miércoles, 27 de diciembre de 2017

Un verdadero héroe

A pesar de no ser pediatra, muchos de mis pacientes son niños, ya se sabe que los catarros y los mocos están a la orden del día en la infancia y que, aunque con frecuencia no tienen más repercusión, a veces sí son un problema.

Si un médico posee de por sí el instinto de cuidar de sus pacientes, en el caso de los pequeños es algo que se agudiza. Ya he hablado en alguna entrada de algunos de mis niños. Hay infantes con los que se procura que el trago sea lo más breve posible, tanto para la criatura como para el médico, pero también hay verdaderos héroes que no solo no tienen miedo, sino que además están dispuestos a colaborar en todo lo posible. Son niños listos que saben que la intención del médico es curarles, no hacerles daño.

Tengo muchos pacientes valientes, los del Rendu, con sus hemorragias, son todo un ejemplo de entereza, pero quizá el más valiente de todos mis pacientes sea precisamente un niño de 5 años con nombre de campeón, Víctor. Cuando vino a verme la primera vez, era tan pequeño que tuve que derivarlo a otro centro para que lo trataran, así que ¿cuál no sería mi sorpresa cuando me lo encontré meses después en mi consulta sin que le hubiesen hecho nada? En ese intervalo, no había mejorado en absoluto y, aunque le operé enseguida, ya era tarde para prevenir secuelas: tenía los oídos perforados.

Este año, poco antes de irme de vacaciones, Víctor cogió una infección de oídos. Al principio parecía otra más, pero se vio que no, que en esta ocasión no mejoraba con los tratamientos habituales. Recaía y recaía mientras la maldita bacteria responsable se iba haciendo resistente a los distintos antibióticos, incluso a los no indicados para su edad. A mi vuelta de vacaciones solo nos quedaban alternativas por vena y el chiquillo aceptó estoicamente la decisión de ingresar, el caso era acabar con el maldito bicho.

No se quejó cuando las enfermeras le pincharon para cogerle la vía, su único comentario fue que era mejor no mirar. No se cansó de estar diez días en el hospital, le gustaba la escuela y el pequeño parque de juegos de pediatría. Según su abuela disfrutaba de estar todo el día en pijama, su prenda favorita. La infección parecía evolucionar bien y al terminar los 10 días de tratamiento le dimos el alta.

Sin embargo, el oído no tardó en supurar de nuevo. En el cultivo creció la misma bacteria. En Farmacia hospitalaria le prepararon unas gotas especiales, reforzadas, pero tampoco funcionaron.  El oído echaba pus y más pus. ¿Qué hacer? Solo quedaba la opción del ingreso, de nuevo, y en esta ocasión durante algo más de tiempo para liquidar bien al villano. No obstante, para el pobre chiquillo, que se esforzó por hacer de tripas corazón, la noticia supuso todo un disgusto, otra temporada en el hospital, con las navidades encima, era un trauma. ¿Cómo arreglarlo?

Sin duda se merecía que intentáramos algo más. ¿Y si le poníamos el tratamiento en casa? Empecé a hacer planes, no diría que algo descabellados, y a correr por los pasillos para ponerlos en marcha, esto era algo que no podía solucionar yo sola (salvo que me mudase a casa del niño y ni siquiera a mí me parecía buena esa idea). Hablé con los diferentes servicios del hospital para saber si era posible y, con un poco de buena voluntad por parte de todos, vimos que era factible. Fuera del hospital contábamos con la colaboración de toda su familia (que aprendieron a manejar los sistemas de suero mejor que yo), de unos amigos médicos y de una vecina enfermera. Tenía que acudir un par de veces por semana a revisión, para mirar el oído, comprobar la vía y recoger el antibiótico. Víctor no se quejó en ningún momento, se dejaba explorar con el microscopio, limpiar el oído, coger los frotis y pinchar la vía sin protestar. Con el tratamiento los cultivos se negativizaron y el oído se secó en pocos días, aún así insistimos para asegurarnos de erradicar al monstruo. Ahora solo queda esperar y cruzar los dedos para que se mantenga y poder planificar cuanto antes el cierre de la dichosa perforación timpánica.

jueves, 27 de julio de 2017

Venecia

El tiempo retrocede en las calles; los pasos se detienen sobre el puente. El pretil retiene suspiros de nostalgia. La ciudad se refleja en los canales teñidos de oro por el sol del atardecer. Los palacios refulgen bajo el agua y, durante unos instantes, los salones sumergidos recuperan su esplendor. En las calles, las máscaras ocultan los rostros, buscan el incógnito. Es carnaval.

Una góndola se desliza sobre los recuerdos; la quilla negra rompe el reflejo. La Venecia barroca de antaño regresa al fondo de la laguna. Bajo el espejo del agua, las almas de la vieja Venecia acechan. Esa noche la ciudad les pertenece. Esperan que el sol se apague para volver a su hogar.

La orilla recoge las ondas doradas de la ciudad rota y devuelve los fragmentos al mar. Venecia se resiste a hundirse. La luna da pinceladas de plata y la imagen resurge en los canales en calma. La niebla se arrastra sobre la laguna, las sombras se ocultan bajo los pórticos, se cuelan por las ventanas abiertas, por las ranuras de las puertas. Una neblina opaca invade las plazas, rodea los brocados y las sedas y cubre las estrellas. Las góndolas negras se diluyen en las tinieblas.

Amparada por la bruma, surge la Venecia sumergida, la ciudad que nunca olvida. En los muros, los halos de los faroles se pierden tras la cortina de oscuridad, sin hendirla. Las olas suspiran y las voces enmudecen en la niebla. Las máscaras de luna esconden rostros de agua embozados en capas de oscuridad, mas no hay disfraz para el destino. Tras las esquinas se camuflan formas efímeras, fantasmales, visiones que huyen en el viento, entre murmullos misteriosos y risas apagadas, espectros que corren al encuentro del pasado para desaparecer en la penumbra.

domingo, 16 de julio de 2017

Carmencita


CARMENCITA (Fado)

Letra:               Frederico de Brito
Música:            Pedro Rodrigues
Intérprete:        Amália Rodrigues
Chamava-se Carmencita
A cigana mais bonita
Do que um sonho, uma visão
Diziam que era a cigana,
Mais linda da caravana,
Mas não tinha coração

Os afagos, os carinhos
Perdeu- os pelos caminhos
Sem nunca os ter conhecido
Anda buscando a aventura
Como quem anda a procura
De um grão de areia perdido

Numa noite , de luar,
Ouviram o galopar
De dois cavalos fugindo
Carmencita, linda graça
Renegando a sua raça,
Foi atrás de um sonho lindo

Com esta canção magoada
Se envolve no pó da estrada
Quando passa a caravana
Carmencita, carmencita
Se não fosses tão bonita,
Serias sempre cigana.

martes, 4 de julio de 2017

Visita del presidente

No sé cómo se presentará la mañana, hace unas semanas, el presidente de la Asociación de HHT me comentó que tenía intención de venir, también me avisaron algunos pacientes para este día y les dije que no había problema, así que me imagino que vendrán, aunque no he hablado con ellos recientemente.

Entre las vacaciones y otras incidencias, estamos en cuadro. Además de las urgencias y los Rendu, me toca pasar planta. Voy a primera hora, tan temprano que algunos aún duermen, soy consciente de que el hospital mantiene unos horarios infernales para el descanso de los pacientes: medicaciones y mediciones casi en mitad de la noche y visitas médicas casi al amanecer (en invierno en plena noche), pero a veces no es posible hacerlo de otro modo, la otra opción es multiplicarse y aún no han dado con la fórmula. A pesar de la hora, a uno de mis enfermos ya se lo han bajado a diálisis, en el camino de vuelta me desviaré un poco para pasar a verle. Otro de mis operados se encuentra de maravilla, está sorprendido porque no le duele nada (el pobre lleva unas cuantas cirugías encima). No pensaba darle el alta, quería vigilarle un poco más, pero no parece haber mucho que vigilar y, a fin de cuentas se está mejor en casa; el hospital existe y ahí seguirá si alguien lo necesita.

Siempre hay gente de la casa para ver, a ellos o a algún familiar. Me encuentro con uno al volver a la consulta. Además aparecen pacientes de curas, pacientes de revisión sin cita, más recomendados... De momento, lo que no llegan son los Rendu, para muchos el viaje es largo. Decido aprovechar para acercarme de nuevo a la planta y llevarle las recetas al que se va de alta. No hago más que imprimirlas, cuando aparece el presidente con los primeros Rendu.

A partir de ahí, llegan todos los que esperaba y alguno más, se presentan uno tras otro. Aprovecho para que conozcan al presidente y hablen entre ellos en la sala, el compartir experiencias suele ser buena terapia y ameniza la espera. La tarea se acumula, hay urgencias, pacientes de planta y llamadas diversas. Invado la consulta de al lado, con la falta de personal está vacía, ya que no es posible estirar el tiempo, estiro el espacio y de ese me duplico en lo posible, al parecer la fórmula, que dista mucho de ser perfecta, es tener hueco y correr de un lado a otro, mejor con una sonrisa y sin quejarse de estrés (como me dice uno de mis pacientes mientras me ve volar). No obstante hay enfermos de los que no conviene separarse y hoy es el caso.

Son pocas las veces que no consigo infiltrar a un paciente, aún así lo intento y más de una vez el intento sale bien, aunque por desgracia no siempre y mi tentativa del día no tiene suerte. El paciente sangra tanto que no veo nada, imposible averiguar la zona de origen. Lo primero es cortar la sangre, o al menos disminuir el caño para distinguir algo, primero con algodones, con presión (motivo por el que no puedo irme lejos porque es mi mano la que aprieta su nariz y la periferia) y con tiempo. Nada funciona y al final no me queda más opción que taponar. Sin embargo no me rindo, quizá en un rato pueda volver a probar. Mientras hago tiempo, me dedico a otros pacientes, de vez en cuando relleno algún papel, aunque los informes son poco más que repeticiones de los anteriores, ¡bendito corta y pega! Si me siento ante el ordenador es porque la silla está en medio y me impide alcanzar la impresora con comodidad.

