lunes, 14 de mayo de 2018

Primum non nocere

Las ampollas de anestesia local son, seguramente, el producto que más uso. Me agobia que al paciente le duela lo que tengo que hacerle y trato de minimizar la molestia en lo posible, aunque sé que a veces es inevitable, para lograrlo tendría que contar con un anestesista al lado que me durmiera por completo al enfermo, pero en la consulta eso no es práctico, y tampoco es posible programar a todo el mundo para una anestesia general, bloquearía la lista de espera.

Nunca me han gustado las agujas. La primera inyección se la puse al catedrático cuando aún era estudiante principiante de medicina, y fue algo que hice aterrada y obligada. No tuve opción, mi señor padre no admite un no por respuesta, si consideraba que, como parte de mi formación, debía encargarme de ponerle aquella vacuna, no había escapatoria. El mejor ejemplo de su pedagogía fueron sus clases de natación, mis primos huían despavoridos cuando le veían acercarse. Como estrategia para disfrutar de la piscina sin niños alrededor era infalible.

Con esos antecedentes, resulta paradójico que vengan pacientes ex profeso a mi consulta para que les pinche. No sé si todas las profesiones influyen tanto en la persona como la Medicina, pero si en mi adolescencia me hubiesen contado que la sangre y las agujas iban a formar parte de mi entorno habitual, me habría reído del profeta; sin embargo, así son las cosas.

El pánico a las agujas es casi universal (la excepción es el catedrático). Hace poco atendí a dos hermanas; como la enfermedad no se manifiesta de forma homogénea en todos los pacientes, una tenía más afectación que la otra. Sin embargo, fue la que menos lesiones tenía de ambas la que, en medio del proceso, comentó que se encontraba mal. Me explicó que últimamente tenía subidas de tensión y que notaba que eso era lo que le estaba ocurriendo. Por fortuna, las enfermeras estaban en la sala de al lado y en un momento acudieron en mi auxilio y le colocaron el esfingomanómetro. Para tranquilidad de todos, la tensión estaba en perfecto orden, todo era cuestión de aprensión. Terminé el tratamiento, poco a poco y con mucha anestesia y, al acabar, le dice la mareada a su hermana (que se había llevado, con diferencia, la peor parte en las infiltraciones), "pues esta vez casi ni me he enterado". Uno de estos días las enfermeras tendrán que tomarme a mí la tensión.

Otra anécdota es la de una paciente que me llamó casi sobre la marcha, cerca del final de la mañana, para ver si podía verla ese mismo día, supongo que para que no se le pasase el ataque de valor, o con la esperanza de que le dijera que ya era un poco tarde y librarse de ese modo. Le respondí que no se preocupase, que la esperaba. Por desgracia, al vivir a cierta distancia, en el trayecto perdió todo el arrojo. Con esta ya era la cuarta (o la quinta) visita en la que me rogaba que no la infiltrara, y en todas las anteriores había atendido sus deseos, nunca obligo a un paciente a someterse al tratamiento si no lo desea, no es una sentencia, soy médico, no juez. No obstante, me daba un poco de rabia ver las lesiones ahí, listas a dar guerra, y no hacer nada. Hablé con ella y al final, gracias a la confianza, la convencí para que me dejase hacer un intento, claro que antes le prometí que solo la pincharía donde no fuese a dolerle (la nariz tiene zonas mucho más dolorosas que otras, y aunque un toque en una de las malas no le habría venido mal, en esta ocasión era mejor limitarse a las buenas, ya se verá qué hago cuando la otra parte presente batalla). Le puse los algodones de anestesia y los tuve un buen rato para darles tiempo a que hiciesen efecto. Di un primer picotazo rápido (es el peor) y le puse más anestesia. Con tranquilidad y paciencia, muchos pinchacitos cortos y aún más y más anestesia, conseguí infiltrar el tabique (la parte buena) sin que le doliera. Al acabar, la paciente estaba feliz por haber superado sus miedos.

jueves, 10 de mayo de 2018

Esperar

La Señora me escribe una entrada por mi cumpleaños desde que tengo el blog, y aunque el blog se renueva de forma errática últimamente, ella no ha faltado a la cita.

