domingo, 30 de noviembre de 2014

Domingo de San Andrés por la Señora

Recuerdos y un dilema de infancia de la Señora...

El hecho de que el día de san Andrés caiga en domingo me ha traído a la memoria imágenes muy lejanas que se remontan al primer san Andrés del que soy consciente.

Creo que  tendría como unos cuatro o cinco años, porque estaba aprendiendo a leer y a escribir. La escuela a la que iba en Torrubia (una gran finca cercana a Linares) era una escuela unitaria, a la que asistíamos  niños y niñas de entre cuatro y doce años aproximadamente, siendo un total de unos veinte. Los mayores se sentaban en pupitres mientras que los pequeños teníamos reservadas unas mesas bajitas cuadradas con unas sillitas, todo en un azul vivo muy agradable. Yo compartía una de esas mesitas con otra niña de mi edad y debíamos de ser las más pequeñas; como nos portábamos muy bien la profesora nos colocó en nuestra mesa una bola del mundo que daba vueltas y que pocas veces nos atrevíamos a tocar. La única aula que formaba la escuela era bastante grande y tenía una enorme cortina que dividía el recinto; ante esa cortina estaba situada la mesa de la profesora y una gran pizarra, que en muchas ocasiones se convertía en una especie de potro de tortura si era el alumno el que tenía que utilizarla.

Pero en el día al que me refiero no fue así. Fue doña Josefina, la profesora, que era teresiana, la que en un veintiocho o veintinueve de noviembre escribió en la parte superior de la pizarra con letras muy grandes y bonitas la palabra ADVIENTO y a continuación nos explicó lo que significaba el término, la preparación que suponía para la Navidad y cómo en esa preparación era conveniente algún sacrificio, aunque fuera pequeño. Era un tiempo que estaba a punto de empezar: el domingo 30.
Pienso que fue la preocupación que me invadió de pronto la que hizo que aquella situación quedara grabada en mi mente, porque reparé entonces en que ese primer domingo de Adviento coincidía con san Andrés, el santo de mi padre y el día en que mi casa se llenaba de bizcochos, rosquillos, tarta  y todas las cosas ricas que hacía mi madre para invitar a la gente que iba y que tú tenías a tu alcance de modo abundante.Y el baile y la música.  Aquello no casaba en absoluto con la idea del Adviento y el sacrificio.¡Menudo dilema! ¡Con las ganas que una esperaba este día!....

No sé cómo lo resolví. Hasta ahí no me llega la memoria. Sí recuerdo que días después hubo comentarios sobre lo extraordinaria y lo divertida que había sido la fiesta y lo rico que estaba todo.

Quizá me lo dieran resuelto........ porque creo que los pequeños nos tuvimos que acostar temprano.

viernes, 28 de noviembre de 2014

Pastel cremoso de ciruelas y almendras

Los pasteles cremosos me recuerdan a la tarta de arroz de mi abuela, un bizcocho que al cocinarse creaba una base de crema mientras que la parte superior que se hinchaba y quedaba fina, ligera y aireada. Mi abuela no usaba nata ni mantequilla que sí llevan otros pasteles de arroz, muy ricos pero mucho más pesados, sino que ella empleaba tan sólo huevos, leche, azúcar y harina.

La receta de hoy es un poquito más elaborada, en realidad es una combinación entre el pastel de mi abuela y de la tarta de ciruelas del Café des Sources, de Ginebra, un bizcocho jugoso, y delicioso, elaborado con una mezcla de harina y almendras. Las ciruelas pueden sustituirse por pasas, higos, cerezas o albaricoques.

Pastel cremoso de ciruelas y almendras
Ingredientes:
150 gr. de harina
150 gr. de azúcar
30 gr. de almendra molida
4 huevos grandes
300 gr. de ciruelas (sin el hueso)
1 dl. de ron u otro licor (opcional).
un sobre de azúcar de vainilla
½ litro de leche entera
azúcar glass

Elaboración:
Precalentar el horno a 200º.
Untar bien con mantequilla una fuente de horno.
Mezclar la harina con la almendra en polvo
Batir los huevos, añadirles el azúcar y ponerlos en el centro de la harina.
Mezclar hasta obtener una masa homogénea. Incorporar la leche mezclando bien.
Añadir el azúcar de vainilla y el licor.
Colocar las ciruelas en el fondo de la fuente.
Cubrir con la crema.
Hornear durante 40 minutos.
Espolvorear con azúcar glass al servirlo.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

De pesadilla

Quiero hacer tantas cosas antes de la sesión que me voy un poco antes al hospital. Estoy deseando que llegue la hora de quitarle el taponamiento a mi pobre niño. Después de dejar las cosas en la consulta e iniciar el ordenador, es la única manera de que esté listo en el momento de empezar la consulta, me encamino a la Rea. Antes tengo que detenerme un instante en laboratorio para sacarle las pegatinas de su analítica a sobrinísima, que vendrá a media mañana.

En la puerta de Rea me encuentro al padre de la criatura. El hombre está descompuesto.
- ¿Cómo está? - pregunto.
- Mal - me responde, casi no puede hablar. - Ahora te contarán.

Me quedo helada. Siento la piel de gallina, tengo un nudo en la garganta, otro en el estómago, me tiemblan las piernas y me escuecen los ojos. Entro a la Rea con pavor.

El residente está con el niño. Me cuenta lo sucedido.
- A la 1 de la madrugada se puso muy malito, no ventilaba. En la placa descubrimos que se le había colapsado el pulmón derecho. Tenía los bronquios llenos de moco y había hecho un tapón. Por suerte había una neumóloga de guardia y con el fibrobroncoscopio le limpió todo lo que pudo pero mejoró muy poco. Nos hemos pasado la noche encima de él.