Un par de esclerosis más tarde, sin complicaciones, y alguna urgencia rápida, vuelvo a la carga con el enfermo de la hemorragia. A pesar de mi perseverancia, no obtengo más éxito, tengo que taponarle sin más dilación, no es cuestión de permitir que se desangre en la consulta. No sé si algo de lo que he conseguido infiltrar a ciegas de esclerosante le hará efecto tras unos días, pero es la opción que tengo, cruzar los dedos para que funcione y repetirlo entonces.

No he parado en toda la mañana y sin darme cuenta se acerca la hora del final de la jornada. De repente, me encuentro con que no me quedan más infiltraciones. ¿Qué hago? El trabajo en el hospital nunca se acaba. Tendría que pasarme por la urgencia para comprobar que no hay nada pendiente, pero antes decido acercarme a Farmacia para que las farmacólogas, que se han implicado tanto con estos enfermos que hasta han hecho un estudio sobre su calidad de vida y la eficacia del tratamiento, conozcan al presidente de la Asociación. El encuentro resulta muy prometedor, se perfilan los planes para publicar el estudio e intentar así generalizar la fabricación de la pomada de propanolol para la nariz en otros hospitales y algunas farmacias y también para hablar sobre la misma en la próxima reunión de la Asociación.

miércoles, 28 de junio de 2017

Temores de pacientes

Empathy is a narrative we tell ourselves to make other people real to us, to feel for and with them, and thereby to extend and enlarge and open ourselves. To be without empathy is to have shut down or killed off some part of yourself and your humanity, to have protected yourself from some kind of vulnerability. Silencing, or refusing to hear, breaks this social contract of recognizing another’s humanity and our connectedness. Rebecca Solnit.

La empatía es la narración que nos contamos a nosotros mismos para convertir a otros en seres reales, para sentir por y con ellos y, por tanto, crecer y abrirnos. Carecer de empatía es cerrar o matar una parte de uno mismo, de su humanidad, protegerse de algún tipo de vulnerabilidad. Silenciar, o negarse a oír, rompe el contrato social de reconocer la humanidad de otros y nuestra conexión. Rebecca Solnit. 

Un médico nunca puede olvidar que su material de trabajo son los pacientes, personas que no solo refieren quejas de su enfermedad sino cuya vida es un todo en el que se imbrican multitud de factores. A veces un enfermo lo único que necesita es desahogarse, contar su historia, explicarse para que su doctor no crea que es un loco angustiado y ansioso, sino que detrás de toda su angustia, hay un buen motivo, y la mayoría de las veces, así es. Por desgracia, una cosa es la salud y otra cosa la suerte en la vida, y ahí la medicina tiene poco que hacer, salvo escuchar. Recuerdo una pobre mujer que llegó en un estado de nervios tal que resultaba hasta crispante, manejar esos casos no se me da bien, y lo sé, así que procuro controlarme (me ha costado años de práctica y aún así no es algo que siempre consiga). Sé que la enfermedad genera un rechazo instintivo, por eso cuando noto algo muy semejante al impulso de huir, intento superarlo, porque son pacientes que están mal. En este caso concreto, la paciente tenía tal necesidad de desahogo que, antes de irse, me contó un poco de su vida: el marido se había muerto hacía poco, y en apenas 6 meses, de una ELA galopante (la enfermedad de Stephen Hawking) y dos de sus tres hijas padecían esclerosis múltiple, una de ellas, con niños pequeños, que ella le ayudaba a cuidar, estaba en silla de ruedas; la tercera hija se negaba a hacerse una resonancia porque prefería no saber. No solo me sentí apenada por la mujer sino que me sentí culpable, la había catalogado al poco de entrar como una ansiosa, sin saber nada de ella, y me tuve que esforzar en tratarla con calma. Aprendí mucho, hay lecciones que nunca conviene olvidar.

El tiempo de la consulta no te permite escuchar todas las historias con tranquilidad, hay muchos pacientes citados y todos son importantes y hay que respetar su tiempo, sus horarios, intentar que no esperen más de lo imprescindible. Soy quisquillosa con la puntualidad, mía y de los pacientes, el que alguno llegue tarde repercute en el resto de la lista de citados, llegar yo tarde me parece una falta de respeto hacia el enfermo que me espera a su hora, aunque para llegar puntual me vea obligada a abandonar la sesión del servicio, que no hay día que no se prolongue más allá de lo previsto, muchas veces sin un buen motivo. No obstante, a veces no se necesita tanto tiempo para tranquilizar a los pacientes, a muchos les basta con asegurarse de que lo que tienen no es importante. Procuro sonreír cuando entran, el pavor a los médicos está casi tan extendido como el de los dentistas. Hay niños a los que desde su más tierna infancia le hablan de los hospitales como del coco ("si no eres bueno, la enfermera te pondrá una inyección" y frases similares, muestra de la gran inteligencia de los progenitores, uno de los mejores ejemplos es, antes de entrar en quirófano, "no te preocupes, que si alguno de estos te hace daño, le rompo las piernas", ¿de verdad espera que su hijo, aterrado, comprenda que es una broma?, luego mantuve una pequeña charla al respecto con el padre en cuestión).

Protección en cirugía láser...¿no es terrorífico?
Esos miedos infantiles dejan con frecuencia sus secuelas y, aunque a nadie le gusta estar malo, no son pocos los casos a los que hay que arrastrarles a la consulta. Sin embargo un médico no está ahí para juzgar a nadie, los enfermos no son culpables de sus enfermedades (el médico tampoco, ni siquiera cuando da malas noticias) y no hay que recriminárselas. Con algunos enfermos es la familia la que te pide que los regañes: "Doctora, échele la bronca que no ha dejado de fumar", quizá el factor tabaco sea la excepción, hay que hacerle ver al paciente que lo que está haciendo es una estupidez, pero también que no es nada personal, que lo que está en juego es su vida, no la mía. Con algunos, un pequeño salto al futuro funciona, se les explica que, de seguir por ese camino, tienen muchos números de acabar con la laringe en un bote en anatomía patológica y con un agujero en el cuello en su lugar para respirar; sin embargo, con otros no hay nada que hacer y, si no sirve la primera vez, de poco vale insistir (en la siguiente visita, ya me conocen y la mayoría me han perdido el miedo). A fin de cuentas, el médico está ahí para hacer todo lo posible por el enfermo: solucionar problemas de salud, luchar por la vida de sus pacientes o, simplemente, escucharle y ayudarle para que se encuentre mejor.

viernes, 23 de junio de 2017

Risotto integral

En cualquier artículo de dietética uno de los aspectos en lo que hacen más énfasis es en los alimentos integrales, el que los cereales conserven su fibra hace que no solo sean beneficiosos para el tránsito intestinal sino para mantener los niveles de azúcar e insulina en sangre y, por tanto, para saciar el hambre durante más tiempo y controlar el peso.

Hace tiempo se me ocurrió la brillante idea de comprar arroz integral, pensé que sería más sano que el arroz blanco y que vendría bien para acompañar algún guiso. Aquel experimento concluyó al cabo de una hora, tiempo que tardó aquel arroz en cocerse, que no en ablandarse, la consistencia resultó algo chiclosa, pero tolerable. Los restos de aquella primera bolsa de arroz terminaron en la olla superrápida, en la que en solo 15 minutos conseguí un mejunje masticable, pero a partir de entonces opté por el arroz integral en vasitos, que solo necesitan un minuto en microondas.

El ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra y mi optimismo no me salva de verme incluida entre los animales del proverbio. No hace mucho, me encontré en el estante de arroces del Alcampo, una caja de arroz rojo integral marca Gallo con un bocadillo en el que se leía ¡listo en 20 minutos! Ilusa de mí, me lo creí y compré la caja.

Suelo guardar las salsas de los guisos que me sobran para aprovecharlos con pasta, albóndigas o algún invento. En esta ocasión el invento fue un risotto, pero cuando miré en la despensa no tenía arroz normal, así que ¿por qué no probar el arroz rojo?

House debía andar más prevenido que yo y se preparó un aperitivo con un puñado de frutos secos y una cerveza bien fría, sin embargo, a pesar de sus reticencias, no contaba con que le diese tiempo a hacer la digestión del tentempié. Empecé el risotto, calenté los líquidos y los añadí poco a poco a la sartén mientras revolvía de vez en cuando el arroz, para darle cremosidad según las recetas. Un rato después, me aburrí, hacía demasiado calor para estar encima del fuego, con lo que cubrí el arroz con caldo, puse en marcha el reloj y me despreocupé (con nuestro reloj de cocina no hay cuidado de que nada se te olvide, conviene tener la precaución de cerrar las ventanas antes de conectarlo para evitarles infartos a los vecinos). Cuando la alarma sonó, corrí a apagarla (antes de ser yo la víctima del infarto) y comprobé el arroz: seguía a punto de piedra. Removí, añadí líquido y volví a encender el reloj para otros diez minutos (no fuese a pasarse). Repetí la operación dos veces antes de que House me preguntara cómo iba eso.
-¿Estás seguro de que quieres risotto para la comida de hoy?- le contesté desesperada.
- Exagerada, seguro que no es para tanto.
Aclararé que a House no le gustan ni el arroz ni la pasta al dente, sino bien tierno y nada crujiente.
- Pruébalo y compruébalo.
- ¡Vaya!, sí, parece que aún le falta un rato.
Seguí con mis intervalos de 10 minutos, tendría que darle una oportunidad, quizá con un par de ciclos la cosa cambiara. Tosté pan y corté un poco de queso canario para amenizar la espera, y calmar al gusanillo del hambre que, con el paso de las horas, amenazaba con convertirse en toda una anaconda.

