En pleno confinamiento no tengo más planes que leer y estar en casa, tener que ir al hospital hace que se te quiten las ganas de salir a nada más. Ver lo que sufren los pacientes es motivación más que suficiente para quedarse en casa.
Suena el busca, en la pantalla reconozco el móvil de Anestesia. No promete, no suelen llamar sin motivo.
-Tenemos un paciente COVID al que ayer se le hizo una traqueo percutánea que fue un poco trabajosa. El caso es que cada vez está más hinchado y le hemos hecho un TAC y tiene una rotura traqueal y un neumomediastino (traducción: aire dentro del pecho, alrededor de la tráquea, bronquios y grandes vasos).
Como me figuraba no llaman sin motivo, ni tampoco por algo fácil. Si hubiese un cirujano torácico sería cuestión de meterme con él en quirófano, pero en nuestro hospital no tenemos esa especialidad.
-Lo ideal sería que lo viese un cirujano torácico.
-Está mal, no lo podemos trasladar y tampoco creo que lo acepten en ningún sitio.
Tiene toda la razón, no hay demasiados huecos de críticos en los hospitales.
-Voy para allá a ver qué puedo hacer.
-¿Aviso al quirófano?
-Sí, por si acaso, cuando lo vea lo decidimos. Y si se puede conseguir una cánula larga, en la UCI suelen tener, nos vendrá bien.
Bajo al coche. Con las prisas y la incertidumbre me dejo la tarjeta del hospital en casa y me toca volver a subir. Si me para un control conviene tener todos los justificantes a mano.
Por la carretera no hay nadie, conduzco y doy vueltas a la cabeza para ordenar mis ideas y tener un plan claro de qué hacer. Poco antes de llegar a mi desviación me encuentro unos conos, los carriles se desvían al lateral. Nos paramos. Delante de mí se han acumulado los pocos coches que circulan. Abro la ventana y agito el papel del justificante, pero no hay nadie a la vista. Es desesperante. Estoy por bajarme. ¿Qué hago? ¿Tocar el claxon para llamar la atención? ¡Qué agobio!
La cola avanza, no somos muchos. Un policía me hace señas y para indicarme que vaya a otra cola, más lenta. Le enseño el papel y grito para que me oiga a pesar de la distancia:
-¡Voy a una urgencia!
-¿Para Ud?-me pregunta.
-No, para un paciente con la tráquea rota que tengo que arreglar.
Creo que le he dado demasiadas explicaciones, posiblemente con decir que soy médico habría bastado. Aún así funciona.
-Ponga el warning y avance por el carril de la izquierda.
Eso hago, los policías de los controles ven una flecha roja pasar como una exhalación, me doy cuenta tarde de que, a lo mejor, un poco menos de aceleración habría sido mejor idea. En ese momento en lo único que pienso es en llegar cuanto antes al hospital. Es cierto que el paciente está en la REA y lleva así un día, pero eso no significa que convenga tenerlo en ese estado hasta que reviente.
Llego, me cambio. Por supuesto se me caen todas las cosas de los bolsillos, no sé por qué siempre pasa lo mismo cuando tienes prisa. Salgo del vestuario por el quirófano. Las enfermeras están avisadas y me preguntan. Les contesto sin detenerme, tienen la caja de laringe disponible para mí, ¡un lujo!, es la más completa, es perfecto, les digo.
En la REA me enseñan el TAC. La rotura está baja, en el tórax, un poco por debajo de donde termina la cánula que tiene ahora puesta. Es posible que al superar la zona con una cánula más larga con el balón por debajo, el aire no se filtre y la cosa mejore. Han conseguido cánulas largas.
Me acerco a la cama del enfermo. El hombre es un globo aerostático desde los hombros hasta los ojos. El agujero del traqueostoma está casi en el esternón y con todo ese aire debajo de la piel no se palpan las estructuras. Hay que ir al quirófano y reabrir todo, sacar el aíre, encontrar la tráquea, liberarla, rehacer el traqueostoma y cruzar los dedos. Aviso al cirujano para pedirle ayuda, siempre vienen bien un par de manos extras.
