domingo, 28 de diciembre de 2014

Locos como la bruma y la nieve - Yeats



LOCOS COMO LA BRUMA Y LA NIEVE

Echa el cerrojo y atranca el postigo,
que esta noche hostil el viento viene:
tenemos lúcida la mente,
y reconocer me parece
que en nuestro exterior todo está
 loco como la bruma y la nieve.

Allí se encuentra Horacio junto a Homero,
Platón bajo los dos se yergue
y aquí se hallan las cartas de Tulio.
¿Cuántos años habrán pasado desde
que tú y yo fuimos jóvenes incultos,
locos como la bruma y la nieve.

Preguntas, viejo amigo, a qué suspiro,
qué me hace a tal extremo estremecerme:
me estremezco y suspiro cuando pienso
que hasta Cicerón 
y el versado Homero estuvieron
locos como la bruma y la nieve.

W.B. Yeats



MAD AS THE MIST AND SNOW

Bolt and bar the shutter,
For the foul winds blow:
Our minds are at their best this night,
And I seem to know
That everything outside us is
Mad as the mist and snow.

Horace there by Homer stands,
Plato stands below,
And here is Tully's open page.
How many years ago
Were you and I unlettered lads
Mad as the mist and snow?

You ask what makes me sigh, old friend,
What makes me shudder so?
I shudder and I sigh to think
That even Cicero
And many-minded Homer were
Mad as the mist and snow.

W.B. Yeats

lunes, 15 de diciembre de 2014

El calor de Diciembre (1)

CAPÍTULO 1: DICIEMBRE

Nicole se despertó emocionada. ¡Por fin había llegado el invierno, su estación preferida, la que esperaba con impaciencia desde la primavera! No le importaba que el sol no apareciese durante todo el día y que en su lugar los reflejos azulados de la nieve trasformasen el paisaje en un mundo de ensueño. Ese mundo misterioso se desvanecería junto al invierno, cuando la nieve se derritiese bajo los rayos del sol. Sin embargo, lo que más le gustaba a Nicole de ese primer día no era el escenario casi onírico, ni el frío tonificante que traspasaba la protección acolchada de su anorak y sus botas. Aquella mañana era especial porque, justo después de desayunar, llegaría el momento de acompañar al abuelo a sacar el Trineo de su escondite secreto: un refugio oculto en el Polo Norte, casi a orillas del Océano Ártico. Para la chiquilla, además, ésta sería la primera vez que guiaría sola el Trineo: lo trasladaría desde su cochera hasta el taller de los duendes. Era una distancia muy corta, pero eso no le restaba ilusión a la idea de  conducirlo. Una vez allí, permanecería aparcado delante de la puerta de la fábrica hasta la Nochebuena. Durante ese tiempo los duendes se ocuparían de atestar el interior de su cesta con todos los regalos preparados a lo largo de esos meses. Justo en la medianoche del 24, se iluminaría la torre del reloj y todo se detendría, incluso el transcurso del tiempo. Con cada tañido de las distintas campanas, los renos se acoplarían, uno a uno, al tiro.

La primera campanada era para Trueno y retumbaba como una tormenta. Era la señal de alarma para los más despistados que se apresuraban a acudir a contemplar el espectáculo. A Trueno le seguía el chispeante Rayo y ese sonido hendía la torre, y la abría. A partir de entonces, toda la secuencia de la escena podía seguirse en la reproducción de las figuras a escala que surgían de la base del reloj. Las tallas de madera cobraban vida y ejecutaban todos los movimientos al unísono con los de los animales. Tras aquel deslumbrante relámpago se oía un tañido fugaz y, en apenas un parpadeo, Cometa estaba listo. Había que estar muy atento porque ese era el instante de pedir un deseo navideño. La llamada de Cupido se parecía a un beso y despertaba sonrisas, rubores y miradas bobaliconas entre los duendes. A veces era una carcajada, a veces el sonido de algo al romperse lo que llevaba a la bellísima y juguetona Traviesa a su sitio. Un redoble marcaba la llegada del fuerte y hermoso Saltarín, capaz de recorrer distancias y elevarse a alturas increíbles con cada uno de sus acrobáticos saltos. Al sonido de un acorde, el elegante Danzarín se deslizaba sobre la nieve y el resonar de las gaitas acompañaba la enérgica entrada de Brioso. La novena campanada simulaba la sirena amortiguada de un barco entre la niebla y hacía que la nariz de Rudolph se iluminase a modo de faro. La décima campanada era el primer ¡Jo! de la risa del abuelo Claus, que se sentaría en el pescante. ¡Todos estaban listos! En el segundo ¡Jo! el trineo se deslizaría veloz y, en el tercero y último, despegaría y se elevaría entre las estrellas hasta perderse casi por completo de vista. Sólo se distinguiría el punto rojo de la nariz de Rudolf que destacaría en el cielo nocturno sobre el resto de las luces de Navidad. ¡Jo,jo, jo!

Hasta que llegase ese momento, los duendes se ocuparían de la engorrosa tarea de clasificar y colocar correctamente los preciosos regalos que se repartirían durante aquel viaje. Un descuido de última hora en el emplazamiento de alguno de ellos les suponía tener que volver a empezar de nuevo desde el principio, para evitar confusiones en el momento de su entrega. Afortunadamente, gracias a la atención constante del competente, inagotable e infalible Alfred, nunca se equivocaban.
Aunque aún era muy temprano, la joven se sentía despejada y sin rastro de sueño. Se asomó a la ventana. El día prometía. A esas alturas del año el sol era invisible. Sin embargo, sus lejanos rayos se infiltraban sobre la fina neblina que cubría el hielo polar, alumbrándola apenas. La tierra dormía bajo la nieve. La tenue luz cubría la escena hasta el horizonte con un velo tan ligero como una gasa de tul y despertaba huidizos destellos de lentejuelas sobre la lisa e infinita blancura. Hasta el momento, las gélidas ventiscas, las espesas nieblas y las violentas tormentas habituales de la estación se habían mantenido a raya, y las suaves nevadas y las moderadas temperaturas aún les permitían disfrutar de largos paseos en la inmensa soledad de la tundra. ¡La tibieza del clima no acompañaba a la frenética actividad de Diciembre y, en el taller, los duendes sudaban acalorados mientras corrían de un lado a otro, sin parar, para hacer frente al trajín del final de los preparativos navideños!

El sonido de las cacerolas y los platos, que indicaban que la abuela Helga se había levantado a preparar el desayuno la distrajo de sus pensamientos. El aroma del pan recién horneado la arrancó definitivamente de la ventana y la arrastró hacia la cocina.

A Nicole le gustaba el recto y amplio pasillo con sus magníficos cuadros colgados en las paredes y su liso suelo de tarima sobre el que se impulsaba para deslizarse con sus suaves zapatillas de lana de borreguito.  La abuela afirmaba que la madera se mantenía tan pulida y brillante gracias a aquel entretenimiento. La habitación de la niña se encontraba al fondo del todo, por lo que podía patinar y frenar sin riesgo. A lo largo del pasillo se abrían las puertas del resto de las alcobas. El más próximo era el dormitorio de los abuelos, con su cama de madera cubierta por un enorme edredón de plumas bajo el cual la chiquilla se metía algunas mañanas a escuchar los cuentos navideños del abuelo. Contaba con una sauna en la que era un placer refugiarse al regreso de un largo paseo en la nieve. En un momento, las manos, ateridas a pesar de las gruesas manoplas, entraban rápidamente en calor, la nariz, helada y colorada como la de Rudolph, recuperaba su color natural, y los músculos de todo el cuerpo se relajaban con el vapor que desprendían las piedras candentes.  Al pasillo le brotaban unas alas que se ramificaban en los numerosos cuartos de invitados. Esa disposición les confería una cierta privacidad. Eran estancias amplias, con una pequeñas sala de estar y con su propio baño, en los que unas bañeras tan grandes como piscinas soltaban diminutas burbujas que hacían cosquillas en la piel.

La abuela siempre mantenía esa zona en perfecto estado, arreglada y  acondicionada para acoger a cualquiera que se presentara, con o sin previo aviso.  Luego venía la parte de la casa en la que se hacía vida en común, con la luminosa biblioteca que contenía todos los libros del mundo y en la que siempre brillaba una esfera de luz mágica que permitía leer y estudiar a cualquier hora del día, o de la noche, y en cuyo interior, separado por unas puertas correderas, estaba el  despacho del abuelo. A Nicole le encantaba asomarse y contemplar las estanterías llenas de libros, los viejos archivos, la colorida alfombra dispuesta bajo la gigantesca mesa de madera, ocupada en su mayor parte por un ordenador último modelo en el que registraba las cartas de los niños tras enviar una copia al Taller. Este sistema le permitía al abuelo trabajar con más comodidad y se había mostrado mucho más rápido y eficiente que el método manual tradicional, tan lento y pesado. Enfrente de la biblioteca se encontraba el salón, con sus sillones, mullidos y acogedores, y su chimenea de piedra en la que siempre chisporroteaban unos troncos que a veces desprendían el aroma balsámico de la resina de pino, y otras el más dulce y acaramelado de los arces. Al lado de aquel salón estaba el gran comedor: una sala inmensa en la que, una vez repartidos los regalos, se celebraba la felicidad de aquella mañana con el espléndido desayuno de Navidad. Su pared del fondo la ocupaban por completo unos ventanales por los que la nítida luz del norte entraba a raudales durante el verano mientras que en invierno daban acceso a la amplia terraza, convertida para esa época en una resbaladiza y divertidísima pista de patinaje. Nicole entrenaba las piruetas con sus zapatillas de lana sobre la tarima del pasillo para luego reproducirlas con las cuchillas de los patines sobre la terraza helada. Esos balcones también se abrían durante el desayuno navideño para dejar que se colase a través de ellos el gozoso viento que transportaba las exclamaciones de alegría de los niños al desenvolver los paquetes. El crujido de los papeles rasgados y arrugados se mezclaba con el sonido de los abrazos y los besos de cariño, aunque generalmente los comensales apenas les prestaban atención, más ocupados en dar buena cuenta de las especialidades de la cocinera.