Me marcho de la Rea como una sonámbula. Camino por los pasillos sin terminar de digerirlo. Me acerco a ver a mis otros operados de ayer. Ocuparme de algo suele ayudar. Una duerme, no la molesto. La otra está despierta y hablo un rato con ella, le pregunto cómo está, si oye mejor, si se encuentra mareada, si ha comido y ha ido al baño. Cuando salgo de la planta me dirijo de nuevo a la Rea.

El niño está con los padres. "Necesito una buena noticia" - me pide el padre. ¿Qué les puedo contar? No sirve decirles que yo también necesito una buena noticia. Toco el pecho del chiquillo. Me consuela comprobar que el pulmón derecho se eleva, aunque el moco crepite bajo mi mano. Hay un fonendo sobre la cama. Le ausculto. Oigo el aire que entra. Les digo que eso me parece una buena señal.

Subo al despacho. Al peque le van a repetir la placa por la mañana y no hago más que pensar en cómo estará, si habrá cambios, si ya habrá aire en ese pulmón. Antes de la consulta vuelvo a la Rea. Me acompañan dos de mis compañeras, ven que necesito apoyo moral. Los anestesistas están reunidos en sesión y hablan del crío. Me quedo para enterarme de las últimas noticias. Son buenas: la radiografía muestra que el pulmón se ha expandido y los gases en sangre han mejorado. Hablamos de retirar el taponamiento y de extubar al chiquitín en quirófano para más seguridad. Antes de irme les doy esperanzas a los padres, si yo estoy así me figuro cómo se sentirán ellos.

La consulta citada no me permite bajar al quirófano. No paro. Hermanísima me avisa de que ya han llegado y las llevo a la carrera a laboratorio. Allí las abandono para volver a la consulta. Por teléfono me mantienen informada. Todo se desarrolla despacio pero bien. No sangra. Respira. Se le puede extubar y despertar. ¡Qué alivio!

Al final de la mañana, en el primer hueco que tengo, me acerco a verle. Tiene cables pero ya no hay tubos. Se ha quedado dormido. El padre me cuenta que hace un momento le ha dicho que quería marcharse a casa.  Están mucho más tranquilos, incluso agradecidos por la preocupación de todos. ¡Pobre criatura! Espero que sea el final de la pesadilla.

martes, 25 de noviembre de 2014

Tiempos de hemostasia

A primera hora acompaño al celador a recoger al primer niño del parte. Antes de llevarlo a quirófano me cercioro de que todo está bien: no tiene fiebre, ni tos, ni más mocos de los habituales. El pobre está asustado y muerto de sed, del hambre que tiene aún no se ha dado cuenta. Los padres están nerviosos aunque, por el bien del crío, intentan disimularlo.

En el antequirófano reviso la historia más a fondo. En la analítica me llaman la atención los tiempos de coagulación. Al anestesista le sucedió lo mismo y lo remitió al hematólogo que le repitió el estudio. Algunos factores están al límite pero, en opinión del hematólogo, eso no aumenta el riesgo de sangrado. Supongo que cuando uno está habituado a ver pacientes anticoagulados y discrasias sanguíneas, una alteración tan leve no le parece preocupante.

Aún así a los cirujanos nos gustan las analíticas lo más perfectas posibles. Hablo con la madre. Indago un poco más. En sus 4 años de historia no hay antecedentes de hemorragias ni hematomas. Se puede proceder.

El chiquillo entra en el quirófano distraído por la enfermera que le tatúa un reloj y un muñeco en las pegatinas de los brazos que cubren la pomada anestésica. Se duerme sin problemas, y sin protestar. Todo está listo para operar.

Le legro las adenoides que salen en bloque. Lo repaso para no dejar restos. La sangre es más líquida de lo habitual, no es buena señal. Pongo el taponamiento y se empapa al momento. Con el primero suele suceder. Lo cambio por otro antes de irme a mirar los oídos. Los tiene tan llenos de moco que uno de ellos es de color azul oscuro, como una vena. Da un poco de respeto pincharlo, ¿y si no es moco sino una yugular procidente? Incido el tímpano con mucho cuidado, se diría que poco más que lo araño. Aspiro, compruebo que es moco y el tímpano recupera su color normal después de limpiarlo.

Regreso a la boca. Está llena de sangre. Retiro el taponamiento y pongo uno con adrenalina diluida. Le pido a la anestesista que le inyecte un poco de traxenámico con la intención de mejorarle la coagulación. Espero y espero. Suele ser cuestión de tiempo.

Mancha más de la cuenta. Pongo un nuevo tapón y le doy más tiempo. Sigo las manecillas del reloj colgado en la pared del quirófano. Al cabo de un rato parece que va mejor. Quizás con un poco más de paciencia...

Otro tapón y unos cuantos minutos más. La medicación ya le ha pasado y los últimos 10 minutos también. Cruzo los dedos antes de quitar la gasa. La faringe está limpia, no gotea. Se puede despertar.

El anestesista lo despierta despacio. En el aspirador aparece algo de sangre. Antes de retirar el tubo miro el interior de la boca. Ha hecho un pocillo de sangre al fondo. No es buena idea sacarle así, va a sangrar, mejor dicho, ya está sangrando. No queda más remedio que taponarle y dejarle taponado e intubado. Avisamos a Reanimación, se tendrá que quedar allí dormido hasta el día siguiente. También llamo al hematólogo para contarle lo sucedido. Conviene solucionar el problema de la coagulación antes de retirar el taponamiento.

