miércoles, 28 de junio de 2017

Temores de pacientes

Empathy is a narrative we tell ourselves to make other people real to us, to feel for and with them, and thereby to extend and enlarge and open ourselves. To be without empathy is to have shut down or killed off some part of yourself and your humanity, to have protected yourself from some kind of vulnerability. Silencing, or refusing to hear, breaks this social contract of recognizing another’s humanity and our connectedness. Rebecca Solnit.

La empatía es la narración que nos contamos a nosotros mismos para convertir a otros en seres reales, para sentir por y con ellos y, por tanto, crecer y abrirnos. Carecer de empatía es cerrar o matar una parte de uno mismo, de su humanidad, protegerse de algún tipo de vulnerabilidad. Silenciar, o negarse a oír, rompe el contrato social de reconocer la humanidad de otros y nuestra conexión. Rebecca Solnit. 

Un médico nunca puede olvidar que su material de trabajo son los pacientes, personas que no solo refieren quejas de su enfermedad sino cuya vida es un todo en el que se imbrican multitud de factores. A veces un enfermo lo único que necesita es desahogarse, contar su historia, explicarse para que su doctor no crea que es un loco angustiado y ansioso, sino que detrás de toda su angustia, hay un buen motivo, y la mayoría de las veces, así es. Por desgracia, una cosa es la salud y otra cosa la suerte en la vida, y ahí la medicina tiene poco que hacer, salvo escuchar. Recuerdo una pobre mujer que llegó en un estado de nervios tal que resultaba hasta crispante, manejar esos casos no se me da bien, y lo sé, así que procuro controlarme (me ha costado años de práctica y aún así no es algo que siempre consiga). Sé que la enfermedad genera un rechazo instintivo, por eso cuando noto algo muy semejante al impulso de huir, intento superarlo, porque son pacientes que están mal. En este caso concreto, la paciente tenía tal necesidad de desahogo que, antes de irse, me contó un poco de su vida: el marido se había muerto hacía poco, y en apenas 6 meses, de una ELA galopante (la enfermedad de Stephen Hawking) y dos de sus tres hijas padecían esclerosis múltiple, una de ellas, con niños pequeños, que ella le ayudaba a cuidar, estaba en silla de ruedas; la tercera hija se negaba a hacerse una resonancia porque prefería no saber. No solo me sentí apenada por la mujer sino que me sentí culpable, la había catalogado al poco de entrar como una ansiosa, sin saber nada de ella, y me tuve que esforzar en tratarla con calma. Aprendí mucho, hay lecciones que nunca conviene olvidar.

El tiempo de la consulta no te permite escuchar todas las historias con tranquilidad, hay muchos pacientes citados y todos son importantes y hay que respetar su tiempo, sus horarios, intentar que no esperen más de lo imprescindible. Soy quisquillosa con la puntualidad, mía y de los pacientes, el que alguno llegue tarde repercute en el resto de la lista de citados, llegar yo tarde me parece una falta de respeto hacia el enfermo que me espera a su hora, aunque para llegar puntual me vea obligada a abandonar la sesión del servicio, que no hay día que no se prolongue más allá de lo previsto, muchas veces sin un buen motivo. No obstante, a veces no se necesita tanto tiempo para tranquilizar a los pacientes, a muchos les basta con asegurarse de que lo que tienen no es importante. Procuro sonreír cuando entran, el pavor a los médicos está casi tan extendido como el de los dentistas. Hay niños a los que desde su más tierna infancia le hablan de los hospitales como del coco ("si no eres bueno, la enfermera te pondrá una inyección" y frases similares, muestra de la gran inteligencia de los progenitores, uno de los mejores ejemplos es, antes de entrar en quirófano, "no te preocupes, que si alguno de estos te hace daño, le rompo las piernas", ¿de verdad espera que su hijo, aterrado, comprenda que es una broma?, luego mantuve una pequeña charla al respecto con el padre en cuestión).

Protección en cirugía láser...¿no es terrorífico?
Esos miedos infantiles dejan con frecuencia sus secuelas y, aunque a nadie le gusta estar malo, no son pocos los casos a los que hay que arrastrarles a la consulta. Sin embargo un médico no está ahí para juzgar a nadie, los enfermos no son culpables de sus enfermedades (el médico tampoco, ni siquiera cuando da malas noticias) y no hay que recriminárselas. Con algunos enfermos es la familia la que te pide que los regañes: "Doctora, échele la bronca que no ha dejado de fumar", quizá el factor tabaco sea la excepción, hay que hacerle ver al paciente que lo que está haciendo es una estupidez, pero también que no es nada personal, que lo que está en juego es su vida, no la mía. Con algunos, un pequeño salto al futuro funciona, se les explica que, de seguir por ese camino, tienen muchos números de acabar con la laringe en un bote en anatomía patológica y con un agujero en el cuello en su lugar para respirar; sin embargo, con otros no hay nada que hacer y, si no sirve la primera vez, de poco vale insistir (en la siguiente visita, ya me conocen y la mayoría me han perdido el miedo). A fin de cuentas, el médico está ahí para hacer todo lo posible por el enfermo: solucionar problemas de salud, luchar por la vida de sus pacientes o, simplemente, escucharle y ayudarle para que se encuentre mejor.