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jueves, 11 de diciembre de 2014

Escleroterapia

Estoy en consulta. El siguiente paciente es heredado, no le conozco. Reviso su historia y, en un momento, se me hace un nudo en el estómago. No es posible. ¡Un angioma faríngeo gigante!

Tras mi experiencia previa, siento que tengo que hacer algo, no puedo limitarme a vigilarlo y esperar a que el angioma estalle. Es una bomba de relojería. La primera vez llegué tarde y no deseo que se repita. Al menos he de intentarlo.

Oigo hablar de la escleroterapia. Encuentro algunos artículos al respecto, no muchos, salvo para las varices no es un tratamiento muy extendido. En lo referente a angiomas hablan de casos puntuales, afortunadamente no es una patología frecuente. Le explico la técnica a mi paciente, es sencilla, simplemente pinchar e inyectar la sustancia. El problema es que hacerlo da algo de miedo porque puede sangrar pero, si él está dispuesto, yo también.

El hombre accede. Está preocupado, cosa que no me extraña, aunque no por el riesgo de sangrado. Nota que, progresivamente, la masa le crece. Ya le afecta a casi todo el velo del paladar, a la amígdala izda, la pared lateral de la orofaringe y baja a hipofaringe, coge la base de la lengua y le llega incluso a la laringe y la zona de entrada al esófago. La parte laríngea es la más peligrosa, es la zona más estrecha y a mi paciente le cuesta respirar cuando se tumba.

Empiezo por la boca, es lo más accesible, más fácil para pinchar y vigilar las complicaciones. Elijo una zona periférica, alejada de los vasos más gordos. Antes de correr riesgos he de aprender, saber qué sucede. Busco unas agujas finas que harán menos herida y sangrará menos. Restaño la hemorragia del pinchazo con bolitas de algodón empapadas en adrenalina. Añado a la técnica un corticoide de depósito para curarme en salud, no deseo que se inflame y el enfermo se ahogue. Me matan la inquietud y la intriga. ¿Qué pasará?

A la semana compruebo que el angioma ha disminuido y presenta un aspecto menos vascular. Eso nos anima. Ampliamos el campo. Avanzamos hacia la zona posterior. En un determinado momento nos arriesgamos con la región amigdalar y la base de la lengua, más vascularizadas. Hay que hacerlo, no podemos dejarlo sin tratar. Allí los vasos son más gruesos y en la lengua nos llevamos algún sustillo que, afortunadamente, se corta sin problemas al infiltrarla un poco más. Ante los sustos intento mantenerme fría para evitar que el enfermo se alarme. No soy buena actriz pero la concentración ayuda, el truco es no distraerse del objetivo.

Poco a poco la lesión se reduce. Pierdo la cuenta de las veces que le infiltro. Mientras tanto indago por si hay algún otro tratamiento pero descubro que ninguno está exento de efectos secundarios. Los betabloqueantes sistémicos se usan en niños pero dejan a mi enfermo por los suelos. De momento no encuentro nada mejor que la escleroterapia.

Toca meterse con la laringe. Imposible hacerlo desde la consulta por lo que lo programo para el quirófano. El anestesista me conoce, se fía de mí, y de lo que le cuento, se arma de valor y me lo duerme. Infiltro con cuidado, no quiero pasarme y dejar una fibrosis que luego le afecte a la movilidad de las cuerdas vocales. Imprescindible el corticoide. Todo sale bien.

Sé que no he curado el angioma, sigue ahí, pero sí que he conseguido controlar su crecimiento y fibrosar una buena parte. Aún tengo que hacerle infiltraciones muy de vez en cuando pero ya no es mi único caso.  Esas infiltraciones se han extendido a otras patologías, no sólo angiomas sino también a pacientes con enfermedad hereditaria hemorrágica teleangiectásica (de los que ya os hablaré). Confieso que impone un poco la idea de pinchar una lesión tan vascular pero, sinceramente, mejor eso que nada.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Caligrafía

Se dice que la caligrafía refleja la personalidad del individuo y, de hecho, hay toda una ciencia alrededor de esa afirmación. Como en todo lo referente a la psicología, es una verdad a medias. Opino que un examen grafológico no constituye por sí solo un criterio diagnóstico de nada. La letra manuscrita depende de muchos factores y el rellenar cuadernos de caligrafía en la época escolar no influye demasiado en el resultado final del adulto.

Aprendí a escribir sin palotes. Mis primeros cuadernos, y los que les siguieron hasta el final de la carrera, eran tamaño cuartilla y cuadriculados. Creo que era la única estudiante universitaria con ese tipo de cuadernos. El motivo: mi desorganización. Gracias a aquel método lograba conservar los apuntes medianamente ordenados. Probé con los folios pero duraron poco, muy poco. Un día las gomas de la carpeta estallaron con, tan mala suerte, que escogieron el momento en que me bajaba del coche de mi padre, en pleno atasco de la salida de la carretera de Colmenar. Las hojas volaron y, en medio del caos que se montó, no recuperé todos los apuntes, aunque lo intenté. Después de aquel incidente, el Catedrático nunca más me acercó a la Facultad. Con los cuadernos no corría peligro de sufrir semejantes percances. Tenían que ser pequeños porque con los grandes no conseguía mantener el orden. En serio.

En párvulos, trazar los signos no era muy distinto a a dibujar y a colorear sin salirse de los bordes, simplemente variaba la interpretación de lo representado. Las letras largas ocupaban dos cuadrados  y el resto iba metido dentro de uno. Además rellené algún cuaderno de caligrafía, me gustaban, me parecía que las letras tenían una forma muy bonita, tan regular y redondeada. Esa misma letra era la de Dª Luz, incentivo más que suficiente para esmerarme en copiarla. Mi escritura ha variado a lo largo del tiempo según se asemejaba a la del modelo de cada momento, ya fuese por estética o por admiración hacia su autor. Después de la carrera de Medicina, y los apuntes a velocidad de taquigrafía, los rasgos degeneraron sin remedio. La letra de médico es una secuela de la carrera.

Durante una época hermanísima padeció los deberes de caligrafía impuestos. Recuerdo que estaba en 5º, por lo que no era ninguna principiante en el arte de escribir. Sin embargo, acabábamos de mudarnos de Valladolid a Madrid y a la nueva profesora no le complacía la grafía de mi hermana. El problema es que tampoco le convencía el resultado de los ejercicios y se los mandaba repetir una y otra vez. La muestra era la propia letra de la maestra que, por supuesto y por desgracia, no era Dª Luz. En vista de que el asunto no tenía remedio, y que ya por entonces me parecía una soberana pérdida de tiempo, opté por hacerle yo aquellos deberes. Mi letra sí que le gustaba a aquella profesora y, afortunadamente, yo no había pasado por sus manos y no la reconocía. De ese modo hermanísima evitaba repetir los ejercicios y podía dedicar el tiempo a otros menesteres, lo que no significa que siempre fuesen de índole académica.

Con el tema de la escritura a mano de los finlandeses se ha desatado la polémica sobre la caligrafía. En ese país nórdico aprenderán a leer y a representar las letras pero no potenciaran la escritura manual sino que se volcarán más en la mecanografía. Dado que no existe un área del cerebro para la escritura, no me parece un tema tan grave. Se desarrollarán las conexiones entre las distintas áreas independientemente de si la escritura es con letra capital o cursiva.

¿Significa eso que la gente va a dejar de escribir a mano? En realidad muchos han dejado ya de hacerlo. También muchos han dejado de mirar el paisaje que les rodea para centrarse en la pantalla de su móvil. Sin embargo, el que quiere escribir a mano, aún lo hace, y el que quiere leer un libro en papel también. Si hiciéramos un paralelismo con la lectura habría que tener en cuenta que no todo el mundo lee, algunos no tienen ningún interés en hacerlo, y a otros les basta con los titulares de los periódicos deportivos. Esos mismos tampoco suelen tener ningún interés en escribir (más allá de los whatsapp) y, dada su ortografía, es mejor que se abstengan. No es que defienda la ignorancia, simplemente es un ejemplo de cómo en un país en el que se enseña caligrafía, no todo el mundo hace uso de ella.

martes, 9 de diciembre de 2014

La esclavitud como prueba

Aunque en España hay más bares por habitante que en ningún otro país del mundo, encontrar un trabajo en restauración no es sencillo. Un título de cocina en una buena escuela no sirve de mucho. Las empresas se resisten a hacer contratos indefinidos por lo que, tras un periodo de prácticas de entre seis a doce meses, da comienzo un nuevo periplo de entrevistas y entrega de curriculum.

El abuso en algunas de estas supuestas entrevistas es indignante. En la cafetería del mismísimo Bernabeu no les basta con la experiencia ni las recomendaciones sino que al candidato le hacen una prueba profesional en el momento, por supuesto no remunerada. Con esa técnica no es preciso contratar personal, ¿para qué? si disponen de un esclavo a diario.

