El médico que no entiende de almas no entenderá de cuerpos. José Narosky.
Respire hondo. Diga 33. ¿Cuántas veces no le habremos oído esas palabras al médico mientras apoya el fonendo en nuestra espalda? ¿33? ¿Por qué 33? Pues simplemente porque es un sonido vibrante y esa vibración, al transmitirse a las paredes del tórax, nos permite percibir si todo es normal o, por el contrario, hay datos de alarma con zonas en las que se apaga o resuena más de lo que debería.
En 33 Desnudos en bata, el libro de María Pasquín, médico de familia, lo que se desnuda es la humanidad de la Medicina, desde el nacimiento de la vocación, a veces enraizado en la propia familia, a su evolución con el contacto diario con los pacientes, los verdaderos protagonistas de la narración. Cada capítulo comienza con una cita y cada relato es distinto, con estilos muy diferentes, pero todos dejan ver el alma de la relación médico-paciente, ya sea en forma de cuento hindú o infantil, autobiografía, historias con guiños a la literatura, twits, reflexiones poéticas o filosóficas e historias reales o que podrían haberlo sido.
Es un libro fácil de leer porque su lenguaje, aunque culto, no es rebuscado, y las páginas pasan sin sentir entre los dedos, aunque el corazón se llene de sentimientos o se cree un nudo en la garganta por esos seres que viven entre sus líneas. Sin embargo no hay ni un ápice de exageración en sus historias, la práctica de la Medicina es así, hay historias duras a diario y el paciente, cuando confía en su médico, desea desahogarse con él, incluso aunque sepa que el galeno no puede hacer nada más que escucharle.
No es un libro escrito para médicos sino para cualquiera que desee comprender un poco más a los demás y conocer los entresijos de un Centro de Salud. Cierto a los médicos les vendría muy bien leerlo porque enseña una de las cosas que no se aprenden en la carrera sino que la enseña la experiencia: la empatía, a ser humano con el enfermo y que no sea el paciente el único que merezca el adjetivo de su nombre.
La enfermedad es dura y triste y a veces la vida no ayuda a sobrellevarla. Los relatos de este libro muestran la realidad tal cual es y, al igual que la realidad, posee momentos agridulces, toques de humor, de agobio, de duda, de engaño, de entrega, de locura y también de desesperación. Refleja también el funcionamiento de la Sanidad en España y cómo sus profesionales están dispuestos a defenderla y, con ello, salvaguardar la calidad de la atención universal. No hay amargura en este libro porque la Medicina no es amarga sino todo lo contrario, lo que busca es curar o hacer más dulce la enfermedad.
"Me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin de que cada uno pueda encontrar la suya." El Principito.
jueves, 31 de diciembre de 2015
viernes, 25 de diciembre de 2015
jueves, 24 de diciembre de 2015
The night before Christmas by Clement Clarke Moore
NOCHEBUENA
Twas the night before Christmas, when all through the house
Not a creature was stirring, not even a mouse;
The stockings were hung by the chimney with care,
In hopes that St. Nicholas soon would be there;
Era la noche de antes de Navidad, y en todo el caserón
ningún ser se movía, ni siquiera un ratón.
Las medias colgaban de la chimenea ordenadas,
con la esperanza de que pronto llegaría Santa.
The children were nestled all snug in their beds;
While visions of sugar-plums danced in their heads;
And mamma in her 'kerchief, and I in my cap,
Had just settled our brains for a long winter's nap,
When out on the lawn there arose such a clatter,
I sprang from my bed to see what was the matter.
Los niños se acurrucaban abrigados en sus camas;
con visiones danzantes de fruta escarchada;
Y mamá con su toca, y yo con mi gorra
instalamos nuestras mentes en la invernal modorra.
De repente afuera se levantó tal algarabía
que salté de la cama a ver qué ocurría.
Away to the window I flew like a flash,
Tore open the shutters and threw up the sash.
The moon on the breast of the new-fallen snow,
Gave a lustre of midday to objects below,
When what to my wondering eyes did appear,
But a miniature sleigh and eight tiny rein-deer,
With a little old driver so lively and quick,
I knew in a moment he must be St. Nick.
Veloz como el rayo volé a la ventana
abrí los postigos y levanté la banda.
La luna en el seno de la nieve recién caída
daba a los objetos un brillo de mediodía.
En ese momento apareció, ante mis ojos perplejos
un trineo en miniatura, y ocho diminutos renos,
con un viejo guía, tan vivo y sagaz
que supe enseguida que era San Nicolás.
More rapid than eagles his coursers they came,
And he whistled, and shouted, and called them by name:
"Now, Dasher! now, Dancer! now Prancer and Vixen!
On, Comet! on, Cupid! on, Donder and Blixen!
To the top of the porch! to the top of the wall!
Now dash away! dash away! dash away all!"
Más rápidos que las águilas los corceles se acercaban
y él silbaba, gritaba y por su nombre les llamaba:
“¡Ahora, Dasher! ¡Ahora, Dancer! ¡Ahora, Prancer y Vixen!
¡Venga Cometa! ¡Vamos Cupido! ¡Adelante, Donder y Blitzen!
¡Por encima del porche! ¡Arriba por la pared!
¡Corred, ahora! ¡Corred! ¡Todos corred!”
As leaves that before the wild hurricane fly,
When they meet with an obstacle, mount to the sky;
So up to the housetop the coursers they flew
With the sleigh full of toys, and St. Nicholas too—
And then, in a twinkling, I heard on the roof
The prancing and pawing of each little hoof.
As I drew in my head, and was turning around,
Down the chimney St. Nicholas came with a bound.
Como las hojas que vuelan por delante del viento
y cuando encuentran un obstáculo, suben al cielo
así se elevaron los corceles sobre la casa
con el trineo, los juguetes, y también con Santa-
Y entonces, durante un parpadeo, oí en el tejado
las cabriolas y pisadas de cada mínimo casco.
Al retirar mi cabeza e ir a darme la vuelta,
apareció Santa, bajando de un salto por la chimenea.
He was dressed all in fur, from his head to his foot,
And his clothes were all tarnished with ashes and soot;
A bundle of toys he had flung on his back,
And he looked like a pedler just opening his pack.
His eyes—how they twinkled! his dimples, how merry!
His cheeks were like roses, his nose like a cherry!
His droll little mouth was drawn up like a bow,
And the beard on his chin was as white as the snow;
The stump of a pipe he held tight in his teeth,
And the smoke, it encircled his head like a wreath;
Iba vestido con pieles, de los pies a la coronilla
y con la ropa tiznada de hollín y ceniza.
Un saco de juguetes colgaba de su espalda,
y le asemejaba a un buhonero al abrir su saca.
¡Sus ojos, cómo brillaban! ¡En sus hoyuelos, qué alegría!
¡Sus mejillas eran rosas, su nariz como una guinda!
En su graciosa boca se dibujaba la risa
y la barba de su mentón era blanca como el algodón
Sujetaba entre los dientes una boquilla de pipa,
y una corona de humo la cabeza le ceñía.
He had a broad face and a little round belly
That shook when he laughed, like a bowl full of jelly.
He was chubby and plump, a right jolly old elf,
And I laughed when I saw him, in spite of myself;
A wink of his eye and a twist of his head
Soon gave me to know I had nothing to dread;
He spoke not a word, but went straight to his work,
And filled all the stockings; then turned with a jerk,
And laying his finger aside of his nose,
And giving a nod, up the chimney he rose;
Tenía la cara ancha y una redonda barriga,
que sacudía al reírse, cual cuenco de gelatina.
Era gordito y rollizo, un duende viejo y feliz,
y a pesar de mí, me reí cuando lo vi.
Un guiño de ojos y una inclinación de cabeza,
pronto me hicieron saber que no tenía qué temer.
No dijo ni una palabra, fue directo a su tarea
y llenó todas las medias. Se giró de repente, una vez llenas,
y poniendo el dedo junto a su nariz bermeja,
asintió con la cabeza y ascendió por la chimenea.
He sprang to his sleigh, to his team gave a whistle,
And away they all flew like the down of a thistle.
But I heard him exclaim, ere he drove out of sight—
“Happy Christmas to all, and to all a good night!"
Saltó a su trineo y silbó a sus renos
e, igual que una pluma, emprendieron el vuelo.
Pero le oí exclamar, mientras desaparecía en la oscuridad:
"¡Buenas noches a todos y Feliz Navidad!"
Poema de Clement Clarke Moore (la traducción es mía porque no he encontrado ninguna que me gustase y me parecía importante conservar la estructura de la rima)
sábado, 19 de diciembre de 2015
Primeros capítulos de La domadora de elefantes (IV)
CAPÍTULO 4: ELFRED
Como premio a nuestras notas en su asignatura, fuimos las primeras de la clase, el abuelo nos invitó al circo. Pienso que la instigadora de aquella idea fue Luz porque personalmente nunca he contado el circo entre mis grandes aficiones. Sin embargo reconozco que me encantó. No fue para nada como me lo imaginaba. En directo es todo un espectáculo, sin duda mucho más impactante que por televisión, incluso las tonterías de los payasos resultan hilarantes y es imposible no reírse a carcajadas con sus persecuciones, sus bromas y sus ridículos accidentes. Eran tan patosos como graciosos, y eran muy, muy patosos. Fueron los primeros en salir y prepararon el ambiente. Después de su actuación todo el público estaba entregado y feliz, dispuesto a disfrutar de la función.
El resto no fue tan divertido aunque sí mucho más emocionante. ¡Qué tensión! Cada número era el “más difícil todavía”. El equilibrio de los acróbatas, a cámara lenta, me mantuvo en vilo durante todo su ejercicio, estaba segura de que si pestañeaba se caería el de arriba y no deseaba que se metiera un batacazo por mi culpa; se habría hecho mucho daño. Aplaudí a rabiar a los trapecistas, ni siquiera en sueños he volado cabeza abajo como ellos, debe de ser fantástico, ¡qué manera de dar volteretas en el aire! Me fijé bien en cómo lo hacían pero no sé si Luz y yo seremos capaces de imitarles. Lo probaremos, por supuesto con red, y antes ensayaremos en los columpios sin que mamá nos vea, protestaría y no creo que nos lo permitiese. Nos vendría bien una cama elástica para practicar, aunque es poco probable que convenzamos a mis padres de que nos la compren. De todos modos no podríamos instalarla en la habitación y estoy segura de que no nos dejarían ponerla en el salón. En todo caso, siempre contamos con el pobre colchón. Si aguanta un alud, dudo que unos cuantos saltos lo machaquen mucho más.
Al final salieron los animales. ¡Qué miedo! ¡Menudas fieras! Los tigres y los leones eran unos bichos imponentes. ¡No me imagino lo que debe ser meterse en la jaula con una de esas bestias! ¡Qué valor el del domador! Le aplaudimos a rabiar. Por otro lado sí que me vi de amazona, con un vestido precioso, con plumas y bordado de lentejuelas, trotando de pie sobre la grupa de un caballo. Me encantó toda la representación aunque, a la hora de elegir, me quedo con el trapecio.
Sin embargo, en esta ocasión mi amiga y yo no coincidimos en nuestra elección. Luz se enamoró de los elefantes. Digo enamorar porque aquello fue un auténtico flechazo, y de los gordos. En ese instante decidió convertirse en domadora de elefantes. Su decisión fue una resolución en toda regla y, además, irrevocable. Aquel no era un plan con vistas al futuro sino al presente más inmediato. Eso significa que ahí no terminó el asunto. ¡Ojalá! El problema surgió cuando me comunicó que pretendía llevarse un elefante a casa. Casi me da un infarto al escuchar su propuesta.
-Ayúdame a escoger un elefante dócil – me dijo.
La miré con los ojos muy abiertos.
-¿No lo dirás en serio?
Para variar, mi mirada de incredulidad no ejerció ningún poder sobre Luz.
-¿Cuál te gusta?
- No podemos llevarnos un elefante –insistí.
También mi amago de plantarme se demostró inútil.
