Seguimos la autopista hasta llegar a Vilalba donde, supuestamente, debíamos coger una autovía que, aunque aparecía en Google maps, no existía. A partir de ahí el programa se vio obligado a reajustar sus coordenadas pese a que durante unos kilómetros intentó, infructuosamente, que rectificásemos nuestro error. Al cabo del tiempo, se resignó a llevarnos por una carretera real.
Todo iba bien. Viajaba cómoda y feliz en mi puesto de pasajero sin más preocupación que decirle a House qué desvío coger según el navegador (en cuyo manejo ya era casi experta). A punto de llegar a nuestro destino, al piloto se le ocurrió avisarme de que el navegador no tenía todas las indicaciones para conducirnos hasta la misma casa sino que en Pontedeume debía haber recurrido al mensaje de nuestro amigo. En fin, más vale tarde... Una vez reubicados, nos metimos por una carretera que no estaba ni pintada en el centro. Según avanzábamos, la cosa empeoraba, nos rodeaban bosques y maleza; a través de las ventanas, y rozando los cristales, el mundo eran ramas y hojas de color verde. Según las instrucciones, íbamos por la ruta correcta y, aunque no nos fiábamos del todo, seguimos.
Algo más de dos eternos kilómetros encontramos un cartel rústico que señalaba el desvío. La única característica que permitía definir aquella vía como carretera es que, por debajo de las hojas y los erizos de castañas, estaba asfaltada. A los lados los límites los marcaban un par de laderas empinadas, una de subida y otra de bajada, el arcén era una zanja llena de plantas. Nuestro vehículo cabía justo aunque, en teoría, se pudiera circular en ambos sentidos. No sé si las vías estrechas tienen relación con la ascendencia celta, si es así, los escoceses no tienen nada que envidiar a los gallegos. Aún no conozco Irlanda, pero me la puedo imaginar.
Nuestro único error fue meternos por la entrada del vecino. House se dio cuenta enseguida al ver que estaba asfaltada. Unos metros más adelante, un giro cerrado cuesta arriba por un camino de tierra nos condujo a nuestro destino.
El clima gallego hizo honor a su fama y nos llovió 3 días sin tregua, y a ratos del cuarto. No nos importó. La casa era tan acogedora como grande y estábamos la mar de a gusto. Si nos aburríamos de descansar, de leer o de charlar en un salón, solo teníamos que cambiar de piso. Cuando nos apetecía algo de movimiento, no tardaban en aparecer los dos cachorros de Golden Retriever, de 3 meses de edad, que no deseaban otra cosa que juegos y mimos. A los perrillos les importaba poco el agua a la hora de pasear, de hecho meterse en los charcos era uno de sus pasatiempos favoritos. Cada mañana, según nos veían aparecer, e incluso solo con oírnos, nos recibían con todo tipo de muestras de cariño, impensable desayunar sin tirarse antes al suelo para corresponder a su entusiasmo. Pensábamos quedarnos 3 días, pero entre las lluvias, la compañía y la pereza (y el pavor a coger el coche por esos lares) abusamos de la hospitalidad durante una semana.
3 comentarios:
Qué curioso, entre mis recuerdo de Irlanda está precisamente el del tamaño de sus carreteras...
Es que la Galicia es lo que tiene, nucho verde y lluvia. Un abrazo
Si es que para mantenerse verde necesita que la rieguen, pero así está de bonita. Gracias María del Carmen, Un abrazo.
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