domingo, 28 de diciembre de 2014

Locos como la bruma y la nieve - Yeats



LOCOS COMO LA BRUMA Y LA NIEVE

Echa el cerrojo y atranca el postigo,
que esta noche hostil el viento viene:
tenemos lúcida la mente,
y reconocer me parece
que en nuestro exterior todo está
 loco como la bruma y la nieve.

Allí se encuentra Horacio junto a Homero,
Platón bajo los dos se yergue
y aquí se hallan las cartas de Tulio.
¿Cuántos años habrán pasado desde
que tú y yo fuimos jóvenes incultos,
locos como la bruma y la nieve.

Preguntas, viejo amigo, a qué suspiro,
qué me hace a tal extremo estremecerme:
me estremezco y suspiro cuando pienso
que hasta Cicerón 
y el versado Homero estuvieron
locos como la bruma y la nieve.

W.B. Yeats



MAD AS THE MIST AND SNOW

Bolt and bar the shutter,
For the foul winds blow:
Our minds are at their best this night,
And I seem to know
That everything outside us is
Mad as the mist and snow.

Horace there by Homer stands,
Plato stands below,
And here is Tully's open page.
How many years ago
Were you and I unlettered lads
Mad as the mist and snow?

You ask what makes me sigh, old friend,
What makes me shudder so?
I shudder and I sigh to think
That even Cicero
And many-minded Homer were
Mad as the mist and snow.

W.B. Yeats

lunes, 15 de diciembre de 2014

El calor de Diciembre (1)

CAPÍTULO 1: DICIEMBRE

Nicole se despertó emocionada. ¡Por fin había llegado el invierno, su estación preferida, la que esperaba con impaciencia desde la primavera! No le importaba que el sol no apareciese durante todo el día y que en su lugar los reflejos azulados de la nieve trasformasen el paisaje en un mundo de ensueño. Ese mundo misterioso se desvanecería junto al invierno, cuando la nieve se derritiese bajo los rayos del sol. Sin embargo, lo que más le gustaba a Nicole de ese primer día no era el escenario casi onírico, ni el frío tonificante que traspasaba la protección acolchada de su anorak y sus botas. Aquella mañana era especial porque, justo después de desayunar, llegaría el momento de acompañar al abuelo a sacar el Trineo de su escondite secreto: un refugio oculto en el Polo Norte, casi a orillas del Océano Ártico. Para la chiquilla, además, ésta sería la primera vez que guiaría sola el Trineo: lo trasladaría desde su cochera hasta el taller de los duendes. Era una distancia muy corta, pero eso no le restaba ilusión a la idea de  conducirlo. Una vez allí, permanecería aparcado delante de la puerta de la fábrica hasta la Nochebuena. Durante ese tiempo los duendes se ocuparían de atestar el interior de su cesta con todos los regalos preparados a lo largo de esos meses. Justo en la medianoche del 24, se iluminaría la torre del reloj y todo se detendría, incluso el transcurso del tiempo. Con cada tañido de las distintas campanas, los renos se acoplarían, uno a uno, al tiro.

La primera campanada era para Trueno y retumbaba como una tormenta. Era la señal de alarma para los más despistados que se apresuraban a acudir a contemplar el espectáculo. A Trueno le seguía el chispeante Rayo y ese sonido hendía la torre, y la abría. A partir de entonces, toda la secuencia de la escena podía seguirse en la reproducción de las figuras a escala que surgían de la base del reloj. Las tallas de madera cobraban vida y ejecutaban todos los movimientos al unísono con los de los animales. Tras aquel deslumbrante relámpago se oía un tañido fugaz y, en apenas un parpadeo, Cometa estaba listo. Había que estar muy atento porque ese era el instante de pedir un deseo navideño. La llamada de Cupido se parecía a un beso y despertaba sonrisas, rubores y miradas bobaliconas entre los duendes. A veces era una carcajada, a veces el sonido de algo al romperse lo que llevaba a la bellísima y juguetona Traviesa a su sitio. Un redoble marcaba la llegada del fuerte y hermoso Saltarín, capaz de recorrer distancias y elevarse a alturas increíbles con cada uno de sus acrobáticos saltos. Al sonido de un acorde, el elegante Danzarín se deslizaba sobre la nieve y el resonar de las gaitas acompañaba la enérgica entrada de Brioso. La novena campanada simulaba la sirena amortiguada de un barco entre la niebla y hacía que la nariz de Rudolph se iluminase a modo de faro. La décima campanada era el primer ¡Jo! de la risa del abuelo Claus, que se sentaría en el pescante. ¡Todos estaban listos! En el segundo ¡Jo! el trineo se deslizaría veloz y, en el tercero y último, despegaría y se elevaría entre las estrellas hasta perderse casi por completo de vista. Sólo se distinguiría el punto rojo de la nariz de Rudolf que destacaría en el cielo nocturno sobre el resto de las luces de Navidad. ¡Jo,jo, jo!

