martes, 16 de junio de 2015

Urso en la luna

Había una vez un osito que llegó a la luna. El problema es que no sabía cómo. ¿Qué había sucedido? Lo último que recordaba es que se había quedado dormido entre los brazos de Jaime, su compañero de correrías y juegos. Había cerrado los ojos acunado por los sonidos de su respiración, hasta ahí no había nada raro, cada noche ambos se dormían para despertar dentro del sueño y vivir juntos grandes aventuras, sin embargo, en esta ocasión, algo había ido mal. Al abrir los ojos, el osito descubrió que aún era noche cerrada y que se encontraba en la luna, completamente solo, sin su inseparable Jaime. Al muñeco aquello no le gustó. No es que estuviese asustado, en absoluto, era un oso muy valiente. Su temor era otro: ¿qué ocurriría si su pequeño amigo sufría una pesadilla y él no estaba allí para defenderle? El pobrecillo pasaría mucho, mucho miedo. ¿Y si se despertaba y no le encontraba a su lado? Seguro que el chiquillo se pondría muy triste. Tenía que regresar antes de que ocurriera algo horrible. ¿Y si?... No, no y no. Eso sería demasiado terrible, el osito tembló ante la idea, pero no pudo quitársela de la cabeza... ¿Y si Jaime también había desaparecido? Miró alrededor por si acaso el niño andaba cerca pero la noche era demasiado oscura y, en medio de la negrura, apenas se veía nada.
- ¡Hola! - llamó. -¿Hay alguien ahí?
Nadie le contestó. Esperó. Dejó que sus ojos se acostumbraran a la luz de las estrellas.
-¿Habéis visto a mi dueño?-les preguntó. Las estrellas parpadearon. -¿Sabéis si está por aquí? -insistió el osito. Las estrellas guardaron silencio. -Quizá no sepan hablar, o quizá es solo que están demasiado lejos -reflexionó el osito.

La luna era ¡tan grande!. Si él había aparecido sobre ella, debía de haber alguien más. Era lo lógico, lo extraño sería que él fuese el único en semejante situación. ¡Ojalá no se tratara de Jaime! No deseaba que el chiquitín anduviese tan lejos y, mucho menos, solo. El osito decidió dar una vuelta para investigar mejor la zona. ¿Por dónde empezar? Un lado del astro estaba a oscuras, por allí no se distinguía nada y se perdería más de lo que ya estaba. Si Jaime también estaba en la luna, seguro que no era allí, no le gustaba la oscuridad. Su mamá lo sabía y siempre dejaba encendida una lamparita al lado de la cuna. Seguro que la luna también lo sabía y habría tenido cuidado de no dejarle en tinieblas. A fin de cuentas la luna era el farol de la noche, la que evitaba que el mundo se hundiera al final de cada día entre las tenebrosas sombras. Iría hacia la zona iluminada.

El camino no parecía fácil, para llegar a su destino, debía cruzar antes una cordillera inmensa. Nunca se habría imaginado que la superficie de la luna fuera tan montañosa. Vista desde la ventana de su dormitorio parecía una perla, blanca y lisa. Bueno, al menos desde la cumbre de aquellos picos disfrutaría de un amplio panorama, se consoló Urso. Con esas vistas no le costaría trabajo encontrar a Jaime.

El osito emprendió la marcha. No había sendas trazadas pero, afortunadamente, el trayecto hacia las montañas no ofrecía dificultades sino que se limitaba a cruzar una hondonada amplia y llana como el lecho del mar. El fondo estaba cubierto de un polvillo blanco que se levantaba a cada paso y brillaba como pedacitos de estrellas de cristal. No se entretuvo a admirar el paisaje aunque sí que lo escudriñó en busca de su amigo. No había nada. La luna parecía estar vacía. El osito caminó deprisa a través del singular desierto, el tiempo no le sobraba, debía alcanzar cuanto antes las montañas.