A las dos vueltas de reloj le siguieron otras dos, subí el fuego, puse más agua, y más reloj, y más, y más, y así hasta que perdí la cuenta. Pensé en otras opciones de menú, pero House estaba dispuesto a esperar... ¿hasta el día siguiente?, al ritmo que iba aquello, no me extrañaría. Casi era la hora de la merienda cuando al fin nos sentamos delante de aquel risotto, integral y sano, y aún de consistencia firme, con la esperanza de que nuestros jugos gástricos, con la ayuda de todas sus enzimas digestivas fuesen capaz de procesarlo (al pobre House le costó lo suyo). No dudo que sea un alimento fantástico para las dietas, dada la experiencia no creo que sea posible digerir más de una ración al día y, además, si esa es la perspectiva de menú, seguro que a más de uno se le quita el hambre.

PS: El resto del arroz lo metí en la olla superrápida, tras quince minutos a plena potencia (dos anillos) quedó blando y algo gomoso, se diría que en la consistencia perfecta de un tierno risotto, y durante unos días ha sustituido a mis cereales del desayuno, que de algún modo había que aprovecharlo.

martes, 20 de junio de 2017

El catedrático y la Medicina

A veces mi padre me sorprende, no sé si es que en algunos aspectos somos tan parecidos que él ya ha pasado por algo similar y entonces tiene las cosas más claras, pero uno de sus mayores aciertos es el de empujarme a estudiar Medicina. Si se suman los factores del momento, aparte de mis buenas notas y mi inclinación a la Biología, no había nada que indicase que aquel consejo fuese a resultar acertado: no soy una persona sociable (he mejorado mucho pero aún así soy rara, aunque como sucede con las rarezas de uno mismo, no suelo ser consciente de ellas), la sangre me impresionaba, odiaba las agujas y la idea de poner una inyección me angustiaba. Sin embargo hice caso a mi padre, rellené la preinscripción a la universidad con Medicina como primera opción, con la intención de escoger una especialidad de laboratorio, y no me arrepiento.

Pasarse más de un año en contacto con cadáveres, a diario, hace que te cures de muchas tonterías. Al principio también es causa de muchas pesadillas, pero lo cierto es que es más molesto el olor a formol que la impresión que puede provocar un muerto acartonado al que se diseca por capas. Los profesores de la asignatura de Anatomía también me provocaban mucho más pavor que los inofensivos cadáveres. Hacia el final de curso me tocó ser subjefa de mi grupo de disección y realizar algunas disecciones, las correspondientes al área de cabeza y cuello (¿casualidades?), aquella fue mi primera parotidectomía, disequé la glándula salival para identificar las ramas del nervio facial. Desde entonces he aprendido muchos trucos para esa cirugía (en mi especialidad es una operación que hay que realizar con relativa frecuencia y controlar el nervio es la base de la técnica); localizo el orificio estilomastoideo, por el que el nervio facial sale de la base del cráneo, situado detrás y debajo del conducto auditivo externo, pegado al hueso, entre la mastoides del oído y la alargada y fina apófisis estiloides en la zona anterior. Es una hendidura que se toca bien con el dedo una vez que aprendes cómo es su tacto y es la mejor referencia y la más rápida para encontrar el nervio.

Mi padre también puso su granito de arena para motivarme a seguir. En mi época de pesadillas, cuando los zombis me perseguían por los pasillos de la facultad cada noche, me planteé cambiarme a Farmacia, pero el Catedrático no estaba dispuesto a quedarse sin un médico al que recurrir para sus recetas y así me lo dio a entender. No soy rebelde, nunca me ha gustado discutir, nunca se me ha dado bien y además sabía que era una batalla perdida, así que seguí adelante.

Una vez superada la Anatomía, todo fue mucho mejor. Las asignaturas de laboratorio me gustaban, me encantaron la Histología y la Anatomía Patológica (preparaciones de tejidos teñidos para observarlos microscopio), y las rotaciones hospitalarias lo hicieron todo más entretenido. Cierto que la primera vez que entré en un quirófano me mareé, era una operación de Neurocirugía y al paciente le estaban cortando un trozo de la zona posterior del cráneo para acceder a su lesión en el cerebelo. Oír el crujido del hueso al romperse bajo las tenazas me causó demasiada impresión. Sin embargo ahora disfruto con el martillo y el escoplo mientras corto trozos del tabique nasal, dicen que la marquetería es relajante.

En relación a las agujas, también fue el Catedrático el encargado de hacerme superar mis miedos. A la primera inyección que necesitó, posiblemente alguna vacuna para uno de sus viajes más exóticos, me obligó a ponérsela. Protestar no sirvió de nada, yo sabía la técnica, pinchar en el cuadrante superolateral del glúteo para no dañar el nervio ciático, aunque nunca había clavado una aguja a un ser humano vivo. Mi inexperiencia no desalentó a mi progenitor que sufrió mi banderillazo estudiantil sin pestañear (y encima dijo que no le había dolido). ¡Las cosas que un padre es capaz de hacer, no sé si por sus hijos o por sus ideas, o por una combinación de ambos!

¡Feliz cumpleaños! (y gracias).

viernes, 16 de junio de 2017

Cumpleaños del Principito

En mi cumpleaños, el Principito preguntó cuándo le tocaba a él el turno. Le explicaron que primero iba el mío, después el de cuñadísimo y luego el suyo. Lo que no le contaron es que los intervalos entre uno y otro eran de casi tres semanas, así que el pobre chiquillo a los tres días no podía más de impaciencia (no sé a quién me recuerda).

Para aliviarle la espera, y fomentar el amor a la lectura, decidí aprovechar las reuniones familiares para regalarle algún libro. Descubrí al pequeño dragón Coco de casualidad y ha sido todo un hallazgo, creo que el sobrino y yo estamos enganchados a sus aventuras (hasta la Señora ha dicho que están muy bien, y eso que leyó una de las más flojitas). Su madre se las apaña para dosificárselas cada noche, no sé cómo lo logra porque no me parece nada fácil dejar la historia a medias, yo me los devoro en media hora, claro que no soy madre.

Lo cierto es que el chiquillo es muy bueno, tanto que a veces te sorprende. Es el único niño que no solo no tiene miedo a los médicos sino que además colabora en la exploración e incluso un día incluso le recordó a su pediatra que se le había olvidado mirarle los oídos (para entonces tenía 3 años). No me extraña que el susodicho pediatra (brasileño) llorase amargamente al despedirse de él cuando regresaron a España, me figuro que con pocos pacientes mantenía una relación semejante, siempre le decía a hermanita que ese niño iba para médico, algo que el propio sobrino declaró después de su estancia en mi hospital por donde pasó para ponerle unos drenajes en los oídos. Dada la demanda, más vale que alguien de la familia tome el relevo y de momento el Principito es el único que ha mostrado esa inclinación. Tampoco le falta imaginación, y eso es otro punto a favor, muchas veces en medicina es preciso imaginarse lo que le pasa al paciente, eso que algunos llaman ojo clínico tiene tanto componente de experiencia como de imaginación.

Recuerdo una anécdota que me llamó la atención en la última barbacoa del hermano. Mis sobrinas mayores iban a bajar a por chuches y el chiquillo le pidió dinero a su madre para acompañarlas y comprarse algo. Como hermanita no llevaba nada encima, le remitió a su padre que sacó un billete de 5 euros una fracción de segundo antes de que su mujer le avisase para que no le diese al niño un billete. Para cualquier otro habría sido demasiado tarde, pero no para el Principito, que no tocó el billete y esperó a que lo cambiasen por una moneda. Como su padre no tenía, cuñadísimo y el catedrático sacaron el suelto que llevaban en el bolsillo. El niño miró a su padre para que le indicase qué hacer y, al no obtener respuesta, lo echó a suertes, no miró cuánto tenía cada uno, ni se le ocurrió coger lo que ambos le ofrecían, o el billete que su padre aún tenía en la mano, sino que se limitó a sortearlo y pedírselo al agraciado. ¡Pura inocencia! Claro que si aspira a ser médico más vale que conserve esa falta de interés por el dinero, porque en España no es una profesión para hacerse rico.

Hoy, por fin, ha llegado el cumpleaños tan esperado. ¡5 años! Espero que disfrute de su día y de sus regalos.

miércoles, 14 de junio de 2017

Calidad de vida

Hacia el final de mi época de MIR, se empezaron a poner en boga los estudios sobre la calidad de vida de los pacientes. En esa época se orientaban a los pacientes con cáncer de laringe, el tratamiento no solo debía contemplar la curación de la enfermedad sino también tenía que tener en cuenta las repercusiones en su calidad de vida. Una cirugía mutilante, como la del cáncer de laringe avanzado, por supuesto que repercute en la calidad de vida, sin embargo un sesgo importante de esos estudios, al menos en mi opinión, es que con otras opciones de tratamiento pronto se dejaba de hablar de vida para hacerlo de muerte. Suena espeluznante, pero así era. Cierto que los tratamientos oncológicos avanzan día a día y ofrecen esperanza donde antes no la había.

La medicina tiene limitaciones y hay patologías que no tienen cura, al menos de momento. En esos casos, mejorar la calidad de vida de los enfermos es a lo que puede aspirar al médico. Es lo que sucede con los Rendu-Osler. Sé que no voy a curarles, pero mejorarles las hemorragias nasales (o también orales o incluso de otras lesiones accesibles a la infiltración) les supone una gran diferencia. House me comentó que hasta que no empecé a contarles mis aventuras y desventuras con mis pacientes, no tenía idea de la mala vida que llevaban los pobres.