"Esperar es una actividad difícil en estos tiempos que corren pero que puede llegar a ser bastante placentera si se realiza en ciertas condiciones. Cuando combinaba el trabajo del Instituto con las tareas de casa y la educación de los hijos, la palabra esperar estaba solo ligada al futuro, a la evolución de los problemas, a los resultados que estaban por conseguir. Si se trataba de dedicar un tiempo a la consecución de algo que una creía inmediato, aquello era un contratiempo total. Con la de cosas que se podrían estar haciendo en lugar de estar allí sentada mientras corría el turno para entrar en en la consulta del pediatra o venía el tren o...


Con el paso de los años el tiempo se presenta de otra manera y aunque suelo tenerlo bastante lleno y muchos días las horas no me dan para todo lo que quiero hacer, sí que me toca muchas veces dedicar un rato a esperar y me pongo a ello con la tranquilidad requerida. Aprovecho para no desesperarme -lo primero- y me dispongo con buen ánimo a sacarle toda la rentabilidad posible a ese paréntesis obligado........ Seguro que mientras estoy en ello hay algo interesante en lo que fijarse o puedo organizar el plan del próximo viaje o si he traído un sudoku me pongo a hacerlo para que la mente no se oxide. Pero casi nunca tengo que recurrir a esto último ya que el entorno me ofrece más de lo que puedo observar y analizar de manera productiva, pues curiosamente ahora reparas en cantidad de cosas que antes ni siquiera veías y es que con los años miras con otra disposición. Claro está que esas esperas no son las de la caja del supermercado ni el laberinto de la compra de entradas, sino en sitios en los que, como diría un castizo, tienes que esperar sentado. Puede ocurrir, por ejemplo, en aeropuertos o estaciones, que dan para muchísimo. Pero hay una variedad tal de personajes desfilando delante de ti mientras  ponen la vía de tu tren que casi no puedes centrarte más que en elementos superficiales de lo que hay en tu entorno. No suele ser esta una espera muy enriquecedora.

Lo es mucho más la espera en la cafetería. Este año de invierno plenamente invernal y primavera invernal también, he tenido que recurrir a citarme con las amigas para tomar algo a media mañana y así tener una excusa para salir. Los bares y las cafeterías han sido los lugares de encuentro. Ahí la  gente de las oficinas, con aspecto activo, en su café mañanero, ofrece a través de sus conversaciones un panorama bastante completo de la complicación de las relaciones en el trabajo; son charlas que suelen ir trufadas en muchos casos de comentarios poco caritativos hacia los compañeros, mezclados con bromas de fútbol y chistes. Son personas ruidosas, dispares y se les nota cierta tensión, que no han podido dejar ni siquiera para este rato de descanso.  A su lado, la otra cara de la moneda: sentados en mesas (veladores, que se decía antiguamente) los jubilados. Los hombres, con aire un tanto decrépito y apagado; las mujeres, de peluquería, pintadas y recompuestas. Todos coincidimos en la tisana o el descafeinado, porque hay que cuidar la tensión, y la charla suele girar en torno a tiempos pasados, la salud, la pensión, Cataluña y, en el mejor de los casos, los hijos y los nietos  Somos conscientes de nuestra ubicación en la pirámide social, pero las ventajas que se nos brindan desde los distintos estamentos tratamos de aprovecharlas, medio llenando los autobuses de la EMT  y recorriendo Madrid, cuando se puede, de una exposición a lo que se tercie. Mientras planificamos esas actividades nos entregamos a una espera bastante distraída y provechosa.

