En el tiempo en el que no existía el Tiempo, entre la nada del futuro universo, dos poderosas diosas combatían sin tregua por conquistar a Altair, el poderoso dios del viento. Alya, reinaba sobre la luz, Deneb sobre la oscuridad y el caos.
Al principio Alya iluminó el vacío del cosmos con su resplandor. Contrariada, Deneb condensó la materia esparcida en el espacio infinito y la modeló en cuerpos opacos para romper con sus sombras la luz de su enemiga. Alya los encendió y se engendraron estrellas de esa misma materia. Deneb contraatacó y, en una vorágine de seísmos y negras tormentas, fisuró la corteza, antes lisa, de los astros y aprisionó su energía en el interior de simas de lava incandescente. La guerra entre ambas diosas creaba y destruía. Se transformaban masa y energía. Su lucha generó no sólo desorden y devastación sino que, fruto de su enfrentamiento, surgieron meteoros, galaxias y nebulosas. Constelaciones inmensas vagaban sin rumbo por el firmamento y, a pesar de la inmensidad del vacío que las rodeaba, algunas colisionaron entre sí. Tras el choque se concentraron en cuerpos celestes de densidad infinita. Incluso la luz era atraída por la fuerza gravitatoria de aquellos gigantescos agujeros negros.
Alya quiso borrar la presencia de Deneb en el recién nacido universo, aniquilar las sombras y desdibujar los contornos opacos en halos de luz. Sin embargo, al difuminarlas, el espacio perdió nitidez. El brillo de las estrellas se desvaneció. Fue entonces cuando la diosa se dio cuenta de que borrar las sombras entrañaba destruir el cosmos existente. La sincronía de luz y oscuridad era lo que diseñaba aquel mundo de objetos, trazaba los perfiles de sus elementos y proyectaba sus formas sobre el firmamento. Las sombras eran tan solo meras impresiones de esos cuerpos, originadas por la combinación de claridad y penumbra.
Alya abandonó la lucha. Suavizó su fulgor para proteger a los astros de sus radiaciones y tamizó sus rayos entre partículas de agua y gas para no dañar a los más delicados. Al filtrarse, su resplandor blanco se dispersó en una amplia gama de colores que realzaron la belleza del cosmos.
A Altair le sedujo el trabajo de aquella diosa creadora. Quedó prendado por la aparición de destellos fugaces e inesperados en el espacio, por la variedad de tonalidades y por la fragilidad cambiante de las imágenes y sus reflejos. La diosa de la luz diseño astros con nuevas formas y matices y Altair trazó rutas de navegación para que cruzaran el firmamento.
Altair y Alya ¡unidos! Deneb se sintió despechada. Se vengaría de los amantes. Arrasaría su mundo. El espacio retumbó bajo la violencia de su ira. Desató su violencia en forma de tempestad. Refulgieron los rayos. Detonaron los truenos. Un océano oscuro inundó el universo de objetos, color y contornos de sombras. La diosa no se conformó con causar estragos en todo lo creado. Aprovechó la violencia cegadora del diluvio para capturar a Altair y sumirle en la profundidad de las tinieblas.
Al faltarle Altair, el corazón de Alya estalló de tristeza. La intensidad de su dolor inflamó el cuerpo de la diosa como una brasa incandescente. Su dolor encendió el agua que ahogaba al dios. La oscuridad se tornó fuego. Un último rayo iluminó a Altair y le señaló el camino hacia la libertad. Navegó hacia la diosa. Sin embargo, antes de alcanzarla, el fuego fundió el corazón de Alya y lo rompió en mil añicos. Sus fragmentos se esparcieron por el universo y lo salpicaron de polvo de estrellas.
El lamento del dios al perder a su amada sopló desde la orilla de aquel mar inmenso. La superficie del agua se rizó en ondas mientras que el océano se recogía en su lecho. La tierra se secó y las ráfagas de viento tallaron el agua evaporada en nubes de formas fluidas y caprichosas.
Altair ascendió en el cielo en busca de su diosa. Notó su contacto entre las estrellas. Recogió el finísimo polvo celeste, reunió las partículas en un satélite de plata y lo colgó de aquel cielo estrellado. Con los haces de su luz perlada recreó la imagen de la diosa en una figura etérea: Selene, el espíritu de la luna.
Altair no se rindió, prosiguió su búsqueda hasta identificar la estrella que había emitido aquel último rayo de luz, el resplandor que le había liberado mientras se hacía añicos el corazón abrasado de la diosa. Sopló con suavidad y arrastró en sus corrientes aquel astro ardiente. Juntos se lanzaron al océano. El brillo de la estrella se multiplicó antes de hundirse en el mar. En ese instante, el resto de las estrellas se apagaron. La noche quedó oculta tras una cortina de luz. El agua opaca se tornó transparente y cristalina. La claridad envolvió el mundo.
Deneb persiguió la nueva luz para sofocarla pero los vientos de Altair empujaron al astro hacia las profundidades, protegiéndolo tras una cascada de colores de fuego. Al esconderlo, las estrellas reaparecieron. El reflejo de la luna describió una senda misteriosa sobre las olas. La Diosa oscura se alejó derrotada, perdido el objeto de su búsqueda.
A la mañana siguiente, la estrella emergió del agua e iluminó el mundo.
1 comentario:
Este final me deja un resquicio para pensar que es la estrella de Mina, y no de Anya, la que emerge del mar iluminada y el mundo recupera el equilibrio.
Publicar un comentario