Las perlas de la sirena es una leyenda romántica. Nació como un cuento que le escribí a mi amiga Eulàlia cuando me enteré de que le gustaban las Caperucitas. Sin embargo ese primer cuento tenía ideas propias y decidió crecer casi por su cuenta. Poco a poco se convirtió en una historia más larga y algo más compleja. He perdido la cuenta de las veces que lo he revisado, el límite entre lo bonito y poético y lo empalogoso y cursi es fácil de cruzar y he tenido que controlarme para no dejarme llevar, aún así no estoy segura de haberlo logrado, es posible que se me haya escapado alguna frase (ojalá solo sea alguna). Como siempre, las críticas de la Señora han sido una gran ayuda. Espero que el relato final sea de su gusto. En opinión de Eulàlia, la culpable original, es una novela muy visual, casi animada, que le recuerda a las películas de Tim Burton y de Hayao Miyazaki. Una lástima no conocer a ningún director de cine al que embaucar con mis historias.
LA LEYENDA DEL MAR
Entre la Mitología del Mar existe una antiquísima leyenda que afirma que, cuando un humano atrapa a una sirena, ésta queda ligada al mundo del mortal y debe abandonar el Océano.
Infinidad de hombres han abandonado sus vidas terrestres en persecución de este mito. Movidos por el impulso de desvelar los misterios del océano, se han hecho a la mar en busca de respuestas. Empero, la mayoría fracasan en su intento. En presencia de las sirenas sucumben bajo el conjuro vibrante de sus cuerpos. Prendados de su armonía, nadan, enajenados, hacia el fondo abisal. Una vez alcanzado su destino, pierden su guía. Ignorantes del secreto que diluye las fronteras entre la vida y la muerte y que, al ser revelado, permite traspasarlas a voluntad para llegar a formar parte de la eternidad de las aguas, miran pero no ven. Vagan sin rumbo, extraviados dentro de un mundo legendario, diferente y desorientador. Luchan por regresar al aire de la superficie y entregan su último aliento en la batalla.
Las sirenas son el mar, figuras que surgen del océano y de la fuerza del viento, de juegos de sombra y de luz y de brillos irisados sobre fondos de arena. Son su espuma, su rugido, su silencio y su misterio. Hablan su lenguaje de sonidos dulces, de ritmos cadenciosos y de vibrantes ecos. Del mar conocen todos sus secretos, saben dónde hallar los tesoros hundidos en sus profundidades y cómo despertar la vida que late entre las rocas.
Las sirenas comparten con el mar su memoria. Carecen de individualidad, no tienen recuerdos propios. Su vida inmortal transcurre en un presente efímero, fugaz, sin conocer otro pasado que el de las leyendas del océano. Las sirenas son aún más esquivas que los destellos de luz fugaz sobre el agua. Al igual que ésta se derrama entre los dedos desde el cuenco de las manos, así escapa la ilusión de su reflejo del abrazo de sus perseguidores. Sólo cuando una de ellas lo elige, puede ser retenida. El precio de su decisión será el de renunciar al Mar para siempre y, con él, a su memoria. Sus recuerdos se perderán en la inmensidad.
Jamás habrá vuelta atrás. El Océano la repudiará: encriptará sus enigmas en un lenguaje desconocido, le arrancará los secretos contenidos en el brillo de sus escamas y le ocultará sus misterios. A cambio, su sombra se hará corpórea, la espuma y la sal se cubrirán de una piel fina e inalterable y sus nuevos cabellos atraparán la fuerza de las corrientes y la luz del día, o de la noche. Para la sirena la eternidad se transformará en un extraño sentimiento: el amor. Por él sacrificará su libertad y su inmortalidad, para unir, de forma irrevocable, su nueva vida a la de su amado.