La susodicha prueba se desarrolla, sin previo aviso, en plena hora punta, de las 12 de la mañana a las 5 de la tarde. Al entrevistado le hacen entrega de un delantal y de unos guantes y ponen a su disposición todo tipo de instrumentos de limpieza, primero, y de cocina después. La primera parte del examen es una cuestión de higiene y consiste en hacer lo que nadie quiere: limpiar campanas, extractores, planchas y baños. Tras ese rato llega la hora de la comida y el esclavo asciende de rango, lo que no significa que tenga derecho a almuerzo. Se necesitan manos en la barra para montar bocadillos y servir bebidas, preparar cafés, recoger platos y vasos, fregarlos sobre la marcha y tenerlos de nuevo listos para albergar más comida y bebida y evitar que decaiga el ritmo.

El turno no termina sin dejarlo todo impecable. Hay que demostrar que se sabe recoger, colocar y ordenar y que uno no se cansa nunca de limpiar y que, además, es resistente a la hipoglucemia y no le importa no haber probado bocado desde el desayuno, antes de salir de casa.

Los examinadores no desean que nadie piense que la empresa ha abusado del aspirante. Al despedirle valoran la labor realizada y, en agradecimiento por las cinco horas de su tiempo, le hacen entrega de 20 euros, supongo que de propina. Le prometen que ya le dirán algo y que, aunque les ha gustado mucho, aún no pueden tomar una decisión porque hay que comprender que no sería justo, todavía les queda gente por entrevistar.

lunes, 8 de diciembre de 2014

Piononos

El pionono es un pequeño pastel, para tomar en un par de bocados, compuesto por una base de bizcocho borracho, enrollado y relleno de crema pastelera, cubierto por una cúpula de esa misma crema rematada con una costra caramelizada. Los probé por primera vez en Granada, de donde son típicos, y me encantaron.

En Valladolid hacían un pastel parecido al que llamaban "Juanitas". Las comprábamos los domingos en Palacios (ahora Maro Vallés). Aquellas Juanitas eran bastante más grandes que los piononos de Casa Isla y estaban espolvoreadas con canela en lugar de la costra de caramelo. La base de bizcocho era más ancha, un poco más fina y sin emborrachar (no le hacía ninguna falta, de suave y tierno que estaba). Era uno de nuestros postres preferidos, aunque escoger un favorito entre aquellos pasteles se me antoja imposible.

En Madrid descubrí una pastelería en Chueca, de dueño granadino, que elaboraba los piononos a diario de manera artesana. Además de los pequeños también preparaba una versión de mayor tamaño, igual de rica, que suponía el colofón más suculento a una mañana de compras. Han cerrado así que tendré que dedicarme a buscar un nuevo proveedor o dedicarme a elaborarlos según la receta.

Según la tradición, la historia del "pionono" se remonta al año 1897, año en el que Ceferino Isla González se estableció en la Calle Real de Santa Fe en Granada y abrió su obrador de pastelería, en el mismo lugar en el que aún sigue ubicada la Casa Isla. Hay quien defiende que la receta del dulce es muy anterior a ese año. Se dice que incluso podría ser de origen morisco y algunos sitúan su procedencia en Cádiz. El nombre ha transcendido a otros continentes, aunque no con el mismo significado. En América se denomina pionono a lo que en España se conoce comúnmente como brazo de gitano (en Chile se llama brazo de la reina) y puede llevar un relleno tanto dulce, de chantilly, frutas o dulce de leche, como salado, de mayonesa y fiambre. En Puerto Rico se llama así a un plátano relleno de carne picada.

Aunque el origen se discuta, el nombre sí que procede del dulce granadino. Ceferino era muy devoto de la Virgen y bautizó así al pastel en homenaje al Papa Pio IX que, el  8 de Diciembre 1854, fecha que quedó asignada para la festividad de la Inmaculada, había publicado la Bula Ineffabilis Deus que rezaba: "...declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles..." Ceferino no sólo bautizó su pastel con el nombre del Papa (pionono), sino que además lo diseñó para que recordase a la figura eclesiástica: aspecto cilíndrico y algo rechoncho (bizcocho borracho enrollado sobre sí mismo) que reviste con un balandrán blanco (la canastilla de papel en la que se recogen los jugos) y que adorna con un copete de crema tostada (símbolo del solideo).

Pío IX (Pío Nono) tuvo el papado más largo de la Historia (exceptuando a San Pedro). Estuvo al frente de la Iglesia durante 31 años. También fue último Papa Rey. Pese a que intentó preservar los Estados Pontificios, estos fueron conquistados en 1860, a lo largo del proceso de unificación de Italia. Pío IX se negó a reconocer el reino de Italia y a establecer relaciones diplomáticas con él. Rechazó las garantías personales que se ofrecían y excomulgó al rey Víctor Manuel II de Saboya (excomunión que revocó antes de la muerte del monarca). Mediante la bula Non Expedit prohibió a los católicos, bajo severas penas canónicas, toda participación activa en la política italiana, incluido el sufragio.

PIONONOS (la receta no es mía sino sacada de Internet, aunque no recuerdo de dónde)

INGREDIENTES
Para el bizcocho
3 Huevos grandes
90 gr. de azúcar
60 gr. de harina de trigo para repostería con una pizca de sal
30 gr. de Maizena

Para la crema
150 gr. de azúcar
La corteza de un limón (sin lo blanco)
650 ml de leche
6 yemas de huevo
90 gr. de Maizena
100 gr. de Ron blanco

Para el almíbar borracho
75 gr. de agua
25 gr. de Ron blanco
100 gr. de azúcar

PREPARACIÓN
El bizcocho
Poner en un bol los huevos y el azúcar, ponerlo al baño maría y batir con varillas durante unos 6 minutos. Sacarlo del calor y continuar batiendo hasta conseguir una mezcla cremosa, espumosa y blanqueada.
Añadir la harina tamizada e incorporarlas despacio, con movimientos envolventes desde fuera hacía dentro, con la ayuda de una espátula no metálica (para que no baje).
Cocción
Verter el preparado en una bandeja (37 x 31 cm.) cubierta con un silpat o papel vegetal y extenderlo de manera homogénea por toda la superficie.
Cocer en el horno precalentado a 170º durante 8 minutos (no debe dorarse para evitar que se endurezca).
Enfriar fuera del horno cubierto de un paño húmedo para que no se endurezca y se convierta en galleta.

Crema
Poner todos los ingredientes en un cazo (menos la piel de limón y el ron) y batirlos a mano, con un tenedor o con varillas. Añadir la piel de limón. Poner al fuego sin parar de remover hasta que espese. Apartar del calor, agregar el ron y mezclar bien.
Verter la crema en una manga pastelera o bolsa. Evitar que quede aire dentro. Una vez fría, conservarla en la nevera.

El almíbar borracho
Poner el agua, azúcar y ron en un cazo a fuego medio durante 8 minutos.
Enfriar y reservar.

Montaje
Poner el bizcocho sobre el silpat con la parte de arriba hacia abajo. Pincelarlo con almíbar.
Extender una capa, de aprox. medio centímetro de grosor, de crema.
Cortar el bizcocho en dos partes iguales.
Enrollar cada bizcocho con la ayuda de papel film, vegetal o del silpat, presionando al mismo tiempo para que quede bien compacto.
Congelarlos durante un par de horas (para darles firmeza y evitar que se rompan al cortarlos).
Con la ayuda de un hilo cortar cada rollo en secciones de unos 3 cm de grosor (enrollar el hilo y estrangular el rollo hasta seccionarlo). Colocarlos por la parte del corte sobre una bandeja.
Con una boquilla de manga pastelera hacer un copete de crema encima de cada pionono.
Espolvorear con azúcar y quemarlo con el soplete.
Colocar cada pastel en una canastilla individual de papel rizado.

viernes, 5 de diciembre de 2014

Confesiones de audiómetro

Algunos pacientes confunden la cabina del audiómetro con un confesionario. Se sientan y, antes de que la enfermera tenga tiempo a ponerle los cascos y cerrar la puerta insonorizada, comienzan su confesión. En la intimidad del recinto, los enfermos cuentan su vida entera. A veces hay una pausa y la prueba empieza, sin embargo, cuando acaba y el paciente sale, aún tiene mucho que contar.  En ocasiones ni siquiera es posible empezar, no hay un instante en el que meter baza hasta que el paciente se ha desahogado del todo, son inmunes a las interrupciones.

Ese día rescato a la enfermera en el pasillo, en realidad me encuentro con ella cuando sale de la sala de audiometría. El paciente habla, gesticula, explica y se calla cuando me ve. La cara de la enfermera es un poema. Me entrega la carpeta de la historia sin añadir ni una palabra, cosa rara. Le indico al hombre que me acompañe. Para mi sorpresa, antes de seguirme, saca la cartera para darle una tarjeta de visita a la enfermera. A él se le ve entusiasmado. A ella la noto un tanto apurada. 
- No, no, muchas gracias - rechaza. 

Cuando el paciente se marcha, viene a contármelo. 
- Todo ha empezado porque, para romper el hielo, le he hecho un comentario sobre su acento, llamaba la atención. 
- Soy chileno y sexólogo - me ha respondido. 
- Me he quedado un poco parada, no me esperaba tanta información. ¿Qué tendrán que ver sus orígenes con la sexología? ¡Ah, qué interesante! - le he comentado - ¿Qué le podía decir? El caso es que no sé con qué cara me ha visto que, a continuación, me ha contado que para arreglar algunos problemas de cierta índole sólo hace falta hablar. Que si la cosa no funciona con el marido, pues eso se arregla con unas indicaciones. Luego se ha ofrecido a darme unos consejos. 
No puedo evitar reírme. La escena parece digna de Groucho Marx. 
- Sí, sí. Cuando has llegado pretendía darme su tarjeta para concertar una cita. - Se queda callada un momento, con gesto de preocupación. - De verdad que no sé con qué cara me ha visto. 

miércoles, 3 de diciembre de 2014

¿Curso? ¿qué curso?