Salgo a hablar con los padres. Es duro. El primer choque es terrible, no oyen que el niño está bien, que es lo primero que les digo, sólo entienden que ha sangrado. Resulta difícil explicárselo sin que se asusten. No les sirve de consuelo el que se trate de una situación excepcional, le ha tocado a su hijo y eso es lo que les importa. Les acompaño a Reanimación para que lo vean, es lo que necesitan para tranquilizarse. Aunque esté dormido, está bien y les permiten quedarse a su lado. Tengo que seguir con el parte, concentrarme en los casos que aún me quedan por operar, después de lo sucedido, cuesta. Entre una cirugía y otra, me acerco a visitarles para seguir su evolución. ¡Pobres!, las horas se les van a hacer eternas.

lunes, 24 de noviembre de 2014

El angioma

¡Bip, bip, bip!
Busco un interfono para contestar el busca.
- Es una llamada del 061 (por aquel entonces todavía era el 061) - me avisan de Centralita. - ¿Dónde se la pasamos?
- Al control de Urgencias - respondo.
Suena el teléfono y contesto.
- Buenas tardes.
- Buenas tardes. Soy de la coordinadora. Llamamos para avisarle de que le enviamos un paciente sangrante en una UVI móvil. ¿Lo aceptan?
No me saben dar muchos más datos. Mientras llega lo único que puedo hacer es enterarme de si hay cama de intensivos y avisar al anestesista, por si acaso.
Al cabo de un rato me llaman de puerta. El paciente está en el hospital. Trae la vía conectada a una bolsa de sangre. No es la primera, ni será la última. Afortunadamente el sangrado ha cedido durante el viaje.

Reviso sus antecedentes. No son muy alentadores: para agravar la situación el enfermo padece una hepatopatía alcohólica, motivo por el que sus tiempos de hemostasia están duplicados: no sintetiza suficientes factores de coagulación.

Le exploro. Tiene la boca y la faringe cubiertas de coágulos y restos hemáticos, pero eso no es lo peor, ni mucho menos. Lo peor es que también tiene el angioma más grande que he visto hasta entonces. Un angioma que se extiende por paladar, faringe y base de lengua. Es un angioma congénito que ha ido creciendo desde su nacimiento durante casi medio siglo. Por desgracia ha dejado de ser asintomático y es la causa de su hemorragia.

He de evitar hacer algo invasivo. Si hay un problema de coagulación, lo primero es arreglarlo. No es que el estado del hígado tenga solución pero se le puede poner plasma con los factores que le hacen falta.

Al principio todo parece ir bien, tanto que le llevo a rayos para hacerle un TAC y así valorar la extensión en profundidad. Saberlo sólo me sirve para asustarme más, no hay una zona del cuello que no esté afectada. Recurro a mi optimismo y espero que siga sin sangrar. No hay suerte. La tranquilidad dura unas horas, era la calma previa a la tempestad. Con las transfusiones, se reexpande la volemia y la hemorragia se reactiva. Las medidas conservadoras no funcionan. Tengo que hacer algo para cortarla. El problema es ¿qué?

Sé que abrir el cuello para ligar los vasos, con semejante amasijo de arterias y venas por todas partes, es una locura y no va a servir de mucho. La opción de poner un taponamiento faríngeo no me hace ninguna ilusión, se sobreinfectan y dan muchas complicaciones. Aún así, por malo que me parezca, es la mejor alternativa.

Meter una compresa, o varias, en la faringe, supone bloquear la vía aérea. Es preciso dormir al paciente para que lo tolere e intubarle para que respire. Lo subimos a la UCI.

Al sedarle, la tos que le ahogaba se calma. Por desgracia no es un indicio de que le haya sucedido lo mismo a la hemorragia y la sangre se le acumula en la faringe. El aspirador no da abasto. El enfermo no ventila y no se ve nada. No se puede meter el tubo. Hay que abrir la tráquea sin tardanza. Un corte y el tubo entra. Sale sangre desde los pulmones. Relleno la boca con las gasas a presión. Compruebo que no hay huecos. Entre unas cosas y otras son las 2 de la madrugada. Me retiro a intentar descansar un rato.

No me he metido en la cama cuando suena el busca. Es de la UCI. El paciente sangra. ¿Cómo es posible? No tiene por dónde. La sangre no sale por la boca, no puede ir por esa vía con el bloqueo que le he puesto. El enfermo lo que tiene ahora es una rectorragia incoercible.

Decidimos hablar con Rayos para embolizarle. Al pasarle a la camilla vemos que la cama entera es un charco de sangre. Da miedo. Las bolsas de sangre se transfunden de dos en dos hasta perder la cuenta ¿diez? ¿doce? El radiólogo canaliza la arteria femoral y asciende con el catéter hasta las carótidas. Busca las arterias nutricias del angioma en medio de la maraña. Lanza partículas hacia la lingual, la faríngea posterior y hacia las ramas. Me pide que retire el taponamiento para comprobar si no sangra. Quito las gasas. La boca está limpia.

Sin embargo el caso no se ha resuelto. La rectorragia continúa y es masiva. La sangre cae por los bordes de la camilla. El radiólogo cambia de campo y se dirige a las arterias mesentéricas. Para nuestro desmayo descubrimos que el abdomen alberga una masa de vasos aún más terrible que la de la faringe, no hay un rincón del peritoneo sano. Es de ahí de donde está sangrando. Avisamos a los cirujanos. Al igual que en el cuello, no es posible hacer nada.

Nos cuesta creernos que ese sea el desenlace. El hombre llegó a las 7 de la tarde y fallece a las 7 de la mañana, en la sala de Rayos, ante nuestra impotencia.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Sangre, sudor y... prótesis

- A un conocido le han puesto una prótesis fonatoria y ahora habla estupendamente. - Me comenta con los labios uno de mis pacientes laringuectomizados que, a pesar de la rehabilitación, no ha conseguido sacar apenas voz.

Me echo a temblar. Mi experiencia con las dichosas prótesis fonatorias se remonta a las guardias de residente. No había semana que no se presentase alguno en la urgencia con la prótesis en la mano porque se le había salido. Enseguida comprobé que intentar ponérsela de nuevo era un intento vano, se precisaba un dispositivo especial con el que no contábamos en el hospital. El fracaso era frustrante y el paciente no solía mostrarse comprensivo, no estaba dispuesto a resignarse a dejar de hablar.

