A pesar de no ser pediatra, muchos de mis pacientes son niños, ya se sabe que los catarros y los mocos están a la orden del día en la infancia y que, aunque con frecuencia no tienen más repercusión, a veces sí son un problema.
Si un médico posee de por sí el instinto de cuidar de sus pacientes, en el caso de los pequeños es algo que se agudiza. Ya he hablado en alguna entrada de algunos de mis niños. Hay infantes con los que se procura que el trago sea lo más breve posible, tanto para la criatura como para el médico, pero también hay verdaderos héroes que no solo no tienen miedo, sino que además están dispuestos a colaborar en todo lo posible. Son niños listos que saben que la intención del médico es curarles, no hacerles daño.
Tengo muchos pacientes valientes, los del Rendu, con sus hemorragias, son todo un ejemplo de entereza, pero quizá el más valiente de todos mis pacientes sea precisamente un niño de 5 años con nombre de campeón, Víctor. Cuando vino a verme la primera vez, era tan pequeño que tuve que derivarlo a otro centro para que lo trataran, así que ¿cuál no sería mi sorpresa cuando me lo encontré meses después en mi consulta sin que le hubiesen hecho nada? En ese intervalo, no había mejorado en absoluto y, aunque le operé enseguida, ya era tarde para prevenir secuelas: tenía los oídos perforados.
Este año, poco antes de irme de vacaciones, Víctor cogió una infección de oídos. Al principio parecía otra más, pero se vio que no, que en esta ocasión no mejoraba con los tratamientos habituales. Recaía y recaía mientras la maldita bacteria responsable se iba haciendo resistente a los distintos antibióticos, incluso a los no indicados para su edad. A mi vuelta de vacaciones solo nos quedaban alternativas por vena y el chiquillo aceptó estoicamente la decisión de ingresar, el caso era acabar con el maldito bicho.
No se quejó cuando las enfermeras le pincharon para cogerle la vía, su único comentario fue que era mejor no mirar. No se cansó de estar diez días en el hospital, le gustaba la escuela y el pequeño parque de juegos de pediatría. Según su abuela disfrutaba de estar todo el día en pijama, su prenda favorita. La infección parecía evolucionar bien y al terminar los 10 días de tratamiento le dimos el alta.
Sin embargo, el oído no tardó en supurar de nuevo. En el cultivo creció la misma bacteria. En Farmacia hospitalaria le prepararon unas gotas especiales, reforzadas, pero tampoco funcionaron. El oído echaba pus y más pus. ¿Qué hacer? Solo quedaba la opción del ingreso, de nuevo, y en esta ocasión durante algo más de tiempo para liquidar bien al villano. No obstante, para el pobre chiquillo, que se esforzó por hacer de tripas corazón, la noticia supuso todo un disgusto, otra temporada en el hospital, con las navidades encima, era un trauma. ¿Cómo arreglarlo?
Sin duda se merecía que intentáramos algo más. ¿Y si le poníamos el tratamiento en casa? Empecé a hacer planes, no diría que algo descabellados, y a correr por los pasillos para ponerlos en marcha, esto era algo que no podía solucionar yo sola (salvo que me mudase a casa del niño y ni siquiera a mí me parecía buena esa idea). Hablé con los diferentes servicios del hospital para saber si era posible y, con un poco de buena voluntad por parte de todos, vimos que era factible. Fuera del hospital contábamos con la colaboración de toda su familia (que aprendieron a manejar los sistemas de suero mejor que yo), de unos amigos médicos y de una vecina enfermera. Tenía que acudir un par de veces por semana a revisión, para mirar el oído, comprobar la vía y recoger el antibiótico. Víctor no se quejó en ningún momento, se dejaba explorar con el microscopio, limpiar el oído, coger los frotis y pinchar la vía sin protestar. Con el tratamiento los cultivos se negativizaron y el oído se secó en pocos días, aún así insistimos para asegurarnos de erradicar al monstruo. Ahora solo queda esperar y cruzar los dedos para que se mantenga y poder planificar cuanto antes el cierre de la dichosa perforación timpánica.