No solo los enfermos me cuentan los cambios, sino que los residentes de Farmacia hospitalaria han aprovechado para recoger datos y hacer estadísticas que demuestran la mejora en su calidad de vida. Han llamado a los pacientes y les han hecho responder cuestionarios del antes y después y los resultados son como para dar saltos de alegría. En una escala del 1 al 10 su valoración de su calidad de vida antes era de poco más de 4 y la del después supera el 8. Los cuestionarios en los que se les pregunta sobre su ánimo, movilidad, cuidado personal, malestar y actividad diaria han subido de 0.6 puntos (sobre 1) a más de 0.9

En los congresos, en las revistas, hay que hablar de números, pero lo importante es lo que esos números traducen. Uno de mis últimos pacientes nuevos me contaba que llevaba un mes sin dormir, se despertaba en mitad de la noche con una hemorragia y podía pasar horas intentado cortarla; no es el único. Otra me comentó que con la seguridad que le daba no sangrar había ganado independencia, se atrevía a hacer planes con gente, a salir de casa. En esa misma línea otro de mis enfermos me dijo que había bajado a Madrid para acompañar a su madre al médico, hasta entonces intentaba evitar salir de casa. Otras pacientes se olvidaban de coger las cosas para taponarse "por si acaso sangraban" cuando salían. Pequeñas rutinas del día a día, como atarse los cordones de los zapatos, eran impensables, inclinarse implicaba sangrar. Para una de mis enfermas, salir a comprar el pan suponía tal aventura que su marido iba detrás con el coche para recogerla por si se ponía a sangrar. La ansiedad, el miedo al sangrado y la debilidad de la anemia les impedían llevar una vida medio normal. Para la mayoría, planificar un viaje era una osadía, para venir a verme a Madrid por primera vez tenían que hacer acopio de valor. En un caso, estuvieron a punto de detener el AVE porque mi futura paciente no dejó de sangrar en todo el camino.

Con el tratamiento, no solo es la calidad de vida del paciente la que mejora, también la hace la del médico que ve que esos enfermos, a los que temía, aparecen con menos frecuencia por la urgencia. Nunca sabías cómo iba a ir una de esas hemorragia, cuando venían era porque ellos no podían controlarla (y de epistaxis saben más que muchos médicos) y para el especialista cortarla costaba un triunfo. Sé que suena chocante, pero para mí, atenderles es una alegría, es gente entregada, agradecida y cariñosa, es una relación diferente, más estrecha, casi familiar. A veces pienso que vivo con ellos un periodo de luna de miel, que con el tiempo es posible que aparezcan complicaciones y que el tratamiento resulte más difícil, menos eficaz o cualquier otra cosa terrible, pero habrá que enfrentarse a lo que surja cuando surja, y hasta entonces, aprovechar el momento.

sábado, 10 de junio de 2017

Disfagia

Disfagia (DRAE): Dificultad o imposibilidad para tragar. 

Hace unos años, empezaron a aparecer Unidades de Disfagia en los distintos hospitales. No es que nunca se hubiesen visto pacientes de disfagia en las consultas, pero lo cierto es que no se les hacía un estudio exhaustivo ni se les indicaban las pautas para rehabilitar su problema, eso quedaba para los rehabilitadores, que tampoco eran expertos en el problema. Sin embargo, la disfagia no es ninguna tontería; en ancianos, en pacientes de intensivos, en operados o en las enfermedades neurológicas, el que la comida se vaya donde no debe es causa de neumonías lo que agrava sobremanera su ya de por sí mal estado, alarga su estancia y aumenta el coste (como mínimo lo duplica).

A tenor de esa tendencia, mi jefe decidió que nuestro hospital no podía ser menos y que había que abrir una consulta de disfagia. Me preguntó si no me importaría ocuparme del tema y, aunque no me hacía ninguna ilusión, acepté (¡qué remedio!). La idea de mi jefe de empezar una consulta de disfagia no consistía en hablarlo con gestión de agendas para empezar a citar pacientes, sino en que viese los pacientes como extras en mi programación habitual y el día de urgencias hasta que aquello despegase.

No llevaba ni un par de semanas en el cargo cuando una de mis compañeras me pidió que le cediese la responsabilidad, le interesaba esa consulta. Vi el cielo abierto y me faltó tiempo para aceptar su oferta con todo, todo mi agradecimiento. Por aquella época ya había empezado a ver algunos Rendu y lo prefería con creces, esa dinámica, trepidante e intervencionista, iba más con mi carácter que la lenta, o nula, progresión de los enfermos con disfagia. Ella no tardó en organizarlo en condiciones, implicó al resto del personal, asistió a cursos de formación y empujó al jefe para conseguir no solo una agenda, sino una rehabilitadora que la ayudase. La rehabilitación es la base del tratamiento y es fundamental.

En estos años la consulta de disfagia ha crecido tanto que la jornada diaria apenas da abasto. No solo se ocupa de los citados sino de las interconsultas del hospital cuyos médicos, más de una vez, llaman al busca con prisas y exigencias para que sean vistas porque, al parecer, no pueden esperar uno o dos días (como si ese tiempo fuese a cambiar las cosas); no entienden que es posible nutrir a un paciente sin necesidad de darle comida por boca, se les olvida que existen vías venosas y sondas nasogástricas para alimentación. Si pudiesen sacar a mi compañera de quirófano para que atendiese a sus enfermos no dudo que lo harían (ya lo han intentado y ese día hice amigos porque fui yo, grumpy indignada, la que contestó al busca). La pobre aprovecha cada hueco (libre y no libre) para verlos; está sobrecargada, hace tests antes de la sesión, al final de la consulta, los días de planta, al terminar el quirófano y no se va ni un solo día a casa a su hora.

Es una tarea desagradecida, no solo por las exigencias de otros servicios sino porque son muchos los enfermos que apenas mejoran y eso después de un trabajo ímprobo. Cada paciente nuevo con disfagia (no ansiosa) supone cerca de una hora de historia, estudio e indicaciones. Muchos son casos tristes: ictus, parálisis cerebrales, enfermedades degenerativas, estancias largas en UCI, demencias. Muchas familias están cansadas, los enfermos no tienen fuerzas y no siempre les queda paciencia, la tiene que poner toda el médico. Afortunadamente también hay gente encantadora que compensa todos los desvelos, y es esa gente la que devuelve el ánimo a los profesionales en los momentos de desilusión o agotamiento. Los números mejoran según aumenta la asistencia, disminuyen las complicaciones relacionadas con la deglución, sobre todo el número de neumonías por aspiración y el gasto asociado, que es lo que interesa en las altas instancias, aunque nadie se preocupe por descubrir al responsable del milagro y aún menos en aliviar su carga.

viernes, 9 de junio de 2017

Dilemas y cavilaciones

Después de infiltrar a mis pacientes de Rendu, no puedo evitar sentir algo de inquietud sobre la evolución. ¿Habré encontrado la lesión responsable de los sangrados más severos? ¿Bastará para controlar la hemorragia? ¿Le dolerá? ¿Se infectará? No quiero pasarme e inyectar demasiado para evitar lesionar más de la cuenta, pero tampoco quiero quedarme corta y que la visita (y el viaje) no arreglen nada. A veces no es tan fácil que vuelvan en una o dos semanas para hacerles un repaso. Todo un dilema.

Muchos de mis pacientes están contentos aunque sea tan solo porque alguien se preocupa por ellos e intenta hacer algo. Por desgracia la escleroterapia no es una cura, solo es un parche, aparecerán nuevas lesiones en la zona ya esclerosada o en otras, hay mucha mucosa ahí dentro (eso cuando no son otros los órganos afectados por la enfermedad que dan la cara al mejorar las epistaxis, no sé si porque hay más sangre en el cuerpo por mejoría de la anemia y los vasos están más turgentes y se rompen con más facilidad o porque antes esas hemorragias pasaban desapercibidas y se achacaban a la nariz).

La mayoría de los pacientes saben cómo son las cosas, pero también los hay que se sorprenden cuando los sangrados reaparecen. Supongo que es culpa mía, en ocasiones voy demasiado volada, sobre la marcha les cuento cosas sobre lo que les voy a hacer para que no se asusten, pero se me olvida decirles que no sé lo que durará. También es cierto que, con los nervios del momento, no siempre se procesa toda la información, menos aún si esta va incluida en un bloque de palabrería acelerada.

Siempre es una tranquilidad, y una satisfacción, cuando el paciente te dice que está bien. No las tenía todas conmigo con uno de mis últimos enfermos y me animé a preguntarle para aliviar la incertidumbre. Al principio el hombre era reacio a venir, a fin de cuentas a nadie le apetece que le pinchen la nariz, es inevitable ponerse en lo peor y pensar que va a sangrar y no va a servir de nada. Si no están convencidos, prefiero contarles las cosas y darles tiempo a que se lo piensen, aunque la mayoría llegan preparados para el mal trago, o no se resisten demasiado. En esta ocasión el pobre enfermo sufrió un bombardeo de correos de distintos frentes para animarle a venir a verme (le escribí a instancias de su hermana y de la investigadora, las otras instigadoras, y tras un periodo de reflexión, el hombre claudicó). En su respuesta me dice que está bien, no ha sangrado y está contento, lo mejor es que parece que ha perdido el miedo. Mejor, porque aún nos queda el otro lado.

Otra paciente me llamó hace poco para volver y aprovechó para felicitarme por el éxito, nunca había estado tanto tiempo sin sangrar. Oír eso emociona, hay pocas cosas que motiven más a un médico que la satisfacción de sus pacientes; muchos van más allá y además muestran cariño, y con eso logran que el médico no solo se esmere en su trabajo sino que también crezca como persona (o lo intente). El otro día una amiga me preguntó si no estaba harta del trabajo, aburrida de la rutina del día a día, pero lo cierto es que, aunque la organización de mi semana esté preestablecida, no considero que lo que hago entre en la categoría de monótono y rutinario: mi jornada suele ser trepidante y no le faltan sorpresas. Eso sí, a veces viene bien un poco de descanso.

martes, 6 de junio de 2017

Rendu en familia

Una buena excusa para ponerse al día son los cumpleaños familiares. Llamo a mi prima para felicitarla y me cuenta cómo están sus hijos, sus padres, su marido y las últimas novedades. Yo no tengo hijos, pero tengo pacientes y algunos parecen casi adoptados, tanto es así que algunos de mis compañeros opinan que les malcrío. No sé qué habría sido de mí en caso de haberme convertido en madre. Sin duda, la naturaleza es sabia.

¿Qué tal por el hospital? me pregunta mi prima.
Bien, con mucho trabajo. Mañana tengo día de Rendu-Osler.
¡Qué bien! Así luego nos lo cuentas en el blog.

Su respuesta me sorprende y se lo comento a House en la cena.
La culpa es tuya, me dice. Has convertido una enfermedad y su tratamiento en una anécdota.