Fin de semana de guardia. Supongo que estar pendiente del busca me ha distraído. Es domingo por la noche, ya hemos cenado. Sólo me quedan unas horas. De repente se me hace la luz.
- Creo que mañana es el curso de traqueotomía para enfermería - le digo a House.
- ¿Y tienes que dar una charla?
- Sí, a las 12.
- Pero, ¿no estabas en quirófano?
- También.
Por supuesto, si no me acordaba del curso, menos aún me he acordado de la charla en cuestión. Acostumbro a preparar las cosas en el último minuto pero, sinceramente, creo que, esta vez, me he excedido.
Llamo a una de mis compañeras. Aún tengo la esperanza de equivocarme, que el curso no sea mañana. No hay suerte. Mi único consuelo es que no soy la única despistada.
- Hace un momento que han mandado un Whatsapp al grupo del hospital para preguntar si alguien sabía cuándo le tocaba hablar, - me cuenta.
Como me resisto a los smartphones, no he recibido nada. Afortunadamente el jefe sí que tiene uno y pertenece al grupo. Gracias a eso ha podido leer todos los tranquilizadores mensajes de respuesta: "¿Es mañana?" " Menos mal que lo has recordado." "Yo tampoco sé cuando hablo." Creo que nuestro pobre jefe ha sido el que más se ha asustado de todos al descubrir lo en serio que nos habíamos tomado el tema. En su respuesta aclaraba las dudas aunque con algún epíteto que no puedo repetir, no era bonito.

Son más de las 22h. No estoy dispuesta a quedarme sin dormir así que espero tener algo a lo que recurrir en el ordenador. Tras rebuscar encuentro mi charla de años anteriores y la copio directamente al pen. No la ensayo, mejor no saber lo que se me ha olvidado o no pegaré ojo. Será una improvisación. A lo mejor tengo tiempo de echarle un vistazo rápido en quirófano, justo antes, y con eso tirar de mi memoria a corto plazo.

A primera hora no va a poder ser. Me llaman al busca cuando aún estoy en el coche. Un paciente ingresado se ha caído de la cama y se ha roto la oreja. Me piden que se la arregle.
Es temprano. Aún no han traído al niño al antequirófano. Agarro anestesia, suturas y una caja de las más básicas, con pinza, porta y tijeras, y me subo a la planta. Afortunadamente la herida es una sección limpia. Infiltro con anestesia y coso los bordes mientras le explico a las enfermeras los cuidados. En cuanto termino, me bajo. Ya escribiré en la historia cuando ande menos apurada.

Durante ese rato, el primer niño ha llegado. Empezamos el parte. La segunda cirugía es corta, una biopsia. La tercera no tanto. Cuando la pasamos son casi las 11. No sé cómo me las voy a apañar para terminar antes de las 12. No sé cómo, pero lo logro. Claro que son las 12 en punto y aún tengo que hablar con la familia, cambiarme de ropa, porque no me puedo presentar en pijama (son reglas del hospital), y cruzar todo el edificio hasta el aula, que está en la otra punta. Voy tan deprisa que patino por los pasillos. Confieso que llego algo acelerada.

Empiezo mi charla. Hablo, hablo y no callo. El problema es a la velocidad a la que lo hago. No me he dado cuenta de bajar el ritmo y, si yo no tomo aliento, mis alumnos tampoco. No me faltan cosas que contar. Insisto en lo importante, quiero que les quede claro. Alguno pretende tomar notas antes de rendirse. Hasta que no termino ni siquiera me doy cuenta de que les he disparado la sesión. ¿Alguna duda? Les he debido asustar, nadie se atreve a preguntar.

Regreso al quirófano. Los pacientes que quedaban no eran míos y mi compañera de cirugías se ha ocupado de ellos. No hay problemas. Me preocupan más los ya operados. Uno es un recomendado. Me acerco a verle y está bien. La tercera, si la cirugía está bien hecha, tiene que estar mareada, muy mareada. Al parecer ha sido un éxito, no es capaz ni de abrir los ojos. Lo va a pasar mal unos días pero espero que funcione. He tenido que cargarme el oído interno para curarle los vértigos, ya no tenía audición. Antes de llegar a la laberintectomía he probado todos los tratamientos descritos y los que se me han ocurrido sin resultado. En fin, ojalá sea esta la solución.

martes, 2 de diciembre de 2014

En el ascensor

Reviso las interconsultas. Hay una pendiente de neurocirugía. Nos piden valorar la retirada de una traqueostomía. Hace unos días le cambiamos al paciente su cánula y le pusimos una fenestrada con tapón para que respirase por la nariz y la boca. Desde entonces ha aguantado el tapón sin problemas. Podría decanularse.

Por si acaso me subo al paciente para hacerle una fibroscopia. La anatomía laríngea es normal, el resto del enfermo no tanto. Me lo traen en cama, no se le puede sentar en una silla. Está ingresado a consecuencia de un botellazo en la cabeza tras una pelea. Hizo un edema cerebral de tal calibre que le tuvieron que retirar el hueso de la calota para descomprimirlo. Ahora tiene media cabeza hundida y las secuelas neurológicas son severas. Apenas se mueve y no puede hablar.

Retiro la cánula. No es un traqueostoma quirúrgico sino uno percutáneo. No comulgo con esa técnica de meter tubos a ciegas para dilatar el trayecto. La regla de oro de toda cirugía es ver. Sólo si se ve se pueden reconocer las estructuras, disecar los planos, ligar los vasos. La traquea no está a flor de piel, entre ambas está la musculatura prelaríngea y la glándula más vascularizada del cuerpo, la tiroidea. Esas estructuras son el motivo por el que, cuando hay que correr, no se entre en la tráquea sino en la membrana cricotiroidea, que sí está casi a flor de piel. Sin embargo esa vía sirve sólo para unas prisas porque el orificio no se puede quedar ahí más que unas horas porque, en esa zona los tejidos son muy delicados y granulan rápidamente, la vía aérea se estenosa y no es posible decanular luego al enfermo.

A pesar de mi disconformidad con la técnica, quito la cánula y pongo un vendaje cruzado para aproximar los bordes del orificio y que se cierre. Aviso al ascensor y bajo con el enfermo para explicarles a las enfermeras los cuidados y cómo realizar las curas.

Sólo hemos de recorrer dos pisos pero ese trayecto basta para que el enfermo empiece a mostrar síntomas de asfixia. Se ahoga. No hay medios pero tampoco tiempo. De un tirón despego la cura. Los tejidos dilatados se han retraído y el orificio se ha cerrado. Por completo. No sólo eso sino que además parece que la tráquea se hubiese colapsado. Lo evidente es que el aire no entra. Tengo que reabrirlo.

No llevo una cánula en el bolsillo pero mi llavero me servirá. Cuando empecé la residencia, mi R mayor me recomendó hacerme con un fiador de una cánula de plata para llevarla en el llavero del hospital. Le hice caso. En esos momentos, no pude agradecerle más el consejo. La herida aún estaba tierna. Clavé en la piel la punta del fiador y lo empujé con todas mis ganas hasta que los tejidos cedieron y mi singular llavero se introdujo en la tráquea. El paciente tosió, a su tráquea no le gusto mi maniobra. Mantuve sujeto el tubo para evitar que lo expulsase mientras llegábamos la planta. No me entretuve en explicaciones. Desde el pasillo, lo primero que pedí fue una cánula ¡muy urgente!

domingo, 30 de noviembre de 2014

Domingo de San Andrés por la Señora

Recuerdos y un dilema de infancia de la Señora...

El hecho de que el día de san Andrés caiga en domingo me ha traído a la memoria imágenes muy lejanas que se remontan al primer san Andrés del que soy consciente.

Creo que  tendría como unos cuatro o cinco años, porque estaba aprendiendo a leer y a escribir. La escuela a la que iba en Torrubia (una gran finca cercana a Linares) era una escuela unitaria, a la que asistíamos  niños y niñas de entre cuatro y doce años aproximadamente, siendo un total de unos veinte. Los mayores se sentaban en pupitres mientras que los pequeños teníamos reservadas unas mesas bajitas cuadradas con unas sillitas, todo en un azul vivo muy agradable. Yo compartía una de esas mesitas con otra niña de mi edad y debíamos de ser las más pequeñas; como nos portábamos muy bien la profesora nos colocó en nuestra mesa una bola del mundo que daba vueltas y que pocas veces nos atrevíamos a tocar. La única aula que formaba la escuela era bastante grande y tenía una enorme cortina que dividía el recinto; ante esa cortina estaba situada la mesa de la profesora y una gran pizarra, que en muchas ocasiones se convertía en una especie de potro de tortura si era el alumno el que tenía que utilizarla.

Pero en el día al que me refiero no fue así. Fue doña Josefina, la profesora, que era teresiana, la que en un veintiocho o veintinueve de noviembre escribió en la parte superior de la pizarra con letras muy grandes y bonitas la palabra ADVIENTO y a continuación nos explicó lo que significaba el término, la preparación que suponía para la Navidad y cómo en esa preparación era conveniente algún sacrificio, aunque fuera pequeño. Era un tiempo que estaba a punto de empezar: el domingo 30.
Pienso que fue la preocupación que me invadió de pronto la que hizo que aquella situación quedara grabada en mi mente, porque reparé entonces en que ese primer domingo de Adviento coincidía con san Andrés, el santo de mi padre y el día en que mi casa se llenaba de bizcochos, rosquillos, tarta  y todas las cosas ricas que hacía mi madre para invitar a la gente que iba y que tú tenías a tu alcance de modo abundante.Y el baile y la música.  Aquello no casaba en absoluto con la idea del Adviento y el sacrificio.¡Menudo dilema! ¡Con las ganas que una esperaba este día!....

