CAPÍTULO 1: EL HUEVO
Es un hecho, no por muchos conocido, que las brujas nacen de los cuervos.
Marla, la vieja y malévola bruja del reino de Idria, acechaba un nido desde hacía unos días. En realidad no le interesaba el nido sino los huevos que contenía. Aguardaba con impaciencia el momento propicio para hacerse con uno de ellos. Desde su descubrimiento dedicaba las tardes a preparar la pócima que la transformaría en un gato más negro que el betún. De esa guisa trepaba sigilosamente por las rocas y vigilaba su objetivo atentamente.
La noche era húmeda y los viejos huesos de Marla crujían al escalar hasta la cornisa. Ya llevaba varias veladas sometida a los rigores de la intemperie y tenía demasiados años como para librarse de que semejante abuso de fuerzas no le pasase factura. Sabía que quizás había esperado demasiado a hacerse con un cuervo que la sucediera. Algo vanidosa, más o menos como cualquier mujer, se había resistido a reconocer su edad hasta que ya no le quedó más remedio que rendirse a la evidencia. Pese a la visión nocturna del gato, sus ojos seguían nublados por la catarata que le molestaba desde hacía más de una década. Al principio, la incipiente opacidad había atenuado con su velo la percepción de las arrugas que cruzaban su rostro. Con el tiempo éstas se habían transformado en surcos y resultaban no sólo visibles, sino también palpables. Los atractivos lunares de su juventud habían perdido todo su encanto al crecer y alzarse en forma de abruptas verrugas, cuyo áspero relieve también suavizó, inicialmente, la nube de sus ojos. No había sido consciente de las manchas en su piel ni de la artrosis de sus manos hasta que sus dedos se arquearon definitivamente en garras. Las molestias, el entumecimiento y la rigidez previas las achacaba a los cambios del clima, sin más. Se olvidó de que cada cambio iba asociado a una estación diferente y que cada cuatro estaciones equivalían a un año. ¿Cómo saberlo? La alternancia se sucedía con tal rapidez que esa correspondencia sólo era posible si el tiempo volase.
La pérdida progresiva de visión llegó a un punto en el que la bruja sólo distinguía colores y bultos. Esa deficiencia disparó las alarmas y constituyó el detonante último. Sin más demora se obligó a buscar un cuervo al que educar en su Arte. Afortunadamente no le había costado demasiado encontrar el nido. No se veía montada en su escoba volando en pos de las aves. Su precario equilibrio ya le había supuesto algún que otro batacazo.
Esa noche Marla notó los primeros cambios. Había indicios de movimiento en el nido. La bruja suspiró aliviada. ¡Se acabó el montar guardia y aguantar estoicamente las inclemencias del exterior! ¡Por fin iba a volver a pasar las noches dentro de su cabaña y a dormir acurrucada en su cama, caliente y seca! Se aproximó silenciosa, paso a paso, sobre sus patas acolchadas. Una vez en posición, con un gesto rápido y furtivo, se hizo con uno de aquellos huevos. Lo notó tenso y pesado, justo lo que buscaba. El progenitor, reacio a conceder aquella ilícita adopción, se revolvió enérgico contra el felino. Su empeño fue inútil y el abnegado padre fracasó en su tentativa de rescate. No en vano la bruja había pasado buena parte de su vida huyendo. Gracias a su pericia le resultó relativamente sencillo marcharse con su presa, a pesar de la oposición familiar. Sin poder abandonar al resto de su prole, el consternado pájaro vio cómo se le escapaba el ladrón y se llevaba su pequeño huevo.
CAPÍTULO 2: EL POLLUELO
Cuando la bruja llegó a su cabaña depositó su botín en un nido de paja preparado al efecto. Una vez hubo dispuesto de su delicada carga, recuperó su forma habitual. No era ninguna buena idea que el huevo eclosionase y la descubriese con ese aspecto. ¿Y si el pequeño identificaba a su madre con un gato? ¡Qué trauma para el pobre bicho! Marla se palpó la mandíbula para colocarla en su sitio. -Eso de transportar huevos entre los dientes no está hecho para viejas brujas,- gruñó al notar el doloroso chasquido de la articulación.- Afortunadamente este no es muy grande- se consoló. La realidad era que, para tratarse de un huevo de cuervo, resultaba inusualmente pequeño.
Marla se acomodó en la mesa, apoyó en ella los codos y se dedicó a esperar. Según pasaban las horas le costaba más y más mantenerse despierta. Con cada cabezada ponía a prueba su paciencia. Casi de madrugada, al límite de la desesperación, la bruja creyó atisbar una mínima vibración en el nido. Parpadeó y guiñó los ojos para fijarse bien. ¿Y si se trataba de un error? Enseguida respiró tranquila. No, no había sido una alucinación. El huevo temblaba, se revolvía, se balanceaba de un lado a otro y chocaba con los bordes. Poco a poco comenzó a agrietarse. La bruja no perdía detalle. Un pico diminuto rompió la cáscara a pedazos hasta que, finalmente, un polluelo cubierto de una mucina viscosa, salpicada de restos calcáreos, surgió entre los fragmentos.
El recién nacido contempló a la bruja. Valoró su gorro, negro y puntiagudo, como un pico de quita y pon, sus ojos vidriosos por falta de sueño y de vista, las finas y extrañas plumas que brotaban en racimos de unos bultos marrones e irregulares repartidos por el rostro, su nariz fina y ganchuda...
-¡Un segundo pico!- se sorprendió, - mamá debe de ser muy voraz. Posiblemente por eso es tan grande, - dedujo. - Tendré que comer mucho para llegar a ser como ella.
La idea del alimento despertó el apetito del polluelo. ¡Qué hambre daba nacer! Estaba famélico. Abrió el pico para reclamar las viandas con las que llenarse el buche. Marla sacó unos insectos de un bote, los trituró y le dio la papilla resultante a la cría. El esfuerzo de eclosionar el huevo le había dejado exhausto y, tras engullir aquel zumo, el pajarillo se quedó dormido, al igual que Marla.
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