Su acusación me hace pensar. ¿De verdad frivolizo el tema? En mi defensa diré que no es mi intención, cuento lo que sucede y no lo exagero en absoluto, ¿para qué?, si no le falta emoción. Por un lado está la tensión del paciente, el miedo al dolor, a sangrar. Mi mejor arma para calmar su angustia es ganarme su confianza y para eso no basta con ser amable, también tengo que aparentar seguridad. Hablo, hablo mucho, procuro explicarle, distraerle, les doy toda la información posible, House dice que cuando estoy nerviosa hablo de más y hasta puedo parecer algo tonta, no suena muy tranquilizador, de lo que estoy segura es de que más de uno sale de la consulta con la cabeza como un bombo.

La mañana va a un ritmo casi trepidante. Aparece el primer paciente acompañado de sus hijas. El tiempo necesario para infiltrar a uno es el mismo que el de dos, si son de la misma familia y pasan juntos. En el caso de tres no se tarda mucho más. Los familiares hacen turnos en el sillón. Empezamos por la anestesia, miro y coloco los algodones en el primero, le sigue el segundo y luego va el tercero. Separo el instrumental de cada uno en sus correspondientes bateas y les pongo el nombre para que no se mezclen. Si el sangrado es reciente, suele ser preciso cambiar los algodones por otros para limpiar los restos secos de sangre y costras de la nariz. Preparo las inyecciones, la aguja de cargar les asusta, el residente les aclara que no es con ese monstruo con lo que pincho, les enseña la buena y se tranquilizan. Empiezo a infiltrar. El primer pinchazo es introductorio, le sigue otro rato de anestesia. Durante la espera de uno, me dedico a otro (y a otro). No hay tregua, uno se levanta y otro se sienta mientras me cambio de guantes y de bandeja. Yo no me siento, no puedo.

El proceso lleva su tiempo. Mientras tanto aparecen más enfermos, también suben algunas urgencias. El siguiente paciente es único, pero bastante complicado, durante la anestesia aprovecho para ver las urgencias en la consulta de al lado. La enferma está nerviosa, no le faltan motivos, y mi cháchara no basta. Salgo a la sala de espera a por refuerzos, le pido ayuda a una de mis pacientes más antiguas, a veces nada como otro que ha pasado por lo mismo para sentirse comprendido.

Voy despacio, hay casos que las prisas solo empeoran las cosas y este es un buen ejemplo. Todo ha de hacerse con delicadeza, nada de movimientos bruscos. Pinchazo y algodón, espera y repetir, poco a poco. Amenaza con sangrar, lo intenta un par de veces pero se controla. La paciente aguanta, y es largo, y le hago daño, hay zonas malas y tengo que pinchar mucho. Es un caso difícil y una nariz mala, ¡ojalá vaya bien!

Más urgencias. Entre medias varío de actividad y dreno un absceso. Los siguientes también vienen en grupo, las enfermedades hereditarias tienen eso, que afectan a varios miembros de la misma familia, y siempre es mejor ir al médico acompañado y pasar juntos el mal trago. Sigo la misma rutina: turnos de anestesia, turnos de pinchazo, cada uno con su bandeja de instrumental. Se cuela una espina de urgencias entre medias, pero solo lleva un momento. Fuera, otra paciente espera. Es su segunda visita, le toca la otra fosa, está mejor, me dice que nota que ha ganado independencia, que estaba empezando a aislarse por miedo a salir y sangrar y que eso ya no le pasa. La primera vez fue difícil, en esta ocasión es casi un paseo.

Hay una paciente, con un oído que no me gusta, que le dije que viniese para echarle un vistazo y comprobar qué tal le iba el tratamiento. No se ha curado aún pero al menos ya no le duele. Una de la casa me pide un favor para un familiar, le explico que tiene que esperar, pero no le importa. Lo veo al terminar. Noto las piernas pesadas. El residente no debe de estar mucho mejor porque cuando le digo que si bajamos a la urgencia a ver si queda algo pendiente me dice que no sería mala idea descansar cinco minutos. La auxiliar le secunda, de hecho me sugiere que me tumbe un rato en la camilla para reponerme. No es para tanto, pero no le digo que no a un poco de café y una galleta, aunque sea la hora del aperitivo.

domingo, 4 de junio de 2017

Tarde de teléfono

Toca tarde de no hacer nada después de una mañana agotadora en el hospital. Hemos repuesto fuerzas en el restaurante de abajo con unos amigos de House y debíamos de estar muy necesitados porque casi les dejamos sin viandas. House sigue de plan con sus amigos y mi intención es tumbarme en el sofá. Quizá me haga un poco de pedicura, ha empezado la temporada de sandalias y ni siquiera me he pintado las uñas. Cojo la caja donde guardo todos los archiperres necesarios para la labor, no sé ni lo que tengo dentro, hace casi un año que acumula polvo en el baño.

No tarda en sonar el teléfono, primero es mi madre, solo quiere saber si estoy viva porque no hemos hablado en toda la semana. A continuación llama mi hermanita con las anécdotas y los mocos de mis sobrinos; la pequeña ha heredado la personalidad de su madre en su infancia (algo que hermanita no recuerda pero que los demás no hemos olvidado). La chiquilla tiene muy claro, a su año y medio de edad, que no está dispuesta a hacer el ridículo, de manera que sus padres han desistido de llevarla disfrazada a ningún lado, la niña se niega a salir con esas pintas. Luego, si en la guardería los demás llevan disfraz, es la primera en colocárselo, pero antes tiene que asegurarse de que esa extraña indumentaria no es un capricho. Su hermano es todo lo contrario, nada como convertirse en un personaje lleno de historias gracias al atuendo, el verano pasado a duras penas se consiguió que cambiase sus botas amarillas de agua, dignas del mejor bombero, por unas sandalias.

Al poco de colgar aparece un número en pantalla que no tengo fichado. Es una de mis primas. La ventaja de ser el médico de la familia es que siempre mantienes el contacto, sabes que la salud de todos está bien si no te llaman, pero cuando lo hacen no solo te cuentan el motivo de consulta sino que la llamada sirve de puesta al día sobre el resto.

¿Te pillo en mal momento?, me pregunta
Para nada, le contesto mientras me arrellano en el sofá. Estoy supertranquila.
Me cuenta la consulta, no es de mi especialidad, pero en mi familia tienen la idea de que sé de todo (¡ojalá!). A veces se agradece que las conversaciones con mis amigas médicos versen sobre anécdotas de pacientes, se aprenden muchas cosas. Las comidas y las cenas de guardia eran casi sesiones clínicas.

Pasamos a otros temas. Hablamos de las entradas del blog, me dice que le gustan las del hospital, al parecer le dan mucho juego en el trabajo para comentarlas con sus compañeros. Me habla del trabajo. Me cuenta que hace poco ha estado en Alemania viendo cómo funcionan allí y ha sido un viaje de descubrimiento y de desmontar mitos, los alemanes no trabajan más que los españoles.

¿Qué hacías?
Miro la caja de pedicura a mi lado, todavía no he empezado. Quizá no sea mala idea
La pedicura, contesto.
Yo soy un desastre, me dice. Mi hermana siempre va a que le arreglen los pies, las manos, el pelo, pero a mí me da pereza.
Ya somos dos, quizá por eso escribo los post de belleza, por si hay alguien que prefiere los tratamientos caseros a los del salón. Nada como la comodidad del propio sillón. Además no me resulta cómodo que alguien que no conozco me toque los pies, por muy limpios y perfumados que vayan, ni tampoco que me hurguen en las uñas de las manos. ¿Cutículas? Estaría en tensión. ¿Esmalte? En las manos no, por favor, lo noto como si tuviese yeso pegado a los dedos. Además me conozco, me gustan las uñas muy cortas (todas), para que no se me ensucien, y no creo que eso se adapte a ninguna tendencia estética. Sí, soy una tiquismiquis.

Abro la caja de los milagros. En su interior descubro la Eight hour cream de Elizabeth Arden. ¡Qué sorpresa!, la había echado de menos, no sabía dónde la había metido, al menos lleva allí un año. Es lógico que la guardase ahí, es una de las mejores cremas para pies que conozco, la leyenda cuenta que la fórmula surgió de un unte para las pezuñas de los caballos, creo que el origen de esa historia es por el olor, me recuerda al desinfectante de Zotal de las cuadras de mi tío (aunque hay una versión sin olor). Eso sí, si suavizaba las pezuñas, las uñas y las cutículas las deja como nuevas. No tardo en comprobarlo.

Es un poco incómodo pintarse las uñas y sujetar el teléfono, pero me apaño. Sé que la mejor técnica es poner un poco de adhesivo alrededor para proteger la piel y que la forma quede perfecta pero tendría que ir a buscarlo y es demasiado trabajo. Ya rasparé los churretes cuando se seque, nada de un bastoncillo con quitaesmalte que se lleva la mitad de la pintura.

Mientras tanto hablamos de vestidos. Me pregunta donde comprar uno para un boda, tiene una idea bastante clara de lo que quiere y no es el típico traje tieso de vestir. Lástima que no compartamos talla porque en mi armario hay donde escoger. En Claudio Coello hay tantas tiendas que es posible que encuentre algo que se ajuste a lo que busca, le digo que también puede probar en Divina, en Elisa Rivera, o en la página de alquiler de vestidos maravillosos e incomprables de 24horas.fab.

Cuando colgamos el sol se ha puesto hace rato, sin embargo aún estoy haciendo la digestión de la comida. Entra un poco de aire fresco por las ventanas. Me recuesto en el sofá con mi libro.

martes, 30 de mayo de 2017

Sesión sobre Rendu

Una mañana recibo la llamada de un amigo mío, jefe de servicio de otro hospital. Me comenta que está organizando un curso para residentes sobre epistaxis y que le gustaría que yo fuese a hablarles del Rendu Osler. No me gusta hablar en público y no suelo asistir a cursos, en el hospital tengo mucho trabajo y si estoy de congreso no puedo atender pacientes, sin embargo sé que pocos hablarán del Rendu con tanto entusiasmo como yo y cuántos más médicos motivados haya dedicados al tema, mejor para los enfermos.

