Si Antonio Meucci (inventor real del teléfono) y Graham Bell (avispado científico que lo patentó), levantasen la cabeza y viesen en lo que se ha convertido su invento, se pensarían mucho lo de volver a dejar su aparato en manos populares.
En sus orígenes las conversaciones se limitaban a emergencias en los límites más estrictos de la discreción. Todo lo que se decía por él era publicado en la gaceta cotilla de la localidad de turno y podía ser utilizado en contra de los conversadores en el momento más embarazoso.
De ahí la cosa pasó a ser un instrumento más privado y relativamente confidencial. En realidad no era fácil desengancharse del vicio de escuchar conversaciones ajenas y, era más que frecuente, que coexistiesen dos aparatos en un hogar. Las conversaciones más íntimas y románticas eran las que tenían más posibilidades de ser escuchadas. Eso ocurría en la Granja, en la que con la ingenuidad de la adolescencia supones que puedes hablar en secreto sin que te presten atención, mientras que por el otro auricular hay un público mucho más interesado en tu vida que en las catástrofes naturales. En el caso de mi fatídica vida amorosa, ambos temas estaban más relacionados de lo deseable.
Es también una de las razones por las que deseaba momentáneamente el haber sido hija única. No sé si se considera circunstancia atenuante en el fatricidio las intervenciones telefónicas indeseadas por parte de la parentela. No me refiero a las escuchas silenciosas, sino a los comentarios participativos en las que los hermanos hacen gala de sus conocimientos, a veces adquiridos a través del espionaje previo aunque, en la mayoría de las ocasiones, estos no eran más que un mero fruto de su imaginación calenturienta. Así, el escuchar una voz masculina al otro lado de la línea, podía acabar siendo uno de los momentos más bochornosos del curso. Eso pese a que generalmente la intención inicial de la llamada se limitase a plantear cuestiones académicas relacionadas con mi fama de empollona. ¡Y al día siguiente tenía que verle la cara al interlocutor!
"Eavesdropping on Sis" George Hughes |
Llegaron los móviles y fue el comienzo de la decadencia telefónica. En sus inicios, cuando el chisme infernal sólo lo poseían algunos médicos, su uso se reprimía al de ser casi exclusivamente una herramienta más de trabajo. El encanto de las conversaciones degeneró, subrepticia y lentamente, según se extendió su uso hasta que, finalmente, consiguió esclavizar la vida de sus dueños en función de sus dictados. Estos no se limitan tan sólo a cuestiones de comunicación, sino que actualmente son también indicadores de estatus social por lo que es preciso poseer el último modelo, incluso antes de que este alcance el mercado. Tienen el poder de ser capaces de interrumpir cualquier tipo de actividad por su sonido (independientemente de que se trate de un mensaje publicitario o de un anuncio de paternidad). La vida se detiene ante su tono, igual que ocurre con el busca el día de guardia. Es por esta razón por la que evito su uso. Tengo uno, sí, al que en más de una ocasión se le han agotado las pilas de pasar el tiempo apagado en el bolso. Le veo su utilidad en mi caso por tener que conducir a diario, y el tráfico madrileño es proclive a imprevistos. Un atasco puede suponer alargar hasta en 4 veces el tiempo empleado en el trayecto al trabajo. Dado que eso puede afectar al funcionamiento del quirófano o las citas de la consulta, es bueno tener un medio con el que avisar. Después se apaga y otra vez al bolso.
El móvil es un acompañante más en las comidas. Recuerdo con añoranza la época en la que uno salía de cena y ésta no era interrumpida por los pitidos de los SMS, ni los "graciosos" tonos de aviso. Lo enciendo si he quedado con alguien mientras espero a que llegue para que me pueda localizar, por si no encontrase el sitio o se retrasase por alguna razón. En esos ratos leo y borro los SMS caducados de publicidad y también los de los que aún no se han enterado de que escribirme un e-mail es mucho más eficaz. Una vez estamos todos, vuelvo a desconectarlo. Por desgracia soy la única y, salvo que quedemos en un sitio sin cobertura (¡benditos sean!), es fácil que intervenga en la conversación. Si suena y se apaga sin más, paradójicamente, parecería una grosería. Sea lo que sea, conocido o desconocido, urgente o de inoportuna publicidad, uno se siente obligado a responder a la llamada. Por supuesto, ésta será radiada al resto de las mesas.
Lo mismo ocurre en los viajes en los transportes públicos. ¡Ligar nunca ha sido más fácil! Si quieres hacerte el encontradizo con alguien, nada más sencillo que pegar la oreja, sin esforzarte demasiado en ello, para enterarte de cómo se llaman sus amigos y de dónde ha quedado con ellos. ¡Tanta ley de protección de datos para luego divulgarlos a viva voz! Por supuesto si pretendes leer en el tren, más te vale llevarte unos tapones o ponerte los cascos de la película, porque la mayoría no necesitarían la amplificación del aparatito para ser escuchados por su interlocutor. Tener la deferencia de hablar en susurros, procurar ser breve o salirse al pasillo para no molestar no entra, ahora mismo, en la mentalidad de ningún pasajero. Es mejor que los huraños, a los que no les interesa en absoluto su trascendental conversación, se las apañen para aislarse.