-Por supuesto que podemos. ¿Cómo si no voy a practicar? -alegó Luz.
-¿Qué tal si empezamos con algo más pequeño? ¿Un perro? -le sugerí (no es que a mis padres les fuese a hacer ninguna ilusión pero seguro que aceptaban mejor un can que un elefante).
-¡No seas ridícula! Un perro no sustituye a un elefante, que es lo que de verdad necesito.
¿Qué hacer? Conocía a mi amiga lo suficiente como para saber que, por mucho que me esmerase en disuadirla, no iba a lograr ningún éxito.
-¿Cómo pretendes que nos lo llevemos? –pregunté finalmente.
Enfrentarla a esa cuestión era mi último recurso, si era capaz de solucionar esa “pequeña” pega estaba dispuesta a rendirme.
-No te preocupes, nadie lo verá – me aseguró, totalmente convencida.
¿Esa era su respuesta, confiar en la ceguera colectiva? ¿Cómo demonios iba a pasar desapercibido un cuadrúpedo con trompa, colmillos, grandes orejas de abanico y más de 2 metros de altura? Eso sin mencionar la delicada cuestión del peso. Eso me dio otra idea.
-¿Y cómo vamos a alimentarlo?
-No hay problema, de eso me ocupo yo. De momento, y hasta que organicemos la intendencia, nos llevaremos un par de sacos de pienso.
Así que no solo íbamos a robar un elefante sino también su comida. Temblé al imaginarme lo que Luz entendía por organizar la intendencia.
-¡Es una locura! ¿No te das cuenta?
-En absoluto. Será muy fácil. No te preocupes, todo saldrá bien.
Todo saldrá bien es una frase peligrosa que debería usarse con precaución. Por supuesto, transigí, ante semejante muestra de optimismo... ¿acaso tenía otra opción? Escogimos un ejemplar joven de elefante africano, no demasiado grande, que nos conquistó a las dos sin remedio al mirarnos con sus ojos melosos. Esa mirada nos perdió. ¿Sería dócil? Ya lo averiguaríamos. En esos momentos no nos importó. Supimos, sin albergar ningún genero de duda, que ese era nuestro elefante. Era un ejemplar precioso. Tenía la piel de color ceniza, unos colmillos perfectos, largos, lisos y blancos, y unas orejas blandas y muy suaves que se fruncían por los bordes. El animal se vino con nosotras sin rechistar, cargó un par de sacos de pienso sobre su espalda y nos siguió. De camino a casa me sorprendió que mi abuelo no dijera nada al respecto pero luego pensé que, si andaba distraído resolviendo alguna de sus cuentas, tampoco era de extrañar. Mamá tampoco se quejó y eso sí que me extrañó, ¡con la que había montado cuando llevé una miserable araña a casa, y eso que era diminuta y estaba dentro de una caja! Luz demostró tener razón, hasta entonces todo había resultado muy fácil. Sin más impedimentos que la subida de los escalones hasta el piso de arriba, llegamos a mi habitación. Ahí se acabó nuestra suerte.
- Ahora me dirás cómo nos las vamos a apañar para que pase por la puerta –observé.
El elefante casi bloqueaba el pasillo por lo que no era cuestión de dejarle allí o dejaríamos de tener tanta suerte y alguien no tardaría en darse cuenta de su presencia. La puerta del cuarto era solo de tamaño medio, bastante más estrecha que el pasillo. Se necesitaba un milagro para lograr que la atravesara.
-Va a ir un poco justo –fue la respuesta de mi amiga del alma.- No nos queda más remedio que empujarle para que entre. ¡Pobre Elfred! Vamos a tener que comprimirle. Espero que no le moleste demasiado.
Yo también compartía ese deseo, no me atraía la perspectiva de tener que vérmelas con un elefante irritado. ¿Elfred? ¿Le había puesto nombre sin consultarme? Me sentí algo dolida. Luz leyó mi mente como un libro abierto.
- Se llama Elfred, sí, pero no le he bautizado yo, lo escogió él –se excusó.
Miré al elefante y lo entendí. Había estado tan pendiente de todo lo demás que no me había dado cuenta de que, efectivamente, tenía cara de Elfred.
Luz se acercó al elefante y le rascó las orejas. El animal inclinó la cabeza con gesto de prestarle atención.
-Elfred. Tenemos que meterte en la habitación o no te permitirán quedarte con nosotras. No va a ser cómodo. Te ayudaremos pero tú también debes colaborar. ¿De acuerdo?
El elefante asintió y, a continuación, y siguiendo las instrucciones de Luz, introdujo la cabeza por el marco de la puerta. Aquello no le gustó. Estaba encajado. Reculó bruscamente para escapar de allí y casi nos aplastó al liberarse.
-¡No, no, así no! –le explicó Luz.- Tienes que entrar en el cuarto. Sé que es difícil pero, si eres valiente, todo irá bien.
Obediente, el bicho lo intentó de nuevo. Esta vez no hizo ningún extraño y Luz y yo nos colocamos una a cada lado y presionamos sus flancos para ayudarle a pasar. No sé si habéis intentado comprimir alguna vez a un elefante pero es mejor no verse nunca envuelta en una tarea semejante. Es un trabajo duro y agotador. Elfred puso todo de su parte a pesar de que durante todo el proceso no pudo ni respirar. Aguantó estoicamente. Empleamos todas nuestras fuerzas, tampoco nosotras podíamos respirar. ¡Un empujón más! El aire cedió. ¡Lo habíamos logrado! Nos arrastramos al interior del cuarto y, ya dentro, nos apoyamos sobre el cuerpo de nuestro elefante, agotadas y sin resuello. Nos habríamos dejado caer en el suelo si no hubiese sido imposible: no teníamos suelo libre sobre el que caer. Mi cuarto es amplio pero un elefante ocupa mucho espacio. Movernos los tres ahí dentro supondría un problema (otro más) a solucionar.
Como premio a nuestras notas en su asignatura, fuimos las primeras de la clase, el abuelo nos invitó al circo. Pienso que la instigadora de aquella idea fue Luz porque personalmente nunca he contado el circo entre mis grandes aficiones. Sin embargo reconozco que me encantó. No fue para nada como me lo imaginaba. En directo es todo un espectáculo, sin duda mucho más impactante que por televisión, incluso las tonterías de los payasos resultan hilarantes y es imposible no reírse a carcajadas con sus persecuciones, sus bromas y sus ridículos accidentes. Eran tan patosos como graciosos, y eran muy, muy patosos. Fueron los primeros en salir y prepararon el ambiente. Después de su actuación todo el público estaba entregado y feliz, dispuesto a disfrutar de la función.
El resto no fue tan divertido aunque sí mucho más emocionante. ¡Qué tensión! Cada número era el “más difícil todavía”. El equilibrio de los acróbatas, a cámara lenta, me mantuvo en vilo durante todo su ejercicio, estaba segura de que si pestañeaba se caería el de arriba y no deseaba que se metiera un batacazo por mi culpa; se habría hecho mucho daño. Aplaudí a rabiar a los trapecistas, ni siquiera en sueños he volado cabeza abajo como ellos, debe de ser fantástico, ¡qué manera de dar volteretas en el aire! Me fijé bien en cómo lo hacían pero no sé si Luz y yo seremos capaces de imitarles. Lo probaremos, por supuesto con red, y antes ensayaremos en los columpios sin que mamá nos vea, protestaría y no creo que nos lo permitiese. Nos vendría bien una cama elástica para practicar, aunque es poco probable que convenzamos a mis padres de que nos la compren. De todos modos no podríamos instalarla en la habitación y estoy segura de que no nos dejarían ponerla en el salón. En todo caso, siempre contamos con el pobre colchón. Si aguanta un alud, dudo que unos cuantos saltos lo machaquen mucho más.
Al final salieron los animales. ¡Qué miedo! ¡Menudas fieras! Los tigres y los leones eran unos bichos imponentes. ¡No me imagino lo que debe ser meterse en la jaula con una de esas bestias! ¡Qué valor el del domador! Le aplaudimos a rabiar. Por otro lado sí que me vi de amazona, con un vestido precioso, con plumas y bordado de lentejuelas, trotando de pie sobre la grupa de un caballo. Me encantó toda la representación aunque, a la hora de elegir, me quedo con el trapecio.
Sin embargo, en esta ocasión mi amiga y yo no coincidimos en nuestra elección. Luz se enamoró de los elefantes. Digo enamorar porque aquello fue un auténtico flechazo, y de los gordos. En ese instante decidió convertirse en domadora de elefantes. Su decisión fue una resolución en toda regla y, además, irrevocable. Aquel no era un plan con vistas al futuro sino al presente más inmediato. Eso significa que ahí no terminó el asunto. ¡Ojalá! El problema surgió cuando me comunicó que pretendía llevarse un elefante a casa. Casi me da un infarto al escuchar su propuesta.
-Ayúdame a escoger un elefante dócil – me dijo.
La miré con los ojos muy abiertos.
-¿No lo dirás en serio?
Para variar, mi mirada de incredulidad no ejerció ningún poder sobre Luz.
-¿Cuál te gusta?
- No podemos llevarnos un elefante –insistí.
También mi amago de plantarme se demostró inútil.
-Por supuesto que podemos. ¿Cómo si no voy a practicar? -alegó Luz.
-¿Qué tal si empezamos con algo más pequeño? ¿Un perro? -le sugerí (no es que a mis padres les fuese a hacer ninguna ilusión pero seguro que aceptaban mejor un can que un elefante).
-¡No seas ridícula! Un perro no sustituye a un elefante, que es lo que de verdad necesito.
¿Qué hacer? Conocía a mi amiga lo suficiente como para saber que, por mucho que me esmerase en disuadirla, no iba a lograr ningún éxito.
-¿Cómo pretendes que nos lo llevemos? –pregunté finalmente.
Enfrentarla a esa cuestión era mi último recurso, si era capaz de solucionar esa “pequeña” pega estaba dispuesta a rendirme.
-No te preocupes, nadie lo verá – me aseguró, totalmente convencida.
¿Esa era su respuesta, confiar en la ceguera colectiva? ¿Cómo demonios iba a pasar desapercibido un cuadrúpedo con trompa, colmillos, grandes orejas de abanico y más de 2 metros de altura? Eso sin mencionar la delicada cuestión del peso. Eso me dio otra idea.
-¿Y cómo vamos a alimentarlo?
-No hay problema, de eso me ocupo yo. De momento, y hasta que organicemos la intendencia, nos llevaremos un par de sacos de pienso.
Así que no solo íbamos a robar un elefante sino también su comida. Temblé al imaginarme lo que Luz entendía por organizar la intendencia.
-¡Es una locura! ¿No te das cuenta?
-En absoluto. Será muy fácil. No te preocupes, todo saldrá bien.
Todo saldrá bien es una frase peligrosa que debería usarse con precaución. Por supuesto, transigí, ante semejante muestra de optimismo... ¿acaso tenía otra opción? Escogimos un ejemplar joven de elefante africano, no demasiado grande, que nos conquistó a las dos sin remedio al mirarnos con sus ojos melosos. Esa mirada nos perdió. ¿Sería dócil? Ya lo averiguaríamos. En esos momentos no nos importó. Supimos, sin albergar ningún genero de duda, que ese era nuestro elefante. Era un ejemplar precioso. Tenía la piel de color ceniza, unos colmillos perfectos, largos, lisos y blancos, y unas orejas blandas y muy suaves que se fruncían por los bordes. El animal se vino con nosotras sin rechistar, cargó un par de sacos de pienso sobre su espalda y nos siguió. De camino a casa me sorprendió que mi abuelo no dijera nada al respecto pero luego pensé que, si andaba distraído resolviendo alguna de sus cuentas, tampoco era de extrañar. Mamá tampoco se quejó y eso sí que me extrañó, ¡con la que había montado cuando llevé una miserable araña a casa, y eso que era diminuta y estaba dentro de una caja! Luz demostró tener razón, hasta entonces todo había resultado muy fácil. Sin más impedimentos que la subida de los escalones hasta el piso de arriba, llegamos a mi habitación. Ahí se acabó nuestra suerte.