Ese mismo fin de semana preparo las diapositivas, si no lo hago así corro el riesgo de dejarlo para el último momento. En los sucesivos martes aviso a los pacientes para que no acudan ese día al hospital porque no me encontrarán. Algún paciente se ofrece a que le haga la infiltración en directo, en el curso. No es mala idea, de hecho cuando se la comento al organizador del evento le parece excelente.

Sin embargo, según se acerca la fecha, mi voluntario falla, está bien y no necesita infiltrarse, no es cuestión de llevarse un pinchazo por amor a la docencia. Le mando un mensaje a mi amigo, pero coincide con el bloqueo informático de seguridad en Sanidad para evitar virus como el que ha bloqueado los hospitales ingleses y no lo recibe.

Mi charla es a media mañana. Ese mismo día me paso a primera hora por el hospital por si aparece algún Rendu despistado para infiltrarse. Hago bien, viene una paciente de Castilla La Mancha y sería una pena que hubiese hecho el viaje en balde. Estoy por llevarla al curso porque es un encanto y está encantada, hace un mes que no sangra y la hemoglobina le ha aumentado, se encuentra mejor y con más fuerzas. No obstante, es posible que no sea el mejor caso para animar a nadie porque también está anticoagulada y el riesgo de sangrado en el proceso es más alto que con otros enfermos.

En esas estoy cuando recibo una llamada del organizador. ¿Recuerdo que es hoy el día del curso? ¿Voy a llevar a algún paciente? Le explico que el que tenía ha fallado, pero que si quiere puedo buscar a otro. Me pide que lo intente.

Llamo a una paciente que sé que vive cerca del hospital en cuestión. La pillo en la peluquería, pero me dice que en cuanto acabe, allí estará. Me pregunta dónde tiene que ir. Buena pregunta, no lo sé, quedo en llamarla de nuevo para darle todas las instrucciones.

Salgo hacia allá. No conozco el camino ni he estado nunca en ese hospital. Me imprimo un plano para no perderme, no es que vaya a consultarlo mientras conduzco, pero me sirve para hacerme un mapa mental de la ruta y recurrir a él en caso de emergencia. Llego sin problemas. Aparcar es un martirio, me entero después que hay huelga de taxis, todo está lleno de coches y ninguno se mueve. Finalmente encuentro un hueco de chiripa. Voy a Información y pregunto. Estoy nerviosa y hablo sin parar, cuento cosas que a las pobres del mostrador no les interesan. En cuanto pueden meter baza, me explican como llegar al aula.

Sigo las indicaciones al pie de la letra, luego me doy cuenta de que apenas me he fijado en nada y si consigo salir de ese laberinto al terminar es de chiripa. Un pasillo, puertas, un ascensor, otro pasillo, más puertas, las flechas de los carteles al aula cambian de sentido, pregunto, estoy en el sitio pero no lo veo, ¡qué cierto es eso de que el que no sabe es como el que no ve!, paso un par de veces por delante hasta encontrarlo. Lo primero que hago es llamar a mi paciente para darle los detalles. No debe quedarle claro porque me dice que preguntará en Información. Le digo que ya saben que va a ir, es una de esas explicaciones innecesarias que les he contado a las pobres mujeres.

Saludo y me saludan. Para romper el hielo me preguntan sobre el Rendu, todos le tienen bastante respeto, cuando los enfermos acuden a urgencias es porque son incapaces de cortarse ellos mismos la hemorragia y tampoco el médico cree tenerlas todas consigo. Hablo y hablo, entre los nervios y todas las anécdotas acumuladas no sé si alguien es capaz de seguir el curso de mi logorrea.

Mi paciente llega justo a tiempo, la pobre ha abandonado la peluquería a toda prisa. El director hace las presentaciones y empiezo mi exposición mientras le coloco unos algodones con anestesia tópica en la nariz. Aprovecho para contar lo importante que es anestesiar bien antes de cualquier manipulación, es una zona muy sensible. Mientras la anestesia hace efecto hago un breve resumen de la enfermedad y del material y la técnica de la esclerosis. Preparo la infiltración mientras les muestro algunas imágenes de las lesiones.

Llega el momento de la verdad. Les digo que el que quiera se acerque porque no van a ver nada desde el asiento. Me sorprende que se levante toda la sala, lo habitual es que lo hagan uno o dos, los más osados. El interior de la nariz se ve poco pero lo suficiente como para hacerse una idea. También hay una teleangiectasia en el labio que me comenta que le ha crecido y que aprovecho para pinchar, esa se distingue muy bien y la demostración es mucho más clara. Todo va rodado, no hay sangrado, ni sustos, y no tardamos más que unos minutos. Es el caso ideal para animar a la gente. No me canso de insistir en lo fácil que es, pero nada como comprobarlo de primera mano.

Para terminar la sesión, presento los datos recogidos por los farmacólogos. Farmacia hospitalaria prepara una pomada de propranolol para estos casos (el propranolol inhibe el crecimiento de las lesiones vasculares) y los residentes han hecho un estudio sobre su eficacia (junto con la escleroterapia). Los datos no pueden ser más alentadores. La gravedad de los sangrados ha bajado de una media de 7 sobre 10 a 2 y la calidad de vida ha subido en 4 puntos. Añado que la calidad de vida del médico también mejora, no solo por la satisfacción de los enfermos, sino porque las hemorragias masivas son menos frecuentes y precisan menos visitas a la urgencia.

La paciente recalca lo que han mejorado su vida y la de su hijo, los sangrados ya no le suponen una limitación laboral y no viven con el miedo de sangrar en cualquier momento. Se atreven a hacer planes, a salir y a viajar. Anima a que más médicos lo hagan. Después de oír sus palabras, el entusiasmo de la sala es generalizado.

domingo, 28 de mayo de 2017

Pequeñas desventuras quirúrgicas

Hasta lo más sencillo es susceptible de complicarse, y en medicina esa es la triste realidad, no porque una cirugía sea breve o técnicamente fácil significa que va a ir todo rodado. Si además se aplica que lo mejor es enemigo de lo bueno, el cóctel es explosivo.

Estoy en quirófano cuando avisan del hospital de día: ha ingresado un paciente para cirugía que no ha suspendido el anticoagulante. Está programado para un tubito de drenaje transtimpánico, para eso solo necesito anestesiar el tímpano con unas gotas de fenol por lo que no importa que tome Sintrom, siempre que esté en rango. Hay tiempo, va al final de la mañana. Lo remito a la consulta de coagulación para que le hagan un control. Todo está en orden.

Termino el parte a falta del tubito. Esa es la primera cirugía de oído que se hace de residente, recuerdo los entrenamientos en los que ponía un esparadrapo al fondo de un otoscopio y, con el microscopio, le hacía la incisión con el miringotomo para insertar el diábolo por aquel ojal a modo de botón. Desde entonces he perdido la cuenta de los tubitos que he puesto, aunque los hay que son el más difícil todavía, hay conductos diminutos o retorcidos que apenas permiten acceso al tímpano, y no se debe pinchar el oído en cualquier sitio so pena de dañar la cadena de huesecillos.

Voy con cuidado, en el oído los movimientos han de hacerse casi a cámara lenta, cualquier movimiento brusco puede ser desastroso, además de que cualquier roce en la piel del conducto no solo duele sino que puede sangrar y una gota en el oído convierte el campo en el mar rojo, y en un paciente anticoagulado es un mar en plena tempestad. El conducto es estrecho, pero no del todo malo. Después de quemar la zona del tímpano con una gota de fenol, hago el corte y enseguida brota un poco de líquido ambarino del interior (motivo por el que el enfermo no oye). Aspiro para limpiarlo antes de poner el drenaje. Inserto el tubo, todo está bien pero sale algo más de líquido a través del orificio. Mejor aspirarlo para evitar supuraciones y obstrucciones. Como he dicho al principio, lo mejor es enemigo de lo bueno.

Meto el aspirador, le digo al enfermero que sujete la goma por si aspira demasiado y tira del tubo, no deseo sacarlo. Rozo el borde del drenaje y, en un instante, el tubo se cuela en el oído medio. No se queda abocado en la incisión sino que desaparece en el fondo de la caja.

¿Qué hacer? El primer impulso es intentar extraer ese tubo, pero no es eso lo que se debe hacer sino que lo más sensato es dejar ahí dentro ese tubo, colocar uno nuevo en el tímpano y no tocarlo. Cualquier manipulación extra solo puede empeorar las cosas, y en este caso concreto se suma el factor de la anticoagulación. El único daño que hace un tubito colado es al pundonor del cirujano, es tan diminuto que al paciente no le afecta, sin embargo hurgar más de la cuenta sí que puede acarrear lesiones.

 Cuando un tubo desaparece así, apenas se puede dar crédito a los propios ojos. El moco se acumula en el oído es porque la presión del oído medio se ha vuelto negativa, lo que se traduce en que chupa como un aspirador (con más o menos potencia). No es algo frecuente, pero a casi todos los otorrinos les ha sucedido en alguna ocasión, a mí en dos, la primera no sé si fue de residente o al poco tiempo de terminar, pero de eso hace más de 15 años, en esa ocasión era un niño y estaba dormido, y con mi inexperiencia aproveché la anestesia general para intentar extraer el tubo, sin ningún éxito, cada vez que lo tocaba, el moco tiraba en dirección contraria y se colaba más al fondo.

Por mucho callo que se tenga en algo, y a lo largo de mi carrera he puesto miles de drenajes, una nunca se puede confiar. Es uno de los pros, y también de los contras, de la medicina, que siempre surgen cosas que te sorprenden.

lunes, 22 de mayo de 2017

Médico a bordo

Paso por la sala de médicos de urgencias y pregunto si tienen algo que quieren que valore. Están habituados a verme por allí, aunque confieso que mi aparente buena disposición no se debe solo a un sentimiento altruista, sino que esconde un beneficio personal, es un modo de evitar que quede algo pendiente a última hora, cuando lo único que apetece es irse a casa.