El móvil es un acompañante más en las comidas. Recuerdo con añoranza la época en la que uno salía de cena y ésta no era interrumpida por los pitidos de los SMS, ni los "graciosos" tonos de aviso. Lo enciendo si he quedado con alguien mientras espero a que llegue para que me pueda localizar, por si no encontrase el sitio o se retrasase por alguna razón. En esos ratos leo y borro los SMS caducados de publicidad y también los de los que aún no se han enterado de que escribirme un e-mail es mucho más eficaz. Una vez estamos todos, vuelvo a desconectarlo. Por desgracia soy la única y, salvo que quedemos en un sitio sin cobertura (¡benditos sean!), es fácil que intervenga en la conversación. Si suena y se apaga sin más, paradójicamente, parecería una grosería. Sea lo que sea, conocido o desconocido, urgente o de inoportuna publicidad, uno se siente obligado a responder a la llamada. Por supuesto, ésta será radiada al resto de las mesas.
Lo mismo ocurre en los viajes en los transportes públicos. ¡Ligar nunca ha sido más fácil! Si quieres hacerte el encontradizo con alguien, nada más sencillo que pegar la oreja, sin esforzarte demasiado en ello, para enterarte de cómo se llaman sus amigos y de dónde ha quedado con ellos. ¡Tanta ley de protección de datos para luego divulgarlos a viva voz! Por supuesto si pretendes leer en el tren, más te vale llevarte unos tapones o ponerte los cascos de la película, porque la mayoría no necesitarían la amplificación del aparatito para ser escuchados por su interlocutor. Tener la deferencia de hablar en susurros, procurar ser breve o salirse al pasillo para no molestar no entra, ahora mismo, en la mentalidad de ningún pasajero. Es mejor que los huraños, a los que no les interesa en absoluto su trascendental conversación, se las apañen para aislarse.
En la consulta es aún peor. Para empezar los pacientes no son conscientes de que DEBEN apagar el dichoso cacharro antes de entrar. Supongo que es más importante ocuparse de este que del motivo que les ha llevado al médico por lo que, al sonar, lo cogen sin contemplaciones. Con frecuencia su comentario es "estoy en el médico". Por desgracia esto no influye en el interlocutor al otro lado de la línea, que ha llamado para soltar su perorata unilateralmente, y le trae al pairo la disponibilidad de su oyente. Otras veces es el propio paciente el que contribuye activamente a la conversación y a quemar mi tiempo y mi escasa paciencia. Alguno ha terminado en la sala de espera al colgar porque he considerado que, si podía permitirse el lujo de hablar, era porque lógicamente no tenía mucha prisa, con lo que prefería darle prioridad a los que estaban fuera. El desconsiderado puede aprovechar ese rato extra en el hospital para seguir con su charla y, al acabar, de paso, examinar sus prioridades. Esta medida no suele ser bien acogida, pero tampoco lo es para mí su falta de cortesía al no postponer sus asuntos telefónicos.
La exigencia de contestar en cualquier momento, hace que mucho desaprensivo abuse de ese poder y realice llamadas de índole laboral fuera de los horarios habituales de trabajo. Así, muchos comerciales reciben llamadas incluso a medianoche para consultar los detalles de los congresos patrocinados por su producto. El cambio horario no existe, si el conferenciante de turno está fuera, llamará cuando le resulte más conveniente, sin preocuparle que sean las cinco de la madrugada en España. A ningún médico le gusta el busca, ese artilugio infame que hay que llevar encima hasta en la ducha. Teniendo en cuenta esa premisa ¿cómo es posible que toda la humanidad flipe con los teléfonos móviles?
La exigencia de contestar en cualquier momento, hace que mucho desaprensivo abuse de ese poder y realice llamadas de índole laboral fuera de los horarios habituales de trabajo. Así, muchos comerciales reciben llamadas incluso a medianoche para consultar los detalles de los congresos patrocinados por su producto. El cambio horario no existe, si el conferenciante de turno está fuera, llamará cuando le resulte más conveniente, sin preocuparle que sean las cinco de la madrugada en España. A ningún médico le gusta el busca, ese artilugio infame que hay que llevar encima hasta en la ducha. Teniendo en cuenta esa premisa ¿cómo es posible que toda la humanidad flipe con los teléfonos móviles?
3 comentarios:
Peor era la respiración ahogada al otro lado del auricular. El vigilante que acechaba, anónimamente.
Grumpy si de verdad has echado a un paciente a la sala de espera por hablar por el móvil, recuérdame la próxima vez que nos veamos que me tienes que firmar un autógrafo.Simplemente magnífico.
Por desgracia no he tenido que echar sólo a uno. Estoy por poner un aviso en la puerta que rece: "Médico sin paciencia para tonterías, absténganse de hablar por el móvil o volverán a la sala para hacerlo".
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