me supone una fuente de problemas. Sin embargo, hacerlo de otro modo tampoco me ahorra problemas, al contrario, de esa forma lo único que consigo es que nadie esté satisfecho: ni los peticionarios, ni los legisladores, ni yo.

Si sigo a rajatabla los dictámenes de otros y me ciño a la decisión tomada en grupo me topo con el caso que es la excepción a la regla. No hay argumentos para apoyar mi proceder, los únicos que había eran "oficiales" y resulta que no sirven en esa situación. Sólo puedo disculparme para tratar de enmendar mi error en lo posible y aprender la lección.

Enseguida compruebo que es una lección con trampas. Al encontrarme de nuevo ante una tesitura similar me dejo llevar  y colaboro en lo que me piden. Aunque tampoco acierto en esta ocasión sí que hay una diferencia sustancial: los otros están contentos, yo también y los únicos que discrepan son los míos. Sin duda el panorama es mucho mejor, no tengo tantos frentes abiertos. Tampoco es necesario buscar argumentos para defenderme, sólo me atacan desde dentro y a eso estoy acostumbrada. La ventaja es que ese ataque no sale al exterior porque, de puertas afuera, no se sostendría.

He llegado a escuchar que hago cosas no porque crea que debo hacerlas sino porque me interesa. Lo curioso es que me ha debido interesar siempre, porque incluso cuando las condiciones eran distintas mi proceder era el mismo. Con el tiempo y la lucha se han obtenido privilegios que, en opinión de algunos, son los que en realidad persigo con mi comportamiento actual. El hecho de que sea igual que el anterior sólo es por una cuestión de previsión y clarividencia: ya me aprovecharía de la situación cuando fuese aprovechable. Ante semejante afirmación no pude evitar reírme. Ni siquiera yo tengo argumentos para refutarla.

lunes, 4 de agosto de 2014

Factor sorpresa

- ¿Me va a hacer daño?
- ¡Síiiiiiii! - le contesto con voz ronca y mi tono más aterrador. La respuesta me sale del alma.
El paciente me mira desconcertado, el pobre hombre no se lo esperaba. Creo que la sorpresa le ha quitado el miedo. No rechista, no se mueve y, por supuesto, no siente dolor. Me sigue como un perrillo, quizá sienta curiosidad o quizá ha decretado que estoy loca y, ya se sabe, a los locos no conviene llevarles la contraria. En esa línea añadiría que tampoco es recomendable enfrentarse al curandero de la tribu, aunque esa es una máxima que aún no ha cuajado entre la sabiduría popular.

No es el primer enfermo asustado que atiendo. Me planteo que no sería mala idea premiarles con pegatinas de medallas al valor, igual que hacemos con los chiquillos. Más de uno se iría sin ella. La asociación médico-coco es habitual. En algunos casos es necesario bromear, con más o menos malicia. Les pregunto si no han oído los gritos desde la sala de espera (aunque si coincide que esa mañana hemos tenido algún espectáculo infantil, ni lo menciono). Les comento que todos los días se nos desmayan varios pacientes así que ya estamos habituados a manejar ese problema (por fortuna desconocen que no miento, ocurre, aunque sobre todo a manos de las pobres enfermeras. Es el motivo por el que tenemos abanicos en la consulta, un tratamiento clásico y sofisticado para las bajadas de tensión. Carecemos de sales, será cuestión de pedirlas a farmacia. Por regla general se trata de jóvenes del sexo fuerte citados para curas del postoperatorio). A otros les aclaro que no tengo intención de comerme a nadie, que suelo desayunar bien antes de ir al hospital. Por si acaso hay quien, en la revisión, me trae una cajita de pastas típicas de su pueblo, así se garantiza que mi glucemia se mantenga en niveles seguros, o que, en caso de peligro, disponga que algo más tentador a lo que atacar. Eso sí, mantener la línea en mi servicio es complicado, nuestra pausa del desayuno es la envidia del resto del hospital.

En ocasiones la relación médico-paciente es muy estrecha. Literalmente. Por motivos terapéuticos hay que abrazar a algunos pacientes mareados. La víctima no disfruta precisamente del momento, no sólo le aferro con todas mis fuerzas, sino que le provoco el vértigo. Le explico que lo hago para curarle, aunque comprendo que tenga sus dudas al respecto. Por si acaso no le doy mucho tiempo a reaccionar. Le aviso antes de empezar: "Voy a provocarle el mareo, si lo consigo, le curo" y cuando se da cuenta tiene la espalda contra la camilla, el corazón en la boca y la habitación le da tantas vueltas que no se atreve a resistirse, tampoco podría de intentarlo. Una vez mareado es todo mío, está en mis manos. La verdad es que "mi abrazo" se asemeja a una llave de lucha libre, con el enfermo bien inmovilizado. De hecho, a pesar de la intimidad del momento, ninguna pareja se ha sentido celosa de mis atenciones, comprenden que mi interés es puramente profesional. El agarre es necesario, la camilla es tan estrecha que sin mi bloqueo acabarían en el suelo. Sin mi optimismo es fácil que también, la mayoría de mis adversarios pesan bastante más que yo y para sujetarles casi he de echarme sobre ellos. La pared es otro factor que colabora lo suyo, es una barrera difícil de atravesar. Eso sí, la maniobra, además de eficaz, es inolvidable. Parece "cosa de meigas" pero es simplemente "una cosa médica".

Otro día, más.

PS: Os dejo el esquema de la maniobra de Epley. El médico está en la cabecera porque el sujeto es un dibujo muy colaborador, no puede caerse ni escapar.