Preparar un quirófano para un paciente COVID un sábado por la tarde requiere medidas especiales. Es preciso avisar a la supervisora de guardia para que nos dé material de protección. Por supuesto, no hay para todos. Desde que esto empezó, el hospital funciona como en la guerra y ni MacGyver hacía gala de tanta imaginación a la hora de protegerse (aunque era inmune a las explosiones y la metralla, no se sabe si al COVID, los guionistas deberían valorar un episodio al respecto). Una hora después, eso es lo que tarda un traslado de apenas 50 metros con las precauciones de rigor, el paciente está en quirófano. A pesar de su volumen, los músculos están atróficos y aún llama más la atención la hinchazón de la cabeza.
Lo primero es reintubarlo para sacar la cánula y trabajar con algo de comodidad. Es más fácil decirlo que hacerlo. El aire ha cerrado todo y no se ve nada. Tras varios intentos frustrados, el tubo pasa las cuerdas. Es el momento de sacar la cánula para permitir que el tubo avance por la tráquea hasta superar la zona de rotura.
La traqueotomía percutánea consiste en atravesar y dilatar los tejidos con guías de grosor progresivo. No hay una disección por planos, eso es lo que tengo que hacer ahora. Identificar esos planos es un poco más complicado después de la manipulación, aún así mucho menos de lo que me imaginaba. Reconocer las estructuras machacadas y desplazadas para ligar los vasos y que no sangre también cuesta más de lo normal, pero no es imposible. La máscara de protección no ayuda, no solo se ve peor sino que al moverme mi pantalla choca con la de la cirujana. Poco a poco nos acoplamos o simplemente es que estamos tan concentradas que no nos damos ni cuenta.
Separamos los músculos, primero el musculocutáneo arriba y abajo y luego los prelaríngeos de la línea media a los lados. La glándula tiroides es pequeña, otra ventaja, y la seccionamos por el istmo y ligamos los lóbulos. La tráquea queda expuesta. Libero la pared anterior y meto el dedo en el mediastino. Después va el aspirador, hay que sacar el aire. Aplico esa misma disección digital al cuello, a los laterales de la tráquea y aspiro. Las presiones mejoran según sale el aire retenido. Es el momento de preparar el traqueostoma.
Agarro la incisión de la traqueostomía previa con unas pinzas y paso una sutura desde la piel al anillo traqueal para sacar la tráquea hacia fuera, sujetarla y facilitar el cambio de cánula. Retiro un anillo roto. Doy dos puntos abajo y uno arriba. Dejo un drenaje por el lateral para que salga por ahí el aire del mediastino. Ya se puede retirar el tubo y cambiarlo por la cánula larga.
Procedemos. No hay capnograma. El paciente no ventila. La saturación baja. ¡Imposible! No, en medicina nada es imposible. Saco la cánula, reviso, meto el dedo. Compruebo que no hay una falsa vía, toco los anillos traqueales, la laringe, están ahí, entonces ¿por qué? La enfermera está el quite, me da una de las cánulas habituales, la más gruesa. La coloco y el paciente remonta, se recupera. Todo está orden. Es inexplicable. Hacemos hipótesis, posiblemente la cánula fuese demasiado larga, estuviese muy metida e hiciese pared.
El enfermo regresa a la REA. El cambio en su aspecto es llamativo, se nota la aspiración del aire, no parece un globo, se reconocen las facciones, pobre. Ahora es cuestión de esperar la evolución y ver si esa tráquea cicatriza sin problemas.
"Me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin de que cada uno pueda encontrar la suya." El Principito.
domingo, 19 de abril de 2020
viernes, 10 de abril de 2020
Intervención nevera
Descubro un limón mohoso en la nevera. Me extraña, hace dos días estaba perfecto. ¿Qué ha podido pasar? Mucho me temo que el desagüe de la nevera se ha vuelto a atascar. Toco la esquina de abajo y descubro un pequeño charco al lado del agujero. En el cajón de la fruta hay un dedo de agua. ¡Otra vez no! Casi se me había olvidado.
Me equipo con las armas de rigor: una jeringa, una aguja (son cosas que tienen infinidad de aplicaciones extrahospitalarias), paños (en este caso para secar el agua y no la sangre), un par de boles, el primero con agua templada y el otro para recoger el material extraído.
