¿Qué sucede? No estoy en mi cama, tampoco en mi habitación. No es mi casa. No veo puertas ni ventanas, ni siquiera una rendija de luz. El colchón reposa sobre un lecho de madera tallada. Del dosel cuelgan unas pesadas cortinas de terciopelo negro que añaden cuerpo a las tinieblas. No estoy sola, siento la presencia de alguien más dentro de la estancia. ¿Será suya la sangre? Hay tanta que tendría que estar muerto y el cadáver a mi lado, sobre la cama. Sin embargo, junto a mí, no hay nada. Escucho, sé que está ahí, aunque no le oiga moverse, ni respirar.
No me sale la voz. No sé qué decir, ni si en realidad deseo hablar. Sin pronunciar palabra, una figura se acerca, las sombras crecen, se hacen más densas. No aparto mi mirada, no sea que se desvanezca. Me protejo con las sábanas, tengo las manos crispadas.
Al fin distingo su rostro. Su mirada me hipnotiza y hasta el tiempo se detiene antes de dar la vuelta para regresar atrás. Recuerdo mi llegada: la verja de hierro, el camino de losas de piedra entre los árboles del parque, la mansión gris, la puerta entreabierta, mis pasos sobre el suelo de mármol. Recuerdo que fui yo la que se ofreció a venir. Ahora sé que me equivoqué.
Cometí muchos errores y he pagado por ellos. No era el ser terrible que me imaginaba sino una víctima más. No esperaba encontrar sufrimiento en su gesto. Leí en sus ojos la lucha interna que mantenía y la magnitud de su tortura demolió mis defensas. Tiré mis armas, no las iba a utilizar.
- ¡Ayúdame!- me pidió.
Aunque entendí a qué se refería, se lo pregunté con la esperanza de que me mintiera.
- ¿Cómo?
- ¡Destrúyeme! Yo solo no tengo fuerzas.
Esa era la respuesta que no deseaba escuchar, aunque fuese el motivo por el que me encontraba allí.
- No puedo.
- Si no lo haces seré yo el que te destruya.
- No me importa.
Era verdad. Prefería morir a matarle. Me arrojé en sus brazos sin permitirle que me rechazara. No ignoraba lo que me sucedería después, pero nada más contaba, él me necesitaba. Sentí el alivio de su dolor y el inicio del mío. Me desmayé.
Está al borde de la cama. Ambos compartimos el mismo suplicio, a ambos nos desgarra el vacío, sin piedad. Me rebelo, no me rendiré a su dominio. Me levanto con decisión.
- Tengo que regresar.
Me mira extrañado.
- Es de día - me informa.
- Sí, lo sé. Ven conmigo - le propongo.
Ahora lo comprende. Sin dudar, asiente y me ofrece su mano. Los muros de piedra giran y la pared se cierra de nuevo a nuestra espalda. No miramos atrás. Caminamos juntos sobre el suelo de mármol, hacia delante, sin retroceder. Nuestros pasos son firmes aunque para no flaquear nos apoyamos el uno en el otro. Me besa antes de abrir la puerta, el último beso antes de que nos golpee la luz del sol y nos convierta en estrellas
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