Vistas desde la base, las montañas eran enormes, mucho más altas de lo que calculaba y también más empinadas. Le alegró disponer de garras, nunca las había usado hasta entonces, jamás le habían hecho falta. A mamá no le habría hecho ninguna ilusión descubrir sus huellas marcadas en las puertas. Comprobó su estado: eran fuertes y tan afiladas que se clavaban incluso en la roca. Funcionaban estupendamente y gracias a ellas escaló con rapidez las resbaladizas laderas de piedra lunar. ¡Brrr! ¡Qué frío hacía en la cumbre! ¡Qué suerte contar con un buen abrigo de peluche para protegerse! No se había equivocado, desde allí la vista era magnífica. Guiñó los ojos y se esforzó en localizar la ventana de Jaime. A esa distancia apenas era un punto diminuto en mitad del cosmos, pero eso no importaba: la reconocería hasta con los ojos cerrados. ¡Sí! ¡Ahí estaba! Repasó uno a uno los objetos del interior de la habitación. Al cabo de un rato, entrevió el reflejo de los cabellos del niño bajo la luz de la lamparita.
-¡Ufff! ¡Menos mal! ¡Está en su cuarto y sigue dormido! -suspiró el osito, mucho más tranquilo.

Encontrado el infante, ya solo tenía que preocuparse por volver. Si había subido hasta allí, existiría un modo de bajar, razonó. Era evidente que la única ruta era a través del espacio aunque, por desgracia, a la luna se le había olvidado transportarle junto con una nave espacial. No debía de ser imprescindible para el viaje, pero le habría facilitado mucho las cosas. Tendría que apañárselas. ¿Sería difícil volar? Cuando Jaime le sujetaba, no resultaba en absoluto complicado. Alguna vez le había lanzado por los aires y había volado sin agarres, aunque también es cierto que se había pegado más de un batacazo. Sin embargo, al ser blandito y de peluche, nunca se hacía daño. Lo intentaría. Saltó con todas sus fuerzas y se elevó en el aire. ¡Qué gran salto! El suelo estaba cada vez más lejos. ¡Lo había conseguido! ¡Volaba! ¡Sí!¡Sí!... ¡Oh, no, no! ¡Estaba cayendo! Desesperado, agitó las patas como un pájaro para elevarse de nuevo, pero sin éxito. Rebotó en la montaña y tuvo que agarrarse con uñas y dientes para no rodar ladera abajo. El osito se sentó en la roca, entero pero frustrado. Tendría que pensar en otra estrategia. Aún desde el punto más alto de la luna, saltar no bastaba: necesitaba impulsarse.

La cima de la montaña estaba vacía y el osito inició el descenso por lado contrario al del ascenso. Un valle resplandecía al fondo, era de allí de donde provenía la luz que había visto al principio. Al acercarse descubrió que lo ocupaba un bosque inmenso. Las copas de los árboles se perdían en la nube de luz que las envolvía con su claridad de plata azulada y, tanto sus troncos, como el suelo, estaban revestidos de florecillas diminutas y tan blancas como copos de nieve.

- ¡Qué preciosidad! - exclamó el osito.
- Me alegro de que te gustemos -le respondió una voz con muchos ecos.
Sorprendido, miró a su alrededor. ¿Quién había hablado?
- ¡Hola! -saludó. -No te veo. ¿Dónde estás? ¿Quién eres?
- ¡Hola! Mira a tus pies y nos verás. Somos las flores del bosque lunar.
El osito hizo lo que le decían.
- Encantado. Yo me llamo Urso y soy un osito de peluche que quiere regresar a su hogar.
- ¿Un muñeco? ¿Cómo has llegado hasta aquí?
- No lo sé. Estaba dormido cuando sucedió y no me enteré de nada. Me desperté y aquí estaba. El problema es que no sé qué hacer para volver a la Tierra.
- Nosotras iremos a la Tierra en primavera. Podrías acompañarnos - le invitaron.
- No, es demasiado tarde, debo regresar antes de que amanezca o mi niño se preocupará si no me encuentra. He intentado saltar pero necesito ayuda, yo solo no puedo.
- Nosotras te ayudaremos encantadas -se ofrecieron las flores. -Dinos qué hay que hacer.
- ¿Me empujaríais para ganar impulso?
- Por supuesto.
-¿No os aplastaré?
- Descuida, no corremos peligro - y, para demostrárselo, las flores se despegaron del suelo y volaron como mariposas hasta posarse sobre él.
- ¡Oh! ¡Es genial!
- Ahora salta y te empujaremos.
Urso obedeció. Las flores tiraron y tiraron de él para arrastrarlo pero solo consiguieron erizarle el pelo. El osito se rio al caer.
- ¡Qué cosquillas!
- Lo sentimos - se disculparon las flores.
- ¡Oh, no! Eran unas cosquillas muy agradables. ¿Probamos de nuevo?