Hasta que llegase ese momento, los duendes se ocuparían de la engorrosa tarea de clasificar y colocar correctamente los preciosos regalos que se repartirían durante aquel viaje. Un descuido de última hora en el emplazamiento de alguno de ellos les suponía tener que volver a empezar de nuevo desde el principio, para evitar confusiones en el momento de su entrega. Afortunadamente, gracias a la atención constante del competente, inagotable e infalible Alfred, nunca se equivocaban.
Aunque aún era muy temprano, la joven se sentía despejada y sin rastro de sueño. Se asomó a la ventana. El día prometía. A esas alturas del año el sol era invisible. Sin embargo, sus lejanos rayos se infiltraban sobre la fina neblina que cubría el hielo polar, alumbrándola apenas. La tierra dormía bajo la nieve. La tenue luz cubría la escena hasta el horizonte con un velo tan ligero como una gasa de tul y despertaba huidizos destellos de lentejuelas sobre la lisa e infinita blancura. Hasta el momento, las gélidas ventiscas, las espesas nieblas y las violentas tormentas habituales de la estación se habían mantenido a raya, y las suaves nevadas y las moderadas temperaturas aún les permitían disfrutar de largos paseos en la inmensa soledad de la tundra. ¡La tibieza del clima no acompañaba a la frenética actividad de Diciembre y, en el taller, los duendes sudaban acalorados mientras corrían de un lado a otro, sin parar, para hacer frente al trajín del final de los preparativos navideños!

El sonido de las cacerolas y los platos, que indicaban que la abuela Helga se había levantado a preparar el desayuno la distrajo de sus pensamientos. El aroma del pan recién horneado la arrancó definitivamente de la ventana y la arrastró hacia la cocina.

A Nicole le gustaba el recto y amplio pasillo con sus magníficos cuadros colgados en las paredes y su liso suelo de tarima sobre el que se impulsaba para deslizarse con sus suaves zapatillas de lana de borreguito.  La abuela afirmaba que la madera se mantenía tan pulida y brillante gracias a aquel entretenimiento. La habitación de la niña se encontraba al fondo del todo, por lo que podía patinar y frenar sin riesgo. A lo largo del pasillo se abrían las puertas del resto de las alcobas. El más próximo era el dormitorio de los abuelos, con su cama de madera cubierta por un enorme edredón de plumas bajo el cual la chiquilla se metía algunas mañanas a escuchar los cuentos navideños del abuelo. Contaba con una sauna en la que era un placer refugiarse al regreso de un largo paseo en la nieve. En un momento, las manos, ateridas a pesar de las gruesas manoplas, entraban rápidamente en calor, la nariz, helada y colorada como la de Rudolph, recuperaba su color natural, y los músculos de todo el cuerpo se relajaban con el vapor que desprendían las piedras candentes.  Al pasillo le brotaban unas alas que se ramificaban en los numerosos cuartos de invitados. Esa disposición les confería una cierta privacidad. Eran estancias amplias, con una pequeñas sala de estar y con su propio baño, en los que unas bañeras tan grandes como piscinas soltaban diminutas burbujas que hacían cosquillas en la piel.

La abuela siempre mantenía esa zona en perfecto estado, arreglada y  acondicionada para acoger a cualquiera que se presentara, con o sin previo aviso.  Luego venía la parte de la casa en la que se hacía vida en común, con la luminosa biblioteca que contenía todos los libros del mundo y en la que siempre brillaba una esfera de luz mágica que permitía leer y estudiar a cualquier hora del día, o de la noche, y en cuyo interior, separado por unas puertas correderas, estaba el  despacho del abuelo. A Nicole le encantaba asomarse y contemplar las estanterías llenas de libros, los viejos archivos, la colorida alfombra dispuesta bajo la gigantesca mesa de madera, ocupada en su mayor parte por un ordenador último modelo en el que registraba las cartas de los niños tras enviar una copia al Taller. Este sistema le permitía al abuelo trabajar con más comodidad y se había mostrado mucho más rápido y eficiente que el método manual tradicional, tan lento y pesado. Enfrente de la biblioteca se encontraba el salón, con sus sillones, mullidos y acogedores, y su chimenea de piedra en la que siempre chisporroteaban unos troncos que a veces desprendían el aroma balsámico de la resina de pino, y otras el más dulce y acaramelado de los arces. Al lado de aquel salón estaba el gran comedor: una sala inmensa en la que, una vez repartidos los regalos, se celebraba la felicidad de aquella mañana con el espléndido desayuno de Navidad. Su pared del fondo la ocupaban por completo unos ventanales por los que la nítida luz del norte entraba a raudales durante el verano mientras que en invierno daban acceso a la amplia terraza, convertida para esa época en una resbaladiza y divertidísima pista de patinaje. Nicole entrenaba las piruetas con sus zapatillas de lana sobre la tarima del pasillo para luego reproducirlas con las cuchillas de los patines sobre la terraza helada. Esos balcones también se abrían durante el desayuno navideño para dejar que se colase a través de ellos el gozoso viento que transportaba las exclamaciones de alegría de los niños al desenvolver los paquetes. El crujido de los papeles rasgados y arrugados se mezclaba con el sonido de los abrazos y los besos de cariño, aunque generalmente los comensales apenas les prestaban atención, más ocupados en dar buena cuenta de las especialidades de la cocinera.