En esta ocasión no hay nada. Una de las médicos me comenta: "He visto un vértigo, pero le he puesto tratamiento y le he dado el alta" (ante una crisis aguda poco más se puede hacer, el enfermo mareado no está para soportar muchas exploraciones). "La paciente venía del ginecólogo, mientras estaba en la consulta se ha empezado a encontrar mal y le ha preguntado al ginecólogo si había un médico por allí. El ginecólogo le ha dicho que no, que tendría que acudir a su Centro de Salud, y de ahí, en un alarde de eficiencia, la han mandado a la urgencia."

Nos reímos. Es cierto que un ginecólogo poco va a hacerle a un vértigo, la especialización es lo que tiene, se te olvida el resto de la carrera, pero de ahí a decirle a una paciente que allí no había ningún médico... Ese ha sido el desencadenante para recordar batallitas, la medicina está llena, no se me olvidará el día que la residente de familia que estaba conmigo de guardia tuvo que salir pitando al box de enfrente a atender un dolor abdominal que resultó ser un dolor de parto. La paciente no sabía que estaba embarazada, y eso que no era el primero.

"Me acuerdo de la primera vez que en un viaje en avión pidieron un médico", contó la misma médico. "En el asiento de atrás iba un niño al que empezó a subirle la fiebre hasta que se puso malísimo. Yo venía de un congreso y me acompañaba una residente. Cuando pidieron un médico por megafonía, la residente, en su inexperiencia, hizo amago de levantarse. "Espera un poco", le dije, "seguro que aparece alguien". No tardo en acercarse por el pasillo una mujer contemporánea de Tutankamon, y cuyo aspecto poco tenía que envidiarle a la momia. "Yo soy anatomopatóloga", dijo. Mi residente me miró con cara de "el niño aún no está como para hacerle una autopsia". Aún así, la retuve. La patóloga miró al chiquillo, le tocó la frente y comentó "creo que le iría bien un poco de paracetamol." La madre debía llevar un bote encima y preguntó "¿Cuánto le doy?". "No sé, ¿qué cantidad suele tomar?" La madre no se acordaba y la patóloga miraba el bote sin saber. No pude contenerme, me di la vuelta y dije: "En el prospecto viene una tabla con la dosis según el peso del niño, solo hay que mirarla y ajustar la jeringa dosificadora". "¡Ah! ¿Es usted pediatra?" "No, soy internista, pero hágame caso".

Otro de los médicos de la sala también había sufrido una llamada en pleno vuelo, un viajero parecía estar sufriendo un jamacuco. ¿Un ictus? ¿un infarto? Respondió a la llamada y por el camino se encontró con un hombre que también iba para allá. ¿Eres médico? se preguntaron mutuamente. Ante la respuesta afirmativa mencionaron su especialidad. Cardiología. Urgencias. Tras valorar la sabiduría del compañero para enfrentarse a este tipo de situaciones, se cedieron el caso, aunque ninguno aceptó la generosa oferta del otro. Cuando se acercaron el paciente, éste empezó a hablar. Un dato importante en la medicina es que la locuacidad suele estar reñida con la gravedad. Contó una historia para no dormir, en la que no quedaba muy claro si en el médico al que había acudido pocos días atrás le había visto una mancha en la cabeza, en el pulmón o dónde. El caso es que el urgenciólogo dijo "un momento", volvió a su asiento, sacó un Valium de la mochila y le dijo al enfermo que se lo pusiera debajo de la lengua. En menos de 20 minutos el hombre estaba curado y dormido.  Nada mejor que un sueñecito para una crisis de ansiedad.

sábado, 20 de mayo de 2017

Trols

Siempre ha existido gente tóxica, individuos inaguantables a los que les corroe la envidia y que consideran que su misión en la vida es señalar a los demás sus defectos y hacerle la vida imposible al que se le acerque, ya sea porque no le quede más remedio (familiares con infinita paciencia o profesionales que tratan de hacer bien su trabajo) o porque el que solo busca ser amable descubra tarde su error y no le dé tiempo a escapar.

Normalmente estos individuos terminaban aislados, las críticas y la hipocresía no son valores que la gente admire, aunque lo sorprendente es que muchos famosos de medio pelo viven de eso, de su falta de escrúpulos y de su mala educación, algo que no comprendo. La televisión empezó dándoles alas a muchos y las redes sociales se han encargado del resto, de esos ciudadanos de a pie a los que nadie les importaba que existieran y que han visto en la posibilidad de comentar publicaciones (desde el periódico a youtube) la puerta abierta a la fama y al reconocimiento a sus opiniones. Más de un psiquiatra podría hacer su tesis doctoral con los comentarios del País, ni siquiera entre los pacientes hospitalizados en su servicio van a encontrar una muestra tan amplia de enfermos mentales.

Es una pena que a la mayoría se les siga el juego. Es lo que buscan, hacer un comentario dañino y encontrar respuesta, no les importa si positiva o negativa, de hecho si es negativa y azuza la polémica, mejor que mejor. No hay que erigirse en paladín de la justicia con gente así, es perder el tiempo. Soy de la opinión que no hay mejor desprecio que no hacer aprecio. En la consulta he aprendido que no estoy ahí para discutir, aunque en ocasiones es inevitable porque deshacerse de algunos individuos no es fácil. Una de las mejores enseñanzas de mi abuelo materno es que para decir algo desagradable, es mejor callarse, sobre todo si tu opinión no va a mejorar las cosas (esa segunda parte es un añadido mío, supongo que para justificar la impulsividad que a veces me hace actuar como abogado de pleitos pobres y sin futuro, aunque la experiencia me ha enseñado a escoger mejor las batallas).

Con el tiempo uno gana seguridad en sí mismo y actúa según cree que debe hacerlo, la influencia externa es cada vez menor, así como el compararse con el resto, lo que haga cada uno es cuestión suya (con el matiz de que no haga daño a nada ni a nadie). La realidad es que la tercera ley de Newton de acción y reacción es universal, todo acto repercute en los demás, lo mejor es que esa repercusión sea positiva y no permitir que lo negativo te amargue, siempre hay algo bueno en lo que fijarse.

miércoles, 17 de mayo de 2017

Mocos

Sé que el título de esta entrada no es nada sugerente, cuando escogí especialidad médica recuerdo que alguno hizo mención a la cantidad de mocos a la que tendría que enfrentarme con cara de asco. No obstante, creo que hay especialidades que salen mucho peor paradas en cuestión de fluidos corporales, uno no asocia automáticamente la cirugía general con cacas, pero ahí están los cirujanos delante del colon a diario. Sin duda los mocos son más llevaderos.

Los bebés enseguida se llenan de mocos, eso lo saben bien los padres que deben limpiarlos con amor y paciencia (y sin guantes) y no por ello dejan de pensar que el pequeño es un angelito. Cuando era pequeña, hermanísima tenía un muñeco adorable cuyo nombre comercial era Baby mocosete y que hacía pipí y tenía moquitos, se consideraba toda una delicia de juguete. ¿Qué cambia para que con el paso del tiempo los mocos se conviertan en algo casi tabú?

Nada como un otorrino en la familia para llegar a ver los mocos como algo tan natural que incluso las conversaciones telefónicas giren con frecuencia sobre la evolución de su color en los catarros. Escogí una especialidad muy socorrida, mucho más de lo que se figuraron en un primer momento, sobrinos aparte, raro es el que no sufre de algo de rinitis, además de que la alergia a pólenes está a la orden del día (sobre todo en estas fechas).

Sin embargo cuesta imaginarse que nadie pueda convertirse momentáneamente en un héroe por culpa de los mocos, pero así es, y no tardé en descubrirlo. Los pacientes operados de laringe, con traqueostomías, tienen tendencia a acumular moco en el árbol respiratorio, y esa tendencia se agrava porque la mayoría tienen los bronquios destrozados gracias al tabaco. El aire que entra sin filtros nasales que lo calienten y humedezcan, les irrita, y la mucosa irritada produce moco; si se sobreinfectan el tema es aún peor, los mocos se espesan. Para tratar ese problema se usan aerosoles, se les aspira regularmente y se les enseña a toser, pero a veces eso no basta.

Una noche, en una de mis primeras guardias, me llamaron con urgencia de una de las plantas: un paciente laringuectomizado presentaba serios problemas para respirar. Corrí escaleras arriba hasta llegar sin resuello a la cabecera del enfermo. El pobre tenía muy mal color, la cianosis se describe como negro como un zapato y no es una exageración, la piel se torna gris y los labios morado oscuros casi negros. El ruido que emitía se asemejaba a una cafetera vieja en ebullición, pero por el agujero de la tráquea apenas salía aire.

Tiré de la cánula, a veces el tapón está ahí atascado y con retirarla basta. Todo seguía igual e iluminé con una linterna el interior de la tráquea (no disponía de otra luz mejor). Solo se veía oscuridad, nada de un tubo de mucosa sonrosada como sería normal. Pedí una jeringa con suero, un aspirador y una sonda a la que le corté la punta para que solo aspirase por el extremo y no perdiese fuerza por los orificios laterales (no comprendo el diseño ese de varios agujeros cuando lo que interesa es concentrar la aspiración). Instilé unos cc de suero en el interior de la tráquea y le dije al paciente que contuviera la respiración unos segundos. Aquel pobre me miró con los ojos desorbitados, no solo se ahogaba sino que aquella jovencita casi recién salida del colegio parecía dispuesta a rematarle con líquido en la vía aérea. ¿Qué pretendía? Tosa, le ordené. Es lo que le pedía el cuerpo, salpicó alguna gotita pero nada más. Aspiré y repetí la operación. Instilé un poco más de suero. Aquello sonaba como una olla. Le hice toser de nuevo y metí el aspirador. Al momento salió disparado un tapón, un molde cilíndrico de mocos sólidos y duros de varios centímetros de longitud, y en los pulmones del enfermo entró un chorro de aire que le devolvió la color. El hombre me sonrió aliviado y me hizo sentirme como una heroína que le había salvado la vida, además de como toda una profesional aunque no fuese más que una inexperta R1. ¿A quién no le gusta sentirse así? Y todo fue cuestión de mocos.

lunes, 15 de mayo de 2017

Mutaciones y eminencias

Hace unas semanas me escribió la investigadora que lleva el Rendu para comentarme un caso que le preocupaba. Se trataba de un chaval muy joven, de apenas 20 años, una edad en la que nadie debería tener preocupaciones de salud, aunque por desgracia la enfermedad no se somete a ninguna regla. En el Rendu los sangrados suelen comenzar en la adolescencia y empeorar con la edad, pero en esta ocasión, a pesar de su juventud, las hemorragias no eran nada desdeñables y afectaban no solo su vida sino su confianza. La sangre impresiona incluso por escrito, despertarse por la noche, dormido en medio de un charco de sangre, debe de ser aterrador y eso es lo que le sucedía a este pobre muchacho.