viernes, 23 de junio de 2017

Risotto integral

En cualquier artículo de dietética uno de los aspectos en lo que hacen más énfasis es en los alimentos integrales, el que los cereales conserven su fibra hace que no solo sean beneficiosos para el tránsito intestinal sino para mantener los niveles de azúcar e insulina en sangre y, por tanto, para saciar el hambre durante más tiempo y controlar el peso.

Hace tiempo se me ocurrió la brillante idea de comprar arroz integral, pensé que sería más sano que el arroz blanco y que vendría bien para acompañar algún guiso. Aquel experimento concluyó al cabo de una hora, tiempo que tardó aquel arroz en cocerse, que no en ablandarse, la consistencia resultó algo chiclosa, pero tolerable. Los restos de aquella primera bolsa de arroz terminaron en la olla superrápida, en la que en solo 15 minutos conseguí un mejunje masticable, pero a partir de entonces opté por el arroz integral en vasitos, que solo necesitan un minuto en microondas.

El ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra y mi optimismo no me salva de verme incluida entre los animales del proverbio. No hace mucho, me encontré en el estante de arroces del Alcampo, una caja de arroz rojo integral marca Gallo con un bocadillo en el que se leía ¡listo en 20 minutos! Ilusa de mí, me lo creí y compré la caja.

Suelo guardar las salsas de los guisos que me sobran para aprovecharlos con pasta, albóndigas o algún invento. En esta ocasión el invento fue un risotto, pero cuando miré en la despensa no tenía arroz normal, así que ¿por qué no probar el arroz rojo?

House debía andar más prevenido que yo y se preparó un aperitivo con un puñado de frutos secos y una cerveza bien fría, sin embargo, a pesar de sus reticencias, no contaba con que le diese tiempo a hacer la digestión del tentempié. Empecé el risotto, calenté los líquidos y los añadí poco a poco a la sartén mientras revolvía de vez en cuando el arroz, para darle cremosidad según las recetas. Un rato después, me aburrí, hacía demasiado calor para estar encima del fuego, con lo que cubrí el arroz con caldo, puse en marcha el reloj y me despreocupé (con nuestro reloj de cocina no hay cuidado de que nada se te olvide, conviene tener la precaución de cerrar las ventanas antes de conectarlo para evitarles infartos a los vecinos). Cuando la alarma sonó, corrí a apagarla (antes de ser yo la víctima del infarto) y comprobé el arroz: seguía a punto de piedra. Removí, añadí líquido y volví a encender el reloj para otros diez minutos (no fuese a pasarse). Repetí la operación dos veces antes de que House me preguntara cómo iba eso.
-¿Estás seguro de que quieres risotto para la comida de hoy?- le contesté desesperada.
- Exagerada, seguro que no es para tanto.
Aclararé que a House no le gustan ni el arroz ni la pasta al dente, sino bien tierno y nada crujiente.
- Pruébalo y compruébalo.
- ¡Vaya!, sí, parece que aún le falta un rato.
Seguí con mis intervalos de 10 minutos, tendría que darle una oportunidad, quizá con un par de ciclos la cosa cambiara. Tosté pan y corté un poco de queso canario para amenizar la espera, y calmar al gusanillo del hambre que, con el paso de las horas, amenazaba con convertirse en toda una anaconda.

A las dos vueltas de reloj le siguieron otras dos, subí el fuego, puse más agua, y más reloj, y más, y más, y así hasta que perdí la cuenta. Pensé en otras opciones de menú, pero House estaba dispuesto a esperar... ¿hasta el día siguiente?, al ritmo que iba aquello, no me extrañaría. Casi era la hora de la merienda cuando al fin nos sentamos delante de aquel risotto, integral y sano, y aún de consistencia firme, con la esperanza de que nuestros jugos gástricos, con la ayuda de todas sus enzimas digestivas fuesen capaz de procesarlo (al pobre House le costó lo suyo). No dudo que sea un alimento fantástico para las dietas, dada la experiencia no creo que sea posible digerir más de una ración al día y, además, si esa es la perspectiva de menú, seguro que a más de uno se le quita el hambre.