Por desgracia no cuento con un fibroscopio, una fibra óptica para ver el atasco habría sido lo ideal, espero que no esté muy profundo y se pueda solucionar con aspiración y jeringazos. Tras un buen rato, me da la impresión de que ya está arreglado.
Una hora más tarde, reviso, una cosa es ilusionarse y otra pecar de exceso de confianza. Mi gozo en un pozo, literalmente. El agua vuelve a estar estancada, aún no le ha dado tiempo a derramarse pero todo se andará. Hay que repetir la operación. Pido ayuda, sola no puedo, se ha vuelto cosa de dos, paso de cirujano a instrumentista y dejo a House el puesto de primera espada.
Probamos de nuevo con las jeringas y el agua, siempre ha resultado en el pasado. No tardamos en confirmar que en esta ocasión no basta. Suena el teléfono, corro a por él. Es para House, tiene que irse a hacer una traquetomía de un COVID. Me quedo sola de nuevo. Pruebo a bombear, agua, aire... sin éxito, noto la resistencia.
House se marcha. Un instante después oigo la llave y entra de nuevo. Falsa alarma, no hay traqueo. Uno se acostumbra a esos cambios de opinión de los intensivistas, así como a que no avisen con antelación, ¿qué es eso? o a que el quirófano esté ocupado y no se pueda hacer la cirugía. ¿Qué tal vas? pregunta según deja el abrigo. Igual, le digo. ¿Con qué contamos? me consulta. Tendremos que improvisar. Reviso el maletín de instrumental y regreso a la cocina con una jeringa de extracción de tapones de oído. Es mucho más grande y quizá funcione. Parece que va mejor, el agua entra, pero no, pronto comprobamos que solo era apariencia.
El plan es canalizar, pero ¿con qué? La guía de fontanero que compramos hace años no sirve, es demasiado gruesa. Un clip es corto. Los alambres de las brochetas también. La pinza de extracción de cuerpos extraños tampoco sirve. Tenemos un alambre fino, pero se dobla. Probamos con otro más firme que recuerdo haber visto en la caja de herramientas y que no aparece ahora que se necesita. Lo encuentra House en el rincón de al lado de la caja (junto a una pila de cosas que un día, cuando las desempolvemos, descubriremos qué son y para qué sirven, seguramente para un uso algo diferente al plan de su creador). El nuevo alambre es demasiado rígido, no pasa. Descartamos la caja de herramientas. Necesitaríamos un fiador similar al de las sondas nasogástricas.
¡Una cuerda de guitarra! exclama House. Buena idea. Un pequeño tope y entra, es casi igual que un fiador. Avanza sin problemas. Repetimos la operación antes de probar de nuevo con el agua y la jeringa. Por desgracia el agua no pasa tan bien como la cuerda. ¿Una más gruesa? Nuevo intento. La nueva cuerda es también algo más larga y llega más lejos, un par de centímetros pero suficiente. El agua empieza a fluir al inyectarla, sin embargo aún no estamos contentos. House revisa su arsenal. Sí, tiene más cuerdas, escoge la siguiente en tamaño. La pasa y el agua drena. Probamos con unos jeringazos. ¿No tienes otra cosa que cubra mejor el hueco que la aguja? se escapa por los bordes. Miro en el maletín, me inclino por un aspirador de oído, no demasiado fino, que se conecta a la jeringa. Es más largo y grueso que la aguja. Probamos. Perfecto, obstrucción resuelta.
Queda revisar el material: cuerdas de guitarra, jeringas, agujas, pinzas, aspirador de oído. La pobre nevera no sabía que no iba a vérselas con un fontanero sino con dos cirujanos prestos a presentar batalla y uno de ellos ¡guitarrista!
Me equipo con las armas de rigor: una jeringa, una aguja (son cosas que tienen infinidad de aplicaciones extrahospitalarias), paños (en este caso para secar el agua y no la sangre), un par de boles, el primero con agua templada y el otro para recoger el material extraído.
Por desgracia no cuento con un fibroscopio, una fibra óptica para ver el atasco habría sido lo ideal, espero que no esté muy profundo y se pueda solucionar con aspiración y jeringazos. Tras un buen rato, me da la impresión de que ya está arreglado.