Más incierta pero de ambiente más tranquilo suele ser la espera en el hospital. Si hace algún tiempo eran las estaciones el lugar de espera más frecuentado, en estos últimos años es el hospital donde pasa una más tiempo, con la ventaja de que el hospital de Alcorcón tiene las salas concebidas para ayudar a mantener el ánimo. Bueno, eso no ocurre en todas, como por ejemplo en las de radiología o análisis donde el sitio es estrecho y angosto y no ayuda mucho, pero las de colores y las que están ante las consultas, esas no inciden en la sensación de enfermedad. La de color rosa, con las paredes  y puertas de ese color es la antesala para ir a alguna cirugía rápida. Allí sale una enfermera que te llama y dentro hay varios quirófanos, por lo que hay bastante movimiento de personal sanitario y de gente. Una va allí con su pellizquillo en el estómago, pero como va a ser cosa rápida el ambiente no es de mucha tensión y puedes entretenerte en observar la variedad de aspecto de los pacientes. Si tienes además la suerte de que una de las enfermas de ese día venga acompañada de un grupo de más de veinte personas: marido, padres, hermanas, cuñados, tíos, sobrinos y amigos, repartidos entre la sala y el amplio pasillo que la antecede, el tiempo de espera se te  hace cortísimo  solo pensando en como se las van a arreglar todos para ubicarse y dejar espacio  por donde la gente pueda circular. Tratar de resolver el problema mientras llega tu turno es casi tan entretenido como un sudoku.

Claro que a pesar de que el color rosa me gusta mucho, de todos los espacios hospitalarios la espera mejor, desde mi punto de vista, es la de ORL. Es un lugar amplio, con sus ventanales grandes y asientos en varias filas, casi como en un cine. La pantalla, aburrida en este caso, es donde aparecen los números de las citas. Aquí casi nunca he estado por problemas médicos míos, sino por ver a mi hija, una de las otorrinos y la mayor parte de las veces el tiempo de espera ha sido una sorpresa: en unas ocasiones por lo largo (porque no para y no hay quien la encuentre) y otras por la variedad de personas que allí he conocido.  La última vez fue la señora de la butaca de al lado.  Me preguntó nada más sentarme, pero con mucha delicadeza, que a quién venía a ver y cuando le dije que a mi hija coincidió con que era su otorrino, la que la está curando de su Rendu Osler y a la que estaba también esperando. La emoción, el cariño, el agradecimiento, la admiración que Nieves, el nombre de la paciente, mostraba por mi hija en aquella conversación son imposibles de reproducir, son de esos sentimientos sinceros que una sabe nacen muy hondos. Me quedé con todos ellos en la memoria junto con sus inquietudes: que no le ocurriera nada a la doctora Sol por exceso de celo en su trabajo, pues es mucho el desgaste, y su esperanza de que pudiera encontrar a alguien que le ayudara en tan tremenda tarea.
Como no podía ser de otro modo, me sumé a sus deseos y con frecuencia evoco aquella charla tan entrañable en otros ratos de espera."

domingo, 6 de mayo de 2018

Una mujer independiente

El llamado hombre realista está en el mundo sin apercibirse de ello, somo un muro de cemento y hormigón, y el llamado romántico es, en cambio, como un jardín abierto donde la verdad entra y sale a voluntad. Joseph Roth (La cripta de los capuchinos). 

Mi abuelo educó a mi madre para que fuese una mujer independiente; además de un hombre inteligente, mi abuelo debía de poseer algo de clarividencia, porque es posible que, impelida por las circunstancias, mi madre sea la mujer más independiente que conozco. Independiente no es sinónimo de huraña o solitaria porque, aunque le gusta disfrutar de su espacio y organizar su tiempo, la Señora es un ser de lo más sociable y el centro de las reuniones.