PS: El resto del arroz lo metí en la olla superrápida, tras quince minutos a plena potencia (dos anillos) quedó blando y algo gomoso, se diría que en la consistencia perfecta de un tierno risotto, y durante unos días ha sustituido a mis cereales del desayuno, que de algún modo había que aprovecharlo.

martes, 20 de junio de 2017

El catedrático y la Medicina

A veces mi padre me sorprende, no sé si es que en algunos aspectos somos tan parecidos que él ya ha pasado por algo similar y entonces tiene las cosas más claras, pero uno de sus mayores aciertos es el de empujarme a estudiar Medicina. Si se suman los factores del momento, aparte de mis buenas notas y mi inclinación a la Biología, no había nada que indicase que aquel consejo fuese a resultar acertado: no soy una persona sociable (he mejorado mucho pero aún así soy rara, aunque como sucede con las rarezas de uno mismo, no suelo ser consciente de ellas), la sangre me impresionaba, odiaba las agujas y la idea de poner una inyección me angustiaba. Sin embargo hice caso a mi padre, rellené la preinscripción a la universidad con Medicina como primera opción, con la intención de escoger una especialidad de laboratorio, y no me arrepiento.

Pasarse más de un año en contacto con cadáveres, a diario, hace que te cures de muchas tonterías. Al principio también es causa de muchas pesadillas, pero lo cierto es que es más molesto el olor a formol que la impresión que puede provocar un muerto acartonado al que se diseca por capas. Los profesores de la asignatura de Anatomía también me provocaban mucho más pavor que los inofensivos cadáveres. Hacia el final de curso me tocó ser subjefa de mi grupo de disección y realizar algunas disecciones, las correspondientes al área de cabeza y cuello (¿casualidades?), aquella fue mi primera parotidectomía, disequé la glándula salival para identificar las ramas del nervio facial. Desde entonces he aprendido muchos trucos para esa cirugía (en mi especialidad es una operación que hay que realizar con relativa frecuencia y controlar el nervio es la base de la técnica); localizo el orificio estilomastoideo, por el que el nervio facial sale de la base del cráneo, situado detrás y debajo del conducto auditivo externo, pegado al hueso, entre la mastoides del oído y la alargada y fina apófisis estiloides en la zona anterior. Es una hendidura que se toca bien con el dedo una vez que aprendes cómo es su tacto y es la mejor referencia y la más rápida para encontrar el nervio.

Mi padre también puso su granito de arena para motivarme a seguir. En mi época de pesadillas, cuando los zombis me perseguían por los pasillos de la facultad cada noche, me planteé cambiarme a Farmacia, pero el Catedrático no estaba dispuesto a quedarse sin un médico al que recurrir para sus recetas y así me lo dio a entender. No soy rebelde, nunca me ha gustado discutir, nunca se me ha dado bien y además sabía que era una batalla perdida, así que seguí adelante.

Una vez superada la Anatomía, todo fue mucho mejor. Las asignaturas de laboratorio me gustaban, me encantaron la Histología y la Anatomía Patológica (preparaciones de tejidos teñidos para observarlos microscopio), y las rotaciones hospitalarias lo hicieron todo más entretenido. Cierto que la primera vez que entré en un quirófano me mareé, era una operación de Neurocirugía y al paciente le estaban cortando un trozo de la zona posterior del cráneo para acceder a su lesión en el cerebelo. Oír el crujido del hueso al romperse bajo las tenazas me causó demasiada impresión. Sin embargo ahora disfruto con el martillo y el escoplo mientras corto trozos del tabique nasal, dicen que la marquetería es relajante.

En relación a las agujas, también fue el Catedrático el encargado de hacerme superar mis miedos. A la primera inyección que necesitó, posiblemente alguna vacuna para uno de sus viajes más exóticos, me obligó a ponérsela. Protestar no sirvió de nada, yo sabía la técnica, pinchar en el cuadrante superolateral del glúteo para no dañar el nervio ciático, aunque nunca había clavado una aguja a un ser humano vivo. Mi inexperiencia no desalentó a mi progenitor que sufrió mi banderillazo estudiantil sin pestañear (y encima dijo que no le había dolido). ¡Las cosas que un padre es capaz de hacer, no sé si por sus hijos o por sus ideas, o por una combinación de ambos!

¡Feliz cumpleaños! (y gracias).

viernes, 16 de junio de 2017

Cumpleaños del Principito

En mi cumpleaños, el Principito preguntó cuándo le tocaba a él el turno. Le explicaron que primero iba el mío, después el de cuñadísimo y luego el suyo. Lo que no le contaron es que los intervalos entre uno y otro eran de casi tres semanas, así que el pobre chiquillo a los tres días no podía más de impaciencia (no sé a quién me recuerda).

Para aliviarle la espera, y fomentar el amor a la lectura, decidí aprovechar las reuniones familiares para regalarle algún libro. Descubrí al pequeño dragón Coco de casualidad y ha sido todo un hallazgo, creo que el sobrino y yo estamos enganchados a sus aventuras (hasta la Señora ha dicho que están muy bien, y eso que leyó una de las más flojitas). Su madre se las apaña para dosificárselas cada noche, no sé cómo lo logra porque no me parece nada fácil dejar la historia a medias, yo me los devoro en media hora, claro que no soy madre.