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jueves, 11 de diciembre de 2014

Escleroterapia

Estoy en consulta. El siguiente paciente es heredado, no le conozco. Reviso su historia y, en un momento, se me hace un nudo en el estómago. No es posible. ¡Un angioma faríngeo gigante!

Tras mi experiencia previa, siento que tengo que hacer algo, no puedo limitarme a vigilarlo y esperar a que el angioma estalle. Es una bomba de relojería. La primera vez llegué tarde y no deseo que se repita. Al menos he de intentarlo.

Oigo hablar de la escleroterapia. Encuentro algunos artículos al respecto, no muchos, salvo para las varices no es un tratamiento muy extendido. En lo referente a angiomas hablan de casos puntuales, afortunadamente no es una patología frecuente. Le explico la técnica a mi paciente, es sencilla, simplemente pinchar e inyectar la sustancia. El problema es que hacerlo da algo de miedo porque puede sangrar pero, si él está dispuesto, yo también.

El hombre accede. Está preocupado, cosa que no me extraña, aunque no por el riesgo de sangrado. Nota que, progresivamente, la masa le crece. Ya le afecta a casi todo el velo del paladar, a la amígdala izda, la pared lateral de la orofaringe y baja a hipofaringe, coge la base de la lengua y le llega incluso a la laringe y la zona de entrada al esófago. La parte laríngea es la más peligrosa, es la zona más estrecha y a mi paciente le cuesta respirar cuando se tumba.

Empiezo por la boca, es lo más accesible, más fácil para pinchar y vigilar las complicaciones. Elijo una zona periférica, alejada de los vasos más gordos. Antes de correr riesgos he de aprender, saber qué sucede. Busco unas agujas finas que harán menos herida y sangrará menos. Restaño la hemorragia del pinchazo con bolitas de algodón empapadas en adrenalina. Añado a la técnica un corticoide de depósito para curarme en salud, no deseo que se inflame y el enfermo se ahogue. Me matan la inquietud y la intriga. ¿Qué pasará?

A la semana compruebo que el angioma ha disminuido y presenta un aspecto menos vascular. Eso nos anima. Ampliamos el campo. Avanzamos hacia la zona posterior. En un determinado momento nos arriesgamos con la región amigdalar y la base de la lengua, más vascularizadas. Hay que hacerlo, no podemos dejarlo sin tratar. Allí los vasos son más gruesos y en la lengua nos llevamos algún sustillo que, afortunadamente, se corta sin problemas al infiltrarla un poco más. Ante los sustos intento mantenerme fría para evitar que el enfermo se alarme. No soy buena actriz pero la concentración ayuda, el truco es no distraerse del objetivo.

Poco a poco la lesión se reduce. Pierdo la cuenta de las veces que le infiltro. Mientras tanto indago por si hay algún otro tratamiento pero descubro que ninguno está exento de efectos secundarios. Los betabloqueantes sistémicos se usan en niños pero dejan a mi enfermo por los suelos. De momento no encuentro nada mejor que la escleroterapia.

Toca meterse con la laringe. Imposible hacerlo desde la consulta por lo que lo programo para el quirófano. El anestesista me conoce, se fía de mí, y de lo que le cuento, se arma de valor y me lo duerme. Infiltro con cuidado, no quiero pasarme y dejar una fibrosis que luego le afecte a la movilidad de las cuerdas vocales. Imprescindible el corticoide. Todo sale bien.

