El jefe opina que yo puedo con lo que me echen y, como no hago nada para desengañarle, así me veo a veces. Me gusta operar y el premio a mi competencia ha consistido en pasar una mañana en quirófano con siete pacientes en el parte, todos para mí, igual que Blancanieves pero con mis enanitos enfermos. Siete intervenciones en una mañana implican siete anestesias, siete cirugías, siete despertares y seis cambios de quirófano (después del último se terminan también las prisas). Necesitaré poco oxígeno, apenas me dará tiempo a respirar, y todas mis reservas de adrenalina.
Llego muy temprano, tanto que en la espera de camas la enfermera me pregunta si pretendo abrir el hospital. En realidad alguien ya lo había hecho por mí y mi intención no es otra que acompañar al celador a recoger al primero, un niño. Si no intercedo en pro de mi causa, al tratarse de una criatura, lo traerán el último. Su alegato es evitar que el infante se traumatice antes de tiempo, al contemplar el panorama en la espera de camas. En esa fase el chiquillo permanece con su madre y el resto de los enfermos de la sala siguen íntegros, así que no considero que exista ningún riesgo de dañar su sensibilidad. Sin embargo, a pesar de mi astuta maniobra para ganar tiempo, sé que tendré que meter el turbo y que, aún así, iré apurada. Sólo limpiar y preparar el quirófano entre cirugía y cirugía suponen, mínimo, 20 minutos. La previsión para el parte del día suman dos horas.
Reconozco al niño, un caso que ya habían visto varios de mis compañeros y que me chocó encontrarme entre mis revisiones. Me disculpé con la madre por el error de citación pero me aseguró que no le importaba. Después de explorar a su hijo le expliqué que pensaba que había que operarle. ¡Menos mal! exclamó. Me extrañó su reacción, no sólo no es la habitual sino que le había salido del alma. La mujer se confesó entonces: ya le habían hablado de mí otras madres del colegio (afortunadamente parece que bien) y como los chiquillos habían mejorado tras pasar por mis manos, mientras que el suyo no levantaba cabeza, cuando vio que la cita se la habían dado conmigo en lugar de con su médico, consideró que se trataba de un error afortunado. Confiaba en encontrarme con el cuchillo afilado. Mi indicación confirmó sus expectativas. Espero que los resultados de la cirugía también lo hagan.
Enciendo el ordenador y cruzo los dedos. Como últimamente el programa informático del hospital va fatal, aprovecho la coyuntura de que funciona para dejar listos todos los informes de alta. Me percato entonces de un detalle que puede complicar aún más la mañana: dos de mis enanitos han cometido alguna fechoría y tienen que traerlos de la Penitenciaría. El protocolo del manejo de presidiarios requiere la coordinación de varios equipos de las fuerzas del orden: los trae la Guardia Civil pero a la intervención los acompaña la Policía Nacional. Llamo al hospital de día, los presos han llegado pero no los policías por lo que mis enfermos no han ingresado sino que siguen en el furgón. Cambio el orden y durante la espera consigo intervenir a dos pacientes, ya van tres de siete. Por desgracia ahí termina la progresión, la policía sigue sin llegar y no han ingresado otros enfermos. Toca desesperar.
Desespero durante un rato. En ese tiempo las enfermeras del Hospital de día me echan de sus lares tras explicarme educadamente que mis visitas no van a adelantar los ingresos. Subo a la consulta y me tomo mi manzana de Blancanieves, que nadie me ha envenenado aunque seguro que más de uno ha sentido ganas de hacerlo. Cuando bajo, inasequible al desaliento, paso de nuevo por el Hospital de Día. Asienten al verme. ¡Ingresos! ¡Por fin!
Dicen que hay que tener amigos hasta en el infierno y no sé si la cárcel se puede considerar como su equivalente porque según me ve aparecer, uno de los presos me saluda encantado con un entusiasta "¡Buenos días Dra!" Dado mi afán por la puntualidad, no he podido contenerme y les he echado una pequeña bronca a los policías por su retraso. Luego, para adelantar los preparativos, me he acercado al quirófano a por las vestimentas con las que deben cubrirse el uniforme para pasar a la zona quirúrgica. Cuando me han visto aparecer con los ropajes, los cuatro policías han salido del cuarto como alma que lleva el diablo. Afortunadamente sus custodios se han quedado tranquilos en la cama y no han aprovechado para imitarles y escapar a su vez porque yo ni siquiera llevaba un bisturí como arma con la que evitar su huida.
En pleno trajín, supongo que para completar la mañana, me entero de que me buscan en Dirección. La secretaria me cuenta que han recibido una solicitud para trasladar un paciente ingresado de Cáceres a la Unidad de Rendu-Osler de nuestro hospital, Unidad aún inexistente y de la que en teoría me encargo. Cierto que tengo la esperanza de que acabemos con una Unidad pero, de momento, la atención de estos enfermos depende sobre todo de mi cabezonería y de la colaboración de Medicina Interna. Se trata de una enfermedad hereditaria en la que se desarrollan malformaciones vasculares en distintos órganos y que sangran, con frecuencia y a chorro, por la nariz. Casi nadie se atreve a tocarlos precisamente por ese motivo, les da miedo el sangrado, y no sin razón. El caso es que yo les infiltro una sustancia esclerosante para que cicatricen las lesiones y mejoren las hemorragia (claro que, en ocasiones, también sangran de lo lindo durante el proceso). Es algo que hago en consulta, armada de valor e inconsciencia, y de manera extraoficial y extraordinaria, sin agenda ni cita. Es una tarea que se lleva un buen rato y aprovecho las mañanas de busca de los jueves para atenderlos (salgo para el arrastre). A pesar de mi empeño por tratarlos, en las condiciones actuales es impensable que nos deriven ningún enfermo para ingresar. Aún así espero que el jueves me remitan al hombre para empezar con las infiltraciones. Como no hay nada como la oportunidad, he tenido que arreglar ese tema al mismo tiempo que me ocupaba de los presos.
En fin, después de terminar, con el tiempo justo, me he acercado a Urgencias para revisar el cajetín, y he robado un paciente, con el beneplácito de sus médicos. He hecho una última comprobación del estado de mis operados antes de emprender el regreso. He llegado a casa agotada. Las mañanas con tantas anécdotas suelen tener ese efecto secundario y, por eso, muchas pasan sin pena ni gloria por estas páginas, porque me apetece más echarme una siesta que escribir mis desventuras en el blog.
3 comentarios:
Siento que estés tan cansada que prefieras echarte la siesta, -aunque creo que más que una preferencia es una necesidad- pero una mañana contada así resulta de lo más entretenido para el que lo lee. Tiene mucha variedad de situaciones junto a su poquita de intriga, ¿qué más se le puede pedir a una jornada de hospital?
Que imaginacion ¡¡¡¡¡¡¡ Marie.
Este es uno de los casos en los que la realidad supera la ficción. Tan real como la vida misma, y la noche del sábado de guardia no le ha ido a la zaga. Besos.
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