Lo cierto es que el chiquillo es muy bueno, tanto que a veces te sorprende. Es el único niño que no solo no tiene miedo a los médicos sino que además colabora en la exploración e incluso un día incluso le recordó a su pediatra que se le había olvidado mirarle los oídos (para entonces tenía 3 años). No me extraña que el susodicho pediatra (brasileño) llorase amargamente al despedirse de él cuando regresaron a España, me figuro que con pocos pacientes mantenía una relación semejante, siempre le decía a hermanita que ese niño iba para médico, algo que el propio sobrino declaró después de su estancia en mi hospital por donde pasó para ponerle unos drenajes en los oídos. Dada la demanda, más vale que alguien de la familia tome el relevo y de momento el Principito es el único que ha mostrado esa inclinación. Tampoco le falta imaginación, y eso es otro punto a favor, muchas veces en medicina es preciso imaginarse lo que le pasa al paciente, eso que algunos llaman ojo clínico tiene tanto componente de experiencia como de imaginación.

Recuerdo una anécdota que me llamó la atención en la última barbacoa del hermano. Mis sobrinas mayores iban a bajar a por chuches y el chiquillo le pidió dinero a su madre para acompañarlas y comprarse algo. Como hermanita no llevaba nada encima, le remitió a su padre que sacó un billete de 5 euros una fracción de segundo antes de que su mujer le avisase para que no le diese al niño un billete. Para cualquier otro habría sido demasiado tarde, pero no para el Principito, que no tocó el billete y esperó a que lo cambiasen por una moneda. Como su padre no tenía, cuñadísimo y el catedrático sacaron el suelto que llevaban en el bolsillo. El niño miró a su padre para que le indicase qué hacer y, al no obtener respuesta, lo echó a suertes, no miró cuánto tenía cada uno, ni se le ocurrió coger lo que ambos le ofrecían, o el billete que su padre aún tenía en la mano, sino que se limitó a sortearlo y pedírselo al agraciado. ¡Pura inocencia! Claro que si aspira a ser médico más vale que conserve esa falta de interés por el dinero, porque en España no es una profesión para hacerse rico.

Hoy, por fin, ha llegado el cumpleaños tan esperado. ¡5 años! Espero que disfrute de su día y de sus regalos.

miércoles, 14 de junio de 2017

Calidad de vida

Hacia el final de mi época de MIR, se empezaron a poner en boga los estudios sobre la calidad de vida de los pacientes. En esa época se orientaban a los pacientes con cáncer de laringe, el tratamiento no solo debía contemplar la curación de la enfermedad sino también tenía que tener en cuenta las repercusiones en su calidad de vida. Una cirugía mutilante, como la del cáncer de laringe avanzado, por supuesto que repercute en la calidad de vida, sin embargo un sesgo importante de esos estudios, al menos en mi opinión, es que con otras opciones de tratamiento pronto se dejaba de hablar de vida para hacerlo de muerte. Suena espeluznante, pero así era. Cierto que los tratamientos oncológicos avanzan día a día y ofrecen esperanza donde antes no la había.

La medicina tiene limitaciones y hay patologías que no tienen cura, al menos de momento. En esos casos, mejorar la calidad de vida de los enfermos es a lo que puede aspirar al médico. Es lo que sucede con los Rendu-Osler. Sé que no voy a curarles, pero mejorarles las hemorragias nasales (o también orales o incluso de otras lesiones accesibles a la infiltración) les supone una gran diferencia. House me comentó que hasta que no empecé a contarles mis aventuras y desventuras con mis pacientes, no tenía idea de la mala vida que llevaban los pobres.

No solo los enfermos me cuentan los cambios, sino que los residentes de Farmacia hospitalaria han aprovechado para recoger datos y hacer estadísticas que demuestran la mejora en su calidad de vida. Han llamado a los pacientes y les han hecho responder cuestionarios del antes y después y los resultados son como para dar saltos de alegría. En una escala del 1 al 10 su valoración de su calidad de vida antes era de poco más de 4 y la del después supera el 8. Los cuestionarios en los que se les pregunta sobre su ánimo, movilidad, cuidado personal, malestar y actividad diaria han subido de 0.6 puntos (sobre 1) a más de 0.9

En los congresos, en las revistas, hay que hablar de números, pero lo importante es lo que esos números traducen. Uno de mis últimos pacientes nuevos me contaba que llevaba un mes sin dormir, se despertaba en mitad de la noche con una hemorragia y podía pasar horas intentado cortarla; no es el único. Otra me comentó que con la seguridad que le daba no sangrar había ganado independencia, se atrevía a hacer planes con gente, a salir de casa. En esa misma línea otro de mis enfermos me dijo que había bajado a Madrid para acompañar a su madre al médico, hasta entonces intentaba evitar salir de casa. Otras pacientes se olvidaban de coger las cosas para taponarse "por si acaso sangraban" cuando salían. Pequeñas rutinas del día a día, como atarse los cordones de los zapatos, eran impensables, inclinarse implicaba sangrar. Para una de mis enfermas, salir a comprar el pan suponía tal aventura que su marido iba detrás con el coche para recogerla por si se ponía a sangrar. La ansiedad, el miedo al sangrado y la debilidad de la anemia les impedían llevar una vida medio normal. Para la mayoría, planificar un viaje era una osadía, para venir a verme a Madrid por primera vez tenían que hacer acopio de valor. En un caso, estuvieron a punto de detener el AVE porque mi futura paciente no dejó de sangrar en todo el camino.

