sábado, 19 de diciembre de 2015

Primeros capítulos de La domadora de elefantes (IV)

CAPÍTULO 4: ELFRED

Como premio a nuestras notas en su asignatura, fuimos las primeras de la clase, el abuelo nos invitó al circo. Pienso que la instigadora de aquella idea fue Luz porque personalmente nunca he contado el circo entre mis grandes aficiones. Sin embargo reconozco que me encantó. No fue para nada como me lo imaginaba. En directo es todo un espectáculo, sin duda mucho más impactante que por televisión, incluso las tonterías de los payasos resultan hilarantes y es imposible no reírse a carcajadas con sus persecuciones, sus bromas y sus ridículos accidentes. Eran tan patosos como graciosos, y eran muy, muy patosos. Fueron los primeros en salir y prepararon el ambiente. Después de su actuación todo el público estaba entregado y feliz, dispuesto a disfrutar de la función.

El resto no fue tan divertido aunque sí mucho más emocionante. ¡Qué tensión! Cada número era el “más difícil todavía”. El equilibrio de los acróbatas, a cámara lenta, me mantuvo en vilo durante todo su ejercicio, estaba segura de que si pestañeaba se caería el de arriba y no deseaba que se metiera un batacazo por mi culpa; se habría hecho mucho daño. Aplaudí a rabiar a los trapecistas, ni siquiera en sueños he volado cabeza abajo como ellos, debe de ser fantástico, ¡qué manera de dar volteretas en el aire! Me fijé bien en cómo lo hacían pero no sé si Luz y yo seremos capaces de imitarles. Lo probaremos, por supuesto con red, y antes ensayaremos en los columpios sin que mamá nos vea, protestaría y no creo que nos lo permitiese. Nos vendría bien una cama elástica para practicar, aunque es poco probable que convenzamos a mis padres de que nos la compren. De todos modos no podríamos instalarla en la habitación y estoy segura de que no nos dejarían ponerla en el salón. En todo caso, siempre contamos con el pobre colchón. Si aguanta un alud, dudo que unos cuantos saltos lo machaquen mucho más.

Al final salieron los animales. ¡Qué miedo! ¡Menudas fieras! Los tigres y los leones eran unos bichos imponentes. ¡No me imagino lo que debe ser meterse en la jaula con una de esas bestias! ¡Qué valor el del domador! Le aplaudimos a rabiar. Por otro lado sí que me vi de amazona, con un vestido precioso, con plumas y bordado de lentejuelas, trotando de pie sobre la grupa de un caballo. Me encantó toda la representación aunque, a la hora de elegir, me quedo con el trapecio.

Sin embargo, en esta ocasión mi amiga y yo no coincidimos en nuestra elección. Luz se enamoró de los elefantes. Digo enamorar porque aquello fue un auténtico flechazo, y de los gordos. En ese instante decidió convertirse en domadora de elefantes. Su decisión fue una resolución en toda regla y, además, irrevocable. Aquel no era un plan con vistas al futuro sino al presente más inmediato. Eso significa que ahí no terminó el asunto. ¡Ojalá! El problema surgió cuando me comunicó que pretendía llevarse un elefante a casa. Casi me da un infarto al escuchar su propuesta.
-Ayúdame a escoger un elefante dócil – me dijo.
La miré con los ojos muy abiertos.
-¿No lo dirás en serio?
Para variar, mi mirada de incredulidad no ejerció ningún poder sobre Luz.
-¿Cuál te gusta?
- No podemos llevarnos un elefante –insistí.
También mi amago de plantarme se demostró inútil.
-Por supuesto que podemos. ¿Cómo si no voy a practicar? -alegó Luz.
-¿Qué tal si empezamos con algo más pequeño? ¿Un perro? -le sugerí (no es que a mis padres les fuese a hacer ninguna ilusión pero seguro que aceptaban mejor un can que un elefante).
-¡No seas ridícula! Un perro no sustituye a un elefante, que es lo que de verdad necesito.
¿Qué hacer? Conocía a mi amiga lo suficiente como para saber que, por mucho que me esmerase en disuadirla, no iba a lograr ningún éxito.
-¿Cómo pretendes que nos lo llevemos? –pregunté finalmente.
Enfrentarla a esa cuestión era mi último recurso, si era capaz de solucionar esa “pequeña” pega estaba dispuesta a rendirme.
-No te preocupes, nadie lo verá – me aseguró, totalmente convencida.
¿Esa era su respuesta, confiar en la ceguera colectiva? ¿Cómo demonios iba a pasar desapercibido un cuadrúpedo con trompa, colmillos, grandes orejas de abanico y más de 2 metros de altura? Eso sin mencionar la delicada cuestión del peso. Eso me dio otra idea.
-¿Y cómo vamos a alimentarlo?
-No hay problema, de eso me ocupo yo. De momento, y hasta que organicemos la intendencia, nos llevaremos un par de sacos de pienso.
Así que no solo íbamos a robar un elefante sino también su comida. Temblé al imaginarme lo que Luz entendía por organizar la intendencia.
-¡Es una locura! ¿No te das cuenta?
-En absoluto. Será muy fácil. No te preocupes, todo saldrá bien.