No sé cómo lo resolví. Hasta ahí no me llega la memoria. Sí recuerdo que días después hubo comentarios sobre lo extraordinaria y lo divertida que había sido la fiesta y lo rico que estaba todo.

Quizá me lo dieran resuelto........ porque creo que los pequeños nos tuvimos que acostar temprano.

viernes, 28 de noviembre de 2014

Pastel cremoso de ciruelas y almendras

Los pasteles cremosos me recuerdan a la tarta de arroz de mi abuela, un bizcocho que al cocinarse creaba una base de crema mientras que la parte superior que se hinchaba y quedaba fina, ligera y aireada. Mi abuela no usaba nata ni mantequilla que sí llevan otros pasteles de arroz, muy ricos pero mucho más pesados, sino que ella empleaba tan sólo huevos, leche, azúcar y harina.

La receta de hoy es un poquito más elaborada, en realidad es una combinación entre el pastel de mi abuela y de la tarta de ciruelas del Café des Sources, de Ginebra, un bizcocho jugoso, y delicioso, elaborado con una mezcla de harina y almendras. Las ciruelas pueden sustituirse por pasas, higos, cerezas o albaricoques.

Pastel cremoso de ciruelas y almendras
Ingredientes:
150 gr. de harina
150 gr. de azúcar
30 gr. de almendra molida
4 huevos grandes
300 gr. de ciruelas (sin el hueso)
1 dl. de ron u otro licor (opcional).
un sobre de azúcar de vainilla
½ litro de leche entera
azúcar glass

Elaboración:
Precalentar el horno a 200º.
Untar bien con mantequilla una fuente de horno.
Mezclar la harina con la almendra en polvo
Batir los huevos, añadirles el azúcar y ponerlos en el centro de la harina.
Mezclar hasta obtener una masa homogénea. Incorporar la leche mezclando bien.
Añadir el azúcar de vainilla y el licor.
Colocar las ciruelas en el fondo de la fuente.
Cubrir con la crema.
Hornear durante 40 minutos.
Espolvorear con azúcar glass al servirlo.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

De pesadilla

Quiero hacer tantas cosas antes de la sesión que me voy un poco antes al hospital. Estoy deseando que llegue la hora de quitarle el taponamiento a mi pobre niño. Después de dejar las cosas en la consulta e iniciar el ordenador, es la única manera de que esté listo en el momento de empezar la consulta, me encamino a la Rea. Antes tengo que detenerme un instante en laboratorio para sacarle las pegatinas de su analítica a sobrinísima, que vendrá a media mañana.

En la puerta de Rea me encuentro al padre de la criatura. El hombre está descompuesto.
- ¿Cómo está? - pregunto.
- Mal - me responde, casi no puede hablar. - Ahora te contarán.

Me quedo helada. Siento la piel de gallina, tengo un nudo en la garganta, otro en el estómago, me tiemblan las piernas y me escuecen los ojos. Entro a la Rea con pavor.

El residente está con el niño. Me cuenta lo sucedido.
- A la 1 de la madrugada se puso muy malito, no ventilaba. En la placa descubrimos que se le había colapsado el pulmón derecho. Tenía los bronquios llenos de moco y había hecho un tapón. Por suerte había una neumóloga de guardia y con el fibrobroncoscopio le limpió todo lo que pudo pero mejoró muy poco. Nos hemos pasado la noche encima de él.

Me marcho de la Rea como una sonámbula. Camino por los pasillos sin terminar de digerirlo. Me acerco a ver a mis otros operados de ayer. Ocuparme de algo suele ayudar. Una duerme, no la molesto. La otra está despierta y hablo un rato con ella, le pregunto cómo está, si oye mejor, si se encuentra mareada, si ha comido y ha ido al baño. Cuando salgo de la planta me dirijo de nuevo a la Rea.

El niño está con los padres. "Necesito una buena noticia" - me pide el padre. ¿Qué les puedo contar? No sirve decirles que yo también necesito una buena noticia. Toco el pecho del chiquillo. Me consuela comprobar que el pulmón derecho se eleva, aunque el moco crepite bajo mi mano. Hay un fonendo sobre la cama. Le ausculto. Oigo el aire que entra. Les digo que eso me parece una buena señal.

Subo al despacho. Al peque le van a repetir la placa por la mañana y no hago más que pensar en cómo estará, si habrá cambios, si ya habrá aire en ese pulmón. Antes de la consulta vuelvo a la Rea. Me acompañan dos de mis compañeras, ven que necesito apoyo moral. Los anestesistas están reunidos en sesión y hablan del crío. Me quedo para enterarme de las últimas noticias. Son buenas: la radiografía muestra que el pulmón se ha expandido y los gases en sangre han mejorado. Hablamos de retirar el taponamiento y de extubar al chiquitín en quirófano para más seguridad. Antes de irme les doy esperanzas a los padres, si yo estoy así me figuro cómo se sentirán ellos.

La consulta citada no me permite bajar al quirófano. No paro. Hermanísima me avisa de que ya han llegado y las llevo a la carrera a laboratorio. Allí las abandono para volver a la consulta. Por teléfono me mantienen informada. Todo se desarrolla despacio pero bien. No sangra. Respira. Se le puede extubar y despertar. ¡Qué alivio!

Al final de la mañana, en el primer hueco que tengo, me acerco a verle. Tiene cables pero ya no hay tubos. Se ha quedado dormido. El padre me cuenta que hace un momento le ha dicho que quería marcharse a casa.  Están mucho más tranquilos, incluso agradecidos por la preocupación de todos. ¡Pobre criatura! Espero que sea el final de la pesadilla.

martes, 25 de noviembre de 2014

Tiempos de hemostasia

A primera hora acompaño al celador a recoger al primer niño del parte. Antes de llevarlo a quirófano me cercioro de que todo está bien: no tiene fiebre, ni tos, ni más mocos de los habituales. El pobre está asustado y muerto de sed, del hambre que tiene aún no se ha dado cuenta. Los padres están nerviosos aunque, por el bien del crío, intentan disimularlo.

En el antequirófano reviso la historia más a fondo. En la analítica me llaman la atención los tiempos de coagulación. Al anestesista le sucedió lo mismo y lo remitió al hematólogo que le repitió el estudio. Algunos factores están al límite pero, en opinión del hematólogo, eso no aumenta el riesgo de sangrado. Supongo que cuando uno está habituado a ver pacientes anticoagulados y discrasias sanguíneas, una alteración tan leve no le parece preocupante.

Aún así a los cirujanos nos gustan las analíticas lo más perfectas posibles. Hablo con la madre. Indago un poco más. En sus 4 años de historia no hay antecedentes de hemorragias ni hematomas. Se puede proceder.

El chiquillo entra en el quirófano distraído por la enfermera que le tatúa un reloj y un muñeco en las pegatinas de los brazos que cubren la pomada anestésica. Se duerme sin problemas, y sin protestar. Todo está listo para operar.

Le legro las adenoides que salen en bloque. Lo repaso para no dejar restos. La sangre es más líquida de lo habitual, no es buena señal. Pongo el taponamiento y se empapa al momento. Con el primero suele suceder. Lo cambio por otro antes de irme a mirar los oídos. Los tiene tan llenos de moco que uno de ellos es de color azul oscuro, como una vena. Da un poco de respeto pincharlo, ¿y si no es moco sino una yugular procidente? Incido el tímpano con mucho cuidado, se diría que poco más que lo araño. Aspiro, compruebo que es moco y el tímpano recupera su color normal después de limpiarlo.

Regreso a la boca. Está llena de sangre. Retiro el taponamiento y pongo uno con adrenalina diluida. Le pido a la anestesista que le inyecte un poco de traxenámico con la intención de mejorarle la coagulación. Espero y espero. Suele ser cuestión de tiempo.

Mancha más de la cuenta. Pongo un nuevo tapón y le doy más tiempo. Sigo las manecillas del reloj colgado en la pared del quirófano. Al cabo de un rato parece que va mejor. Quizás con un poco más de paciencia...

Otro tapón y unos cuantos minutos más. La medicación ya le ha pasado y los últimos 10 minutos también. Cruzo los dedos antes de quitar la gasa. La faringe está limpia, no gotea. Se puede despertar.

El anestesista lo despierta despacio. En el aspirador aparece algo de sangre. Antes de retirar el tubo miro el interior de la boca. Ha hecho un pocillo de sangre al fondo. No es buena idea sacarle así, va a sangrar, mejor dicho, ya está sangrando. No queda más remedio que taponarle y dejarle taponado e intubado. Avisamos a Reanimación, se tendrá que quedar allí dormido hasta el día siguiente. También llamo al hematólogo para contarle lo sucedido. Conviene solucionar el problema de la coagulación antes de retirar el taponamiento.

Salgo a hablar con los padres. Es duro. El primer choque es terrible, no oyen que el niño está bien, que es lo primero que les digo, sólo entienden que ha sangrado. Resulta difícil explicárselo sin que se asusten. No les sirve de consuelo el que se trate de una situación excepcional, le ha tocado a su hijo y eso es lo que les importa. Les acompaño a Reanimación para que lo vean, es lo que necesitan para tranquilizarse. Aunque esté dormido, está bien y les permiten quedarse a su lado. Tengo que seguir con el parte, concentrarme en los casos que aún me quedan por operar, después de lo sucedido, cuesta. Entre una cirugía y otra, me acerco a visitarles para seguir su evolución. ¡Pobres!, las horas se les van a hacer eternas.

lunes, 24 de noviembre de 2014

El angioma

¡Bip, bip, bip!
Busco un interfono para contestar el busca.
- Es una llamada del 061 (por aquel entonces todavía era el 061) - me avisan de Centralita. - ¿Dónde se la pasamos?
- Al control de Urgencias - respondo.
Suena el teléfono y contesto.
- Buenas tardes.
- Buenas tardes. Soy de la coordinadora. Llamamos para avisarle de que le enviamos un paciente sangrante en una UVI móvil. ¿Lo aceptan?
No me saben dar muchos más datos. Mientras llega lo único que puedo hacer es enterarme de si hay cama de intensivos y avisar al anestesista, por si acaso.
Al cabo de un rato me llaman de puerta. El paciente está en el hospital. Trae la vía conectada a una bolsa de sangre. No es la primera, ni será la última. Afortunadamente el sangrado ha cedido durante el viaje.