Con el tratamiento, no solo es la calidad de vida del paciente la que mejora, también la hace la del médico que ve que esos enfermos, a los que temía, aparecen con menos frecuencia por la urgencia. Nunca sabías cómo iba a ir una de esas hemorragia, cuando venían era porque ellos no podían controlarla (y de epistaxis saben más que muchos médicos) y para el especialista cortarla costaba un triunfo. Sé que suena chocante, pero para mí, atenderles es una alegría, es gente entregada, agradecida y cariñosa, es una relación diferente, más estrecha, casi familiar. A veces pienso que vivo con ellos un periodo de luna de miel, que con el tiempo es posible que aparezcan complicaciones y que el tratamiento resulte más difícil, menos eficaz o cualquier otra cosa terrible, pero habrá que enfrentarse a lo que surja cuando surja, y hasta entonces, aprovechar el momento.

sábado, 10 de junio de 2017

Disfagia

Disfagia (DRAE): Dificultad o imposibilidad para tragar. 

Hace unos años, empezaron a aparecer Unidades de Disfagia en los distintos hospitales. No es que nunca se hubiesen visto pacientes de disfagia en las consultas, pero lo cierto es que no se les hacía un estudio exhaustivo ni se les indicaban las pautas para rehabilitar su problema, eso quedaba para los rehabilitadores, que tampoco eran expertos en el problema. Sin embargo, la disfagia no es ninguna tontería; en ancianos, en pacientes de intensivos, en operados o en las enfermedades neurológicas, el que la comida se vaya donde no debe es causa de neumonías lo que agrava sobremanera su ya de por sí mal estado, alarga su estancia y aumenta el coste (como mínimo lo duplica).

A tenor de esa tendencia, mi jefe decidió que nuestro hospital no podía ser menos y que había que abrir una consulta de disfagia. Me preguntó si no me importaría ocuparme del tema y, aunque no me hacía ninguna ilusión, acepté (¡qué remedio!). La idea de mi jefe de empezar una consulta de disfagia no consistía en hablarlo con gestión de agendas para empezar a citar pacientes, sino en que viese los pacientes como extras en mi programación habitual y el día de urgencias hasta que aquello despegase.

No llevaba ni un par de semanas en el cargo cuando una de mis compañeras me pidió que le cediese la responsabilidad, le interesaba esa consulta. Vi el cielo abierto y me faltó tiempo para aceptar su oferta con todo, todo mi agradecimiento. Por aquella época ya había empezado a ver algunos Rendu y lo prefería con creces, esa dinámica, trepidante e intervencionista, iba más con mi carácter que la lenta, o nula, progresión de los enfermos con disfagia. Ella no tardó en organizarlo en condiciones, implicó al resto del personal, asistió a cursos de formación y empujó al jefe para conseguir no solo una agenda, sino una rehabilitadora que la ayudase. La rehabilitación es la base del tratamiento y es fundamental.

En estos años la consulta de disfagia ha crecido tanto que la jornada diaria apenas da abasto. No solo se ocupa de los citados sino de las interconsultas del hospital cuyos médicos, más de una vez, llaman al busca con prisas y exigencias para que sean vistas porque, al parecer, no pueden esperar uno o dos días (como si ese tiempo fuese a cambiar las cosas); no entienden que es posible nutrir a un paciente sin necesidad de darle comida por boca, se les olvida que existen vías venosas y sondas nasogástricas para alimentación. Si pudiesen sacar a mi compañera de quirófano para que atendiese a sus enfermos no dudo que lo harían (ya lo han intentado y ese día hice amigos porque fui yo, grumpy indignada, la que contestó al busca). La pobre aprovecha cada hueco (libre y no libre) para verlos; está sobrecargada, hace tests antes de la sesión, al final de la consulta, los días de planta, al terminar el quirófano y no se va ni un solo día a casa a su hora.

