martes, 15 de diciembre de 2015

Primeros capítulos de La domadora de elefantes (II)

CAPÍTULO 2: LA POBRE CAMA

Tras lo expuesto es fácil deducir que Luz duerme conmigo. Mamá no quiso ni oír hablar de ponerle una cama para ella por lo que compartimos la mía. Presenta el inconveniente de no estar diseñada para dos y, por mucho que nos queramos, mi inseparable amiga no es precisamente la mejor compañera de lecho: no entiende de mitades y ocupa todo el espacio: el disponible y el no disponible. Para más inri es igual de inquieta durante el día que por la noche y, ni dormida, para un instante de moverse. Al principio nos peleábamos por el territorio, ahora ya he aprendido que es todo suyo y me resigno a mi suerte. De ese modo me ahorro una batalla perdida de antemano, y unos cuantos moratones. En ocasiones Luz hace gala de generosidad y me presta una esquina. Allí me acomodo y procuro permanecer en mi sitio lo más quieta posible porque sé que la calma no durará mucho, la invasión de mi espacio comenzará con el primer ronquido. No obstante mamá se queja porque dice que mi “pobre cama” (siempre se refiere así a al mueble) amanece como si hubiesen pasado por ella una manada de bisontes en estampida. Todas las mañanas se repite la misma conversación, con mínimas variaciones. De tanto oírla la tengo grabada en mi cabeza.
−Si yo no me muevo, es Luz – protesto cuando me regaña.
−¡Ah, Luz! -comenta mamá con tono comprensivo. (Apunte: no hay que dejarse engañar, su benevolencia no está exenta de sarcasmo.)- Claro, ¿quién si no?
En eso estoy de acuerdo: ¿quién si no Luz?
−¿Y adónde te ha arrastrado esta vez? -indaga mi madre.
Cuando me hace esas preguntas pienso que por fin lo he conseguido: me cree y asume que Luz existe y no es un mero fruto de mi imaginación.
−Esta noche nos hemos lanzado en trineo por una ladera larguísima. Ha sido genial –le cuento entusiasmada.
Mi madre suspira.
 −Sí, me imagino que habrá sido genial. No lo dudo, aunque deduzco que “la pobre cama” ha ejercido de trineo en esta ocasión.
Asiento con la cabeza. ¿Cómo lo ha sabido? Sin duda es una gran detective. A lo mejor se anima a acompañarnos en alguna ocasión.
−Y parece que para frenar la habéis estrellado contra las rocas -prosigue.
Casi acierta en eso también.
−En realidad eran unos abetos –la corrijo.- No nos quedó otra opción, se nos cruzó un rebeco.
Asumo que mi madre no querría que hubiésemos atropellado al pobre animal, no obstante tampoco me felicita por la heroicidad. Mejor no añado que, en esa arriesgada maniobra, Luz y yo nos jugamos el pellejo, no deseo preocuparla.
−Y ayer fue una moto y el día anterior un cohete a Júpiter... – continúa.
¡Qué buena idea! ¡Nuevos mundos! Mi madre es genial.
−No, a Júpiter no hemos ido todavía, sólo a la luna, pero el plan suena bien –confieso.
−No estará mal si Luz decidiera quedarse allí –me propone.
Esa idea ya no me gusta tanto, y a Luz tampoco, lo que me tranquiliza.
−No, Luz no quiere separarse de mí.
Nuestra conversación suele terminar con la misma escena: mi madre se toca la frente y musita con voz de resignación.
−Esta niña es imposible.
Día tras día repetimos el número. Ya he asumido que, por mucho que se lo explique, jamás comprenderá que no es culpa mía. Entre eso y que describe la habitación como una leonera (nunca nos sobra tiempo como para dedicarnos a recogerla, siempre tenemos pendiente otro proyecto más interesante), mi cuarto reúne las condiciones idóneas para un safari, y no necesariamente imaginario. No sé si ese ambiente selvático fue el desencadenante de la repentina, e insólita, vocación de Luz.

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