- Ahora me dirás cómo nos las vamos a apañar para que pase por la puerta –observé.
El elefante casi bloqueaba el pasillo por lo que no era cuestión de dejarle allí o dejaríamos de tener tanta suerte y alguien no tardaría en darse cuenta de su presencia. La puerta del cuarto era solo de tamaño medio, bastante más estrecha que el pasillo. Se necesitaba un milagro para lograr que la atravesara.
-Va a ir un poco justo –fue la respuesta de mi amiga del alma.- No nos queda más remedio que empujarle para que entre. ¡Pobre Elfred! Vamos a tener que comprimirle. Espero que no le moleste demasiado.
Yo también compartía ese deseo, no me atraía la perspectiva de tener que vérmelas con un elefante irritado. ¿Elfred? ¿Le había puesto nombre sin consultarme? Me sentí algo dolida. Luz leyó mi mente como un libro abierto.
- Se llama Elfred, sí, pero no le he bautizado yo, lo escogió él –se excusó.
Miré al elefante y lo entendí. Había estado tan pendiente de todo lo demás que no me había dado cuenta de que, efectivamente, tenía cara de Elfred.
Luz se acercó al elefante y le rascó las orejas. El animal inclinó la cabeza con gesto de prestarle atención.
-Elfred. Tenemos que meterte en la habitación o no te permitirán quedarte con nosotras. No va a ser cómodo. Te ayudaremos pero tú también debes colaborar. ¿De acuerdo?
El elefante asintió y, a continuación, y siguiendo las instrucciones de Luz, introdujo la cabeza por el marco de la puerta. Aquello no le gustó. Estaba encajado. Reculó bruscamente para escapar de allí y casi nos aplastó al liberarse.
-¡No, no, así no! –le explicó Luz.- Tienes que entrar en el cuarto. Sé que es difícil pero, si eres valiente, todo irá bien.
Obediente, el bicho lo intentó de nuevo. Esta vez no hizo ningún extraño y Luz y yo nos colocamos una a cada lado y presionamos sus flancos para ayudarle a pasar. No sé si habéis intentado comprimir alguna vez a un elefante pero es mejor no verse nunca envuelta en una tarea semejante. Es un trabajo duro y agotador. Elfred puso todo de su parte a pesar de que durante todo el proceso no pudo ni respirar. Aguantó estoicamente. Empleamos todas nuestras fuerzas, tampoco nosotras podíamos respirar. ¡Un empujón más! El aire cedió. ¡Lo habíamos logrado! Nos arrastramos al interior del cuarto y, ya dentro, nos apoyamos sobre el cuerpo de nuestro elefante, agotadas y sin resuello. Nos habríamos dejado caer en el suelo si no hubiese sido imposible: no teníamos suelo libre sobre el que caer. Mi cuarto es amplio pero un elefante ocupa mucho espacio. Movernos los tres ahí dentro supondría un problema (otro más) a solucionar.
jueves, 17 de diciembre de 2015
Primeros capítulos de La domadora de elefantes (III)
CAPÍTULO 3: MATEMÁTICAS
Desde mi primer día de clase, Luz me acompaña al colegio. Allí, su supuesta invisibilidad sí que me supone una ventaja. Las profesoras ignoran su existencia, si mis padres les mencionaron algo sobre mi amiga del alma no le debieron de dar mayor importancia, a fin de cuentas no soy la primera niña con una amiga invisible. Sin embargo Luz es única, siempre está conmigo, nunca me deja sola ni me abandona a mi suerte. Cuando me preguntan, si no sé la respuesta, enseguida me echa un cable. No soy mala estudiante pero ella es mucho más lista, su cerebro funciona a más velocidad y es más perspicaz. Escucha lo que dicen los mayores y, según el tono en el que lo dicen, es capaz de adivinar si pretenden darle un significado distinto a sus palabras. También sabe leer sus gestos, no sé dónde encontró un manual de instrucciones porque me gustaría hacerme con uno y saber cuando “sí” significa “no” y viceversa (en algunas situaciones no hay quien se aclare).
Luz ha leído muchos libros. A ambas nos encanta leer y, aún no sé cómo, me ha tomado la delantera en ese tema, ha debido de aprovechar mis momentos de despiste. Mea culpa, me gusta soñar despierta y con frecuencia me descubro con la página delante y un cuento distinto en mi cabeza. Además de conocer infinidad de historias, reales y literarias, sabe cómo funciona todo y, si no lo tiene claro, lo investiga. Debe de ser la única persona del mundo que se lee los manuales de instrucciones de los electrodomésticos aunque, después del incidente con la lavadora, tenemos terminantemente prohibido desmontarlos. De todos modos, cuando algo se estropea, procuramos nos perdernos jamás la visita del técnico. No hay nadie mejor al que consultar nuestras dudas y preguntarle a un experto es la mejor manera de resolverlas.
A Luz también le gustan las matemáticas, diría que casi tanto como a mi abuelo. Él es precisamente el motivo de nuestra afición a las ciencias exactas. Era catedrático de esa asignatura y, aunque ahora está jubilado, aún ejerce con nosotras y es un profesor excelente. Le encanta dar clases, se nota que disfruta con ello. Se le anima la cara mientras nos instruye en la materia y es curioso ver cómo le brillan los ojos, se le encienden de verdad. No sólo nos aclara las dudas sino que nos enseña a relacionar las distintas cuestiones entre sí de modo que todo se vuelve más fácil. Cuando ve que lo entendemos, se deja llevar y avanza en la lección. No se atiene al programa, si piensa que debe profundizar en otra cosa para que, al verlo en conjunto, lo comprendamos mejor, eso hace. De este modo no sólo hemos terminado el libro de este curso sino también el del próximo, y es posible que hayamos tocado temas de alguno más avanzado.
De vez en cuando Luz me pide que busquemos alguna cuestión, cualquiera, aunque no corresponda con lo que nos toque en el colegio, con el fin de que el abuelo nos imparta una de sus lecciones. A mi amiga le apasionan sus clases. Confieso que yo también disfruto con ellas. No es que sea una empollona, con el resto de las asignaturas acabo hincando los codos a última hora porque, antes de ese momento ineludible, suelo toparme con algo más interesante a lo que dedicar mi atención. Sin embargo las matemáticas son distintas y es una pena que nuestros compañeros de curso no compartan esa opinión. La mayoría ven un número y sudan.
Mi abuelo sí que es consciente de la presencia de Luz en sus clases, al menos tanto como de la mía, lo que no es decir mucho. En su universo de números, el mundo tangible es solo un escenario y Luz y yo somos unos entes indefinidos, tan reales e irreales como el resto, hasta que las matemáticas nos trasladan a su espacio particular y solo entonces nos ve con definición, como una función geométrica más. Durante las explicaciones Luz y él se refuerzan mutuamente. El abuelo atiende a sus preguntas y a sus respuestas, le corrige los ejercicios y progresa a su ritmo. El problema es que, con frecuencia, ambos se emocionan de tal modo que a mí me cuesta seguirles. No puedo permitirme despistarme ni un segundo pero mantener la concentración no es algo fácil. Una no viaja a las musarañas voluntariamente sino que, de repente, se encuentra allí, sin saber ni cómo ni por qué. Por suerte al abuelo no le importa repetir todo lo que no hayamos entendido de su explicación, dice que insistir ayuda a afianzar bien todos los conocimientos. Luego, al terminar, se abstrae de nuevo en sus fórmulas y teoremas y deja de prestarnos atención. De nuevo pasamos a formar parte del entorno.
Aunque parezca increíble, las matemáticas, e indirectamente el abuelo, fueron los responsables de lo que sobrevino después. Responsable no significa culpable, nadie se figuraba las consecuencias de su iniciativa. No quiero adelantar acontecimientos así que proseguiré con la narración.
Desde mi primer día de clase, Luz me acompaña al colegio. Allí, su supuesta invisibilidad sí que me supone una ventaja. Las profesoras ignoran su existencia, si mis padres les mencionaron algo sobre mi amiga del alma no le debieron de dar mayor importancia, a fin de cuentas no soy la primera niña con una amiga invisible. Sin embargo Luz es única, siempre está conmigo, nunca me deja sola ni me abandona a mi suerte. Cuando me preguntan, si no sé la respuesta, enseguida me echa un cable. No soy mala estudiante pero ella es mucho más lista, su cerebro funciona a más velocidad y es más perspicaz. Escucha lo que dicen los mayores y, según el tono en el que lo dicen, es capaz de adivinar si pretenden darle un significado distinto a sus palabras. También sabe leer sus gestos, no sé dónde encontró un manual de instrucciones porque me gustaría hacerme con uno y saber cuando “sí” significa “no” y viceversa (en algunas situaciones no hay quien se aclare).
Luz ha leído muchos libros. A ambas nos encanta leer y, aún no sé cómo, me ha tomado la delantera en ese tema, ha debido de aprovechar mis momentos de despiste. Mea culpa, me gusta soñar despierta y con frecuencia me descubro con la página delante y un cuento distinto en mi cabeza. Además de conocer infinidad de historias, reales y literarias, sabe cómo funciona todo y, si no lo tiene claro, lo investiga. Debe de ser la única persona del mundo que se lee los manuales de instrucciones de los electrodomésticos aunque, después del incidente con la lavadora, tenemos terminantemente prohibido desmontarlos. De todos modos, cuando algo se estropea, procuramos nos perdernos jamás la visita del técnico. No hay nadie mejor al que consultar nuestras dudas y preguntarle a un experto es la mejor manera de resolverlas.
A Luz también le gustan las matemáticas, diría que casi tanto como a mi abuelo. Él es precisamente el motivo de nuestra afición a las ciencias exactas. Era catedrático de esa asignatura y, aunque ahora está jubilado, aún ejerce con nosotras y es un profesor excelente. Le encanta dar clases, se nota que disfruta con ello. Se le anima la cara mientras nos instruye en la materia y es curioso ver cómo le brillan los ojos, se le encienden de verdad. No sólo nos aclara las dudas sino que nos enseña a relacionar las distintas cuestiones entre sí de modo que todo se vuelve más fácil. Cuando ve que lo entendemos, se deja llevar y avanza en la lección. No se atiene al programa, si piensa que debe profundizar en otra cosa para que, al verlo en conjunto, lo comprendamos mejor, eso hace. De este modo no sólo hemos terminado el libro de este curso sino también el del próximo, y es posible que hayamos tocado temas de alguno más avanzado.
De vez en cuando Luz me pide que busquemos alguna cuestión, cualquiera, aunque no corresponda con lo que nos toque en el colegio, con el fin de que el abuelo nos imparta una de sus lecciones. A mi amiga le apasionan sus clases. Confieso que yo también disfruto con ellas. No es que sea una empollona, con el resto de las asignaturas acabo hincando los codos a última hora porque, antes de ese momento ineludible, suelo toparme con algo más interesante a lo que dedicar mi atención. Sin embargo las matemáticas son distintas y es una pena que nuestros compañeros de curso no compartan esa opinión. La mayoría ven un número y sudan.
Mi abuelo sí que es consciente de la presencia de Luz en sus clases, al menos tanto como de la mía, lo que no es decir mucho. En su universo de números, el mundo tangible es solo un escenario y Luz y yo somos unos entes indefinidos, tan reales e irreales como el resto, hasta que las matemáticas nos trasladan a su espacio particular y solo entonces nos ve con definición, como una función geométrica más. Durante las explicaciones Luz y él se refuerzan mutuamente. El abuelo atiende a sus preguntas y a sus respuestas, le corrige los ejercicios y progresa a su ritmo. El problema es que, con frecuencia, ambos se emocionan de tal modo que a mí me cuesta seguirles. No puedo permitirme despistarme ni un segundo pero mantener la concentración no es algo fácil. Una no viaja a las musarañas voluntariamente sino que, de repente, se encuentra allí, sin saber ni cómo ni por qué. Por suerte al abuelo no le importa repetir todo lo que no hayamos entendido de su explicación, dice que insistir ayuda a afianzar bien todos los conocimientos. Luego, al terminar, se abstrae de nuevo en sus fórmulas y teoremas y deja de prestarnos atención. De nuevo pasamos a formar parte del entorno.