El mayor deseo de mi paciente actual es hablar, siempre le ha encantado hacerlo. Le gustaba declamar en las reuniones y disponía de todo un repertorio de historias de las que echar mano. El silencio no se ha hecho para él.

Me informo. Desde mi época de residente los modelos de prótesis han evolucionado. Me aseguran que dan muchos menos problemas. Confío en que sea así y decido lanzarme a la piscina y ponerle una. Lo comento en sesión. El resto del servicio recuerda sus anécdotas al respecto: son todas descorazonadoras.

Desoigo la voz de la razón y meto al paciente en quirófano para la punción traqueoesofágica. Es una técnica sencilla, breve y muy reglada. Todo va bien. El aire de la tráquea pasa al esófago a través de la prótesis encajada en la fístula y se modula en la boca. A los pocos días el paciente habla más que un sacamuelas en pleno ataque de euforia. Está encantado.

Pasan los primeros meses. Sé que con el tiempo la prótesis se deteriora y precisa un recambio. Antes de los previsto surgen las primeras pegas: el cierre de la fístula no es estanco y algo de líquido se escapa por los alrededores. Es mínimo pero, al caer hacia la tráquea, le da tos. La situación se agrava durante mis vacaciones, ley de Murphy, el paciente se impacienta, acude a urgencias y mis compañeros no se muestran felices. Afortunadamente regreso pronto.

Me toca ocuparme de gestionar el recambio, hay que rellenar formularios, hablar con compras y con la casa comercial. Es el tipo de burocracia que odio, y en el que estoy pez. Por mucho que desee que los trámites sean inmediatos, la cruda realidad es otra y nos toca esperar un par de semanas. Pasado ese plazo, en la consulta, realizo el cambio. Todo va sobre ruedas, con la ayuda del mecanismo de inserción es casi como poner una inyección.

Por desgracia ese no es el fin de los problemas. El rezume va a más, la fístula se ha dilatado. Tocan medidas desesperadas. No tengo más remedio que quitar la prótesis para que el trayecto cicatrice y se reduzca su diámetro. He de reinsertarla en un par de días, antes de que se cierre por completo. ¡Qué ingenua! ¿Es que no aprendí nada durante mis guardias de residente?

Efectivamente la fístula disminuye, lástima que lo haga algo más de lo que deseo. Al recolocarla me encuentro con que la cánula de inserción no cabe y el trayecto tampoco se expande. Me peleo con ella pero se ríe de mí y, una vez tras otra, según aprieto, me escupe la maldita prótesis. Mientras tanto tengo el resto de la consulta parada, con los pacientes acumulándose en la sala de espera. Prefiero no pensar en ello para no agobiarme más.

No me rindo. Ante situaciones desesperadas tocan medidas desesperadas: si no se coloca ella sola por las buenas, habrá que colocarla por las malas. A veces no queda más remedio, la medicina no siempre es limpia y elegante. Presiono el émbolo sin piedad, se resiste pero al final la prótesis sale aunque se cuela hasta el esófago (era justo lo que pretendía, la única alternativa que me quedaba). Ahora tengo que engancharla con unas pinzas de mosquito para colocarla. El material del hospital es de saldillo y las pinzas no agarran. El paciente está despierto y no disfruta de mi manipulación en su tráquea. Otro mosquito. La prótesis se resiste. Aprieto los dientes e insisto. Es un parto complicado. Entre toses, mocos y sangre asoma un trozo de pestaña del borde. Tiro, giro, agarro por otro lado y vuelvo a tirar y a girar. Repito. Un poco más. Y más. Avanza y retrocede. Trata de colarse de nuevo pero no se lo permito. Aún así se niega a salir. Sigo. Sudo, el paciente también. Es agotador. Es inimaginable que se requiera tanta fuerza para vencer algo tan pequeño pero si se cree que tiene alguna posibilidad es que no sabe con quién se las está viendo. Tras lo que parece una eternidad, gano la batalla: la prótesis está en su sitio.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Lluvia

El día ha nacido gris, encapotado de nubes, un amanecer de oscuridad violácea que apaga la claridad del alba. La cortina de lluvia recubre el aire. Al fondo, el mundo es un borrón húmedo. El agua vela la luz y los colores se deslavan. ¿Se esfuman? No, sólo se resguardan.

Las gotas se deslizan en el viento. Antes de desprenderse se enganchan por última vez al cielo. Al soltarse, le arrancan una pieza que esconden en el interior de su esfera. Caen. A ratos vuelan, a ratos flotan. Se acercan deprisa al suelo. Rebotan sobre las hojas, se deslizan por las ramas y se cuelan por las grietas. Al chocar contra la tierra, se rompen en mil pedazos y el cielo que contenían se libera. Los añicos salpican el aire, algunos buscan dónde posarse para descansar y el paisaje reluce dormido bajo el barniz de humedad. Los charcos de espejo reflejan el azul del cielo.

Las nubes se abren y se alejan. Vacías, se tornan blancas, pequeñas, transparentes y ligeras. El viento las empuja y se las lleva. El sol se asoma y el aire resplandece con las chispas derramadas que la estrella reclama.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Sobresaltos

El símbolo del programa me avisa de que el paciente está en el hospital. Le llamo pero nadie entra. Tiene 88 años, es posible que, con los achaques de la edad, aún no le haya dado tiempo a llegar hasta la sala de espera. Al cabo de unos minutos insisto. Miro la puerta pero no sucede nada. A lo mejor no ha visto la pantalla. Salgo a la sala de espera a nombrarle, en ocasiones es preciso hacerlo así, a la antigua usanza, por mucho que eso interfiera con la ley de privacidad de datos. Nadie responde. Me acerco a la sala de espera de al lado y obtengo el mismo éxito. ¿Y si el pobre anciano anda perdido por los pasillos del hospital? No sería el primero. Compruebo si en la ficha figura un número de móvil, es el mejor método para encontrar abuelitos extraviados.