CAPÍTULO 1: LA RECIÉN LLEGADA
Hace mucho tiempo, en un reino entre la realidad y la leyenda, vivía una raza de piel bronceada y cabellos oscuros. Sus habitantes eran gente de mar y sus vidas giraban en torno a éste. Su principal ocupación era la pesca y, cada amanecer, salían en sus barcos para emprender la faena. Al atardecer se recogían y, antes de retornar a sus hogares se reunían junto al muelle para contar viejas y nuevas historias. El eco áspero de sus voces se mezclaba con la respiración del océano que amortiguaba su propio sonido para guardar, entre sus gotas, cada una de aquellas palabras. Mientras hablaban, los hombres se repartían la captura del día, cosían las redes y reparaban los arañazos en la madera de los barcos causados por el roce de la grava que tapizaba el fondo de la bahía.
En las noches de tormenta, la brisa se convertía en un viento huracanado que levantaba el agua en olas oscuras y verticales. El mar alzado lanzaba al aire salvajes rugidos antes de estrellarse contra las aristas de las rocas, despedazarse entre turbulencias de espuma encrespada y hundirse en la negrura sin fondo de los remolinos. Esas noches los marineros se refugiaban en sus casas de piedra, atrancaban las puertas y cerraban los postigos para impedir que el vendaval se infiltrase en el interior de sus hogares. Al abrigo del espigón del puerto, los frágiles cascarones de las barcas resistían con estoicismo los envites de la intemperie. Tras calmarse el temporal, el aire limpio dotaba al paisaje mojado de una nitidez casi cristalina. El océano, agotado tras el vaivén nocturno, permanecía inmóvil.
Fue en una de esas serenas y soleadas mañanas cuando apareció una joven en la playa. Paseaba por el borde del agua y, de vez en cuando, se detenía a recoger algunas conchas de entre la tierra húmeda. Su piel dorada, salpicada de gotas saladas, se asemejaba a la tez tostada característica de los nativos del reino. Sin embargo, sus cabellos rojos eran algo insólito en esas tierras. La larga melena caía como un manto por su espalda y resbalaba sobre sus hombros en mechones densos y brillantes. Los pescadores que aquella mañana habían acudido a comprobar el estado de sus embarcaciones tras la tormenta, dejaron en suspenso su tarea hechizados por los reflejos encendidos de aquellos rizos. ¡Hasta la luz parecía haberse enganchado en ellos! Tan fascinados se hallaban bajo el influjo de esos cabellos de fuego que incluso olvidaron toda intención de salir a la mar. Desde sus barcas varadas siguieron cada uno los pasos de la doncella pelirroja. Por costumbre, al igual que hacían en el puerto para escuchar las historias del día, se agruparon en un corro. Sin embargo, en esta ocasión, ninguno se atrevía a hablar. Todos estaban pendientes de aquella extraña al tiempo que sus cabezas bullían con mil y una conjeturas sobre su origen.
- ¿Es real?- preguntó en un susurro.
Su voz sacó al resto de su ensoñación.
- Por supuesto que es real, muchacho - le respondió el veterano Manuel, un recio marinero de carácter fuerte y sin tolerancia para tonterías, al que todos respetaban y al que acudían en busca de consejo. Ejercía de portavoz, juez y mediador de los conflictos que surgían y llevaba la voz cantante dentro del grupo. - ¿Qué iba a ser si no?
- Por un momento pensé que se trataba de un espejismo del mar, aunque en realidad más parece que surgiera de entre las mismas llamas del sol.
Manuel sonrió ante aquella romántica explicación.
- Quizás deberíamos esperar a ver si, en el ocaso, desaparece de nuevo – sugirió en un tono no exento de sorna.
Fran tembló ante aquella idea que se le antojó terrible. Clavó sus ojos en la figura de la muchacha para fijar en ellos su imagen y evitar que se desvaneciese. Nadie más tomó en serio el comentario de Manuel, aunque ninguno apartase su mirada de la joven. La fascinación que ejercía sobre ellos, unida a su natural curiosidad, les mantuvo plantados en el sitio. Los peces tendrían que esperar aún un rato, si no a otro día.
La continuación, pinchando en el enlace.
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