Aunque parezca increíble, las matemáticas, e indirectamente el abuelo, fueron los responsables de lo que sobrevino después. Responsable no significa culpable, nadie se figuraba las consecuencias de su iniciativa. No quiero adelantar acontecimientos así que proseguiré con la narración.
martes, 15 de diciembre de 2015
Primeros capítulos de La domadora de elefantes (II)
CAPÍTULO 2: LA POBRE CAMA
Tras lo expuesto es fácil deducir que Luz duerme conmigo. Mamá no quiso ni oír hablar de ponerle una cama para ella por lo que compartimos la mía. Presenta el inconveniente de no estar diseñada para dos y, por mucho que nos queramos, mi inseparable amiga no es precisamente la mejor compañera de lecho: no entiende de mitades y ocupa todo el espacio: el disponible y el no disponible. Para más inri es igual de inquieta durante el día que por la noche y, ni dormida, para un instante de moverse. Al principio nos peleábamos por el territorio, ahora ya he aprendido que es todo suyo y me resigno a mi suerte. De ese modo me ahorro una batalla perdida de antemano, y unos cuantos moratones. En ocasiones Luz hace gala de generosidad y me presta una esquina. Allí me acomodo y procuro permanecer en mi sitio lo más quieta posible porque sé que la calma no durará mucho, la invasión de mi espacio comenzará con el primer ronquido. No obstante mamá se queja porque dice que mi “pobre cama” (siempre se refiere así a al mueble) amanece como si hubiesen pasado por ella una manada de bisontes en estampida. Todas las mañanas se repite la misma conversación, con mínimas variaciones. De tanto oírla la tengo grabada en mi cabeza.
−Si yo no me muevo, es Luz – protesto cuando me regaña.
−¡Ah, Luz! -comenta mamá con tono comprensivo. (Apunte: no hay que dejarse engañar, su benevolencia no está exenta de sarcasmo.)- Claro, ¿quién si no?
En eso estoy de acuerdo: ¿quién si no Luz?
−¿Y adónde te ha arrastrado esta vez? -indaga mi madre.
Cuando me hace esas preguntas pienso que por fin lo he conseguido: me cree y asume que Luz existe y no es un mero fruto de mi imaginación.
−Esta noche nos hemos lanzado en trineo por una ladera larguísima. Ha sido genial –le cuento entusiasmada.
Mi madre suspira.
−Sí, me imagino que habrá sido genial. No lo dudo, aunque deduzco que “la pobre cama” ha ejercido de trineo en esta ocasión.
Asiento con la cabeza. ¿Cómo lo ha sabido? Sin duda es una gran detective. A lo mejor se anima a acompañarnos en alguna ocasión.
−Y parece que para frenar la habéis estrellado contra las rocas -prosigue.
Casi acierta en eso también.
−En realidad eran unos abetos –la corrijo.- No nos quedó otra opción, se nos cruzó un rebeco.
Asumo que mi madre no querría que hubiésemos atropellado al pobre animal, no obstante tampoco me felicita por la heroicidad. Mejor no añado que, en esa arriesgada maniobra, Luz y yo nos jugamos el pellejo, no deseo preocuparla.
−Y ayer fue una moto y el día anterior un cohete a Júpiter... – continúa.
¡Qué buena idea! ¡Nuevos mundos! Mi madre es genial.
−No, a Júpiter no hemos ido todavía, sólo a la luna, pero el plan suena bien –confieso.
−No estará mal si Luz decidiera quedarse allí –me propone.
Esa idea ya no me gusta tanto, y a Luz tampoco, lo que me tranquiliza.
−No, Luz no quiere separarse de mí.
Nuestra conversación suele terminar con la misma escena: mi madre se toca la frente y musita con voz de resignación.
−Esta niña es imposible.
Día tras día repetimos el número. Ya he asumido que, por mucho que se lo explique, jamás comprenderá que no es culpa mía. Entre eso y que describe la habitación como una leonera (nunca nos sobra tiempo como para dedicarnos a recogerla, siempre tenemos pendiente otro proyecto más interesante), mi cuarto reúne las condiciones idóneas para un safari, y no necesariamente imaginario. No sé si ese ambiente selvático fue el desencadenante de la repentina, e insólita, vocación de Luz.
Tras lo expuesto es fácil deducir que Luz duerme conmigo. Mamá no quiso ni oír hablar de ponerle una cama para ella por lo que compartimos la mía. Presenta el inconveniente de no estar diseñada para dos y, por mucho que nos queramos, mi inseparable amiga no es precisamente la mejor compañera de lecho: no entiende de mitades y ocupa todo el espacio: el disponible y el no disponible. Para más inri es igual de inquieta durante el día que por la noche y, ni dormida, para un instante de moverse. Al principio nos peleábamos por el territorio, ahora ya he aprendido que es todo suyo y me resigno a mi suerte. De ese modo me ahorro una batalla perdida de antemano, y unos cuantos moratones. En ocasiones Luz hace gala de generosidad y me presta una esquina. Allí me acomodo y procuro permanecer en mi sitio lo más quieta posible porque sé que la calma no durará mucho, la invasión de mi espacio comenzará con el primer ronquido. No obstante mamá se queja porque dice que mi “pobre cama” (siempre se refiere así a al mueble) amanece como si hubiesen pasado por ella una manada de bisontes en estampida. Todas las mañanas se repite la misma conversación, con mínimas variaciones. De tanto oírla la tengo grabada en mi cabeza.
−Si yo no me muevo, es Luz – protesto cuando me regaña.
−¡Ah, Luz! -comenta mamá con tono comprensivo. (Apunte: no hay que dejarse engañar, su benevolencia no está exenta de sarcasmo.)- Claro, ¿quién si no?
En eso estoy de acuerdo: ¿quién si no Luz?
−¿Y adónde te ha arrastrado esta vez? -indaga mi madre.
Cuando me hace esas preguntas pienso que por fin lo he conseguido: me cree y asume que Luz existe y no es un mero fruto de mi imaginación.
−Esta noche nos hemos lanzado en trineo por una ladera larguísima. Ha sido genial –le cuento entusiasmada.
Mi madre suspira.
−Sí, me imagino que habrá sido genial. No lo dudo, aunque deduzco que “la pobre cama” ha ejercido de trineo en esta ocasión.
Asiento con la cabeza. ¿Cómo lo ha sabido? Sin duda es una gran detective. A lo mejor se anima a acompañarnos en alguna ocasión.
−Y parece que para frenar la habéis estrellado contra las rocas -prosigue.
Casi acierta en eso también.
−En realidad eran unos abetos –la corrijo.- No nos quedó otra opción, se nos cruzó un rebeco.
Asumo que mi madre no querría que hubiésemos atropellado al pobre animal, no obstante tampoco me felicita por la heroicidad. Mejor no añado que, en esa arriesgada maniobra, Luz y yo nos jugamos el pellejo, no deseo preocuparla.
−Y ayer fue una moto y el día anterior un cohete a Júpiter... – continúa.
−No, a Júpiter no hemos ido todavía, sólo a la luna, pero el plan suena bien –confieso.
−No estará mal si Luz decidiera quedarse allí –me propone.
Esa idea ya no me gusta tanto, y a Luz tampoco, lo que me tranquiliza.
−No, Luz no quiere separarse de mí.
Nuestra conversación suele terminar con la misma escena: mi madre se toca la frente y musita con voz de resignación.
−Esta niña es imposible.
Día tras día repetimos el número. Ya he asumido que, por mucho que se lo explique, jamás comprenderá que no es culpa mía. Entre eso y que describe la habitación como una leonera (nunca nos sobra tiempo como para dedicarnos a recogerla, siempre tenemos pendiente otro proyecto más interesante), mi cuarto reúne las condiciones idóneas para un safari, y no necesariamente imaginario. No sé si ese ambiente selvático fue el desencadenante de la repentina, e insólita, vocación de Luz.
jueves, 10 de diciembre de 2015
Primeros capítulos de La domadora de elefantes (I)
Después de contar todo el proceso, ya solo me queda mostrar el resultado o, al menos, unos fragmentos del mismo (al igual que hice con mis padres, los repartiré en varias entregas aunque, a diferencia de ellos, no será todo el libro). Espero que os guste.
CAPÍTULO 1: LUZ
En ocasiones tener un amigo al que nadie más ve puede resultar bastante incómodo. Los demás siempre se refieren a Luz como mi amiga invisible. Los demás son mis padres y el psiquiatra al que me llevaron para averiguar si estaba loca. Aunque por aquel entonces yo era muy pequeña, recuerdo bien a aquel médico, supongo que me impresionó el hecho de que no se pareciese en absoluto a los médicos a los que estaba habituada. Para empezar no llevaba bata blanca, aunque eso no era más que un detalle irrelevante frente a sus pantalones de cuero verde y sus chanclas de surfista. Nada más verle tuve la sensación de se acababa de levantar, aún tenía cara de sueño. Por su aspecto se diría que, no solo había dormido con la ropa puesta, sino que había pasado la noche en dura refriega con las sábanas. Sus cabellos no conocían el peine, ni su barbilla al barbero. Sin embargo era tan campechano que enseguida me cayó bien, y a Luz también, cierto que ambas solemos coincidir en nuestras opiniones aunque, en este caso, me figuro que lo que más le gustó a mi amiga fue el interés que aquel singular personaje mostró por ella. A Luz siempre le ha gustado ser el centro de atención y, por desgracia, rara vez lo consigue, es uno de los inconvenientes de resultarle invisible al resto del mundo. El doctor no era una excepción pero, sin embargo, aunque no la viese, no por ello consideró que no existiese, y de hecho comentó que “lo esencial es invisible a los ojos” (luego descubrí que la frase no era suya sino del Principito, pero eso no le resta sabiduría). Lástima que aquel médico no pudiese ver a mi amiga porque fue ella la que contestó encantada a todas las preguntas que me hizo, yo tan solo me limité a repetir sus respuestas. ¿Recordaba algún momento en el que ambas no hubiésemos estado juntas? No, ninguno. Desde que tengo uso de razón, Luz siempre ha estado a mi lado.
Después de la entrevista tuve que realizar algunas pruebas: sacar y meter piezas en un cubo, montar un puzle y decir qué me sugerían un montón de manchas de tinta. Esa parte no fue difícil, eran manchas y le respondí que se parecían a las que tenía en la camiseta (con o sin bata eran evidentes). Al terminar, se reunió con mis padres y les explicó que no tenían de qué preocuparse: su hija no estaba loca. Dictaminó que yo solo era un caso de “rica vida interior unida a una imaginación desbordante” y que esa fase se me curaría con el tiempo. No sé si a mis padres les gustó ese diagnóstico pero sonaba tan bien que Luz y yo le miramos con otros ojos después de oírlo. Sin embargo no fue esa fascinante conclusión la que zanjó la cuestión sino su propuesta de que me dieran un hermanito. Según su opinión, con un bebé de verdad en casa no necesitaría inventarme un compañero. No volvimos. Lamenté no volver a verle. Desde entonces las cosas no han cambiado: aún soy hija única y mis padres ni tan siquiera mencionan la palabra hermano. No sé si aún esperan que se me pase esta etapa, el caso es que ignoran a Luz salvo para quejarse tanto de su existencia como de su falta de ella.