- Buenos días, soy su doctora- me presento. - Tiene cita ahora conmigo.
Es el hijo el que responde al teléfono.
- Estamos esperando que le hagan una analítica.
Me extraña. Han llegado justos a mi cita. ¿Será una urgencia?
- ¿Está todo bien?
- Sí, sí. En cuanto le saquen sangre subimos.
- Ya van tarde - les aviso.
Al hijo no le importa demasiado mi advertencia y se presentan en la consulta con más de media hora de retraso. No es un buen principio.

He aprovechado el tiempo para, entre paciente y paciente, revisar sus antecedentes. De sus 88 años lleva casi 80 fumando, y sin intención de dejarlo. El alcohol forma parte de su dieta. Le hemos visto varias veces y siempre se ha librado. Recientemente le han diagnosticado algo de demencia.

Le exploro. En esta ocasión no hay suerte, no se libra. No me gusta lo que me encuentro en mi exploración y le programo, preferente, para una biopsia en quirófano.

Unos días más tarde me llama la anestesista. Tiene a mi enfermo en su consulta y las pruebas son de asustar.
- ¿Es imprescindible operarle?- me pregunta.
- Sospecho que tiene un cáncer - le explico. - He de coger una biopsia para confirmar el diagnóstico y poder mandarlo a radioterapia.
- Querría que antes le viese el cardiólogo. ¿No puede esperar?
- ¿Cuánto tardaría?
- No lo sé.
- No conviene retrasarlo demasiado. Si acaso hablo con el cardiólogo.
- No, no te preocupes. Ya le llamo yo.

El informe del cardiólogo no es tranquilizador. La eco muestra que la función cardiaca está por debajo del 30%. Choca que hasta entonces el paciente no notase nada. Se le cataloga de alto riesgo. Tras las explicaciones del anestesista la familia se presenta en mi puerta para hablar conmigo. Están asustados. Quieren saber qué hacer, o qué no hacer.
Les aclaro la situación. La palabra cáncer, que hasta entonces no había usado con ellos, les ayuda a comprender el problema. La hija está de mi lado. El hijo se niega a que le hagamos nada. ¿Y si se muere en la mesa del quirófano? Sinceramente no es una perspectiva halagüeña. Aún así las únicas opciones de tratamiento pasan por confirmar el diagnóstico, ¡ojalá hubiese otra alternativa! No hacer nada es condenarle a morirse, posiblemente ahogado y sin poder tragar ni hablar. Tampoco ese plan es prometedor.

Los hermanos quedan en reunirse y, finalmente, acceden, no sé si por unanimidad. Ingresa a primera hora del mismo día de la cirugía. Antes de empezar la jornada me acerco a verle. Está algo despistado y la cosa empeora cuando le bajan al antequirófano y se queda solo. Primero afirma haber desayunado y luego dice que no se acuerda. Hay que comprobarlo, con el estómago lleno no es buena idea realizar una anestesia general. La familia no aparece por ningún lado. Voy a la planta. Según la enfermería sí que está en ayunas. Lo pasamos. Conectamos los cables. El electrocardiograma inicial deja mucho que desear, no es una novedad. Curiosamente el trazado mejora según el paciente se duerme y la cirugía se desarrolla sin complicaciones. Por desgracia el tumor ha crecido en esos días. Tomo las biopsias. El enfermo se despierta sin sobresaltos. Hablo con la familia y les tranquilizo antes de llevarle en mano las muestras a la patóloga. En unos días tendré el resultado.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Premio nanorrelato Blogscriptum

Pilar Pequeño. 01 Idaho Falls, 1991.
Llévame contigo viento. Déjame abrazarte para escapar. Quiero rozar el agua y sentir el cielo, volar lejos de mi balcón y su cristal.

Fotografía de Juan Manuel Castro Prieto
Guardo en mí el polvo del tiempo, ese en el que se convierten los recuerdos cuando ya no queda nada más. 

miércoles, 12 de noviembre de 2014

No fue un ensayo...

El paciente de mi primera cricotirotomía no vivió más que unos meses más, no muchos pero sí los suficientes como para asistir a la primera comunión de su nieto, que era algo que esperaba con ilusión. Me enteré de aquello casi por casualidad pero me pareció muy bonito. Con mi hazaña no me convertí en una heroína de la noche a la mañana, ni mucho menos, tampoco me lo esperaba. Los médicos no somos héroes, aunque en ocasiones tengamos que echarle valor a nuestro trabajo, no podemos olvidar que los pacientes nos acompañan en todas nuestras aventuras y son ellos los que corren el mayor riesgo. Con mi actuación me llovieron tanto críticas como alabanzas, está claro que nunca se da gusto a todos y en una emergencia no se sopesan factores secundarios que luego adquirirán importancia, no se ve más allá de lo prioritario en ese instante. Para variar no presté demasiada atención a las opiniones de otros, y aún menos a las negativas, he comprobado que con el tiempo todas las aguas vuelven a su cauce y lo único verdaderamente importante es que el paciente estuviese contento. Eso sí, la aprobasen o no, aquella experiencia no tardó en demostrarse muy útil.

Apenas tres meses sonó el teléfono de la consulta. Contestó nuestro enfermero que, casi inmediatamente y sin colgar, dio la voz de alarma: 
- Que suba alguien corriendo al quirófano de la tercera que no pueden intubar a una paciente. 
No hizo falta más. Corrí, vaya si corrí: cinco pisos de escaleras del sótano a la tercera a toda mecha y volar por el pasillo que las separaba del quirófano. Entré tan a la carrera que aún no recuerdo si llegué a ponerme el gorro y la mascarilla, es posible que los cogiese automáticamente al pasar, o es posible que no. No estaba cansada tras la ascensión. Tenía la adrenalina disparada. 
-¡Deprisa!- oí que me decía la voz de Ángel. A pesar de la situación, me alegré de que estuviese allí.