Sé que no he curado el angioma, sigue ahí, pero sí que he conseguido controlar su crecimiento y fibrosar una buena parte. Aún tengo que hacerle infiltraciones muy de vez en cuando pero ya no es mi único caso.  Esas infiltraciones se han extendido a otras patologías, no sólo angiomas sino también a pacientes con enfermedad hereditaria hemorrágica teleangiectásica (de los que ya os hablaré). Confieso que impone un poco la idea de pinchar una lesión tan vascular pero, sinceramente, mejor eso que nada.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Caligrafía

Se dice que la caligrafía refleja la personalidad del individuo y, de hecho, hay toda una ciencia alrededor de esa afirmación. Como en todo lo referente a la psicología, es una verdad a medias. Opino que un examen grafológico no constituye por sí solo un criterio diagnóstico de nada. La letra manuscrita depende de muchos factores y el rellenar cuadernos de caligrafía en la época escolar no influye demasiado en el resultado final del adulto.

Aprendí a escribir sin palotes. Mis primeros cuadernos, y los que les siguieron hasta el final de la carrera, eran tamaño cuartilla y cuadriculados. Creo que era la única estudiante universitaria con ese tipo de cuadernos. El motivo: mi desorganización. Gracias a aquel método lograba conservar los apuntes medianamente ordenados. Probé con los folios pero duraron poco, muy poco. Un día las gomas de la carpeta estallaron con, tan mala suerte, que escogieron el momento en que me bajaba del coche de mi padre, en pleno atasco de la salida de la carretera de Colmenar. Las hojas volaron y, en medio del caos que se montó, no recuperé todos los apuntes, aunque lo intenté. Después de aquel incidente, el Catedrático nunca más me acercó a la Facultad. Con los cuadernos no corría peligro de sufrir semejantes percances. Tenían que ser pequeños porque con los grandes no conseguía mantener el orden. En serio.

En párvulos, trazar los signos no era muy distinto a a dibujar y a colorear sin salirse de los bordes, simplemente variaba la interpretación de lo representado. Las letras largas ocupaban dos cuadrados  y el resto iba metido dentro de uno. Además rellené algún cuaderno de caligrafía, me gustaban, me parecía que las letras tenían una forma muy bonita, tan regular y redondeada. Esa misma letra era la de Dª Luz, incentivo más que suficiente para esmerarme en copiarla. Mi escritura ha variado a lo largo del tiempo según se asemejaba a la del modelo de cada momento, ya fuese por estética o por admiración hacia su autor. Después de la carrera de Medicina, y los apuntes a velocidad de taquigrafía, los rasgos degeneraron sin remedio. La letra de médico es una secuela de la carrera.

Durante una época hermanísima padeció los deberes de caligrafía impuestos. Recuerdo que estaba en 5º, por lo que no era ninguna principiante en el arte de escribir. Sin embargo, acabábamos de mudarnos de Valladolid a Madrid y a la nueva profesora no le complacía la grafía de mi hermana. El problema es que tampoco le convencía el resultado de los ejercicios y se los mandaba repetir una y otra vez. La muestra era la propia letra de la maestra que, por supuesto y por desgracia, no era Dª Luz. En vista de que el asunto no tenía remedio, y que ya por entonces me parecía una soberana pérdida de tiempo, opté por hacerle yo aquellos deberes. Mi letra sí que le gustaba a aquella profesora y, afortunadamente, yo no había pasado por sus manos y no la reconocía. De ese modo hermanísima evitaba repetir los ejercicios y podía dedicar el tiempo a otros menesteres, lo que no significa que siempre fuesen de índole académica.

Con el tema de la escritura a mano de los finlandeses se ha desatado la polémica sobre la caligrafía. En ese país nórdico aprenderán a leer y a representar las letras pero no potenciaran la escritura manual sino que se volcarán más en la mecanografía. Dado que no existe un área del cerebro para la escritura, no me parece un tema tan grave. Se desarrollarán las conexiones entre las distintas áreas independientemente de si la escritura es con letra capital o cursiva.

¿Significa eso que la gente va a dejar de escribir a mano? En realidad muchos han dejado ya de hacerlo. También muchos han dejado de mirar el paisaje que les rodea para centrarse en la pantalla de su móvil. Sin embargo, el que quiere escribir a mano, aún lo hace, y el que quiere leer un libro en papel también. Si hiciéramos un paralelismo con la lectura habría que tener en cuenta que no todo el mundo lee, algunos no tienen ningún interés en hacerlo, y a otros les basta con los titulares de los periódicos deportivos. Esos mismos tampoco suelen tener ningún interés en escribir (más allá de los whatsapp) y, dada su ortografía, es mejor que se abstengan. No es que defienda la ignorancia, simplemente es un ejemplo de cómo en un país en el que se enseña caligrafía, no todo el mundo hace uso de ella.

martes, 9 de diciembre de 2014

La esclavitud como prueba

Aunque en España hay más bares por habitante que en ningún otro país del mundo, encontrar un trabajo en restauración no es sencillo. Un título de cocina en una buena escuela no sirve de mucho. Las empresas se resisten a hacer contratos indefinidos por lo que, tras un periodo de prácticas de entre seis a doce meses, da comienzo un nuevo periplo de entrevistas y entrega de curriculum.