Es una tarea desagradecida, no solo por las exigencias de otros servicios sino porque son muchos los enfermos que apenas mejoran y eso después de un trabajo ímprobo. Cada paciente nuevo con disfagia (no ansiosa) supone cerca de una hora de historia, estudio e indicaciones. Muchos son casos tristes: ictus, parálisis cerebrales, enfermedades degenerativas, estancias largas en UCI, demencias. Muchas familias están cansadas, los enfermos no tienen fuerzas y no siempre les queda paciencia, la tiene que poner toda el médico. Afortunadamente también hay gente encantadora que compensa todos los desvelos, y es esa gente la que devuelve el ánimo a los profesionales en los momentos de desilusión o agotamiento. Los números mejoran según aumenta la asistencia, disminuyen las complicaciones relacionadas con la deglución, sobre todo el número de neumonías por aspiración y el gasto asociado, que es lo que interesa en las altas instancias, aunque nadie se preocupe por descubrir al responsable del milagro y aún menos en aliviar su carga.

viernes, 9 de junio de 2017

Dilemas y cavilaciones

Después de infiltrar a mis pacientes de Rendu, no puedo evitar sentir algo de inquietud sobre la evolución. ¿Habré encontrado la lesión responsable de los sangrados más severos? ¿Bastará para controlar la hemorragia? ¿Le dolerá? ¿Se infectará? No quiero pasarme e inyectar demasiado para evitar lesionar más de la cuenta, pero tampoco quiero quedarme corta y que la visita (y el viaje) no arreglen nada. A veces no es tan fácil que vuelvan en una o dos semanas para hacerles un repaso. Todo un dilema.

Muchos de mis pacientes están contentos aunque sea tan solo porque alguien se preocupa por ellos e intenta hacer algo. Por desgracia la escleroterapia no es una cura, solo es un parche, aparecerán nuevas lesiones en la zona ya esclerosada o en otras, hay mucha mucosa ahí dentro (eso cuando no son otros los órganos afectados por la enfermedad que dan la cara al mejorar las epistaxis, no sé si porque hay más sangre en el cuerpo por mejoría de la anemia y los vasos están más turgentes y se rompen con más facilidad o porque antes esas hemorragias pasaban desapercibidas y se achacaban a la nariz).

La mayoría de los pacientes saben cómo son las cosas, pero también los hay que se sorprenden cuando los sangrados reaparecen. Supongo que es culpa mía, en ocasiones voy demasiado volada, sobre la marcha les cuento cosas sobre lo que les voy a hacer para que no se asusten, pero se me olvida decirles que no sé lo que durará. También es cierto que, con los nervios del momento, no siempre se procesa toda la información, menos aún si esta va incluida en un bloque de palabrería acelerada.

Siempre es una tranquilidad, y una satisfacción, cuando el paciente te dice que está bien. No las tenía todas conmigo con uno de mis últimos enfermos y me animé a preguntarle para aliviar la incertidumbre. Al principio el hombre era reacio a venir, a fin de cuentas a nadie le apetece que le pinchen la nariz, es inevitable ponerse en lo peor y pensar que va a sangrar y no va a servir de nada. Si no están convencidos, prefiero contarles las cosas y darles tiempo a que se lo piensen, aunque la mayoría llegan preparados para el mal trago, o no se resisten demasiado. En esta ocasión el pobre enfermo sufrió un bombardeo de correos de distintos frentes para animarle a venir a verme (le escribí a instancias de su hermana y de la investigadora, las otras instigadoras, y tras un periodo de reflexión, el hombre claudicó). En su respuesta me dice que está bien, no ha sangrado y está contento, lo mejor es que parece que ha perdido el miedo. Mejor, porque aún nos queda el otro lado.

Otra paciente me llamó hace poco para volver y aprovechó para felicitarme por el éxito, nunca había estado tanto tiempo sin sangrar. Oír eso emociona, hay pocas cosas que motiven más a un médico que la satisfacción de sus pacientes; muchos van más allá y además muestran cariño, y con eso logran que el médico no solo se esmere en su trabajo sino que también crezca como persona (o lo intente). El otro día una amiga me preguntó si no estaba harta del trabajo, aburrida de la rutina del día a día, pero lo cierto es que, aunque la organización de mi semana esté preestablecida, no considero que lo que hago entre en la categoría de monótono y rutinario: mi jornada suele ser trepidante y no le faltan sorpresas. Eso sí, a veces viene bien un poco de descanso.

martes, 6 de junio de 2017

Rendu en familia

Una buena excusa para ponerse al día son los cumpleaños familiares. Llamo a mi prima para felicitarla y me cuenta cómo están sus hijos, sus padres, su marido y las últimas novedades. Yo no tengo hijos, pero tengo pacientes y algunos parecen casi adoptados, tanto es así que algunos de mis compañeros opinan que les malcrío. No sé qué habría sido de mí en caso de haberme convertido en madre. Sin duda, la naturaleza es sabia.

¿Qué tal por el hospital? me pregunta mi prima.
Bien, con mucho trabajo. Mañana tengo día de Rendu-Osler.
¡Qué bien! Así luego nos lo cuentas en el blog.

Su respuesta me sorprende y se lo comento a House en la cena.
La culpa es tuya, me dice. Has convertido una enfermedad y su tratamiento en una anécdota.