Reviso sus antecedentes. No son muy alentadores: para agravar la situación el enfermo padece una hepatopatía alcohólica, motivo por el que sus tiempos de hemostasia están duplicados: no sintetiza suficientes factores de coagulación.

Le exploro. Tiene la boca y la faringe cubiertas de coágulos y restos hemáticos, pero eso no es lo peor, ni mucho menos. Lo peor es que también tiene el angioma más grande que he visto hasta entonces. Un angioma que se extiende por paladar, faringe y base de lengua. Es un angioma congénito que ha ido creciendo desde su nacimiento durante casi medio siglo. Por desgracia ha dejado de ser asintomático y es la causa de su hemorragia.

He de evitar hacer algo invasivo. Si hay un problema de coagulación, lo primero es arreglarlo. No es que el estado del hígado tenga solución pero se le puede poner plasma con los factores que le hacen falta.

Al principio todo parece ir bien, tanto que le llevo a rayos para hacerle un TAC y así valorar la extensión en profundidad. Saberlo sólo me sirve para asustarme más, no hay una zona del cuello que no esté afectada. Recurro a mi optimismo y espero que siga sin sangrar. No hay suerte. La tranquilidad dura unas horas, era la calma previa a la tempestad. Con las transfusiones, se reexpande la volemia y la hemorragia se reactiva. Las medidas conservadoras no funcionan. Tengo que hacer algo para cortarla. El problema es ¿qué?

Sé que abrir el cuello para ligar los vasos, con semejante amasijo de arterias y venas por todas partes, es una locura y no va a servir de mucho. La opción de poner un taponamiento faríngeo no me hace ninguna ilusión, se sobreinfectan y dan muchas complicaciones. Aún así, por malo que me parezca, es la mejor alternativa.

Meter una compresa, o varias, en la faringe, supone bloquear la vía aérea. Es preciso dormir al paciente para que lo tolere e intubarle para que respire. Lo subimos a la UCI.

Al sedarle, la tos que le ahogaba se calma. Por desgracia no es un indicio de que le haya sucedido lo mismo a la hemorragia y la sangre se le acumula en la faringe. El aspirador no da abasto. El enfermo no ventila y no se ve nada. No se puede meter el tubo. Hay que abrir la tráquea sin tardanza. Un corte y el tubo entra. Sale sangre desde los pulmones. Relleno la boca con las gasas a presión. Compruebo que no hay huecos. Entre unas cosas y otras son las 2 de la madrugada. Me retiro a intentar descansar un rato.

No me he metido en la cama cuando suena el busca. Es de la UCI. El paciente sangra. ¿Cómo es posible? No tiene por dónde. La sangre no sale por la boca, no puede ir por esa vía con el bloqueo que le he puesto. El enfermo lo que tiene ahora es una rectorragia incoercible.

Decidimos hablar con Rayos para embolizarle. Al pasarle a la camilla vemos que la cama entera es un charco de sangre. Da miedo. Las bolsas de sangre se transfunden de dos en dos hasta perder la cuenta ¿diez? ¿doce? El radiólogo canaliza la arteria femoral y asciende con el catéter hasta las carótidas. Busca las arterias nutricias del angioma en medio de la maraña. Lanza partículas hacia la lingual, la faríngea posterior y hacia las ramas. Me pide que retire el taponamiento para comprobar si no sangra. Quito las gasas. La boca está limpia.

Sin embargo el caso no se ha resuelto. La rectorragia continúa y es masiva. La sangre cae por los bordes de la camilla. El radiólogo cambia de campo y se dirige a las arterias mesentéricas. Para nuestro desmayo descubrimos que el abdomen alberga una masa de vasos aún más terrible que la de la faringe, no hay un rincón del peritoneo sano. Es de ahí de donde está sangrando. Avisamos a los cirujanos. Al igual que en el cuello, no es posible hacer nada.

Nos cuesta creernos que ese sea el desenlace. El hombre llegó a las 7 de la tarde y fallece a las 7 de la mañana, en la sala de Rayos, ante nuestra impotencia.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Sangre, sudor y... prótesis

- A un conocido le han puesto una prótesis fonatoria y ahora habla estupendamente. - Me comenta con los labios uno de mis pacientes laringuectomizados que, a pesar de la rehabilitación, no ha conseguido sacar apenas voz.

Me echo a temblar. Mi experiencia con las dichosas prótesis fonatorias se remonta a las guardias de residente. No había semana que no se presentase alguno en la urgencia con la prótesis en la mano porque se le había salido. Enseguida comprobé que intentar ponérsela de nuevo era un intento vano, se precisaba un dispositivo especial con el que no contábamos en el hospital. El fracaso era frustrante y el paciente no solía mostrarse comprensivo, no estaba dispuesto a resignarse a dejar de hablar.

El mayor deseo de mi paciente actual es hablar, siempre le ha encantado hacerlo. Le gustaba declamar en las reuniones y disponía de todo un repertorio de historias de las que echar mano. El silencio no se ha hecho para él.

Me informo. Desde mi época de residente los modelos de prótesis han evolucionado. Me aseguran que dan muchos menos problemas. Confío en que sea así y decido lanzarme a la piscina y ponerle una. Lo comento en sesión. El resto del servicio recuerda sus anécdotas al respecto: son todas descorazonadoras.

Desoigo la voz de la razón y meto al paciente en quirófano para la punción traqueoesofágica. Es una técnica sencilla, breve y muy reglada. Todo va bien. El aire de la tráquea pasa al esófago a través de la prótesis encajada en la fístula y se modula en la boca. A los pocos días el paciente habla más que un sacamuelas en pleno ataque de euforia. Está encantado.

Pasan los primeros meses. Sé que con el tiempo la prótesis se deteriora y precisa un recambio. Antes de los previsto surgen las primeras pegas: el cierre de la fístula no es estanco y algo de líquido se escapa por los alrededores. Es mínimo pero, al caer hacia la tráquea, le da tos. La situación se agrava durante mis vacaciones, ley de Murphy, el paciente se impacienta, acude a urgencias y mis compañeros no se muestran felices. Afortunadamente regreso pronto.

Me toca ocuparme de gestionar el recambio, hay que rellenar formularios, hablar con compras y con la casa comercial. Es el tipo de burocracia que odio, y en el que estoy pez. Por mucho que desee que los trámites sean inmediatos, la cruda realidad es otra y nos toca esperar un par de semanas. Pasado ese plazo, en la consulta, realizo el cambio. Todo va sobre ruedas, con la ayuda del mecanismo de inserción es casi como poner una inyección.

Por desgracia ese no es el fin de los problemas. El rezume va a más, la fístula se ha dilatado. Tocan medidas desesperadas. No tengo más remedio que quitar la prótesis para que el trayecto cicatrice y se reduzca su diámetro. He de reinsertarla en un par de días, antes de que se cierre por completo. ¡Qué ingenua! ¿Es que no aprendí nada durante mis guardias de residente?

Efectivamente la fístula disminuye, lástima que lo haga algo más de lo que deseo. Al recolocarla me encuentro con que la cánula de inserción no cabe y el trayecto tampoco se expande. Me peleo con ella pero se ríe de mí y, una vez tras otra, según aprieto, me escupe la maldita prótesis. Mientras tanto tengo el resto de la consulta parada, con los pacientes acumulándose en la sala de espera. Prefiero no pensar en ello para no agobiarme más.

No me rindo. Ante situaciones desesperadas tocan medidas desesperadas: si no se coloca ella sola por las buenas, habrá que colocarla por las malas. A veces no queda más remedio, la medicina no siempre es limpia y elegante. Presiono el émbolo sin piedad, se resiste pero al final la prótesis sale aunque se cuela hasta el esófago (era justo lo que pretendía, la única alternativa que me quedaba). Ahora tengo que engancharla con unas pinzas de mosquito para colocarla. El material del hospital es de saldillo y las pinzas no agarran. El paciente está despierto y no disfruta de mi manipulación en su tráquea. Otro mosquito. La prótesis se resiste. Aprieto los dientes e insisto. Es un parto complicado. Entre toses, mocos y sangre asoma un trozo de pestaña del borde. Tiro, giro, agarro por otro lado y vuelvo a tirar y a girar. Repito. Un poco más. Y más. Avanza y retrocede. Trata de colarse de nuevo pero no se lo permito. Aún así se niega a salir. Sigo. Sudo, el paciente también. Es agotador. Es inimaginable que se requiera tanta fuerza para vencer algo tan pequeño pero si se cree que tiene alguna posibilidad es que no sabe con quién se las está viendo. Tras lo que parece una eternidad, gano la batalla: la prótesis está en su sitio.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Lluvia

El día ha nacido gris, encapotado de nubes, un amanecer de oscuridad violácea que apaga la claridad del alba. La cortina de lluvia recubre el aire. Al fondo, el mundo es un borrón húmedo. El agua vela la luz y los colores se deslavan. ¿Se esfuman? No, sólo se resguardan.