El abuso en algunas de estas supuestas entrevistas es indignante. En la cafetería del mismísimo Bernabeu no les basta con la experiencia ni las recomendaciones sino que al candidato le hacen una prueba profesional en el momento, por supuesto no remunerada. Con esa técnica no es preciso contratar personal, ¿para qué? si disponen de un esclavo a diario.

La susodicha prueba se desarrolla, sin previo aviso, en plena hora punta, de las 12 de la mañana a las 5 de la tarde. Al entrevistado le hacen entrega de un delantal y de unos guantes y ponen a su disposición todo tipo de instrumentos de limpieza, primero, y de cocina después. La primera parte del examen es una cuestión de higiene y consiste en hacer lo que nadie quiere: limpiar campanas, extractores, planchas y baños. Tras ese rato llega la hora de la comida y el esclavo asciende de rango, lo que no significa que tenga derecho a almuerzo. Se necesitan manos en la barra para montar bocadillos y servir bebidas, preparar cafés, recoger platos y vasos, fregarlos sobre la marcha y tenerlos de nuevo listos para albergar más comida y bebida y evitar que decaiga el ritmo.

El turno no termina sin dejarlo todo impecable. Hay que demostrar que se sabe recoger, colocar y ordenar y que uno no se cansa nunca de limpiar y que, además, es resistente a la hipoglucemia y no le importa no haber probado bocado desde el desayuno, antes de salir de casa.

Los examinadores no desean que nadie piense que la empresa ha abusado del aspirante. Al despedirle valoran la labor realizada y, en agradecimiento por las cinco horas de su tiempo, le hacen entrega de 20 euros, supongo que de propina. Le prometen que ya le dirán algo y que, aunque les ha gustado mucho, aún no pueden tomar una decisión porque hay que comprender que no sería justo, todavía les queda gente por entrevistar.

lunes, 8 de diciembre de 2014

Piononos

El pionono es un pequeño pastel, para tomar en un par de bocados, compuesto por una base de bizcocho borracho, enrollado y relleno de crema pastelera, cubierto por una cúpula de esa misma crema rematada con una costra caramelizada. Los probé por primera vez en Granada, de donde son típicos, y me encantaron.

En Valladolid hacían un pastel parecido al que llamaban "Juanitas". Las comprábamos los domingos en Palacios (ahora Maro Vallés). Aquellas Juanitas eran bastante más grandes que los piononos de Casa Isla y estaban espolvoreadas con canela en lugar de la costra de caramelo. La base de bizcocho era más ancha, un poco más fina y sin emborrachar (no le hacía ninguna falta, de suave y tierno que estaba). Era uno de nuestros postres preferidos, aunque escoger un favorito entre aquellos pasteles se me antoja imposible.

En Madrid descubrí una pastelería en Chueca, de dueño granadino, que elaboraba los piononos a diario de manera artesana. Además de los pequeños también preparaba una versión de mayor tamaño, igual de rica, que suponía el colofón más suculento a una mañana de compras. Han cerrado así que tendré que dedicarme a buscar un nuevo proveedor o dedicarme a elaborarlos según la receta.

Según la tradición, la historia del "pionono" se remonta al año 1897, año en el que Ceferino Isla González se estableció en la Calle Real de Santa Fe en Granada y abrió su obrador de pastelería, en el mismo lugar en el que aún sigue ubicada la Casa Isla. Hay quien defiende que la receta del dulce es muy anterior a ese año. Se dice que incluso podría ser de origen morisco y algunos sitúan su procedencia en Cádiz. El nombre ha transcendido a otros continentes, aunque no con el mismo significado. En América se denomina pionono a lo que en España se conoce comúnmente como brazo de gitano (en Chile se llama brazo de la reina) y puede llevar un relleno tanto dulce, de chantilly, frutas o dulce de leche, como salado, de mayonesa y fiambre. En Puerto Rico se llama así a un plátano relleno de carne picada.