Una hora más tarde, reviso, una cosa es ilusionarse y otra pecar de exceso de confianza. Mi gozo en un pozo, literalmente. El agua vuelve a estar estancada, aún no le ha dado tiempo a derramarse pero todo se andará. Hay que repetir la operación. Pido ayuda, sola no puedo, se ha vuelto cosa de dos, paso de cirujano a instrumentista y dejo a House el puesto de primera espada.
Probamos de nuevo con las jeringas y el agua, siempre ha resultado en el pasado. No tardamos en confirmar que en esta ocasión no basta. Suena el teléfono, corro a por él. Es para House, tiene que irse a hacer una traquetomía de un COVID. Me quedo sola de nuevo. Pruebo a bombear, agua, aire... sin éxito, noto la resistencia.
House se marcha. Un instante después oigo la llave y entra de nuevo. Falsa alarma, no hay traqueo. Uno se acostumbra a esos cambios de opinión de los intensivistas, así como a que no avisen con antelación, ¿qué es eso? o a que el quirófano esté ocupado y no se pueda hacer la cirugía. ¿Qué tal vas? pregunta según deja el abrigo. Igual, le digo. ¿Con qué contamos? me consulta. Tendremos que improvisar. Reviso el maletín de instrumental y regreso a la cocina con una jeringa de extracción de tapones de oído. Es mucho más grande y quizá funcione. Parece que va mejor, el agua entra, pero no, pronto comprobamos que solo era apariencia.
El plan es canalizar, pero ¿con qué? La guía de fontanero que compramos hace años no sirve, es demasiado gruesa. Un clip es corto. Los alambres de las brochetas también. La pinza de extracción de cuerpos extraños tampoco sirve. Tenemos un alambre fino, pero se dobla. Probamos con otro más firme que recuerdo haber visto en la caja de herramientas y que no aparece ahora que se necesita. Lo encuentra House en el rincón de al lado de la caja (junto a una pila de cosas que un día, cuando las desempolvemos, descubriremos qué son y para qué sirven, seguramente para un uso algo diferente al plan de su creador). El nuevo alambre es demasiado rígido, no pasa. Descartamos la caja de herramientas. Necesitaríamos un fiador similar al de las sondas nasogástricas.
¡Una cuerda de guitarra! exclama House. Buena idea. Un pequeño tope y entra, es casi igual que un fiador. Avanza sin problemas. Repetimos la operación antes de probar de nuevo con el agua y la jeringa. Por desgracia el agua no pasa tan bien como la cuerda. ¿Una más gruesa? Nuevo intento. La nueva cuerda es también algo más larga y llega más lejos, un par de centímetros pero suficiente. El agua empieza a fluir al inyectarla, sin embargo aún no estamos contentos. House revisa su arsenal. Sí, tiene más cuerdas, escoge la siguiente en tamaño. La pasa y el agua drena. Probamos con unos jeringazos. ¿No tienes otra cosa que cubra mejor el hueco que la aguja? se escapa por los bordes. Miro en el maletín, me inclino por un aspirador de oído, no demasiado fino, que se conecta a la jeringa. Es más largo y grueso que la aguja. Probamos. Perfecto, obstrucción resuelta.
Queda revisar el material: cuerdas de guitarra, jeringas, agujas, pinzas, aspirador de oído. La pobre nevera no sabía que no iba a vérselas con un fontanero sino con dos cirujanos prestos a presentar batalla y uno de ellos ¡guitarrista!
domingo, 5 de abril de 2020
Héroes y fraudes
No soy un héroe, aunque sea médico y el Coronavirus campe a sus anchas, yo no soy uno de esos héroes en los que se ha convertido buena parte del personal sanitario. No estoy en primera línea, más bien en la retaguardia. Mi trabajo ha cambiado sí, no existe la rutina habitual: no es seguro pasar consulta, los respiradores de quirófano se han trasladado a Intensivos, se han colonizado consultas, pasillos, gimnasios y cafeterías y se han improvisado plantas con camas y sillones para ingresar enfermos. Los hospitales se ha convertido en centros de COVID y apenas hay otra cosa. Acercarse a un centro sanitario es correr el riesgo de contagiarse, quizá esa sea mi mayor heroicidad: ir al hospital. Quedarse en casa, día tras día, para evitar la propagación de este maldito virus es más heroico.