Su acusación me hace pensar. ¿De verdad frivolizo el tema? En mi defensa diré que no es mi intención, cuento lo que sucede y no lo exagero en absoluto, ¿para qué?, si no le falta emoción. Por un lado está la tensión del paciente, el miedo al dolor, a sangrar. Mi mejor arma para calmar su angustia es ganarme su confianza y para eso no basta con ser amable, también tengo que aparentar seguridad. Hablo, hablo mucho, procuro explicarle, distraerle, les doy toda la información posible, House dice que cuando estoy nerviosa hablo de más y hasta puedo parecer algo tonta, no suena muy tranquilizador, de lo que estoy segura es de que más de uno sale de la consulta con la cabeza como un bombo.

La mañana va a un ritmo casi trepidante. Aparece el primer paciente acompañado de sus hijas. El tiempo necesario para infiltrar a uno es el mismo que el de dos, si son de la misma familia y pasan juntos. En el caso de tres no se tarda mucho más. Los familiares hacen turnos en el sillón. Empezamos por la anestesia, miro y coloco los algodones en el primero, le sigue el segundo y luego va el tercero. Separo el instrumental de cada uno en sus correspondientes bateas y les pongo el nombre para que no se mezclen. Si el sangrado es reciente, suele ser preciso cambiar los algodones por otros para limpiar los restos secos de sangre y costras de la nariz. Preparo las inyecciones, la aguja de cargar les asusta, el residente les aclara que no es con ese monstruo con lo que pincho, les enseña la buena y se tranquilizan. Empiezo a infiltrar. El primer pinchazo es introductorio, le sigue otro rato de anestesia. Durante la espera de uno, me dedico a otro (y a otro). No hay tregua, uno se levanta y otro se sienta mientras me cambio de guantes y de bandeja. Yo no me siento, no puedo.

El proceso lleva su tiempo. Mientras tanto aparecen más enfermos, también suben algunas urgencias. El siguiente paciente es único, pero bastante complicado, durante la anestesia aprovecho para ver las urgencias en la consulta de al lado. La enferma está nerviosa, no le faltan motivos, y mi cháchara no basta. Salgo a la sala de espera a por refuerzos, le pido ayuda a una de mis pacientes más antiguas, a veces nada como otro que ha pasado por lo mismo para sentirse comprendido.

Voy despacio, hay casos que las prisas solo empeoran las cosas y este es un buen ejemplo. Todo ha de hacerse con delicadeza, nada de movimientos bruscos. Pinchazo y algodón, espera y repetir, poco a poco. Amenaza con sangrar, lo intenta un par de veces pero se controla. La paciente aguanta, y es largo, y le hago daño, hay zonas malas y tengo que pinchar mucho. Es un caso difícil y una nariz mala, ¡ojalá vaya bien!

Más urgencias. Entre medias varío de actividad y dreno un absceso. Los siguientes también vienen en grupo, las enfermedades hereditarias tienen eso, que afectan a varios miembros de la misma familia, y siempre es mejor ir al médico acompañado y pasar juntos el mal trago. Sigo la misma rutina: turnos de anestesia, turnos de pinchazo, cada uno con su bandeja de instrumental. Se cuela una espina de urgencias entre medias, pero solo lleva un momento. Fuera, otra paciente espera. Es su segunda visita, le toca la otra fosa, está mejor, me dice que nota que ha ganado independencia, que estaba empezando a aislarse por miedo a salir y sangrar y que eso ya no le pasa. La primera vez fue difícil, en esta ocasión es casi un paseo.

Hay una paciente, con un oído que no me gusta, que le dije que viniese para echarle un vistazo y comprobar qué tal le iba el tratamiento. No se ha curado aún pero al menos ya no le duele. Una de la casa me pide un favor para un familiar, le explico que tiene que esperar, pero no le importa. Lo veo al terminar. Noto las piernas pesadas. El residente no debe de estar mucho mejor porque cuando le digo que si bajamos a la urgencia a ver si queda algo pendiente me dice que no sería mala idea descansar cinco minutos. La auxiliar le secunda, de hecho me sugiere que me tumbe un rato en la camilla para reponerme. No es para tanto, pero no le digo que no a un poco de café y una galleta, aunque sea la hora del aperitivo.

domingo, 4 de junio de 2017

Tarde de teléfono

Toca tarde de no hacer nada después de una mañana agotadora en el hospital. Hemos repuesto fuerzas en el restaurante de abajo con unos amigos de House y debíamos de estar muy necesitados porque casi les dejamos sin viandas. House sigue de plan con sus amigos y mi intención es tumbarme en el sofá. Quizá me haga un poco de pedicura, ha empezado la temporada de sandalias y ni siquiera me he pintado las uñas. Cojo la caja donde guardo todos los archiperres necesarios para la labor, no sé ni lo que tengo dentro, hace casi un año que acumula polvo en el baño.