Ángel era nuestro anestesista habitual. Años de cánceres de garganta le habían especializado en casos de intubaciones no ya difíciles, sino imposibles. Estaba en el quirófano del piso de arriba y había sido al primero al que habían recurrido. Si él no podía, no podía nadie. El caso era dramático: una mujer de 40 años a la que iban a intervenir de un cáncer de mama. Si Ángel me metía prisa significaba que la cosa estaba mal, muy mal. La paciente no ventilaba pese a los esfuerzos de los anestesistas. La alarma pitaba mientras que el pulsioxímetro latía con un sonido cada vez más grave. No había tiempo que perder. Lo último que vi en la pantalla, mientras me calzaba los guantes, fue la cifra de 60 de saturación, y bajando...
Repetí los pasos de tres meses atrás: tocar, agarrar y cortar. El escenario era distinto, con mucha más gente, más ruido, menos irreal. Aunque tenía que tomar las riendas, me encontraba más arropada. Sabía que podía hacerlo, ya lo había hecho antes y había salido bien. Mi dedo acompañó al bisturí en su camino para no perder la vía, reconocí el tacto de los tejidos y del metal plano de la cuchilla. Atravesé la membrana entre los dos cartílagos laríngeos y aparecieron las primeras burbujas de aire. Retiré el bisturí pero dejé el dedo abocado en el orificio de la tráquea mientras lo cambiaba por el tubo. No estaba fiado y, al entrar en la vía aérea, se desvió hacia la boca. Así no servía, los pulmones no ventilaban. 
- Tengo que sacarlo. 
Todos me miraron espantados. La maniobra era un riesgo, la vía aérea se podía perder en el proceso, pero no quedaba más remedio, tal como estaba la enferma seguía sin ventilar. 
- Fiadme un tubo.
Metí una pinza en el agujero, agarré y tiré. Afortunadamente la alineación de los cortes aguantó. Esta vez, gracias al fiador, el tubo entró en la tráquea en el sentido correcto. Conectaron el oxígeno. Para gran alivio de todos los presentes la paciente comenzó a ventilar, la saturación subió. Me retiré a un lado agotada, sin reserva alguna de adrenalina en mi cuerpo, sólo recuerdo que los anestesistas se hicieron cargo del resto. 

martes, 11 de noviembre de 2014

Primera cricotirotomía

Eran casi las 2 de la mañana cuando la urgencia se tranquilizó. Ya era hora de intentar descansar un poco. Por si acaso, antes de subir a la habitación, decidí asomarse a la sala de médicos para preguntar si tenían alguna duda que resolver. Mejor ahora que cuando ya esté en la cama, razoné.

La sala de médicos estaba casi vacía, en los cajetines no quedaba nada pendiente. No durarían demasiado en ese estado así que mejor aprovechar el momento. Al  pasar por delante de las camas de Observación, entré para avisarles de que me retiraba.
- Buenas noches. ¿Necesitáis algo de mí antes de que me suba? - pregunté.
- En la cama 8 hay un paciente que te conoce. Es un enfermo terminal, no te has dado cuenta pero al verte te ha hecho una señal – me comentó una de las enfermeras del control.
- ¡Pobrecillo! Voy a saludarle - contesté.

Aunque no se pudiese hacer nada, el simple hecho de ver una cara conocida resulta tranquilizador. No obstante, en esta ocasión, al acercarme y oír su respiración, se me dispararon todas las alarmas. El aire apenas entraba y, lo peor de todo, el enfermo estaba casi agotado. A pesar de su estado, sonrió al verme. Trató de hablar pero tenía tan poco fuelle que no lo consiguió.
No podía quedarme quieta y permitir que muriese de una muerte agobiante. Debía hacer algo, y rápido, muy rápido. Llamé a la enfermera para que me diese la información que me faltaba mientras movía lo necesario.
- ¿Por qué ha ingresado?
- Ha venido esta tarde por disnea. No sé más.
- ¡Se está ahogando! Necesita que le abramos la vía aérea. Avisa a un celador. Voy a llevarle al quirófano.
Mientras el celador llegaba, empecé a empujar la cama, ya me pillarían por el camino. Me dirigí hacia el ascensor con una parada en el control de Urgencias mientras lo esperaba para poner sobreaviso al anestesista.
- Tengo una traqueotomía de emergencia. Subo directamente al quirófano.
La respuesta del anestesista no arregló las cosas.
- No es buen momento. Estoy liada con un aneurisma roto y no disponemos de más camas en Reanimación.
No era momento de discutir.
- Habrá que apañárselas, esto tampoco puede esperar.

Cuando se abrió la puerta del ascensor, la anestesista me esperaba en la puerta del quirófano. Claramente su intención era detenerme. Una mirada al paciente le hizo cambiar de opinión al instante.
- Pasa, pasa.
Justo a tiempo. El enfermo estaba a punto de pararse y no respondía a los esfuerzos para ventilarle. Ni siquiera era posible pasarlo a la camilla. Habría que intervenirle en la cama.

Necesitaba guantes y bisturí. A falta de otro más a mano cogí el que siempre llevaba para emergencias en el bolsillo del pijama. Con una mano agarré la laringe del enfermo y con la otra clavé la cuchilla hasta el fondo, sin dudar. En un sólo corte tenía que atravesar la piel y abrir la vía aérea. El bendito aire entró en la traquea junto con la sangre de la herida. El enfermo tomó una bocanada e, inmediatamente, tosió. El corte estaba en su sitio. Sin embargo aún no era el momento de cantar victoria, existía el peligro de, con el movimiento, se escapará la traquea y se perdiera la alineación de las incisiones, lo que obligaría a repetir el corte. No solté la presa sobre la laringe, no deseaba que se malograra la operación. Introduje el dedo índice en el orificio para asegurarlo y pedí la cánula. En cuanto la tuve en la mano, con un rápido movimiento, saqué mi dedo e inserté la cánula en el agujero. El procedimiento provocó más tos, una tos de aire mezclado con moco y sangre. Inflé el balón para evitar que la sangre pasara a los pulmones y cortar así la tos. El hombre abrió los ojos y sonrió. Su primera palabra, apenas audible, fue “¡Gracias!”

viernes, 7 de noviembre de 2014

Forraje de fantasía

Un poco de lectura insustancial de vez en cuando le va bien hasta al lector más serio. Proporciona el forraje necesario a la dieta literaria. A bit of trash now and then is good for the severest reader. It provides the necessary roughage in the literary diet. Phyllis McGinley.

