En la fuente, el tiempo fluye en regueros de agua sobre las esferas doradas. Gota a gota resbala por la superficie helada de metal bruñido. En su interior resuena el eco del silencio, de los recuerdos, de un pasado de piedra y fuego. Añora sentirse volcán, la temible furia de quebrarse y estallar antes de derramarse en lava. Aún puede oír los últimos ruidos de su unión a la tierra, el tañido aciago del pico al arrancarlo de las entrañas de la mina. El frío del agua apagó el ardor de la fragua y acalló el dolor de los golpes finales sobre el yunque.
Siente frío, echa de menos el calor profundo de la montaña. Tras su veta corría una corriente de bulliciosas burbujas pletóricas de gases. A veces incluso sentía el cosquilleo de las piedras al chocar contra el fondo. El viento se colaba por la apertura de la ladera por donde escapaba un chorro de vapor junto a un torrente de agua. La montaña temblaba al borde de la cascada y las rocas crujían en su caída. Sabía que algún día, las grietas se abrirían hasta horadar el corazón de la sierra y entonces la pendiente se desplomaría junto a la cascada en un magma de tierra, fuego y agua.
En la fuente, el agua es una caricia, un velo transparente que ensordece un mundo diferente. Su movimiento incesante apenas lo protege del brillo de la luz y del aliento del aire. Espera, no sabe lo que el destino le depara, nunca imaginó un hogar lejos de su montaña. Quizá, algún día, el agua de la fuente emule la fuerza del géiser y devuelva las esferas a la tierra. Mientras espera ese momento, el tiempo se desliza en su reloj de trazos de agua sobre las esferas doradas.