El osito saltó tan alto como pudo. Las flores acudieron en tropel desde todos los rincones del bosque para elevarle aún más, pero el resultado final fue el mismo.
-¡No tenemos suficiente fuerza! - se quejaron las flores.
- No es culpa vuestra, aún en la luna peso demasiado.
Urso miró hacia arriba y eso le dio una idea.
- Quizá me podría lanzar desde la copa de los árboles. Seguro que encuentro una rama en la que balancearme  y ganar suficiente impulso antes de soltarme.
- Nosotras iremos contigo por si nos necesitas.
Las flores se agarraron al pelaje del oso mientras éste trepaba, agarrado a raíces y lianas, por el tronco más alto de todo el bosque. No tardó en llegar al punto en el que las ramas se unían con las de los árboles vecinos en una fronda enmarañada de hojas plateadas sobre las que se reflejaba la luz azul de la noche.
- Nunca hemos subido hasta aquí. Está muy alto. ¿No te da miedo? - le preguntaron las flores.
- Un poco -confesó Urso, que procuraba no mirar hacia abajo. El suelo quedaba muy lejos.

El osito avanzó con mucho cuidado, el tronco era cada vez más fino y tenía que tantear la firmeza de las ramas antes de apoyarse en ellas y apartar las hojas que le tapaban la visión. Aunque su idea era lanzarse al vacío, no deseaba caer antes de tiempo. Los brotes se le enganchaban en el pelo y le daban tirones. Las flores se esmeraban en desengancharlos sin dañarlos. La progresión era difícil y mucho más lenta.

De repente la rama que lo sostenía se partió. El osito perdió pie. Empezó a caer. Agitó los brazos para agarrarse a la maraña de ramas pero todas se quebraban bajo el peso de su cuerpo. Las flores le tiraban del pelo pero sus esfuerzos no servían de nada, no lograban frenar su caída. El muñeco estaba asustado, desde esa altura se iba a hacer mucho daño.

Miró hacia abajo. Mala idea. El suelo se acercaba a toda velocidad, aún estaba muy lejos pero no lo suficiente. Cada instante era eterno y, sin embargo, aún así resultaba demasiado corto. Las copas de los árboles brillaban cada vez más. La luz parecía moverse. Un fogonazo le deslumbró. Cerró los ojos para protegerse. Por un instante, todo se detuvo.

¿Un instante? No, en realidad, cuando el osito abrió los ojos se encontró colgado en el aire. Estaba en el interior de una enorme burbuja brillante. ¿Qué ocurría? La luz era demasiado intensa, tanto que apenas podía distinguir nada. Guiñó los ojos y miró entre los párpados entrecerrados. Poco a poco identificó el origen de la luz. ¡Eran luciérnagas!
- Gracias - les dijo. -Me habéis salvado.
Uno de los insectos abandonó su posición y voló junto al muñeco.
- ¡Hola! Soy Lucía, -saludó.- ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
- Soy Urso, un muñeco de peluche. Intento regresar a mi hogar, pero parece que no es posible.
El pobre osito no pudo contenerse y se puso a llorar.
- No estés triste - le consoló la luciérnaga. - Lo que ocurre es que necesitas unas alas como las mías. ¿Ves? - y las estiró para mostrárselas.
El muñeco las observó esperanzado. Luego se miró los brazos y la espalda y las lágrimas regresaron.
- ¡Yo no tengo alas!
- ¡Pues construiremos unas! Aunque antes necesitamos subir por encima de los árboles. ¡Espérame! Ahora vuelvo.
Urso asintió, no tenía intención de irse a ningún lado. Lucía regresó con sus compañeras y la esfera se elevó en el aire. El osito contempló su trayectoria con aprensión. ¿Cómo iban a superar la maraña de ramas? Se le antojó imposible. La esfera se rompería y él caería de nuevo al vacío. Sin embargo no sucedió nada de eso. Enseguida descubrió el motivo: las ramas se apartaban a su paso para facilitarles el camino. ¡Qué fácil resultaba la ascensión dentro de aquel ascensor improvisado!

Por fin llegaron a su destino. La burbuja se abrió a sus pies como una alfombra mágica. Lucía se acercó a él.
- Ahora debemos buscar las ramas más finas con hojas bien grandes para tejer tus alas.