Aunque el origen se discuta, el nombre sí que procede del dulce granadino. Ceferino era muy devoto de la Virgen y bautizó así al pastel en homenaje al Papa Pio IX que, el  8 de Diciembre 1854, fecha que quedó asignada para la festividad de la Inmaculada, había publicado la Bula Ineffabilis Deus que rezaba: "...declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles..." Ceferino no sólo bautizó su pastel con el nombre del Papa (pionono), sino que además lo diseñó para que recordase a la figura eclesiástica: aspecto cilíndrico y algo rechoncho (bizcocho borracho enrollado sobre sí mismo) que reviste con un balandrán blanco (la canastilla de papel en la que se recogen los jugos) y que adorna con un copete de crema tostada (símbolo del solideo).

Pío IX (Pío Nono) tuvo el papado más largo de la Historia (exceptuando a San Pedro). Estuvo al frente de la Iglesia durante 31 años. También fue último Papa Rey. Pese a que intentó preservar los Estados Pontificios, estos fueron conquistados en 1860, a lo largo del proceso de unificación de Italia. Pío IX se negó a reconocer el reino de Italia y a establecer relaciones diplomáticas con él. Rechazó las garantías personales que se ofrecían y excomulgó al rey Víctor Manuel II de Saboya (excomunión que revocó antes de la muerte del monarca). Mediante la bula Non Expedit prohibió a los católicos, bajo severas penas canónicas, toda participación activa en la política italiana, incluido el sufragio.

PIONONOS (la receta no es mía sino sacada de Internet, aunque no recuerdo de dónde)

INGREDIENTES
Para el bizcocho
3 Huevos grandes
90 gr. de azúcar
60 gr. de harina de trigo para repostería con una pizca de sal
30 gr. de Maizena

Para la crema
150 gr. de azúcar
La corteza de un limón (sin lo blanco)
650 ml de leche
6 yemas de huevo
90 gr. de Maizena
100 gr. de Ron blanco

Para el almíbar borracho
75 gr. de agua
25 gr. de Ron blanco
100 gr. de azúcar

PREPARACIÓN
El bizcocho
Poner en un bol los huevos y el azúcar, ponerlo al baño maría y batir con varillas durante unos 6 minutos. Sacarlo del calor y continuar batiendo hasta conseguir una mezcla cremosa, espumosa y blanqueada.
Añadir la harina tamizada e incorporarlas despacio, con movimientos envolventes desde fuera hacía dentro, con la ayuda de una espátula no metálica (para que no baje).
Cocción
Verter el preparado en una bandeja (37 x 31 cm.) cubierta con un silpat o papel vegetal y extenderlo de manera homogénea por toda la superficie.
Cocer en el horno precalentado a 170º durante 8 minutos (no debe dorarse para evitar que se endurezca).
Enfriar fuera del horno cubierto de un paño húmedo para que no se endurezca y se convierta en galleta.

Crema
Poner todos los ingredientes en un cazo (menos la piel de limón y el ron) y batirlos a mano, con un tenedor o con varillas. Añadir la piel de limón. Poner al fuego sin parar de remover hasta que espese. Apartar del calor, agregar el ron y mezclar bien.
Verter la crema en una manga pastelera o bolsa. Evitar que quede aire dentro. Una vez fría, conservarla en la nevera.

El almíbar borracho
Poner el agua, azúcar y ron en un cazo a fuego medio durante 8 minutos.
Enfriar y reservar.

Montaje
Poner el bizcocho sobre el silpat con la parte de arriba hacia abajo. Pincelarlo con almíbar.
Extender una capa, de aprox. medio centímetro de grosor, de crema.
Cortar el bizcocho en dos partes iguales.
Enrollar cada bizcocho con la ayuda de papel film, vegetal o del silpat, presionando al mismo tiempo para que quede bien compacto.
Congelarlos durante un par de horas (para darles firmeza y evitar que se rompan al cortarlos).
Con la ayuda de un hilo cortar cada rollo en secciones de unos 3 cm de grosor (enrollar el hilo y estrangular el rollo hasta seccionarlo). Colocarlos por la parte del corte sobre una bandeja.
Con una boquilla de manga pastelera hacer un copete de crema encima de cada pionono.
Espolvorear con azúcar y quemarlo con el soplete.
Colocar cada pastel en una canastilla individual de papel rizado.

viernes, 5 de diciembre de 2014

Confesiones de audiómetro

Algunos pacientes confunden la cabina del audiómetro con un confesionario. Se sientan y, antes de que la enfermera tenga tiempo a ponerle los cascos y cerrar la puerta insonorizada, comienzan su confesión. En la intimidad del recinto, los enfermos cuentan su vida entera. A veces hay una pausa y la prueba empieza, sin embargo, cuando acaba y el paciente sale, aún tiene mucho que contar.  En ocasiones ni siquiera es posible empezar, no hay un instante en el que meter baza hasta que el paciente se ha desahogado del todo, son inmunes a las interrupciones.

