Terminé el fin de semana con Steinbeck y con un libro no me bastó, necesitaba más. El siguiente en pasar por mis manos fue El invierno de mi desazón, otro libro magnífico de su autor, un texto para recrearse en las palabras, en el estilo y que, además, te hace pensar. Ethan Hawley es un hombre que siempre ha jugado según las reglas, sin trampas, pero al que su honradez le ha servido de poco, ha perdido casi todo su patrimonio. Un día, tras darse cuenta de cómo funciona el mundo (algo que todos se esfuerzan en explicarle) y de donde reside el secreto del triunfo, decide cambiar de táctica y, de paso, vengar viejas afrentas. Sin embargo encuentra gente que le sorprende, y también descubre que sus acciones tienen consecuencias que le hacen daño.
Steinbeck crea un personaje magistral, con el que el lector se identifica hasta el punto de comprender y perdonar sus flaquezas. Sorprende hasta el final, en el que el enfrentamiento entre unos jugadores y otros toma un nuevo cariz.
Desde que era niño, siempre he sentido una curiosa emoción al caminar por la escarcha o la nieve sin hollar todavía. Es como ser el primero en llegar a un mundo nuevo, una profunda y satisfecha sensación de descubrimiento de algo limpio, nuevo, sin usar ni ensuciar aún.
El dinero no solo no tiene corazón, sino que tampoco tiene honor ni memoria. El dinero se vuelve automáticamente respetable si se retiene por un tiempo.
A veces me encantaría conocer la naturaleza de los pensamientos nocturnos. Son parientes muy cercanos de los sueños. A veces consigo dirigirlos por donde quiero, pero otras veces ellos toman la delantera y se abalanzan sobre mí como una manada de caballos briosos, indomables.
No me había saciado, seguía con ganas de Steinbeck, así que continué con más. La siguiente novela fue A un Dios desconocido, una historia sobre las fuerzas sagradas de la naturaleza y los misterios que la envuelven. El comienzo y el ambiente recuerdan al Este del Edén, pero esos son los únicos puntos en común. Joseph Wayne se marcha de su hogar paterno para, de ese modo, poseer su propia tierra. Monta un rancho en un valle de California y construye una casa junto un roble centenario que piensa que alberga el espíritu de su padre. Pronto descubre que la región se nutre de viejos ritos paganos. Además del árbol, en las tierras de Joseph se encuentra uno de esos lugares considerados sagrados, un claro en medio de un oscuro pinar con una gran roca cubierta de musgo.
Steinbeck no solo confiere a sus personajes una gran fuerza interior, una fuerza que traspasa las páginas, sino que dota al escenario de personalidad. Es un paisaje que a veces da calma y otras veces impone, que en algunos momentos genera reverencia y en otros incluso temor. Refleja la dureza de la vida en el rancho a expensas de las enfermedades, los accidentes y los caprichos del clima, la desesperación de los habitantes ante la implacable sequía, su lucha perdida de antemano. Joseph, el protagonista, trata de comprender el lenguaje de la naturaleza y aprende que la tierra no regala nada pero que, sin entregar nada a cambio, exige todo.
Joseph deseaba contarle también cómo sonaban las ruedas aplastando las hojas secas y cómo, al chocar contra las piedras, disparaban chispas azuladas, con cabezas como la lengua de una serpiente. Quería decirle que el cielo estaba muy bajo esa tarde, tan bajo que se podía meter la cabeza. No encontraba la manera de decirle todas esas cosas.
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