Al principio se agradecía cualquier mínima ayuda, desde comprobar resultados, mirar analíticas. Pauto tratamientos que el médico de turno, vestido con el único EPI, reciclado, que actualiza entre pacientes con un mero cambio de guantes y de la bata transparente que protege parcialmente la "bata buena", me dicta desde su posición a pie de cama del paciente. Estoy en el ordenador, soy una secretaria especializada, sé cómo funciona el programa y puedo interpretar los datos, transcribo lo que me dicen, o reviso los antecedentes, o la evolución.
La puerta de la urgencia es un caos. Los pacientes se suceden a velocidad de vértigo, casi sin tiempo a tomar decisiones. La clasificación es fácil, todos vienen por lo mismo, y no es posible hacer distinciones para ubicarlos en un circuito u otro porque no hay sitio. La única alternativa a la sala de espera, llena a reventar, donde los pacientes esperan con una mascarilla y guantes como única protección, es el box de críticos. La saturación de oxígeno marca el límite, cada vez más bajo. La historia varía poco, han tenido fiebre, o tos, o diarrea, o dolores musculares y vienen porque han empeorado, tienen fatiga. La enfermera les toma la temperatura, la tensión, la saturación y la frecuencia respiratoria. Les pido una radiografía que apenas tarda unos minutos y aún así no me da tiempo a verlas. Una neumonía tras otra, casi todas bilaterales. Las placas son terribles.
El tratamiento es un protocolo de sota, caballo y rey al que hay que ajustar el oxígeno según lo apurado que esté el enfermo. La sala de observación impresiona. No hace falta auscultar para saber cómo respira un paciente, se ve. El pecho se mueve deprisa, el reservorio de oxígeno de la mascarilla se hincha y deshincha con cada respiración fatigosa, aún así la cifra de saturación deja mucho que desear. Si fuese un quirófano el anestesista estaría alarmado, pensando en intubar, pidiendo ayuda a un compañero. No es el caso, se sube el oxígeno, las reservas del hospital se agotan a diario, se cambia la postura del enfermo y a veces eso funciona, otras no. ¿Resistirá o se agotará?
El trabajo cambia según lo que se necesite, pero el mío se limita a ayudar a los que están en plena batalla. ¿Qué puedo hacer? pregunto. La situación ha mejorado y me encuentro con que no me necesitan, estoy desubicada. Insisto en otros sitios pero me dicen que todo está bajo control. Descubro que hay una unidad nueva, la llevan los Neumólogos. Intento echar una mano. No sabía que había tantas variantes de oxigenoterapia: gafas nasales, mascarilla con reservorio, con CPAP (presión), alto flujo con control de temperatura y litros al máximo, hasta 60. No me acerco a las habitaciones, solo escribo lo que me dicta su médico al otro lado de la línea sucia. "Páutale sueros", es diabético, van con insulina, miro la hoja de tratamiento como si fuese una prueba, un examen para el que no estoy preparada y que espero aprobar por el bien del paciente. De sueros e insulinas la enfermera sabe más que yo, le pregunto si lo he puesto bien.
No soy un héroe. Puedo ayudar pero poco, aunque me lo agradecen como si hubiese hecho algo. Ordenador, teléfono... Llamo para informar. Es la soledad más dramática, sin visitas, sin contacto, ni siquiera una sonrisa, ni tender una mano sin guantes. Me preguntan por otros familiares también ingresados, busco a ver qué encuentro. Esta enfermedad es devastadora.
No soy la valiente que se pone delante del paciente, no siento que curo a nadie, en esta situación no sé cómo hacerlo, el mérito es de otros y muchos de ellos están tan expuestos que caen enfermos. Soportar esta enfermedad solo, tener un familiar enfermo y ya sea cuidarlo en casa hasta que es inevitable llevarlo al hospital, no poder visitarlo, o llegado el momento ni siquiera despedirse de un ser amado son otro tipo de heroicidades. A esos héroes de verdad, quiero reivindicarlos con mis palabras.
Nota: Las ilustraciones son de un artista iraní, Alireza Pakdel
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