A cada vuelta del tambor de la lavadora, Eugenio se desesperaba. El aparato se detenía y era necesario reiniciarlo de nuevo. Tenía el dedo tetanizado. Mamá le había castigado a montar guardia, y a apretar el botón. A fin de cuentas, según sus palabras ¿acaso no era él el responsable de la avería? Siempre le caían todas las culpas. Era un incomprendido, no entendían que se había visto abocado a ello. Nadie había sabido explicarle el mecanismo de la máquina y, no contentos con su ignorancia, a la que él intentaba poner remedio, le habían echado la gran bronca cuando pretendía averiguarlo por su cuenta. No sirvió de nada que les explicara que, si no desmontaba las tripas, ¿cómo iba a estudiarlo? Ahora tenía que pagar por la incompetencia de papá que no había montado bien, de nuevo, las piezas. Eso es lo que sucedía por no investigar.
El castigo era de lo más aburrido. Por un momento se planteó si aquella carraca funcionaría mejor con el hamster de su hermano en el interior. Al menos el animalillo le ahorraría el trabajo de tener que darle vueltas casi manualmente. Dudaba que el pobre bicho fuese capaz de alcanzar las mil doscientas revoluciones del centrifugado pero, para confirmarlo, nada como llevar a cabo el experimento. Seguro que al animalillo le gustaría disponer de una rueda tan grande para correr. Además, observarle haría su trabajo mucho más entretenido. Impulsado por la curiosidad y la ciencia, se decidió a probar su hipótesis.
1 comentario:
Ja, ja, ja..... Y la segunda parte, ¿para cuándo?. Besos
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