Todo saldrá bien es una frase peligrosa que debería usarse con precaución. Por supuesto, transigí, ante semejante muestra de optimismo... ¿acaso tenía otra opción? Escogimos un ejemplar joven de elefante africano, no demasiado grande, que nos conquistó a las dos sin remedio al mirarnos con sus ojos melosos. Esa mirada nos perdió. ¿Sería dócil? Ya lo averiguaríamos. En esos momentos no nos importó. Supimos, sin albergar ningún genero de duda, que ese era nuestro elefante. Era un ejemplar precioso. Tenía la piel de color ceniza, unos colmillos perfectos, largos, lisos y blancos, y unas orejas blandas y muy suaves que se fruncían por los bordes. El animal se vino con nosotras sin rechistar, cargó un par de sacos de pienso sobre su espalda y nos siguió. De camino a casa me sorprendió que mi abuelo no dijera nada al respecto pero luego pensé que, si andaba distraído resolviendo alguna de sus cuentas, tampoco era de extrañar. Mamá tampoco se quejó y eso sí que me extrañó, ¡con la que había montado cuando llevé una miserable araña a casa, y eso que era diminuta y estaba dentro de una caja! Luz demostró tener razón, hasta entonces todo había resultado muy fácil. Sin más impedimentos que la subida de los escalones hasta el piso de arriba, llegamos a mi habitación. Ahí se acabó nuestra suerte.
- Ahora me dirás cómo nos las vamos a apañar para que pase por la puerta –observé.
El elefante casi bloqueaba el pasillo por lo que no era cuestión de dejarle allí o dejaríamos de tener tanta suerte y alguien no tardaría en darse cuenta de su presencia. La puerta del cuarto era solo de tamaño medio, bastante más estrecha que el pasillo. Se necesitaba un milagro para lograr que la atravesara.
-Va a ir un poco justo –fue la respuesta de mi amiga del alma.- No nos queda más remedio que empujarle para que entre. ¡Pobre Elfred! Vamos a tener que comprimirle. Espero que no le moleste demasiado.

Yo también compartía ese deseo, no me atraía la perspectiva de tener que vérmelas con un elefante irritado. ¿Elfred? ¿Le había puesto nombre sin consultarme? Me sentí algo dolida. Luz leyó mi mente como un libro abierto.
- Se llama Elfred, sí, pero no le he bautizado yo, lo escogió él –se excusó.
Miré al elefante y lo entendí. Había estado tan pendiente de todo lo demás que no me había dado cuenta de que, efectivamente, tenía cara de Elfred.

Luz se acercó al elefante y le rascó las orejas. El animal inclinó la cabeza con gesto de prestarle atención.
-Elfred. Tenemos que meterte en la habitación o no te permitirán quedarte con nosotras. No va a ser cómodo. Te ayudaremos pero tú también debes colaborar. ¿De acuerdo?
El elefante asintió y, a continuación, y siguiendo las instrucciones de Luz, introdujo la cabeza por el marco de la puerta. Aquello no le gustó. Estaba encajado. Reculó bruscamente para escapar de allí y casi nos aplastó al liberarse.
-¡No, no, así no! –le explicó Luz.- Tienes que entrar en el cuarto. Sé que es difícil pero, si eres valiente, todo irá bien.

Obediente, el bicho lo intentó de nuevo. Esta vez no hizo ningún extraño y Luz y yo nos colocamos una a cada lado y presionamos sus flancos para ayudarle a pasar. No sé si habéis intentado comprimir alguna vez a un elefante pero es mejor no verse nunca envuelta en una tarea semejante. Es un trabajo duro y agotador. Elfred puso todo de su parte a pesar de que durante todo el proceso no pudo ni respirar. Aguantó estoicamente. Empleamos todas nuestras fuerzas, tampoco nosotras podíamos respirar. ¡Un empujón más! El aire cedió. ¡Lo habíamos logrado! Nos arrastramos al interior del cuarto y, ya dentro, nos apoyamos sobre el cuerpo de nuestro elefante, agotadas y sin resuello. Nos habríamos dejado caer en el suelo si no hubiese sido imposible: no teníamos suelo libre sobre el que caer. Mi cuarto es amplio pero un elefante ocupa mucho espacio. Movernos los tres ahí dentro supondría un problema (otro más) a solucionar.


(La continuación, hasta el capítulo 29, en el enlace de amazon para Kindle o también para el que lo prefiera en papel).

2 comentarios:

José Miguel Díaz dijo...

Mil gracias Grumpy, genial regalo para estas fechas vacacionales donde podré dar buena cuenta de muchos libros. Es curioso como la memoria a veces nos engatusa para leer ciertas cosas, y al igual que hice el año pasado, el cuerpo me pide releer "El calor de diciembre". Me ha pasado con otros títulos por ejemplo suelo asociar el Hobbit con el olor del césped de la piscina en veranito. En cualquier caso, creo que es un fenómeno que ocurre con las lecturas que llegan al corazón y seguro que el año que viene el cuerpo me pedirá relectura de "La domadora de Elefantes".
Muchos besos

Sol Elarien dijo...

Queridos Titón y Paqui: Os llamamos ayer para felicitaros pero no os pillamos en casa, me imagino que andaríais de celebración. Muchos besos.