La opinión de los demás influye en lo que reconocemos que leemos, no en lo que leemos en realidad aunque a veces tengamos la sensación de hacerlo casi a escondidas. Nos avergonzamos de confesar algunos de nuestros gustos, de inclinarnos por lecturas fantasiosas, juveniles, románticas, de misterio o de terror. No hablamos cuando otros lo hacen del último fenómeno literario, por el que no sentimos ni curiosidad, o al contrario, no nos atrevemos a decir que hemos disfrutado con la historia en cuestión.

No soy una lectora seria, simplemente soy una lectora. Mis lecturas son variadas y dependen del momento, del ánimo, del cansancio y de las recomendaciones. Comprendo que hay quien para estremecerse y soñar busca emociones fuertes, romances, pasión, terror. Yo soy más infantil y necesito cuentos, magia, sueños. Si a alguien más le sucede lo mismo le recomiendo que pruebe a Patricia McKillip, es como sumergirse en un hechizo: mundos paralelos que se funden con la realidad, puntadas que enmarañan los caminos, alfabetos de espinas, tañidos de barcos perdidos en el atardecer del puerto, música que conjura al viento, dragones de fuego y hielo, animales míticos y bosques prohibidos.

El malogrado Pierre Bottero, especialmente en su trilogía de Ellana, inserta en sus novelas de aventuras diálogos con preciosas reflexiones, enseñanzas llenas de sabiduría que convierten el viaje por la historia en algo más transcendental, sin que por ello se transforme en un texto filosófico o pierda un ápice de interés. En realidad sucede todo lo contrario, los héroes se convierten en seres más cercanos, más entrañables. Me enganché a Harry Potter en un viaje en avión, se me pasó el tiempo volando. Esperaba impaciente que saliese el siguiente tomo. Del primero al cuarto la emoción crecía, en el quinto consideré que sobraban la primera mitad de las páginas, al igual que en el último, pero el final es perfecto. Aunque menos conocido me gustó mucho más Septimus Heap, el aprendiz de mago de Angie Sage, donde la "Magya" crece con la serie y en la que aparecen una caterva de personajes curiosos que no permiten que la trama se vuelva repetitiva ni aburrida: magos y su familia, princesas y la suya, reinas, fantasmas, escribanos, alquimistas, guardianes, marineros, comerciantes, mensajeros, sirenas, dragones y brujas.

Otro de los cuentos que me ha sorprendido recientemente es Elantris, la maldición de una ciudad condenada, antes mágica, que descubrí gracias a la oferta Kindle Flash. Posee los ingredientes de un cuento aunque no todo es blanco o negro; hay grises y es la princesa la que ha de salvar al héroe. The Glass Sentence, el primero de una trilogía de creadores de mapas en un mundo fragmentado en el tiempo, ha sido otro descubrimiento fascinante. He viajado a Elsewhere a través de los cuadros colgados en una casa encantada. El hallazgo se lo debo a su ilustrador, Poly Bernatene, al que pertenece el dibujo que decora el final de este post. En mi caso no necesito unas gafas mágicas, sólo palabras: en ellas reside el embrujo.

jueves, 6 de noviembre de 2014

El piropo

Manoli acababa de salir del colegio cuando llegó a nuestra casa. No obstante, para hermanísima y para mí, que la contemplábamos desde la perspectiva de nuestros 6 y 7 años respectivamente, sus 17 años la convertían en toda una adulta. No tardó en conquistarnos: era divertida, guapa, inteligente, trabajadora y siempre la recuerdo con una sonrisa que le llegaba hasta los ojos y que la hacía brillar.

No estábamos deslumbradas por el cariño, su encanto era tan evidente que aprendí lo que era un piropo gracias a ella. Sucedió una mañana de esas de invierno vallisoletano en las que Manoli nos arrastraba a la escuela mientras nosotras oponíamos todo tipo de resistencia porque, con semejante frío, lo único que deseábamos era acurrucarnos en una esquina para guardar el escaso calor que aún conservábamos en el cuerpo. Ese día no había canciones, ni juegos, ni saltos, ni carreras, ni nada con lo que convencernos para avanzar. Hacía demasiado frío para moverse. La pobre tiraba de nosotras a dos manos y, cuando andábamos a la altura de Correos, a una manzana de casa, un hombre le comentó al pasar: "¡Quién fuera niño para ir contigo!" En ese momento no comprendí la intención de aquella frase. ¿De verdad deseaba aquel señor volver a la infancia para ser remolcado hasta el colegio por calles a bajo cero? Manoli nos lo explicó: Es un piropo, y muy bonito por cierto. Seguí sin entender, no conocía esa palabra, ¿piropo? ¿qué es eso? Pues un halago, una frase que un hombre le dice a una mujer para indicar que le gusta. ¡Ah!

Aquello nos distrajo y, con la curiosidad y el romanticismo de la situación, nos olvidamos del frío, no en vano se habla del calor de la pasión. Hermanísima, a la que nunca le ha faltado conversación, ni desparpajo, encontró un nuevo tema sobre el que preguntar y ahondar el resto del camino. A eso se dedico hasta llegar a la escuela: pretendía saber todos los piropos que Manoli había recibido a lo largo de su vida. Se mostró tan implacable que, en el proceso, le sacó todos los colores a la requebrada, no fuese a quedarse algún detalle en el tintero. ¿Y si se estaba fraguando un idilio delante de sus narices y se lo perdía? ¡Uff!, la mera idea era terrible.