Todos los pacientes son especiales, y aún más en una patología poco frecuente como el Rendu, pero este era un caso raro dentro de una enfermedad rara. Aunque el Rendu es una enfermedad hereditaria, en este joven había surgido de novo, a través de una mutación genética. Por si eso no bastara, su clínica también era distinta a la habitual, en lugar de sangrados nasales, sangraba por boca y por la noche, a traición. Para más inri, tampoco parecía presentar las lesiones vasculares típicas que dan nombre oficial al Rendu (Teleangiectasia Hemorrágica hereditaria).

Las teleangiectasias no son otra cosa que dilataciones vasculares, en el caso del Rendu además hay uniones directas arterio-venosas sin capilares de por medio y esos vasos están dilatados porque carecen de capa muscular (que sí tienen las arterias pero no las venas ni los capilares) y las uniones entre las células del endotelio que recubre el vaso por dentro son defectuosas. Por todos esos motivos, y porque llevan presión arterial, esas teleangiectasias son muy frágiles y se rompen con la respiración, literalmente.

Lo primero era descubrir el origen de los sangrados de este muchacho. Era evidente que si sangraba el vaso responsable existía y era cuestión de encontrarlo. Para eso me escribía la investigadora, para que lo viera con la esperanza de que mi experiencia me sirviera para identificar las lesiones.

Empecé como siempre, con los algodones de anestesia en la nariz. No es que esperase encontrar mucho allí pero una nariz anestesiada siempre se explora mucho mejor. Nada en la boca, nada en la zona anterior de la nariz... tendría que bucear un poco por las profundidades con el fibroscopio.

Si la respiración basta para hacer sangrar a un Rendu, no hace falta mucha imaginación para figurarse la marea roja que puede desencadenar un algodón de anestesia y un fibroscopio es aún más peligroso, pero, a fin de cuentas, no era la primera vez. Hacia el fondo de la nariz descubrí unas dilataciones sospechosas. Bajé por la faringe y, camuflada detrás del polo inferior de una de las amígdalas, apareció una hermosa teleangiectasia. ¿Sería la culpable? Mi hallazgo no solo tranquilizó al paciente, por fin se veía algo, sino que me elevó a sus ojos al nivel de eminencia. Me hizo mucha gracia el título, aunque aún debo aprender mucho más para acercarme a él.

Infiltrar la nariz no es difícil, sobre todo si no sangra. Pinchar un vaso por detrás y por debajo de una amígdala en un paciente despierto es harina de otro costal, sin embargo una aspirante a eminencia como yo tenía que intentarlo. El chico puso su mejor voluntad, y yo toda la anestesia que me pareció necesaria y un poco más. Con una mano cogí los depresores de lengua, con otra la jeringa y clavé la aguja en la zona. El pinchazo fue a ciegas y la puntería no muy buena, a pesar de la anestesia, las arcadas eran inevitables (tenía metidos los depresores hasta el fondo de la garganta) y no ayudaban. Revisé con el fibro: el vaso seguía allí, orondo y amenazante, era de todo menos bonito.

Solo nos quedaba una alternativa: infiltrar en quirófano con anestesia general. El problema es que el paciente venía de fuera y la Sanidad autonómica no da facilidades para tratamientos lejos de casa. Hicimos los papeles por si colaban, nada se perdía por probar, pero por desgracia eso no sucedió. Había que recurrir a otra estrategia. Con una llamada, una cita médica de última hora y una estancia en casa de unos amigos arreglamos los trámites. Nunca la burocracia fue más rápida. En medio de aquel tejemaneje los familiares me miraban con cara de asombro, pero tal y como funcionan las cosas conviene contar con otros recursos, además de los médicos. Ya teníamos un traslado legal.

A pesar de mi mala puntería, aquel primer pinchazo algo hizo y me gané la confianza del paciente. Los sangrados disminuyeron, una pista más de que ahí teníamos al responsable. En un par de semanas todo estaba listo para la cirugía. Ni siquiera con anestesia general la zona era accesible con facilidad, y no era cuestión de quitar la amígdala para mejorar la exposición. La mejor visibilidad me la proporcionaba un espejito de laringoscopia (de los de dentista) pero cuesta orientar una aguja con la ayuda de un espejo, no todo está donde se espera, hay cosas al revés.

Aproveché para infiltrar la región posterior de la nariz, donde también había visto lesiones. Agradecí que el tabique fuese bastante recto y que gracias a ello la aguja finísima, pero de casi 10 cm de longitud, no se clavase en ningún saliente. Contemplar como aquellos vasos clareaban con la entrada del líquido al difundirse en su interior fue alentador. Encontré alguna lesión más, bien oculta debajo del cornete medio, y también la esclerosé, no era cuestión de dejar cabos sueltos.

Todo fue bien. El paciente volvió a su casa al día siguiente. Sin embargo, tras un par de semanas, me llamó, había vuelto a sangrar, esta vez por la nariz. En la consulta comprobé que en la amígdala no se veía nada y le di un repaso a la nariz, aún quedaban algunas teleangiectasias debajo del cornete. Me ha escrito para decirme lo contento que está y que sigue bien. ¡Menos mal!

viernes, 12 de mayo de 2017

Llamadas en consulta

Llego a la consulta, voy volada porque no me gusta llegar tarde. He dejado a mis compañeros en la sesión que, para no variar, se ha prolongado más allá de la hora. Tengo la impresión de que a ellos el tiempo de los demás les preocupa menos que a mí. En la puerta ya tengo al primer extra de la mañana, además de los citados siempre hay algún paciente al que le he dicho que venga, que no hay problema, que le veo en un momento. Como ni apunto ni recuerdo los nombres de los no-citados, total ya los veré según aparezcan, a veces me encuentro con una pequeña tropa esperándome en la sala.

No uso móvil, creo que en mi caso es un mecanismo de autodefensa, capaz sería de darle el número a los pacientes por si me necesitasen y entonces no podría vivir. No obstante, algunos tienen que localizarme, los Rendu-Osler conviene que me llamen antes de presentarse por sorpresa, y a esos pacientes (y a otros) les doy el número directo de la consulta, es lo más práctico. Algunos días necesitaría una secretaria para atender las llamadas.

En medio de la consulta me llama uno de mis Rendu. "Doctora, estoy sangrando". Lo habitual es que ellos mismos se taponen y se controlen el sangrado y vengan a que les esclerose el siguiente martes. Quedamos en eso. A los pocos minutos vuelve a sonar el teléfono. "No se me corta la hemorragia, trago sangre". Miro la lista de citados, ¡en fin!, uno más no importa. Le digo que venga y el número de la puerta en la que estoy. "Lo que tarde en llegar, doctora."

La consulta no para, entra uno, sale otro y entra el siguiente. A veces recuerdo que no estaría mal ir al baño cuando tenga un momento. Con frecuencia ese momento no llega hasta el final de la mañana.

Aparece mi paciente de Rendu. Termino con el citado y le hago pasar. "No quería ir a urgencias a mi hospital porque allí me iban a taponar y luego es peor" se justifica. Tiene razón, en los Rendu conviene usar taponamientos de materiales reabsorbibles para que no traumaticen aún más la mucosa al retirarlos, sin embargo no todos los médicos tienen en cuenta esa cuestión y quienes pagan el pato son los pacientes. Este ya se lo sabe, ha pasado por muchas malas experiencias.

Está encantado con la escleroterapia, me cuenta. Lleva un mes sin sangrar y apenas se lo puede creer, y su hijo tampoco, añade. Antes sangraba todos los días y a modo. Soy consciente, su primera visita fue antológica. Afortunadamente hubo suerte y todo fue mejor que bien y pude cortarle la hemorragia con la infiltración. Eso sí, pasamos juntos más de una hora. Mientras la anestesia le hacía efecto, y entre pinchazo y pinchazo, corría de una sala a otra para atender los casos que llegaban. Al final, el pobre hombre me dijo: Doctora, estoy un poco agobiado por Ud, no para ni un momento. Le tranquilicé, a fin de cuentas semejante trajín no es raro y gracias a eso puedo ver a todos los enfermos, recomendados, extras y lo que se presente. La otra ventaja es que con ese ritmo no me da tiempo a aburrirme (ni a pensar en nada que no sea lo que me cuenta el paciente, tengo que centrarme en eso y actuar).

La segunda visita fue mucho mejor, eso sí, ese día recuerdo que no tenía una sala asignada y me metí detrás de un biombo. Paciente, familiar, residente de familia y yo acabamos en un espacio de apenas 1x2 metros con mesa, ordenador y sillón de exploración incluidos. Fue un momento íntimo, ya dicen que la sangre une.

En esta ocasión tengo consulta y la infiltración va bien, sin problemas. Limpio y todo mejora tras retirar los coágulos. Anestesio con unos algodones, preparo la inyección mientras le hace efecto, localizo el punto y pincho. La residente de familia está al quite y me ayuda a preparar nuevos algodones, me da gasas y tira los envoltorios de las jeringas y agujas para que no anden por medio. Más anestesia, después un poco de comprobación y algo de repaso. No sangra. Le mando a farmacia hospitalaria a por la pomada que se le ha acabado. La sangre agota, una hemorragia en directo te mantiene en tensión, nunca estás seguro de hacerte con ella. Al terminar me siento, miro la pantalla del ordenador y aviso al siguiente paciente.