La alfombra se desplazó sobre las copas y Urso cortó con cuidado las ramas que Lucía le indicaba.
- Perdón - le pedía a cada árbol.
- No te preocupes muchacho - le respondió un inmenso roble. - Hace tiempo que necesitaba una buena poda.
- ¡Hola! -saludó el osito sin permitir que la sorpresa afectara a sus buenos modales.- Soy Urso.
- Yo soy Robur - se presentó el árbol. - ¿Me harías el favor de recortarme un poco por los lados? Estoy tan enganchado a mis vecinos que soy incapaz de sacudirme. Tanta estrechez resulta incómoda.
- Por supuesto.
Lucía fue a avisar a sus compañeras y el muñeco se entregó a la tarea con entusiasmo.
- ¡Ejem! -carraspeó un árbol cercano, un gigantesco abedul de grandes hojas plateadas. - Cuando termines... ¿Te importaría limpiarme un poco?
- Bet, no abuses del chico -protestó Robur.
- No entiendo por qué no he de disfrutar yo también de un buen acicalamiento. Falta me hace. Estoy harta de vivir siempre enredada.
- No se preocupe, no es ninguna molestia -intercedió el improvisado jardinero. -Ahora mismo me ocupo de usted.
Cuando el muñeco terminó, los dos árboles agitaron sus ramas aliviados.
- Gracias muchacho. ¿Cómo podemos devolverte el favor?
- No se preocupen, ya lo han hecho. Necesitaba ramas y hojas para tejerme unas alas como las de las luciérnagas y ahora tengo más que suficientes.
- En todo caso, si no bastasen, no dudes en venir a por más.
- Así lo haré. Muchas gracias.

Urso dispuso su material sobre la alfombra de luciérnagas. Lucía extendió sus alas para que le sirviesen de modelo. El muñeco trenzó las ramas y cubrió los huecos con las hojas. Estudió el resultado final. No estaba mal, se asemejaba bastante al original, salvo en el tamaño. Lucía las revisó y les dio el visto bueno. ¡Estaban listas! El osito se las colocó en la espalda, las hojas se agitaron y le alzaron por el aire.
- ¡Funciona!
Se elevó un poco más. Las alas no solo funcionaban sino que volaban solas.
- ¡Muchas gracias! ¡Adiós! - se despidió.
- Ten cuidado - le recomendó Lucía, al verle alejarse. - No te despistes, que la noche es muy oscura y te perderás.
El peluche no oyó el consejo de la luciérnaga. Las alas le conducían a toda velocidad a través del cielo nocturno. ¡Se sintió feliz! Enseguida estaría en casa. ¿Cuánto faltaría? Miró a su alrededor y se asustó. Iba tan rápido que no distinguía nada. La luna era un reflejo blanco cada vez más lejano. La oscuridad le rodeaba. Quiso dar la vuelta para regresar a la luna. Cambió de dirección pero su nueva ruta no le acercó al astro. Intentó girar de nuevo, sin éxito. Su situación era cada vez peor. Estaba perdido en medio del espacio y no sabía controlar sus alas. ¿Qué podía hacer?
- Ayudadme - le pidió a las estrellas que pasaban a su lado fugaces como ráfagas.

Un rayo de luz surgió de la luna. Era un destello deslumbrante y aún más veloz que el muñeco. ¡Qué deprisa se acercaba! Sin embargo el osito no se inquietó. Había reconocido a sus amigas, las luciérnagas, que acudían a rescatarlo. En un instante se vio envuelto en su esfera brillante y oyó la voz de Lucía.
- ¡Tranquilo! ¡Nosotras te guiaremos!
Las luciérnagas movieron sus alas y el osito divisó al fin la ventana de su dormitorio. El camino se iluminó, tan largo y fino como un hilo de luz infinito. El osito siguió la senda de las luciérnagas hasta alcanzar su final, en la mismísima lamparita de la habitación de Jaime. Se dio la vuelta para despedirse. Un rayo de sol entró por la ventana y le obligó a cerrar los ojos.
- Gracias - murmuró mientras apoyaba la cabeza en al almohada y se quedaba dormido. Estaba rendido.
Cada mañana, un rayo de sol entra por la ventana para dar los buenos días a Jaime y al osito. 

1 comentario:

Elvis dijo...

Qué bonito es, me encanta. Cuánto más lo leo, más me gusta. Muchas gracias. Besos