Las gotas se deslizan en el viento. Antes de desprenderse se enganchan por última vez al cielo. Al soltarse, le arrancan una pieza que esconden en el interior de su esfera. Caen. A ratos vuelan, a ratos flotan. Se acercan deprisa al suelo. Rebotan sobre las hojas, se deslizan por las ramas y se cuelan por las grietas. Al chocar contra la tierra, se rompen en mil pedazos y el cielo que contenían se libera. Los añicos salpican el aire, algunos buscan dónde posarse para descansar y el paisaje reluce dormido bajo el barniz de humedad. Los charcos de espejo reflejan el azul del cielo.

Las nubes se abren y se alejan. Vacías, se tornan blancas, pequeñas, transparentes y ligeras. El viento las empuja y se las lleva. El sol se asoma y el aire resplandece con las chispas derramadas que la estrella reclama.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Sobresaltos

El símbolo del programa me avisa de que el paciente está en el hospital. Le llamo pero nadie entra. Tiene 88 años, es posible que, con los achaques de la edad, aún no le haya dado tiempo a llegar hasta la sala de espera. Al cabo de unos minutos insisto. Miro la puerta pero no sucede nada. A lo mejor no ha visto la pantalla. Salgo a la sala de espera a nombrarle, en ocasiones es preciso hacerlo así, a la antigua usanza, por mucho que eso interfiera con la ley de privacidad de datos. Nadie responde. Me acerco a la sala de espera de al lado y obtengo el mismo éxito. ¿Y si el pobre anciano anda perdido por los pasillos del hospital? No sería el primero. Compruebo si en la ficha figura un número de móvil, es el mejor método para encontrar abuelitos extraviados.

- Buenos días, soy su doctora- me presento. - Tiene cita ahora conmigo.
Es el hijo el que responde al teléfono.
- Estamos esperando que le hagan una analítica.
Me extraña. Han llegado justos a mi cita. ¿Será una urgencia?
- ¿Está todo bien?
- Sí, sí. En cuanto le saquen sangre subimos.
- Ya van tarde - les aviso.
Al hijo no le importa demasiado mi advertencia y se presentan en la consulta con más de media hora de retraso. No es un buen principio.

He aprovechado el tiempo para, entre paciente y paciente, revisar sus antecedentes. De sus 88 años lleva casi 80 fumando, y sin intención de dejarlo. El alcohol forma parte de su dieta. Le hemos visto varias veces y siempre se ha librado. Recientemente le han diagnosticado algo de demencia.

Le exploro. En esta ocasión no hay suerte, no se libra. No me gusta lo que me encuentro en mi exploración y le programo, preferente, para una biopsia en quirófano.

Unos días más tarde me llama la anestesista. Tiene a mi enfermo en su consulta y las pruebas son de asustar.
- ¿Es imprescindible operarle?- me pregunta.
- Sospecho que tiene un cáncer - le explico. - He de coger una biopsia para confirmar el diagnóstico y poder mandarlo a radioterapia.
- Querría que antes le viese el cardiólogo. ¿No puede esperar?
- ¿Cuánto tardaría?
- No lo sé.
- No conviene retrasarlo demasiado. Si acaso hablo con el cardiólogo.
- No, no te preocupes. Ya le llamo yo.

El informe del cardiólogo no es tranquilizador. La eco muestra que la función cardiaca está por debajo del 30%. Choca que hasta entonces el paciente no notase nada. Se le cataloga de alto riesgo. Tras las explicaciones del anestesista la familia se presenta en mi puerta para hablar conmigo. Están asustados. Quieren saber qué hacer, o qué no hacer.
Les aclaro la situación. La palabra cáncer, que hasta entonces no había usado con ellos, les ayuda a comprender el problema. La hija está de mi lado. El hijo se niega a que le hagamos nada. ¿Y si se muere en la mesa del quirófano? Sinceramente no es una perspectiva halagüeña. Aún así las únicas opciones de tratamiento pasan por confirmar el diagnóstico, ¡ojalá hubiese otra alternativa! No hacer nada es condenarle a morirse, posiblemente ahogado y sin poder tragar ni hablar. Tampoco ese plan es prometedor.

Los hermanos quedan en reunirse y, finalmente, acceden, no sé si por unanimidad. Ingresa a primera hora del mismo día de la cirugía. Antes de empezar la jornada me acerco a verle. Está algo despistado y la cosa empeora cuando le bajan al antequirófano y se queda solo. Primero afirma haber desayunado y luego dice que no se acuerda. Hay que comprobarlo, con el estómago lleno no es buena idea realizar una anestesia general. La familia no aparece por ningún lado. Voy a la planta. Según la enfermería sí que está en ayunas. Lo pasamos. Conectamos los cables. El electrocardiograma inicial deja mucho que desear, no es una novedad. Curiosamente el trazado mejora según el paciente se duerme y la cirugía se desarrolla sin complicaciones. Por desgracia el tumor ha crecido en esos días. Tomo las biopsias. El enfermo se despierta sin sobresaltos. Hablo con la familia y les tranquilizo antes de llevarle en mano las muestras a la patóloga. En unos días tendré el resultado.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Premio nanorrelato Blogscriptum

Pilar Pequeño. 01 Idaho Falls, 1991.
Llévame contigo viento. Déjame abrazarte para escapar. Quiero rozar el agua y sentir el cielo, volar lejos de mi balcón y su cristal.

Fotografía de Juan Manuel Castro Prieto
Guardo en mí el polvo del tiempo, ese en el que se convierten los recuerdos cuando ya no queda nada más. 

miércoles, 12 de noviembre de 2014

No fue un ensayo...

El paciente de mi primera cricotirotomía no vivió más que unos meses más, no muchos pero sí los suficientes como para asistir a la primera comunión de su nieto, que era algo que esperaba con ilusión. Me enteré de aquello casi por casualidad pero me pareció muy bonito. Con mi hazaña no me convertí en una heroína de la noche a la mañana, ni mucho menos, tampoco me lo esperaba. Los médicos no somos héroes, aunque en ocasiones tengamos que echarle valor a nuestro trabajo, no podemos olvidar que los pacientes nos acompañan en todas nuestras aventuras y son ellos los que corren el mayor riesgo. Con mi actuación me llovieron tanto críticas como alabanzas, está claro que nunca se da gusto a todos y en una emergencia no se sopesan factores secundarios que luego adquirirán importancia, no se ve más allá de lo prioritario en ese instante. Para variar no presté demasiada atención a las opiniones de otros, y aún menos a las negativas, he comprobado que con el tiempo todas las aguas vuelven a su cauce y lo único verdaderamente importante es que el paciente estuviese contento. Eso sí, la aprobasen o no, aquella experiencia no tardó en demostrarse muy útil.

Apenas tres meses sonó el teléfono de la consulta. Contestó nuestro enfermero que, casi inmediatamente y sin colgar, dio la voz de alarma: 
- Que suba alguien corriendo al quirófano de la tercera que no pueden intubar a una paciente. 
No hizo falta más. Corrí, vaya si corrí: cinco pisos de escaleras del sótano a la tercera a toda mecha y volar por el pasillo que las separaba del quirófano. Entré tan a la carrera que aún no recuerdo si llegué a ponerme el gorro y la mascarilla, es posible que los cogiese automáticamente al pasar, o es posible que no. No estaba cansada tras la ascensión. Tenía la adrenalina disparada. 
-¡Deprisa!- oí que me decía la voz de Ángel. A pesar de la situación, me alegré de que estuviese allí.

Ángel era nuestro anestesista habitual. Años de cánceres de garganta le habían especializado en casos de intubaciones no ya difíciles, sino imposibles. Estaba en el quirófano del piso de arriba y había sido al primero al que habían recurrido. Si él no podía, no podía nadie. El caso era dramático: una mujer de 40 años a la que iban a intervenir de un cáncer de mama. Si Ángel me metía prisa significaba que la cosa estaba mal, muy mal. La paciente no ventilaba pese a los esfuerzos de los anestesistas. La alarma pitaba mientras que el pulsioxímetro latía con un sonido cada vez más grave. No había tiempo que perder. Lo último que vi en la pantalla, mientras me calzaba los guantes, fue la cifra de 60 de saturación, y bajando...
Repetí los pasos de tres meses atrás: tocar, agarrar y cortar. El escenario era distinto, con mucha más gente, más ruido, menos irreal. Aunque tenía que tomar las riendas, me encontraba más arropada. Sabía que podía hacerlo, ya lo había hecho antes y había salido bien. Mi dedo acompañó al bisturí en su camino para no perder la vía, reconocí el tacto de los tejidos y del metal plano de la cuchilla. Atravesé la membrana entre los dos cartílagos laríngeos y aparecieron las primeras burbujas de aire. Retiré el bisturí pero dejé el dedo abocado en el orificio de la tráquea mientras lo cambiaba por el tubo. No estaba fiado y, al entrar en la vía aérea, se desvió hacia la boca. Así no servía, los pulmones no ventilaban. 
- Tengo que sacarlo. 
Todos me miraron espantados. La maniobra era un riesgo, la vía aérea se podía perder en el proceso, pero no quedaba más remedio, tal como estaba la enferma seguía sin ventilar. 
- Fiadme un tubo.
Metí una pinza en el agujero, agarré y tiré. Afortunadamente la alineación de los cortes aguantó. Esta vez, gracias al fiador, el tubo entró en la tráquea en el sentido correcto. Conectaron el oxígeno. Para gran alivio de todos los presentes la paciente comenzó a ventilar, la saturación subió. Me retiré a un lado agotada, sin reserva alguna de adrenalina en mi cuerpo, sólo recuerdo que los anestesistas se hicieron cargo del resto. 

martes, 11 de noviembre de 2014

Primera cricotirotomía

Eran casi las 2 de la mañana cuando la urgencia se tranquilizó. Ya era hora de intentar descansar un poco. Por si acaso, antes de subir a la habitación, decidí asomarse a la sala de médicos para preguntar si tenían alguna duda que resolver. Mejor ahora que cuando ya esté en la cama, razoné.