Ese día rescato a la enfermera en el pasillo, en realidad me encuentro con ella cuando sale de la sala de audiometría. El paciente habla, gesticula, explica y se calla cuando me ve. La cara de la enfermera es un poema. Me entrega la carpeta de la historia sin añadir ni una palabra, cosa rara. Le indico al hombre que me acompañe. Para mi sorpresa, antes de seguirme, saca la cartera para darle una tarjeta de visita a la enfermera. A él se le ve entusiasmado. A ella la noto un tanto apurada. 
- No, no, muchas gracias - rechaza. 

Cuando el paciente se marcha, viene a contármelo. 
- Todo ha empezado porque, para romper el hielo, le he hecho un comentario sobre su acento, llamaba la atención. 
- Soy chileno y sexólogo - me ha respondido. 
- Me he quedado un poco parada, no me esperaba tanta información. ¿Qué tendrán que ver sus orígenes con la sexología? ¡Ah, qué interesante! - le he comentado - ¿Qué le podía decir? El caso es que no sé con qué cara me ha visto que, a continuación, me ha contado que para arreglar algunos problemas de cierta índole sólo hace falta hablar. Que si la cosa no funciona con el marido, pues eso se arregla con unas indicaciones. Luego se ha ofrecido a darme unos consejos. 
No puedo evitar reírme. La escena parece digna de Groucho Marx. 
- Sí, sí. Cuando has llegado pretendía darme su tarjeta para concertar una cita. - Se queda callada un momento, con gesto de preocupación. - De verdad que no sé con qué cara me ha visto. 

miércoles, 3 de diciembre de 2014

¿Curso? ¿qué curso?

Fin de semana de guardia. Supongo que estar pendiente del busca me ha distraído. Es domingo por la noche, ya hemos cenado. Sólo me quedan unas horas. De repente se me hace la luz.
- Creo que mañana es el curso de traqueotomía para enfermería - le digo a House.
- ¿Y tienes que dar una charla?
- Sí, a las 12.
- Pero, ¿no estabas en quirófano?
- También.
Por supuesto, si no me acordaba del curso, menos aún me he acordado de la charla en cuestión. Acostumbro a preparar las cosas en el último minuto pero, sinceramente, creo que, esta vez, me he excedido.
Llamo a una de mis compañeras. Aún tengo la esperanza de equivocarme, que el curso no sea mañana. No hay suerte. Mi único consuelo es que no soy la única despistada.
- Hace un momento que han mandado un Whatsapp al grupo del hospital para preguntar si alguien sabía cuándo le tocaba hablar, - me cuenta.
Como me resisto a los smartphones, no he recibido nada. Afortunadamente el jefe sí que tiene uno y pertenece al grupo. Gracias a eso ha podido leer todos los tranquilizadores mensajes de respuesta: "¿Es mañana?" " Menos mal que lo has recordado." "Yo tampoco sé cuando hablo." Creo que nuestro pobre jefe ha sido el que más se ha asustado de todos al descubrir lo en serio que nos habíamos tomado el tema. En su respuesta aclaraba las dudas aunque con algún epíteto que no puedo repetir, no era bonito.

Son más de las 22h. No estoy dispuesta a quedarme sin dormir así que espero tener algo a lo que recurrir en el ordenador. Tras rebuscar encuentro mi charla de años anteriores y la copio directamente al pen. No la ensayo, mejor no saber lo que se me ha olvidado o no pegaré ojo. Será una improvisación. A lo mejor tengo tiempo de echarle un vistazo rápido en quirófano, justo antes, y con eso tirar de mi memoria a corto plazo.

A primera hora no va a poder ser. Me llaman al busca cuando aún estoy en el coche. Un paciente ingresado se ha caído de la cama y se ha roto la oreja. Me piden que se la arregle.
Es temprano. Aún no han traído al niño al antequirófano. Agarro anestesia, suturas y una caja de las más básicas, con pinza, porta y tijeras, y me subo a la planta. Afortunadamente la herida es una sección limpia. Infiltro con anestesia y coso los bordes mientras le explico a las enfermeras los cuidados. En cuanto termino, me bajo. Ya escribiré en la historia cuando ande menos apurada.

Durante ese rato, el primer niño ha llegado. Empezamos el parte. La segunda cirugía es corta, una biopsia. La tercera no tanto. Cuando la pasamos son casi las 11. No sé cómo me las voy a apañar para terminar antes de las 12. No sé cómo, pero lo logro. Claro que son las 12 en punto y aún tengo que hablar con la familia, cambiarme de ropa, porque no me puedo presentar en pijama (son reglas del hospital), y cruzar todo el edificio hasta el aula, que está en la otra punta. Voy tan deprisa que patino por los pasillos. Confieso que llego algo acelerada.