Desde entonces, siempre que oigo un piropo, me viene a la memoria esta anécdota y coincido con Manoli en que el de aquel día es uno de los mejores cumplidos que he escuchado nunca.

martes, 4 de noviembre de 2014

Examen MIR

Me presenté al examen MIR al terminar la carrera. El que tuviese lugar en octubre me supuso olvidarme de las vacaciones de mi último año de estudiante y pasarme aquel primer verano de licenciada encerrada en la biblioteca del hospital. Quedarse en casa a estudiar resultaba demasiado duro: por la ventana entraban los gritos desde la piscina y resistirme a su llamada suponía demasiada resistencia, soy débil. Podía haber acudido a cualquier otra biblioteca pero conozco mis flaquezas y rodearme de todo tipo de libros era demasiada tentación. Habría leído, mucho sin duda, pero no lo que debía, los libros vencen mi buena voluntad. En la biblioteca del hospital no tenía más remedio que concentrarme en la medicina.

La mayoría de mis compañeros habían trabajado duro a lo largo del último curso y no sólo se habían dedicado a las asignaturas de rigor sino que también habían comenzado a estudiar el examen MIR. No es que yo fuese a contracorriente, me apunté a la academia con el resto, pero hasta ahí llegaban las semejanzas. Los demás iban a aquellas clases con todo repasado, revisado y las preguntas del test hechas. Cuando indico que las similitudes se acababan en mi asistencia me refiero exactamente a eso, sin más, en mi caso no había repasos ni tests. Eso sí, evitaba alardear de mi ignorancia y escuchaba las opiniones y las respuestas de los demás sin aspiraciones de protagonismo. Tenía la esperanza de que algo se alojase en mi mente vacía y receptiva.

¡Ah! ¡Es que te dedicaste al curso para terminar bien la carrera! ¡Ejem! Digamos que aún sufro de pesadillas en las que he de presentarme a un examen sin haber estudiado (y hasta sin conocer al profesor). En la Facultad los exámenes se acumulaban en una única semana de stress. Sí que es correcto asumir que en esa semana, y en la anterior, no me despegaba de los apuntes para nada.

En realidad consideraría que me estaba preparando para lo que me esperaba, aunque de una manera algo distinta a la de mis compañeros. Sabía el verano que tenía por delante y mi descanso durante el año escolar era para "tomar fuerzas". Luego, mi falta de costumbre de estudiar todos los días hizo necesario que descansase  también un día a la semana, según recomendaban en la Academia. A todo el mundo le pareció bien mi proceder y más de uno me envidiaba por ser capaz de hacerlo sin remordimientos (¡ay! si conociesen mis sueños).

Tanto estudio era agotador. A veces me quedaba dormida sobre el libro. Eran siestas cortas, de apoyar la cabeza y poco más, la incomodidad de la postura no invitaba a prolongarlas. Algunas tardes de sábados, harta de la monotonía, las empleé en hacer test de exámenes previos. Me encerraba y me examinaba. No suena atractivo pero, paradójicamente, resultó motivador. En mi primera tarde apenas aprobé, un aprobado raspón, traído por los pelos, pero aprobado. Me animé, no estaba tan verde como me imaginaba. En el segundo examen subí la friolera de 20 puntos (sobre 250) y en el tercero, y último, mi marca aumentó en otros 20. Con eso ya conseguía un buen puesto. Lo mejor de todo fue que en la prueba definitiva continúe con ese mismo ascenso.

Me presenté al examen convencida de que iba a aprobar, supongo que mi optimismo y mis ensayos me habían proporcionado seguridad. Nos encaminamos a las aulas asignadas y nos repartieron las diferentes versiones del test. Había preguntas imposibles, puestas para desanimar a cualquiera, otras eran sencillas, pero con truco, y te obligaban a comerte la cabeza antes de decantarte por una u otra opción. Por supuesto, cuanto más las pensabas, más posibilidades tenías de equivocarte.

Terminé muy pronto. El examen duraba cinco horas y me sobró más de una y media. Revisé mis respuestas, comprobé la plantilla por si había cometido algún error. ¿Estaban todas? Parecía que sí. Me seguía sobrando una hora. Miré a mi alrededor. Nadie se había levantado aún y, lo que era peor, nadie parecía tener intención de hacerlo. No tenía ganas de pasar allí el rato y sí de escapar cuanto antes. ¡Qué remedio!, me tocó ser la primera valiente.

La suerte estaba echada, sólo quedaba esperar. Los primeros días me sentía rara sin estudiar, le faltaba algo a mi rutina. Me marché de viaje, para desconectar y estar con amigos. Regresé a tiempo de ir a cotejar las respuestas al Ministerio. Me sorprendió descubrir que lo había hecho mucho mejor de lo que me esperaba. Ya sólo me quedaba elegir plaza.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Elegy - Animation by Nadine Takvorian



- ¡Ven, abrázame! ¿Recuerdas?
- No sé cómo. Tan sólo somos títeres.
- Sí, pero un títere no es un muñeco cualquiera: vivimos, contamos historias.
- Para hacerlo dependemos de unos hilos.
- Todas las vidas son hilos, caminos que se entrecruzan, que se enrollan y vuelven al mismo punto, que se rompen y se anudan, hilos sujetos a otros.
- No podemos liberarnos.
- Eso no nos diferencia. De los que pueden, son pocos los que lo intentan, otros ni siquiera lo desean. Casi nadie lo logra, siempre hay algo que te ata.
- ¿Por qué?
- Formamos parte de un todo.
- ¿Y cuándo alguien se va?
- Nunca se va por completo, deja ovillos de recuerdos que no se olvidan.