La sala de médicos estaba casi vacía, en los cajetines no quedaba nada pendiente. No durarían demasiado en ese estado así que mejor aprovechar el momento. Al  pasar por delante de las camas de Observación, entré para avisarles de que me retiraba.
- Buenas noches. ¿Necesitáis algo de mí antes de que me suba? - pregunté.
- En la cama 8 hay un paciente que te conoce. Es un enfermo terminal, no te has dado cuenta pero al verte te ha hecho una señal – me comentó una de las enfermeras del control.
- ¡Pobrecillo! Voy a saludarle - contesté.

Aunque no se pudiese hacer nada, el simple hecho de ver una cara conocida resulta tranquilizador. No obstante, en esta ocasión, al acercarme y oír su respiración, se me dispararon todas las alarmas. El aire apenas entraba y, lo peor de todo, el enfermo estaba casi agotado. A pesar de su estado, sonrió al verme. Trató de hablar pero tenía tan poco fuelle que no lo consiguió.
No podía quedarme quieta y permitir que muriese de una muerte agobiante. Debía hacer algo, y rápido, muy rápido. Llamé a la enfermera para que me diese la información que me faltaba mientras movía lo necesario.
- ¿Por qué ha ingresado?
- Ha venido esta tarde por disnea. No sé más.
- ¡Se está ahogando! Necesita que le abramos la vía aérea. Avisa a un celador. Voy a llevarle al quirófano.
Mientras el celador llegaba, empecé a empujar la cama, ya me pillarían por el camino. Me dirigí hacia el ascensor con una parada en el control de Urgencias mientras lo esperaba para poner sobreaviso al anestesista.
- Tengo una traqueotomía de emergencia. Subo directamente al quirófano.
La respuesta del anestesista no arregló las cosas.
- No es buen momento. Estoy liada con un aneurisma roto y no disponemos de más camas en Reanimación.
No era momento de discutir.
- Habrá que apañárselas, esto tampoco puede esperar.

Cuando se abrió la puerta del ascensor, la anestesista me esperaba en la puerta del quirófano. Claramente su intención era detenerme. Una mirada al paciente le hizo cambiar de opinión al instante.
- Pasa, pasa.
Justo a tiempo. El enfermo estaba a punto de pararse y no respondía a los esfuerzos para ventilarle. Ni siquiera era posible pasarlo a la camilla. Habría que intervenirle en la cama.

Necesitaba guantes y bisturí. A falta de otro más a mano cogí el que siempre llevaba para emergencias en el bolsillo del pijama. Con una mano agarré la laringe del enfermo y con la otra clavé la cuchilla hasta el fondo, sin dudar. En un sólo corte tenía que atravesar la piel y abrir la vía aérea. El bendito aire entró en la traquea junto con la sangre de la herida. El enfermo tomó una bocanada e, inmediatamente, tosió. El corte estaba en su sitio. Sin embargo aún no era el momento de cantar victoria, existía el peligro de, con el movimiento, se escapará la traquea y se perdiera la alineación de las incisiones, lo que obligaría a repetir el corte. No solté la presa sobre la laringe, no deseaba que se malograra la operación. Introduje el dedo índice en el orificio para asegurarlo y pedí la cánula. En cuanto la tuve en la mano, con un rápido movimiento, saqué mi dedo e inserté la cánula en el agujero. El procedimiento provocó más tos, una tos de aire mezclado con moco y sangre. Inflé el balón para evitar que la sangre pasara a los pulmones y cortar así la tos. El hombre abrió los ojos y sonrió. Su primera palabra, apenas audible, fue “¡Gracias!”

viernes, 7 de noviembre de 2014

Forraje de fantasía

Un poco de lectura insustancial de vez en cuando le va bien hasta al lector más serio. Proporciona el forraje necesario a la dieta literaria. A bit of trash now and then is good for the severest reader. It provides the necessary roughage in the literary diet. Phyllis McGinley.

La opinión de los demás influye en lo que reconocemos que leemos, no en lo que leemos en realidad aunque a veces tengamos la sensación de hacerlo casi a escondidas. Nos avergonzamos de confesar algunos de nuestros gustos, de inclinarnos por lecturas fantasiosas, juveniles, románticas, de misterio o de terror. No hablamos cuando otros lo hacen del último fenómeno literario, por el que no sentimos ni curiosidad, o al contrario, no nos atrevemos a decir que hemos disfrutado con la historia en cuestión.

No soy una lectora seria, simplemente soy una lectora. Mis lecturas son variadas y dependen del momento, del ánimo, del cansancio y de las recomendaciones. Comprendo que hay quien para estremecerse y soñar busca emociones fuertes, romances, pasión, terror. Yo soy más infantil y necesito cuentos, magia, sueños. Si a alguien más le sucede lo mismo le recomiendo que pruebe a Patricia McKillip, es como sumergirse en un hechizo: mundos paralelos que se funden con la realidad, puntadas que enmarañan los caminos, alfabetos de espinas, tañidos de barcos perdidos en el atardecer del puerto, música que conjura al viento, dragones de fuego y hielo, animales míticos y bosques prohibidos.

El malogrado Pierre Bottero, especialmente en su trilogía de Ellana, inserta en sus novelas de aventuras diálogos con preciosas reflexiones, enseñanzas llenas de sabiduría que convierten el viaje por la historia en algo más transcendental, sin que por ello se transforme en un texto filosófico o pierda un ápice de interés. En realidad sucede todo lo contrario, los héroes se convierten en seres más cercanos, más entrañables. Me enganché a Harry Potter en un viaje en avión, se me pasó el tiempo volando. Esperaba impaciente que saliese el siguiente tomo. Del primero al cuarto la emoción crecía, en el quinto consideré que sobraban la primera mitad de las páginas, al igual que en el último, pero el final es perfecto. Aunque menos conocido me gustó mucho más Septimus Heap, el aprendiz de mago de Angie Sage, donde la "Magya" crece con la serie y en la que aparecen una caterva de personajes curiosos que no permiten que la trama se vuelva repetitiva ni aburrida: magos y su familia, princesas y la suya, reinas, fantasmas, escribanos, alquimistas, guardianes, marineros, comerciantes, mensajeros, sirenas, dragones y brujas.

Otro de los cuentos que me ha sorprendido recientemente es Elantris, la maldición de una ciudad condenada, antes mágica, que descubrí gracias a la oferta Kindle Flash. Posee los ingredientes de un cuento aunque no todo es blanco o negro; hay grises y es la princesa la que ha de salvar al héroe. The Glass Sentence, el primero de una trilogía de creadores de mapas en un mundo fragmentado en el tiempo, ha sido otro descubrimiento fascinante. He viajado a Elsewhere a través de los cuadros colgados en una casa encantada. El hallazgo se lo debo a su ilustrador, Poly Bernatene, al que pertenece el dibujo que decora el final de este post. En mi caso no necesito unas gafas mágicas, sólo palabras: en ellas reside el embrujo.

jueves, 6 de noviembre de 2014

El piropo

Manoli acababa de salir del colegio cuando llegó a nuestra casa. No obstante, para hermanísima y para mí, que la contemplábamos desde la perspectiva de nuestros 6 y 7 años respectivamente, sus 17 años la convertían en toda una adulta. No tardó en conquistarnos: era divertida, guapa, inteligente, trabajadora y siempre la recuerdo con una sonrisa que le llegaba hasta los ojos y que la hacía brillar.

No estábamos deslumbradas por el cariño, su encanto era tan evidente que aprendí lo que era un piropo gracias a ella. Sucedió una mañana de esas de invierno vallisoletano en las que Manoli nos arrastraba a la escuela mientras nosotras oponíamos todo tipo de resistencia porque, con semejante frío, lo único que deseábamos era acurrucarnos en una esquina para guardar el escaso calor que aún conservábamos en el cuerpo. Ese día no había canciones, ni juegos, ni saltos, ni carreras, ni nada con lo que convencernos para avanzar. Hacía demasiado frío para moverse. La pobre tiraba de nosotras a dos manos y, cuando andábamos a la altura de Correos, a una manzana de casa, un hombre le comentó al pasar: "¡Quién fuera niño para ir contigo!" En ese momento no comprendí la intención de aquella frase. ¿De verdad deseaba aquel señor volver a la infancia para ser remolcado hasta el colegio por calles a bajo cero? Manoli nos lo explicó: Es un piropo, y muy bonito por cierto. Seguí sin entender, no conocía esa palabra, ¿piropo? ¿qué es eso? Pues un halago, una frase que un hombre le dice a una mujer para indicar que le gusta. ¡Ah!

Aquello nos distrajo y, con la curiosidad y el romanticismo de la situación, nos olvidamos del frío, no en vano se habla del calor de la pasión. Hermanísima, a la que nunca le ha faltado conversación, ni desparpajo, encontró un nuevo tema sobre el que preguntar y ahondar el resto del camino. A eso se dedico hasta llegar a la escuela: pretendía saber todos los piropos que Manoli había recibido a lo largo de su vida. Se mostró tan implacable que, en el proceso, le sacó todos los colores a la requebrada, no fuese a quedarse algún detalle en el tintero. ¿Y si se estaba fraguando un idilio delante de sus narices y se lo perdía? ¡Uff!, la mera idea era terrible.

Desde entonces, siempre que oigo un piropo, me viene a la memoria esta anécdota y coincido con Manoli en que el de aquel día es uno de los mejores cumplidos que he escuchado nunca.