En realidad no entendí a qué se refirió el psiquiatra al hablar de curación, puesto que, como él mismo señaló, no estoy enferma. Tampoco comprendo la ceguera del resto del mundo en lo que respecta a mi amiga del alma. Luz no tiene nada de invisible, empero todos se empeñan en definirla de esa manera. A mi entender es inconcebible que pase desapercibida, aunque con el tiempo he asumido la invidencia de la gente. Hay quien cree que se trata de un duendecillo, uno de esos que dice mi madre que se cuelan en la lavadora para desemparejar los calcetines (algo que Luz y yo investigamos en su momento: desmontamos el electrodoméstico y no encontramos más que un montón de piezas que ni siquiera el técnico fue capaz de hacer encajar de nuevo. También salió agua, muchísima, tanta que vinieron los bomberos a achicarla. Sin duda, si había algún duende, se lo llevaron ellos con sus bombas, aunque es fácil que el infeliz hubiese perecido antes ahogado. La lavadora nueva también trae un duende de serie porque los calcetines desaparecen tanto o más que antes. Sin embargo, desde entonces, mamá no menciona jamás a seres ajenos a la familia).
Es una pena que mi amiga no sea ninguna criatura mágica, un poco de magia arreglaría muchos de los desaguisados que provoca. Luz tiende a verse envuelta en los accidentes más escandalosos. El motivo es que no conoce la palabra miedo y no le importa correr riesgos, ni mucho menos arrastrarme con ella. No agacha la cabeza, no se esconde de nadie, no es ninguna chiquilla tímida y silenciosa, no, esos rasgos no la definen en absoluto. ¿Cómo es entonces? Pues además de lo ya dicho, físicamente es rubia, con los ojos oscuros y brillantes y algo más alta que yo. Tiene los brazos y las piernas delgados y largos, como aspas de molino, y se mueve igual que un tornado, con su misma velocidad y delicadeza. Por desgracia su paso también provoca consecuencias similares a las de ese fenómeno meteorológico y, por su culpa, estoy castigada sin paga hasta que me emancipe. Nunca para, al igual que una onda expansiva ni siquiera frena. Es incansable, curiosa y de lo más expresiva. Siempre sonríe y, también, siempre se sale con la suya, al menos cuando soy yo la víctima a convencer. Es algo que ya he asumido, no me sirve de nada hacerme la dura y, como tampoco sé fingir, ni lo intento. Lo cierto es que posee un argumento infalible: según ella no existen los momentos insignificantes y, por ese motivo, hay que tratar de aprovechar todos y cada uno de ellos, sin excepción. Según esa regla de oro no hay que dejar pasar ninguna oportunidad, por insignificante que parezca. Por eso mismo procura disfrutar cada segundo. Confieso que a veces la actividad que se requiere para lograrlo resulta agotadora y que en más de una ocasión me ha costado sacudirme la pereza pero, tras oír sus alegatos, me es imposible resistirme y acabo por secundar todos sus planes.
Ambas somos inseparables, de la mañana a la noche, y no exagero si digo que compartimos hasta los sueños. Los míos son como el visionado de una película: nos quedamos en nuestras butacas mientras se desarrolla la acción en la pantalla. Lloramos, reímos, nos emocionamos y tememos por la suerte de los personajes pero no nos involucramos más allá. Esos días ambas descansamos tranquilas. Sin embargo es raro que sea yo la que lleve las riendas, o que duren mucho tiempo en mis manos, lo habitual es que Luz se haga con ellas. En ese punto no nos limitamos a mirar lo que sucede en la pantalla sino que nos metemos de lleno en la trama. En algunas ocasiones, las menos, nos limitamos a jugar un papel secundario. Sin embargo, por regla general actuamos de protagonistas. De ese modo hemos viajado por todo el mundo, o por casi todo, y en diferentes épocas. Hemos remontado el Amazonas, escalado el Everest, saltado de árbol en árbol en plena selva y cruzado el desierto del Sáhara. También hemos probado todos los medios de transporte posibles, desde el globo aerostático hasta el último modelo de transbordador espacial, sin olvidarnos de la diligencia en la que vivimos una persecución memorable digna de una película de indios y vaqueros. Afortunadamente escapamos y, ¡por los pelos!, conservamos intactas nuestras cabelleras. Fue una experiencia algo agitada pero muy emocionante, aunque no sé si la repetiría, hay cosas que con vivirlas una vez bastan. No obstante, a la hora de desplazarnos lo que más nos gusta es volar, y no me refiero en aeronaves, sino volar tal cual, libres, como los pájaros. Ni siquiera necesitamos alas, flotamos sin más en el aire, sin preocuparnos de la gravedad, a nuestro antojo. Esa es una de las grandes virtudes de los sueños, que en ellos no hay límites, pertenecen a un mundo en el que todo es posible y en el que las noches se alargan más allá de las horas reglamentarias, de otro modo no darían abasto para tanta aventura.
CAPÍTULO 1: LUZ
En ocasiones tener un amigo al que nadie más ve puede resultar bastante incómodo. Los demás siempre se refieren a Luz como mi amiga invisible. Los demás son mis padres y el psiquiatra al que me llevaron para averiguar si estaba loca. Aunque por aquel entonces yo era muy pequeña, recuerdo bien a aquel médico, supongo que me impresionó el hecho de que no se pareciese en absoluto a los médicos a los que estaba habituada. Para empezar no llevaba bata blanca, aunque eso no era más que un detalle irrelevante frente a sus pantalones de cuero verde y sus chanclas de surfista. Nada más verle tuve la sensación de se acababa de levantar, aún tenía cara de sueño. Por su aspecto se diría que, no solo había dormido con la ropa puesta, sino que había pasado la noche en dura refriega con las sábanas. Sus cabellos no conocían el peine, ni su barbilla al barbero. Sin embargo era tan campechano que enseguida me cayó bien, y a Luz también, cierto que ambas solemos coincidir en nuestras opiniones aunque, en este caso, me figuro que lo que más le gustó a mi amiga fue el interés que aquel singular personaje mostró por ella. A Luz siempre le ha gustado ser el centro de atención y, por desgracia, rara vez lo consigue, es uno de los inconvenientes de resultarle invisible al resto del mundo. El doctor no era una excepción pero, sin embargo, aunque no la viese, no por ello consideró que no existiese, y de hecho comentó que “lo esencial es invisible a los ojos” (luego descubrí que la frase no era suya sino del Principito, pero eso no le resta sabiduría). Lástima que aquel médico no pudiese ver a mi amiga porque fue ella la que contestó encantada a todas las preguntas que me hizo, yo tan solo me limité a repetir sus respuestas. ¿Recordaba algún momento en el que ambas no hubiésemos estado juntas? No, ninguno. Desde que tengo uso de razón, Luz siempre ha estado a mi lado.
Después de la entrevista tuve que realizar algunas pruebas: sacar y meter piezas en un cubo, montar un puzle y decir qué me sugerían un montón de manchas de tinta. Esa parte no fue difícil, eran manchas y le respondí que se parecían a las que tenía en la camiseta (con o sin bata eran evidentes). Al terminar, se reunió con mis padres y les explicó que no tenían de qué preocuparse: su hija no estaba loca. Dictaminó que yo solo era un caso de “rica vida interior unida a una imaginación desbordante” y que esa fase se me curaría con el tiempo. No sé si a mis padres les gustó ese diagnóstico pero sonaba tan bien que Luz y yo le miramos con otros ojos después de oírlo. Sin embargo no fue esa fascinante conclusión la que zanjó la cuestión sino su propuesta de que me dieran un hermanito. Según su opinión, con un bebé de verdad en casa no necesitaría inventarme un compañero. No volvimos. Lamenté no volver a verle. Desde entonces las cosas no han cambiado: aún soy hija única y mis padres ni tan siquiera mencionan la palabra hermano. No sé si aún esperan que se me pase esta etapa, el caso es que ignoran a Luz salvo para quejarse tanto de su existencia como de su falta de ella.
Es una pena que mi amiga no sea ninguna criatura mágica, un poco de magia arreglaría muchos de los desaguisados que provoca. Luz tiende a verse envuelta en los accidentes más escandalosos. El motivo es que no conoce la palabra miedo y no le importa correr riesgos, ni mucho menos arrastrarme con ella. No agacha la cabeza, no se esconde de nadie, no es ninguna chiquilla tímida y silenciosa, no, esos rasgos no la definen en absoluto. ¿Cómo es entonces? Pues además de lo ya dicho, físicamente es rubia, con los ojos oscuros y brillantes y algo más alta que yo. Tiene los brazos y las piernas delgados y largos, como aspas de molino, y se mueve igual que un tornado, con su misma velocidad y delicadeza. Por desgracia su paso también provoca consecuencias similares a las de ese fenómeno meteorológico y, por su culpa, estoy castigada sin paga hasta que me emancipe. Nunca para, al igual que una onda expansiva ni siquiera frena. Es incansable, curiosa y de lo más expresiva. Siempre sonríe y, también, siempre se sale con la suya, al menos cuando soy yo la víctima a convencer. Es algo que ya he asumido, no me sirve de nada hacerme la dura y, como tampoco sé fingir, ni lo intento. Lo cierto es que posee un argumento infalible: según ella no existen los momentos insignificantes y, por ese motivo, hay que tratar de aprovechar todos y cada uno de ellos, sin excepción. Según esa regla de oro no hay que dejar pasar ninguna oportunidad, por insignificante que parezca. Por eso mismo procura disfrutar cada segundo. Confieso que a veces la actividad que se requiere para lograrlo resulta agotadora y que en más de una ocasión me ha costado sacudirme la pereza pero, tras oír sus alegatos, me es imposible resistirme y acabo por secundar todos sus planes.
Ambas somos inseparables, de la mañana a la noche, y no exagero si digo que compartimos hasta los sueños. Los míos son como el visionado de una película: nos quedamos en nuestras butacas mientras se desarrolla la acción en la pantalla. Lloramos, reímos, nos emocionamos y tememos por la suerte de los personajes pero no nos involucramos más allá. Esos días ambas descansamos tranquilas. Sin embargo es raro que sea yo la que lleve las riendas, o que duren mucho tiempo en mis manos, lo habitual es que Luz se haga con ellas. En ese punto no nos limitamos a mirar lo que sucede en la pantalla sino que nos metemos de lleno en la trama. En algunas ocasiones, las menos, nos limitamos a jugar un papel secundario. Sin embargo, por regla general actuamos de protagonistas. De ese modo hemos viajado por todo el mundo, o por casi todo, y en diferentes épocas. Hemos remontado el Amazonas, escalado el Everest, saltado de árbol en árbol en plena selva y cruzado el desierto del Sáhara. También hemos probado todos los medios de transporte posibles, desde el globo aerostático hasta el último modelo de transbordador espacial, sin olvidarnos de la diligencia en la que vivimos una persecución memorable digna de una película de indios y vaqueros. Afortunadamente escapamos y, ¡por los pelos!, conservamos intactas nuestras cabelleras. Fue una experiencia algo agitada pero muy emocionante, aunque no sé si la repetiría, hay cosas que con vivirlas una vez bastan. No obstante, a la hora de desplazarnos lo que más nos gusta es volar, y no me refiero en aeronaves, sino volar tal cual, libres, como los pájaros. Ni siquiera necesitamos alas, flotamos sin más en el aire, sin preocuparnos de la gravedad, a nuestro antojo. Esa es una de las grandes virtudes de los sueños, que en ellos no hay límites, pertenecen a un mundo en el que todo es posible y en el que las noches se alargan más allá de las horas reglamentarias, de otro modo no darían abasto para tanta aventura.
martes, 8 de diciembre de 2015
La edición de La domadora de elefantes
Hay que ver lo que da un libro de sí, y no me refiero a la historia sino a todo lo que hay detrás, desde sentarse a escribirlo hasta el momento de publicarlo. No sé si esto solo me interesa a mí y para el resto resulto un tanto cansina pero, ya que he empezado, mejor termino de contarlo.
Después de recibir la sentencia del Lazarillo me puse manos a la obra para rematar el libro de La domadora. Lo había terminado apresuradamente para presentarlo al concurso y, desde entonces, no lo había vuelto a mirar. ¿El motivo? Me daba pavor descubrir los errores con los que me había atrevido a presentar mi obra delante de un jurado. Cerrar los ojos para no ver los fallos, por pueril que suene, me ahorraría la vergüenza, con sus obsesiones y pesadillas, hasta el momento del dictamen y, a fin de cuentas, era algo que no podía arreglar hasta entonces.