Mi tío, amigo de infancia y compañero suyo de clase, cuenta que, en el colegio, ni siquiera los profesores se atrevían a replicarle, era la delegada y su palabra era ley, tenía tanto carisma, tal poder de convicción, tan buenos argumentos y tanta decisión que antes que discutir era mejor ceder. Era, además, la encargada de la biblioteca escolar y llevaba el desempeño de sus funciones más allá de lo que los lectores esperaban: si alguien pedía un libro que ella no consideraba pertinente, le entregaba otro que, en su opinión, era mucho más adecuado, una vez leyese el primero, ya se vería si le otorgaba el deseado. Dado su bagaje literario, no dudo que acertase en su "recomendaciones". Supongo que la calidad de la educación literaria de sus compañeros empeoró cuando la dama, con 16 añitos, se fue a estudiar a Madrid. Con su personalidad, no tardaron en echarla de menos.

El matrimonio con el Catedrático con su espíritu nómada azuzó aún más el sentido de independencia de la Señora. Dos años de invierno infernal en Canadá, lejos de la familia, fueron el preludio de un recorrido que siguió por varias ciudades españolas, con nuevas amistades, despedidas y mudanzas y un número creciente de hijos. Sin embargo, a la hora de hacer las maletas para Alemania, la Señora se plantó y decidió que la familia necesitaba una residencia fija: ella se quedó con nosotros en Madrid mientras el Catedrático errante continuaba la búsqueda de su lugar en el mundo, geográfico y académico (aunque a día de hoy el mundo se resiste a mostrarle al profesor trotamundos su paraíso soñado).

Ese tipo de educación independiente tuvo su traducción en mí y algo menos en hermanísima (que se pegaba a mí como una lapa, y si estamos unidas es gracias a su insistencia, porque de nada me servía mi misantropía). A la hora de ir a los sitios, la táctica de mi madre consistía en mostrarnos una vez el camino y, tras ese primer recorrido, estábamos listas para repetirlo por nuestra cuenta. Recuerdo que con 11 años me tocaba coger el autobús urbano a la salida del colegio para ir al dentista a hacerme una endodoncia. Al terminar, con la boca dormida, regresaba a casa en otra línea. No era difícil, estábamos entrenados a manejarnos por las calles y los autobuses: volvíamos del cole por nuestra cuenta, íbamos a inglés, a música, a comprar, sacábamos a hermanita al parque, la recogíamos de la guardería (y hermanísima le cambiaba los pañales, tarea que yo evitaba como la peste)... En fin, no entendía por qué otros niños necesitaban tanta supervisión. Quizá lo más complicado fuese lo de la óptica: estaba lejos y yo no veía ni tres en un burro, tenía 4 dioptrías. Sin embargo, la ceguera poco importó, la técnica de aprendizaje fue la misma, a fin de cuentas todo era cuestión de esperar a bajarse en la última parada del 44 (del trayecto reconocía la Plaza de España y entonces sabía que estábamos cerca), desde Callao había que caminar hasta la Puerta del Sol (que también reconocía), girar a la izquierda y contar calles a partir de ahí. No sólo llegábamos a nuestro destino, sino que le servía de guía a hermanísima, que tenía mejor vista que yo, pero peor sentido de la orientación. Si los de la ONCE hubiesen conocido nuestra situación, no dudo que nos hubiesen dado preferencia para un perro lazarillo.

Mis compañeros suelen acompañar a sus familiares cuando van al hospital. No es el caso de la Señora, y no solo no voy con ella a las pruebas, sino que a veces me entero de sus citas cuando pasa a despedirse por la consulta (no es que no me avise antes, pero llegado el día, se me olvida). Hay veces que nuestro saludo es un beso en la sala de espera entre un paciente y otro (aunque es muy optimista decir que hay un intervalo entre pacientes, el solapamiento es más habitual).

Cuando hace escala en casa, el Catedrático protesta porque la Señora es muy independiente ("le dijo la sartén al cazo"), ¡no es consciente de todo lo que se modera cuando él está!