No tarda en sonar el teléfono, primero es mi madre, solo quiere saber si estoy viva porque no hemos hablado en toda la semana. A continuación llama mi hermanita con las anécdotas y los mocos de mis sobrinos; la pequeña ha heredado la personalidad de su madre en su infancia (algo que hermanita no recuerda pero que los demás no hemos olvidado). La chiquilla tiene muy claro, a su año y medio de edad, que no está dispuesta a hacer el ridículo, de manera que sus padres han desistido de llevarla disfrazada a ningún lado, la niña se niega a salir con esas pintas. Luego, si en la guardería los demás llevan disfraz, es la primera en colocárselo, pero antes tiene que asegurarse de que esa extraña indumentaria no es un capricho. Su hermano es todo lo contrario, nada como convertirse en un personaje lleno de historias gracias al atuendo, el verano pasado a duras penas se consiguió que cambiase sus botas amarillas de agua, dignas del mejor bombero, por unas sandalias.

Al poco de colgar aparece un número en pantalla que no tengo fichado. Es una de mis primas. La ventaja de ser el médico de la familia es que siempre mantienes el contacto, sabes que la salud de todos está bien si no te llaman, pero cuando lo hacen no solo te cuentan el motivo de consulta sino que la llamada sirve de puesta al día sobre el resto.

¿Te pillo en mal momento?, me pregunta
Para nada, le contesto mientras me arrellano en el sofá. Estoy supertranquila.
Me cuenta la consulta, no es de mi especialidad, pero en mi familia tienen la idea de que sé de todo (¡ojalá!). A veces se agradece que las conversaciones con mis amigas médicos versen sobre anécdotas de pacientes, se aprenden muchas cosas. Las comidas y las cenas de guardia eran casi sesiones clínicas.

Pasamos a otros temas. Hablamos de las entradas del blog, me dice que le gustan las del hospital, al parecer le dan mucho juego en el trabajo para comentarlas con sus compañeros. Me habla del trabajo. Me cuenta que hace poco ha estado en Alemania viendo cómo funcionan allí y ha sido un viaje de descubrimiento y de desmontar mitos, los alemanes no trabajan más que los españoles.

¿Qué hacías?
Miro la caja de pedicura a mi lado, todavía no he empezado. Quizá no sea mala idea
La pedicura, contesto.
Yo soy un desastre, me dice. Mi hermana siempre va a que le arreglen los pies, las manos, el pelo, pero a mí me da pereza.
Ya somos dos, quizá por eso escribo los post de belleza, por si hay alguien que prefiere los tratamientos caseros a los del salón. Nada como la comodidad del propio sillón. Además no me resulta cómodo que alguien que no conozco me toque los pies, por muy limpios y perfumados que vayan, ni tampoco que me hurguen en las uñas de las manos. ¿Cutículas? Estaría en tensión. ¿Esmalte? En las manos no, por favor, lo noto como si tuviese yeso pegado a los dedos. Además me conozco, me gustan las uñas muy cortas (todas), para que no se me ensucien, y no creo que eso se adapte a ninguna tendencia estética. Sí, soy una tiquismiquis.

Abro la caja de los milagros. En su interior descubro la Eight hour cream de Elizabeth Arden. ¡Qué sorpresa!, la había echado de menos, no sabía dónde la había metido, al menos lleva allí un año. Es lógico que la guardase ahí, es una de las mejores cremas para pies que conozco, la leyenda cuenta que la fórmula surgió de un unte para las pezuñas de los caballos, creo que el origen de esa historia es por el olor, me recuerda al desinfectante de Zotal de las cuadras de mi tío (aunque hay una versión sin olor). Eso sí, si suavizaba las pezuñas, las uñas y las cutículas las deja como nuevas. No tardo en comprobarlo.

Es un poco incómodo pintarse las uñas y sujetar el teléfono, pero me apaño. Sé que la mejor técnica es poner un poco de adhesivo alrededor para proteger la piel y que la forma quede perfecta pero tendría que ir a buscarlo y es demasiado trabajo. Ya rasparé los churretes cuando se seque, nada de un bastoncillo con quitaesmalte que se lleva la mitad de la pintura.

Mientras tanto hablamos de vestidos. Me pregunta donde comprar uno para un boda, tiene una idea bastante clara de lo que quiere y no es el típico traje tieso de vestir. Lástima que no compartamos talla porque en mi armario hay donde escoger. En Claudio Coello hay tantas tiendas que es posible que encuentre algo que se ajuste a lo que busca, le digo que también puede probar en Divina, en Elisa Rivera, o en la página de alquiler de vestidos maravillosos e incomprables de 24horas.fab.

Cuando colgamos el sol se ha puesto hace rato, sin embargo aún estoy haciendo la digestión de la comida. Entra un poco de aire fresco por las ventanas. Me recuesto en el sofá con mi libro.