Corregir da pereza, mucha pereza, pero terminar un libro también produce ilusión así que, una vez había tomado la decisión, me puse a ello. Por supuesto había erratas (y no dudo que, aún tras la corrección, no se me haya escapado alguna). Mejoré la redacción de algunos párrafos, o eso pretendí, y añadí algún detalle. Le eché horas, aunque es tal la concentración que el tiempo se pasa sin darse cuenta. El golpe con la realidad sobreviene al levantar la cabeza, cuando una descubre no solo la hora que es sino que, además, está agotada. A veces es un House hipoglucémico el que me saca de mi abstracción al acercarse a preguntarme si esa noche no se cena.
Debía buscar la ilustración de portada del libro. Tenía que ser una imagen lo suficientemente antigua como para estar libre de derechos de autor, lo que suponía un factor limitante, había algunas preciosas que, por desgracia, no cumplían esa propiedad. Encontrarla no fue fácil. Láminas de elefantes había a millones pero ninguna me enamoraba. Finalmente, y gracias a las portadas de viejas revistas, encontré lo que quería: una ilustración vintage del Nature Magazine de Junio de 1932 firmada por Chevez Lange que es la primera que ilustra esta entrada. ¿Verdad que es bonita?
Gracias al iPhoto, al Vista previa y al Painter edité la imagen para adaptarla a los requerimientos de mi portada para la autoedición. Parece complicado pero no es así, con cada programa es fácil realizar algún paso e imposible, al menos para mí, que no soy muy ducha en estas lides, llevar a cabo otros, pero el uno suple los defectos de los otros. Mi técnica se basa en combinar lo que sé hacer en cada uno por el método del ensayo y error, y de estos últimos hay muchos. No obstante, al ser este el séptimo libro que me autopublico, ya tengo algo de manejo (no demasiado pero me apaño).
Es preciso hacer un resumen del argumento del libro para que vaya en la contraportada. Después de escribir un montón de páginas, reducirlas a unas líneas se antojaría una tarea sencilla, pero no lo es. Esa va a ser la carta de presentación y en un simple párrafo hay que conseguir hacer atractivo el libro, contar de qué va pero sin desvelar lo más relevante, aunque sí lo suficiente como para despertar la intriga del lector y que le apetezca leer la historia y, además, debe ser breve y, por supuesto, estar bien redactado. ¿Cómo iba a lograr todo eso? En algún caso, como en El trol, un fragmento del libro puede cumplir esa función. Sin embargo con La domadora no contaba con un párrafo de esas características. Los capítulos me dieron la clave. Muchos llevaban el nombre de las asignaturas con las que experimentaba mi elefante y esa fue la base que empleé para elaborar mi resumen. Este es el resultado: "En ocasiones tener una amiga a la que nadie más ve puede resultar bastante incómodo. El asunto se complica cuando, tras una visita al circo, esa amiga decide convertirse en domadora de elefantes. No se puede llegar a ser un buen domador si no se dispone de un elefante al que educar. Conseguir el animal es sencillo, no demasiado sensato pero sencillo. Compartir con él habitación requiere de toda la buena voluntad de las partes implicadas, y de mantener en la ignorancia al resto de los miembros de la familia. Educar al paquidermo es una tarea que requiere aplicación, entrega y un buen baño al terminar. Para aprender, no hay nada como las clases prácticas aunque controlar al alumno en las demostraciones de las distintas asignaturas es, sin duda, la parte más difícil." ¿Qué os parece?
El texto también necesitaba procesarse para acomodarlo al tamaño del libro, pequeño y de bolsillo, algo fácil de llevar para leerlo en cualquier parte. Eso significaba una nueva revisión del manuscrito con el ineludible hallazgo de nuevos fallos. Por desgracia, los ajustes de última hora pueden alterar la disposición de todo lo demás. Cada capítulo ha de comenzar en una página impar para que así quede a la derecha a la hora de leerlo. Una palabra más, solo una, pero mal medida, sin tener en cuenta el resto, puede aumentar la cuenta en una página y, de ese modo tan tonto, dar al traste con lo ya organizado. Cuando eso se descubre después de cargar el archivo, diseñar la cubierta, escoger las características del libro y revisar las 190 páginas que lo componen, una a una, dan ganas de gritar de rabia.
El archivo para papel sirve también para Kindle aunque antes requiere algunas modificaciones (directamente no queda bien, lo sé porque lo he probado y me ha tocado recurrir a mi infalible método de ensayo y error). Una vez todo en orden, viene la parte económica: hay que poner el precio de venta (en el que te marcan un mínimo, que es al que procuro ajustarme). El escoger un precio para Kindle a partir de 2.99€ presenta una ventaja adicional pues ese libro puede ser considerado para entrar dentro de alguna de las promociones de Amazon y eso es un tipo de publicidad gratuita nada desdeñable. Por eso, en esta ocasión, me he decantado por esa cantidad (a ver si hay suerte y me eligen).
Después de recibir la sentencia del Lazarillo me puse manos a la obra para rematar el libro de La domadora. Lo había terminado apresuradamente para presentarlo al concurso y, desde entonces, no lo había vuelto a mirar. ¿El motivo? Me daba pavor descubrir los errores con los que me había atrevido a presentar mi obra delante de un jurado. Cerrar los ojos para no ver los fallos, por pueril que suene, me ahorraría la vergüenza, con sus obsesiones y pesadillas, hasta el momento del dictamen y, a fin de cuentas, era algo que no podía arreglar hasta entonces.
Corregir da pereza, mucha pereza, pero terminar un libro también produce ilusión así que, una vez había tomado la decisión, me puse a ello. Por supuesto había erratas (y no dudo que, aún tras la corrección, no se me haya escapado alguna). Mejoré la redacción de algunos párrafos, o eso pretendí, y añadí algún detalle. Le eché horas, aunque es tal la concentración que el tiempo se pasa sin darse cuenta. El golpe con la realidad sobreviene al levantar la cabeza, cuando una descubre no solo la hora que es sino que, además, está agotada. A veces es un House hipoglucémico el que me saca de mi abstracción al acercarse a preguntarme si esa noche no se cena.
Debía buscar la ilustración de portada del libro. Tenía que ser una imagen lo suficientemente antigua como para estar libre de derechos de autor, lo que suponía un factor limitante, había algunas preciosas que, por desgracia, no cumplían esa propiedad. Encontrarla no fue fácil. Láminas de elefantes había a millones pero ninguna me enamoraba. Finalmente, y gracias a las portadas de viejas revistas, encontré lo que quería: una ilustración vintage del Nature Magazine de Junio de 1932 firmada por Chevez Lange que es la primera que ilustra esta entrada. ¿Verdad que es bonita?
Gracias al iPhoto, al Vista previa y al Painter edité la imagen para adaptarla a los requerimientos de mi portada para la autoedición. Parece complicado pero no es así, con cada programa es fácil realizar algún paso e imposible, al menos para mí, que no soy muy ducha en estas lides, llevar a cabo otros, pero el uno suple los defectos de los otros. Mi técnica se basa en combinar lo que sé hacer en cada uno por el método del ensayo y error, y de estos últimos hay muchos. No obstante, al ser este el séptimo libro que me autopublico, ya tengo algo de manejo (no demasiado pero me apaño).
Es preciso hacer un resumen del argumento del libro para que vaya en la contraportada. Después de escribir un montón de páginas, reducirlas a unas líneas se antojaría una tarea sencilla, pero no lo es. Esa va a ser la carta de presentación y en un simple párrafo hay que conseguir hacer atractivo el libro, contar de qué va pero sin desvelar lo más relevante, aunque sí lo suficiente como para despertar la intriga del lector y que le apetezca leer la historia y, además, debe ser breve y, por supuesto, estar bien redactado. ¿Cómo iba a lograr todo eso? En algún caso, como en El trol, un fragmento del libro puede cumplir esa función. Sin embargo con La domadora no contaba con un párrafo de esas características. Los capítulos me dieron la clave. Muchos llevaban el nombre de las asignaturas con las que experimentaba mi elefante y esa fue la base que empleé para elaborar mi resumen. Este es el resultado: "En ocasiones tener una amiga a la que nadie más ve puede resultar bastante incómodo. El asunto se complica cuando, tras una visita al circo, esa amiga decide convertirse en domadora de elefantes. No se puede llegar a ser un buen domador si no se dispone de un elefante al que educar. Conseguir el animal es sencillo, no demasiado sensato pero sencillo. Compartir con él habitación requiere de toda la buena voluntad de las partes implicadas, y de mantener en la ignorancia al resto de los miembros de la familia. Educar al paquidermo es una tarea que requiere aplicación, entrega y un buen baño al terminar. Para aprender, no hay nada como las clases prácticas aunque controlar al alumno en las demostraciones de las distintas asignaturas es, sin duda, la parte más difícil." ¿Qué os parece?
El texto también necesitaba procesarse para acomodarlo al tamaño del libro, pequeño y de bolsillo, algo fácil de llevar para leerlo en cualquier parte. Eso significaba una nueva revisión del manuscrito con el ineludible hallazgo de nuevos fallos. Por desgracia, los ajustes de última hora pueden alterar la disposición de todo lo demás. Cada capítulo ha de comenzar en una página impar para que así quede a la derecha a la hora de leerlo. Una palabra más, solo una, pero mal medida, sin tener en cuenta el resto, puede aumentar la cuenta en una página y, de ese modo tan tonto, dar al traste con lo ya organizado. Cuando eso se descubre después de cargar el archivo, diseñar la cubierta, escoger las características del libro y revisar las 190 páginas que lo componen, una a una, dan ganas de gritar de rabia.
El archivo para papel sirve también para Kindle aunque antes requiere algunas modificaciones (directamente no queda bien, lo sé porque lo he probado y me ha tocado recurrir a mi infalible método de ensayo y error). Una vez todo en orden, viene la parte económica: hay que poner el precio de venta (en el que te marcan un mínimo, que es al que procuro ajustarme). El escoger un precio para Kindle a partir de 2.99€ presenta una ventaja adicional pues ese libro puede ser considerado para entrar dentro de alguna de las promociones de Amazon y eso es un tipo de publicidad gratuita nada desdeñable. Por eso, en esta ocasión, me he decantado por esa cantidad (a ver si hay suerte y me eligen).
domingo, 6 de diciembre de 2015
La evolución de la domadora de elefantes
Fue a raíz de un sueño, que conté en el blog en su momento, cuando empecé a pergeñar la historia de La domadora de elefantes. Comencé a escribir los primeros capítulos pero, tras ese primer empujón, me detuve y dejé la obra en barbecho. Eso mismo sucedió con Paloma. En ocasiones la historia parece que fluye bien pero, de repente, sin motivo aparente, se detiene. Es posible que la culpa sea mía, por pura cuestión de cansancio, o de pereza, dejo de sentarme a escribir y, al no prestarle la atención que se merece, el relato decide tomarse un descanso. Llegado a ese punto, seguir supondría forzar las cosas y la narración perdería naturalidad y credibilidad, así que lo dejé que reposara durante una temporada.
Pasaron los meses y una tarde me senté a leer aquellos capítulos. No me considero una persona graciosa, soy un desastre a la hora de contar chistes, pero aquella historia era muy divertida, mucho. Había permitido a los personajes hacer de las suyas, sin cortapisas, con el resultado de que habían llevado a cabo todo tipo de ocurrencias de lo más disparatado. Me reía sola al leerla. ¿De verdad había escrito yo eso? ¡¿Cómo?! (en serio, en ocasiones no sé de dónde surgen mis ideas felices y, cuando lo pienso fríamente, me veo incapaz de repetir la hazaña). Decidí que empezaría a mandársela por entregas a mis padres, a ver qué opinaban.
La respuesta de mi padre fue toda una inyección de ánimos. Según me contó mi madre se le oía reírse en voz alta en su despacho. La única pega que le encontró es que le parecía dificilísimo que pudiese continuar el relato en ese tono, según sus palabras "si lo conseguía, sería el libro más divertido que jamás se hubiese escrito". Tenía razón, ni yo misma sabía cómo me las iba a apañar para seguir la historia a ese ritmo.
