Dentro del gremio, existe un pequeña subespecie clasificada en la categoría de "tipejos interesantes", cuyos miembros recuerdan sobremanera al Mr. Collins de Jane Austen. Sus especímenes suelen ser varones pertenecientes, por regla general, a especialidades sin relación con el quirófano, el cual ofrece un buen refugio cuando se desea escapar de su absorbente conversación. Se caracterizan por poseer un escaso o nulo sentido de autocrítica y resultan ¡tan aburridos!, que se han ganado a pulso un poco de mordacidad constructiva. Es una mera cuestión de física: según la tercera ley de Newton toda acción provoca una reacción. Ellos se aseguran bien de no pasar desapercibidos, les gusta hacerse notar (o dar la nota), por lo que son omnipresentes: congresos, sesiones, pasillos... Cualquier lugar es bueno para dejar una huella inolvidable y "reactiva".
Es corriente que carezcan del sentido de la temporalidad. Acostumbran a llegar tarde a sus propias exposiciones, no sé si porque suponen que, de ese modo, su entrada causará una mayor impresión. Esperan el momento en el que el resto de los convocados estén ya hartos y comiencen a desesperar, para hacer su aparición "estelar". Han equivocado el papel de conferenciante con el de novia y, el paraninfo, con la iglesia. De hecho, al hablar: predican. Sería una acción a agradecer, al menos por los asistentes, si algún alma caritativa se brindara a aclararles la diferencia. Las excusas alegadas para justificar la tardanza pueden ser tan peregrinas como la de haberse perdido dentro del propio hospital, y eso, aunque el salón de actos se encuentre enfrente del propio despacho. ¿Pretenden que los presentes se traguen semejante pretexto o, simplemente, tratan de recalcar de entrada su estulticia?
Si por una desafortunada coyuntura, son invitados varios miembros de este grupo a compartir un mismo coloquio, más vale dar el día por perdido ya que, ninguno de ellos, se preocupará mínimamente por controlar la duración de su memorable intervención. Hace tiempo, estuve en una reunión cuyo recuerdo aún me eriza el vello. Eran tres los ponentes y cada uno debía hablar 20 minutos. El caso es que se mostraron ¡tan encantados! de poder poner en común sus puntos de vista que, cada disertación se extendió durante la hora destinada a su conjunto. Por si no hubiéramos tenido suficiente, después de aquello vino la discusión y el turno de preguntas, momento en el que algún iluminado de su misma raza, sin atisbo de miramientos por los organizadores ni por la audiencia, aprovechó para sumarse al clan y enardecer el ambiente con sus comentarios. Tras aquella prueba me convencí de que, además, son entes que carecen de estómago o, sencillamente sienten que alimentan al público con su sabiduría y que esta debiera de resultarles suficientemente satisfactoria. Es por ello por lo que se les pasan las pausas del café, la hora de la comida y de la cena y, hay casos, como el referido, en el que casi les llegan a dar las campanadas de Cenicienta. Estos individuos no son conscientes de que, el aburrimiento, es una causa reconocida de estímulo del apetito.
Si por una desafortunada coyuntura, son invitados varios miembros de este grupo a compartir un mismo coloquio, más vale dar el día por perdido ya que, ninguno de ellos, se preocupará mínimamente por controlar la duración de su memorable intervención. Hace tiempo, estuve en una reunión cuyo recuerdo aún me eriza el vello. Eran tres los ponentes y cada uno debía hablar 20 minutos. El caso es que se mostraron ¡tan encantados! de poder poner en común sus puntos de vista que, cada disertación se extendió durante la hora destinada a su conjunto. Por si no hubiéramos tenido suficiente, después de aquello vino la discusión y el turno de preguntas, momento en el que algún iluminado de su misma raza, sin atisbo de miramientos por los organizadores ni por la audiencia, aprovechó para sumarse al clan y enardecer el ambiente con sus comentarios. Tras aquella prueba me convencí de que, además, son entes que carecen de estómago o, sencillamente sienten que alimentan al público con su sabiduría y que esta debiera de resultarles suficientemente satisfactoria. Es por ello por lo que se les pasan las pausas del café, la hora de la comida y de la cena y, hay casos, como el referido, en el que casi les llegan a dar las campanadas de Cenicienta. Estos individuos no son conscientes de que, el aburrimiento, es una causa reconocida de estímulo del apetito.
Les gusta acompañarse de un séquito, ya que sienten que este respalda su prestigio. Lo habitual es encontrar entre sus miembros a residentes y becarios que no han podido librarse de la asignación. Prefieren las féminas, entre las que creen destacar como un sultán, aunque estas sean en ocasiones, o demasiado jóvenes o atractivas como para suspirar por él platónicamente, aunque así lo suponga su vanidosa imaginación. Desfilan a su zaga a modo de cortejo. También suelen arrastrar consigo a gente gris que, por lo general, ha pasado desapercibida hasta entonces y que son presa fácil para ser embaucados por sus pretensiones.
Cuando estos sujetos adquieren el cargo de jefes, su ego se infla aún más y sienten la imperiosa necesidad de expandirse. Supongo que ello hace que se decidan a ir dando charlas por doquier sobre el funcionamiento de su unidad. El encargado anterior de la misma nunca se ocupó de ese tipo de explicaciones y, no les queda más remedio, que subsanar tan craso error. Su agenda se llena de citas con las que ratificar su importancia.
Suelen intentar imitar, sin éxito, un porte aristocrático del estilo del de Cary Grant. Una combinación varonil, pícara y atractiva al tiempo. Incluso algunos afectan ese aire un poco duro de Clint Eastwood que sólo aporta la seguridad innata en uno mismo. El resultado final es una pose artificial que dista mucho de su pretensión. Queda lejos de ser varonil, y mucho menos atractiva (pese a ser de los que se cuidan con esmero pero, en su caso, entre atractivo y atildado hay un abismo insalvable). Lo que definitivamente da al traste con sus aspiraciones es la impresión que provocan: un blando baboso haciéndose pasar por duro. ¡Ridículo! Por si fuera poco, se les nota a la legua que tratan de interpretar un papel para el que no tienen cualidades.
Aún así, les das una oportunidad que tiran por la borda en cuanto empiezan a hablar. Inicialmente piensas que el rollo que están soltando se trata de la introducción y que, de ahí, pasaran al meollo interesante de su discurso. Enseguida te das cuenta de que su circunloquio se prolonga indefinidamente y que en eso consiste en realidad toda la charla. Con su oratoria consiguen no decir nada en una hora, lo que no está exento de mérito. La verdadera finalidad de todo el paripé organizado se resume en deleitarse en la autoescucha. A veces me da pena la corte que le acompaña, sobre todo cuando pienso que las pobres tienen que sufrirle al terminar ya que, cuando ¡al fin! se marcha, le tienen que seguir y, para colmo, trabajan con y para él. Tras la experiencia, te das cuenta de la suerte que tienes de estar en tu servicio, rodeada de cirujanos y, además, has aprendido algo fundamental: has fichado al personaje en cuestión y puedes evitar que te vuelva a pillar en otra semejante.
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