Empiezo mi charla. Hablo, hablo y no callo. El problema es a la velocidad a la que lo hago. No me he dado cuenta de bajar el ritmo y, si yo no tomo aliento, mis alumnos tampoco. No me faltan cosas que contar. Insisto en lo importante, quiero que les quede claro. Alguno pretende tomar notas antes de rendirse. Hasta que no termino ni siquiera me doy cuenta de que les he disparado la sesión. ¿Alguna duda? Les he debido asustar, nadie se atreve a preguntar.

Regreso al quirófano. Los pacientes que quedaban no eran míos y mi compañera de cirugías se ha ocupado de ellos. No hay problemas. Me preocupan más los ya operados. Uno es un recomendado. Me acerco a verle y está bien. La tercera, si la cirugía está bien hecha, tiene que estar mareada, muy mareada. Al parecer ha sido un éxito, no es capaz ni de abrir los ojos. Lo va a pasar mal unos días pero espero que funcione. He tenido que cargarme el oído interno para curarle los vértigos, ya no tenía audición. Antes de llegar a la laberintectomía he probado todos los tratamientos descritos y los que se me han ocurrido sin resultado. En fin, ojalá sea esta la solución.

martes, 2 de diciembre de 2014

En el ascensor

Reviso las interconsultas. Hay una pendiente de neurocirugía. Nos piden valorar la retirada de una traqueostomía. Hace unos días le cambiamos al paciente su cánula y le pusimos una fenestrada con tapón para que respirase por la nariz y la boca. Desde entonces ha aguantado el tapón sin problemas. Podría decanularse.

Por si acaso me subo al paciente para hacerle una fibroscopia. La anatomía laríngea es normal, el resto del enfermo no tanto. Me lo traen en cama, no se le puede sentar en una silla. Está ingresado a consecuencia de un botellazo en la cabeza tras una pelea. Hizo un edema cerebral de tal calibre que le tuvieron que retirar el hueso de la calota para descomprimirlo. Ahora tiene media cabeza hundida y las secuelas neurológicas son severas. Apenas se mueve y no puede hablar.

Retiro la cánula. No es un traqueostoma quirúrgico sino uno percutáneo. No comulgo con esa técnica de meter tubos a ciegas para dilatar el trayecto. La regla de oro de toda cirugía es ver. Sólo si se ve se pueden reconocer las estructuras, disecar los planos, ligar los vasos. La traquea no está a flor de piel, entre ambas está la musculatura prelaríngea y la glándula más vascularizada del cuerpo, la tiroidea. Esas estructuras son el motivo por el que, cuando hay que correr, no se entre en la tráquea sino en la membrana cricotiroidea, que sí está casi a flor de piel. Sin embargo esa vía sirve sólo para unas prisas porque el orificio no se puede quedar ahí más que unas horas porque, en esa zona los tejidos son muy delicados y granulan rápidamente, la vía aérea se estenosa y no es posible decanular luego al enfermo.

A pesar de mi disconformidad con la técnica, quito la cánula y pongo un vendaje cruzado para aproximar los bordes del orificio y que se cierre. Aviso al ascensor y bajo con el enfermo para explicarles a las enfermeras los cuidados y cómo realizar las curas.

Sólo hemos de recorrer dos pisos pero ese trayecto basta para que el enfermo empiece a mostrar síntomas de asfixia. Se ahoga. No hay medios pero tampoco tiempo. De un tirón despego la cura. Los tejidos dilatados se han retraído y el orificio se ha cerrado. Por completo. No sólo eso sino que además parece que la tráquea se hubiese colapsado. Lo evidente es que el aire no entra. Tengo que reabrirlo.

No llevo una cánula en el bolsillo pero mi llavero me servirá. Cuando empecé la residencia, mi R mayor me recomendó hacerme con un fiador de una cánula de plata para llevarla en el llavero del hospital. Le hice caso. En esos momentos, no pude agradecerle más el consejo. La herida aún estaba tierna. Clavé en la piel la punta del fiador y lo empujé con todas mis ganas hasta que los tejidos cedieron y mi singular llavero se introdujo en la tráquea. El paciente tosió, a su tráquea no le gusto mi maniobra. Mantuve sujeto el tubo para evitar que lo expulsase mientras llegábamos la planta. No me entretuve en explicaciones. Desde el pasillo, lo primero que pedí fue una cánula ¡muy urgente!