Tenía el gusanillo de la escritura metido en el cuerpo y no me quedaba más remedio que escribir. El final lo tenía bastante claro pero me faltaba el puente de enlace entre el inicio y la conclusión, ambas partes estaban en orillas distintas. Poco a poco, aunque en mi novela nada sucede despacio, el puente se tendió y la obra se preparó para su desenlace. A mi madre le encantó, le pareció un final redondo, y según ella no era un libro fácil de terminar. Yo estaba encantada, aunque mis padres puedan ser más benevolentes conmigo que con extraños, a la hora de ser críticos, sobre todo en cuestiones literarias, no pierden su objetividad y, si algo está mal, lo dicen.
Así como Paloma tiene mucho de la granja de Linares, la Baronesa inspiró el personaje de Marla, en la domadora es mi abuelo paterno el que hizo su aparición en la narración (supongo que eso influyó positivamente en mi padre). No fue algo premeditado sino que cobró vida propia dentro de la historia como si perteneciese a ella. Es algo curioso, porque el sueño inicial tenía lugar en la granja y lo esperable es que todo se hubiese desarrollado en ella. No fue así, la ciudad donde se desarrolla se da un aire a Valladolid y el parque al Campo Grande. House dice que en mis novelas hay mucho de mí. Quizá no le falte razón y mi subconsciente me traicione. Siempre he tenido cierta propensión a los accidentes y es posible que la frase "como un elefante en una cacharrería", que he oído hasta la saciedad aplicada a mi persona, haya servido de inspiración para este cuento.
Pasaron los meses y una tarde me senté a leer aquellos capítulos. No me considero una persona graciosa, soy un desastre a la hora de contar chistes, pero aquella historia era muy divertida, mucho. Había permitido a los personajes hacer de las suyas, sin cortapisas, con el resultado de que habían llevado a cabo todo tipo de ocurrencias de lo más disparatado. Me reía sola al leerla. ¿De verdad había escrito yo eso? ¡¿Cómo?! (en serio, en ocasiones no sé de dónde surgen mis ideas felices y, cuando lo pienso fríamente, me veo incapaz de repetir la hazaña). Decidí que empezaría a mandársela por entregas a mis padres, a ver qué opinaban.
La respuesta de mi padre fue toda una inyección de ánimos. Según me contó mi madre se le oía reírse en voz alta en su despacho. La única pega que le encontró es que le parecía dificilísimo que pudiese continuar el relato en ese tono, según sus palabras "si lo conseguía, sería el libro más divertido que jamás se hubiese escrito". Tenía razón, ni yo misma sabía cómo me las iba a apañar para seguir la historia a ese ritmo.
Tenía el gusanillo de la escritura metido en el cuerpo y no me quedaba más remedio que escribir. El final lo tenía bastante claro pero me faltaba el puente de enlace entre el inicio y la conclusión, ambas partes estaban en orillas distintas. Poco a poco, aunque en mi novela nada sucede despacio, el puente se tendió y la obra se preparó para su desenlace. A mi madre le encantó, le pareció un final redondo, y según ella no era un libro fácil de terminar. Yo estaba encantada, aunque mis padres puedan ser más benevolentes conmigo que con extraños, a la hora de ser críticos, sobre todo en cuestiones literarias, no pierden su objetividad y, si algo está mal, lo dicen.
Así como Paloma tiene mucho de la granja de Linares, la Baronesa inspiró el personaje de Marla, en la domadora es mi abuelo paterno el que hizo su aparición en la narración (supongo que eso influyó positivamente en mi padre). No fue algo premeditado sino que cobró vida propia dentro de la historia como si perteneciese a ella. Es algo curioso, porque el sueño inicial tenía lugar en la granja y lo esperable es que todo se hubiese desarrollado en ella. No fue así, la ciudad donde se desarrolla se da un aire a Valladolid y el parque al Campo Grande. House dice que en mis novelas hay mucho de mí. Quizá no le falte razón y mi subconsciente me traicione. Siempre he tenido cierta propensión a los accidentes y es posible que la frase "como un elefante en una cacharrería", que he oído hasta la saciedad aplicada a mi persona, haya servido de inspiración para este cuento.
viernes, 4 de diciembre de 2015
Avatares con el Premio Lazarillo
He comprobado que la forma de enganchar a mi padre a la lectura de mis libros es enviárselos por capítulos, de ese modo la intriga le puede y no es capaz de resistirse a la siguiente entrega. Además, con esta táctica, se interesa de tal modo que empieza a tomar parte activa en el desarrollo de la historia. Eso no significa que siempre me muestre de acuerdo con él, aunque sí que considero sus sugerencias y trato de alcanzar un termino medio entre su punto de vista y el mío, los dos somos bastante cabezotas. En esta ocasión mi progenitor consideró que el libro era muy divertido, en lo que coincidimos, pero que debería extenderme más en las descripciones. Tiendo a la concreción y a dar preferencia a la acción y, por ese motivo, mis escenarios se limitan con frecuencia a un mero esbozo cuyo atrezzo dejo a la imaginación del lector. Mi padre utilizó como ejemplo de lo que debía hacer a Henry James y fue en ese punto en el que no concordamos. Henry James no se caracteriza precisamente por el ritmo vertiginoso de sus narraciones y su estilo no me encajaba a la hora de narrar las trepidantes aventuras, y desventuras, de mis protagonistas. De todos modos, añadí unas líneas para crear el ambiente de cada situación.
Esas líneas extras eran, además, necesarias. Para el Lazarillo juvenil me pedían un mínimo de 80 folios, lo que no está nada mal. Mi libro rondaba los 70 y me quedaba menos de 1 semana para obrar el milagro de alargarlo una docena de páginas. No soy pesimista por naturaleza pero aquello se me antojó imposible, ¡si el libro estaba terminado! Aún así, no iba a dejar de intentarlo y me pegué al ordenador para leer y releer la historia y descubrir por dónde estirar los párrafos y separar los capítulos hasta que, ¡oh, milagro!, me encontré con 82 folios en mi haber (lo que no significa que todos llegasen hasta el final de la página). La fecha: 14 de Julio. No tenía tiempo de revisar, solo de imprimir y encuadernar. ¡Ojalá no se me hubiesen escapado muchas erratas!
House ya me había sugerido en alguna ocasión que, dado el éxito de Paloma en el concurso, mandase Magia Gris al Lazarillo. Uno de sus amigos, después de leer la historia, apoyó esa moción. Personalmente considero que Magia Gris es mejor que Paloma, quizá no tan divertido, aunque tiene sus momentos, pero la historia es muy bonita y escribirla fue una experiencia mágica, no exagero: vivía en un mundo en el que los límites de lo real y lo imaginario se habían difuminado por completo y esa sensación de poder traspasar las fronteras entre uno y otro lado era como flotar en una nube. Magia Gris no precisaba alargarse así que lo retiré de amazon y lo presenté. Con "Magia Gris" y "La domadora" en el concurso ya solo quedaba la parte mas desesperante: esperar.
Hace unos días me metí en la página de la OEPLI y me enteré de que el Premio ya ha había sido concedido y que, por supuesto, no había sido yo la afortunada. Confieso que me hacía ilusión y que había disfrutado lo indecible construyendo castillos en el aire, unos castillos maravillosos. Mis castillos tienen cimientos sólidos en ese mundo imaginario que sé que está al otro lado y la decepción de no haber ganado el premio no consiguió derrumbarlos. Llamé a la secretaria de la OEPLI y así supe que mis dos obras habían sido candidatas al premio, algo es algo. De todas las obras presentadas el jurado selecciona 15 (es lo que los americanos denominan shortlisted) y, a partir de ahí, se inicia la criba. Es un consuelo saber que mis dos historias pasaron ese primer corte, aunque no avanzaran más allá. La ganadora, Ledicia Costas, había recibido en octubre el Premio nacional de literatura infantil, así que la competencia era dura.
A lo largo de esta semana he estado de lo más ocupada; he devuelto "Magia Gris" a amazon y he editado "La domadora de elefantes" para su publicación, también en amazon. Después de mis experiencias previas con las editoriales no he querido complicarme la vida para ser rechazada, o para no obtener respuesta tras una espera de meses. Me siento como si mendigara cuando en realidad escribo porque quiero, sobre lo que me apetece y además me esfuerzo por hacerlo bien, con un estilo que me guste, que procuro mejorar por una mera cuestión de pundonor. A veces leo historias soberbias que desearía ser capaz de emular, no obstante sé que no llegaré a ese nivel, y no lo digo por decir, es la realidad. Mis cuentos son divagaciones para soñar despierta y, con lo que me gustan los libros, lo raro sería que no quisiera plasmar en ellos mis sueños más bonitos.
martes, 1 de diciembre de 2015
Magia Gris (Primeros capítulos)
Magia Gris es la continuación de Paloma. Su existencia se debe a una sugerencia de mi madre y a la insistencia de los personajes por secundarla. Durante aquella época viví rodeada por ellos y por su magia, hasta el aire poseía un brillo distinto. Fue una experiencia extraña y maravillosa que echo terriblemente de menos. Es un libro especial al que tengo un gran cariño.
CAPÍTULO 1: EL BUZÓN
Existe una regla no escrita entre las brujas por la que éstas evitan utilizar el sistema de Correos. La razón fundamental emana de su natural suspicaz: confiar en que nadie más que el destinatario vaya a leer el mensaje es una muestra de la necedad del remitente. Su animadversión al sistema no les impide pulular por las rutas más transitadas de los carteros y aprovechar la coyuntura para argumentar su teoría. Los secretos e intrigas de otros constituyen un gran aliciente en sus, generalmente, monótonas vidas. A pesar de su interés por todo lo ajeno se muestran muy reservadas en lo propio y, con tal de preservar su intimidad, han rescatado lenguas muertas para comunicarse entre ellas. Por desgracia, en el proceso cada una desarrolló su propia versión lo que a la larga derivó en numerosos disgustos y no menos enfrentamientos al no ser infrecuente que se malinterpretasen sus palabras.
Aquella mañana, la bandera roja alzada del buzón del camino indicaba que una carta hacía compañía a las telarañas que lo atestaban. No siempre la casilla se había dedicado a residencia para arácnidos, en otro tiempo por su interior había circulado una nutrida correspondencia. No obstante, últimamente, su poste se empleaba de apoyo para que, Lope, el mercader, dejase en su base la leche y demás encargos de Marla. El descubrimiento del comerciante había supuesto un hito en sus vidas. Pese al huerto de la cabaña, los árboles frutales, las cacerías de Orión, las bayas, castañas y las setas del bosque, la bruja siempre se había valido de su poder para procurarse algunos productos. Con la pérdida de su magia esos artículos se habían convertido en un lujo. Ya no había manera de convencer a las cabras montesas para que acudiesen voluntarias a ser ordeñadas por la anciana y era impensable que las ocas le prestasen sus huevos. Ahora había que perseguir a los animales. Dadas las condiciones físicas y mágicas de Marla, Paloma se encargaba de esa tarea. A instancias de Marla, Orión solía escoltarla, aunque sin correr riesgos.
- No me vendría mal algo de ayuda – le sugirió la joven a su acompañante mientras saltaba por los escarpados riscos.
- Por eso estoy aquí, para darte apoyo moral. No pretenderás que me juegue el pellejo, ya no tengo edad para eso.
- Pensaba que los gatos teníais siete vidas – le rebatió Paloma.
- Te equivocas. Los de las brujas tenemos nueve –le aclaró el minino- y necesitamos todas y cada una de ellas. No hay que desperdiciar ninguna.
- No entiendo por qué Marla insiste en que vengas.
- Para vigilarte. No te preocupes, si te ocurriese algo, iría a avisarla.
Orión, además, disfrutaba del espectáculo que le brindaban las acrobacias y los apuros de la joven. No siempre las escaladas culminaban con éxito, sobre todo en lo referente a la leche y, en más de una ocasión, Paloma se libró de milagro de terminar despeñada entre las rocas.
La cuestión de la miel era otra faena peliaguda. Sin miel no había dulces y tanto Paloma como Orión eran golosos por naturaleza. A pesar de sus infinitas precauciones la bruja siempre pagaba un doloroso precio por aquel caramelo. El día en que Paloma aprendió a sacar la miel del panal sin que las abejas la acribillasen, Orión, atento a sus maniobras, se olvidó de resguardarse de los enfurecidos insectos lo que le costó ser él el damnificado. Sin embargo lo peor no fue el dolor de las picaduras, sino la risa de Paloma. Tras cada excursión Marla hacía gala de todos los conocimientos de medicina acumulados a lo largo de siglos: curaba heridas, picaduras, torceduras y enfados. Sus guisos restablecían la paz.
Las salvajes ocas tampoco se lo ponían nada fácil a la muchacha y la atacaban feroces cuando se acercaba con fingida expresión de inocencia. A pesar de sus brazos llenos de moratones Paloma disfrutaba al preparar tortillas: era la venganza por sus picotazos. ¡Una fiera menos!- pensaba al batir los huevos con saña. Cierto que al cocinarlos, el resultado se parecía más a un espumoso y delicioso soufflé.
Una tarde, a la vuelta de una de aquellas partidas, encontraron una botella abandonada a un lado del camino. ¡Aquel hallazgo se reveló providencial! La depositaron junto al buzón y, al día siguiente, como por arte de magia, hallaron en su lugar una garrafa nueva, llena de leche de vaca: recién ordeñada, dulce, fresca y espumosa y ¡sin necesidad de someterse a las coces de las cabras! Debajo había una lista de las mercancías del comerciante, junto con sus precios. ¿Por qué no probar?
Marla disponía de una cantidad ingente de monedas, algunas antiquísimas, de las que desconocía por completo su valor. Hizo un pedido y dejó un pago astronómico por él. Afortunadamente, Lope resultó ser muy honrado. Descontó el importe exacto del encargo y buscó coleccionistas para las antiguas piezas. Las tasó, se encargó de la transacción y, sin preocuparse por sus beneficios de intermediario, le entregó íntegramente a su legítima dueña todo lo obtenido. Era además muy detallista y con frecuencia les dejaba algún obsequio. Esa táctica para dar a conocer sus productos le resultó muy provechosa y la lista de pedidos se alargó con añadidos de chocolate, azúcar, cacao, café, sabrosos quesos, aterciopelados vinos de Doria, aceite de oliva virgen de Canema, especias y pastas, entre otros caprichos. Lo que no solía haber en el buzón era precisamente lo que el banderín indicaba aquella mañana: cartas.
CAPÍTULO 2: LA CARTA
- ¡Qué carta tan extraña!- murmuró Marla al recoger la insólita epístola. Pese a lo precario de su vista, los barrocos relieves de su sobre no le pasaron desapercibidos. También advirtió que estaba cerrado por un anticuado sello de lacre ¡doble!
La anciana palideció alarmada al reconocer el grabado negro sobre la pasta rojiza. ¡Un mensaje del Aquelarre! Su corazón latió desbocado. Dada la aversión de sus antiguas compañeras a este sistema de comunicación, sólo un motivo de extrema importancia podría haberlas impelido a recurrir a él. No había que ser adivino para vaticinar que no podía tratarse de nada bueno. Sus manos temblaron de ansiedad y, pese a la curiosidad, fue incapaz de reunir el valor suficiente para abrirla de inmediato y enfrentarse a su contenido. Con el alma en vilo, regresó a la cabaña. Tan distraída iba que tropezó con todas las raíces y cantos del camino y trastabilló un par de veces. El percance desvió su atención de la carta y la fijó en el suelo para evitar derramar la leche.
Una vez en la casa, colocó automáticamente las cosas en la despensa. De refilón le echaba miradas furtivas a la misiva. Casi esperaba que esta desapareciese igual que un espejismo. ¡Habría sido un alivio! Se puso a preparar la comida. La mecánica de cocinar la ayudaría a calmar los nervios: picó unas verduras, molió unas especias con unos buenos golpes de almirez que relajaron su tensión, añadió unas hierbas, caldo y algunos trozos de carne y, cuando el guiso empezó a bullir y el aroma reconfortó su inquietud, se sentó delante del aciago sobre.
Lo cogió con la punta de los dedos, no es que fuese a estallar pero eso no hacía el contenido menos explosivo. Inhaló aire hondo para armarse de valor antes de abrirlo. Esperaba que no estuviese protegido por ningún hechizo peligroso aunque, generalmente, este no afectaba al destinatario sino a los curiosos entrometidos que intentaran cotillear el mensaje. Rompió el sello con aprensión. Con un esfuerzo, consiguió que las letras se mantuviesen fijas sobre el papel. Con la ayuda de su lupa, leyó la familiar caligrafía:
“Querida Marla:
Debido a que últimamente mi salud ya no es tan resistente como solía, he pensado que sería una buena idea aprovechar para hacerte una visita y reponer las fuerzas perdidas gracias a tus habilidades culinarias y a tus creativas y deliciosas pócimas. Disfrutaremos de volver a estar juntas, recordaremos viejos tiempos y recuperaremos algo de estos últimos años de forzosa separación. No dudes que aprovecharé para ponerte al día de los últimos cotilleos del aquelarre.
Con cariño.
Tu hermana: Merle.”
Marla abandonó la lupa y la misiva con gesto de desaliento sobre la mesa. Se sorprendió de que una nota tan breve fuese capaz de anunciar un trastorno semejante en su apacible existencia. ¡Merle! ¡De visita! ¡Con la sana intención, además, de prolongarla el tiempo necesario para recuperar su salud, según decía! Conociendo a la interfecta, la anciana dudaba mucho que esa fuera la auténtica razón por la que hubiese decidido presentarse, de improviso, después de tantos años. De algo sí estaba segura: si estuviese enferma de veras no lo habría reflejado tan abiertamente en la carta. Aún así cabía la posibilidad de que le diese un infarto cuando descubriese en lo que se había convertido su vida. Eso casi sería una suerte, de esa forma se aseguraba de que la estancia iba a ser breve y poco problemática. La otra opción era que ella misma sufriese una embolia tras tenerla allí unos días. Había un mensaje entre líneas: los “cotilleos” a los que hacía referencia seguro que escondían el verdadero motivo de su visita.
Marla tembló ante la perspectiva de convivir de nuevo con su hermana. ¿Acaso no habían pasado suficientes años juntas durante su formación como para escarmentar con la experiencia? Sin embargo no había forma de escabullirse: si a Merle se le metía una idea en la cabeza, Marla sabía de sobra que no existían en el mundo argumentos suficientes para hacerla cambiar de opinión. Su ambiciosa hermana no comprendería que viviese feliz y tranquila en la compañía de un gato y una Bruja Blanca que no sabía hacer magia. Si llegara a enterarse, siquiera por descuido, de que la susodicha Bruja se debía a un error propio y que, en realidad, debería de haber sido su aprendiz, Merle era muy capaz de denunciarla ante el Aquelarre y acusarla de traición. Todo dependería de sus intereses y del estado de sus relaciones con el resto del grupo en esos momentos. No es que Marla tuviese mucho que perder, a fin de cuentas ya había renunciado a su Magia aunque nunca se sabía el tipo de castigo que se les ocurriría a las altas esferas. Si decidían que sirviese de ejemplo y escarmiento para otros, la cosa podría ponerse muy fea. Su rostro palideció ante el panorama desolador que se le presentaba y sus manos temblaron mientras arrugaba, inconscientemente, el papel de la fatídica nota.
Tan preocupada estaba, tan hundida en sus negros pensamientos, que se olvidó de que había dejado la comida al fuego. El cazo empezó a humear. El sabroso aroma fue sustituido por penetrante olor a quemado. Aquello espabiló a Orión, que se acercó a avisarla.
-¡Marla! ¡Se quema la comida!
Marla no pareció oírle. Continuó sentada inmóvil, en estado de estupor, pálida y sudorosa, inmersa en una espiral de negros presagios. No presentaba muy buen aspecto. ¿Y si le pasaba algo a la anciana?, se alarmó Orión. Era excepcional que se distrajera con la comida y la falta de reacción ante su aviso resultaba de lo más extraño. El felino salió a buscar a Paloma que, recostada bajo un árbol, estudiaba el libro de hechizos con toda la aplicación que le permitía la soleada mañana. Al sentir la sombra del gato sobre su rostro entreabrió los ojos.
- Marla se ha olvidado la comida en la lumbre y no parece oírme. ¡Hoy no comemos! – Le notificó el animal con un chillido y la mirada espantada.
La joven acudió a la cabaña con presteza. Retiró el cazo del fuego para evitar que la casa saliese ardiendo y se acercó a la anciana, que no hacía más que mirar y estrujar un papel que tenía en sus manos. Al arrebatárselo para leerlo sintió un pinchazo en los dedos que le hizo sacudir el brazo con brusquedad y soltar el mensaje. Su gesto hizo reaccionar a Marla que levantó los ojos y se percató de la mirada de preocupación de sus compañeros y del brillante sarpullido en la piel de la joven.
- Mi hermana Merle viene de visita - comentó.
- ¿Tu hermana? - se extrañó Paloma, olvidando por un momento el creciente picor en su cuerpo - No sabía que tenías una hermana, ni tampoco que las brujas pudiesen tenerlas. ¿No naciste de un huevo de cuervo?
- Es mi gemela. El huevo del que nacimos era excepcional: tenía dos yemas. Por lo tanto soy de las pocas brujas que tienen familia consanguínea.
- ¿Qué me pasa? Me escuece hasta el pelo – preguntó Paloma, picada no sólo por la curiosidad mientras se sacudía para rascarse. Cambió rápidamente de idea: el movimiento exacerbaba los pinchazos y hasta el roce del vestido le resultaba doloroso.
- Es por tocar el papel del Aquelarre. No te preocupes, es un tóxico bastante irritante pero nada más. Se te pasará pronto – le aseguró. - Te untaré un poco de aceite de linaza para calmar el picor.
Marla se levantó y se acercó a la alacena donde guardaba su colección de hierbas. Escogió una bonita ánfora de aire antiguo y derramó unas gotas de su contenido en un cuenco. Lo rebajó con aceite de oliva y le ordenó a Paloma que sumergiese en él las manos, sin sacarlas, hasta que se hubiesen normalizado. Al o es que el gato supusiese una ayuda, al contrario: el minino disfrutaba del espectáculo que le brindaban las acrobacias y los apuros de la joven a la que contemplaba sin que su pellejo corriese peligro. Al obedecer la joven se sintió tentada de retirarlas. Miró a Marla pero esta no se compadeció de su sufrimiento.
- Espera - insistió.
La reacción inicial del veneno con el ungüento hacía parecer peor el remedió que la enfermedad pero, tras el primer momento de pánico, noto cómo la inflamación bajaba. Poco a poco, la sensación se extendió hacia los brazos. Marla cortó una hoja de un cactus, la abrió y le indicó que se frotase con ella por el resto del cuerpo.
- Estábamos con tu hermana, ¿cómo es?- Indagó Orión.
- Al ser gemelas, Merle se asemeja físicamente a mí, somos prácticamente idénticas salvo que ella es algo más gruesa y bastante más fuerte. Siempre le ha gustado llevar la voz cantante - suspiró Marla. - La quiero mucho, de verdad, aunque reconozco que seguramente se deba más a algún tipo de instinto entre hermanas que porque ella haya hecho algo para merecerlo o haya demostrado su cariño hacia mí. Es más fácil sobrellevarla a distancia que cuando estamos juntas. De sólo pensar en aquellos tiempos de confraternidad me entran sudores.
- Cuéntanos - le pidieron Orión y Paloma, que seguía dándose fricciones con la gelatina del aloe como si pretendiera pulirse la piel con ella.
(Ya sabéis, continúa en el enlace, y también está disponible en papel)
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