- Ni siquiera tu madre será capaz de llenar el maletero de este coche - declaró mi padre, con sorprendente optimismo, cuando le acompañé a comprar el Mercedes en Alemania. Bastó un viaje para comprobar que se equivocaba.
Después de las maletas venían los pasajeros. La distribución también presentaba su intríngulis.
- Te toca a ti sentarte en el centro.
- No, yo vine allí a la ida, le toca a otro.
- No puedo, ahí me mareo más.
- Siempre me toca a mí.
- ¡¡¡MAMÁ!!! (por supuesto la Señora pasaba de nosotros y más nos valía dejar de discutir si no queríamos terminar castigados antes de empezar el viaje)
¿Por qué ninguno queríamos sentarnos en el centro? Sencillamente porque la anchura de aquel asiento dependía del espacio que te dejaran los que iban a los lados, que tenían la ventaja de poder colocarse en diagonal y no estaban dispuestos a sacrificar su comodidad más allá de lo imprescindible. Se añadía que en un extremo había que dejar hueco para evitar el sol directo. La cosa empeoró aún más, si cabe, tras la llegada de hermanita.
La Señora distribuía las biodraminas. La fe en aquella medicina era otro rasgo de optimismo familiar. Sabían tan mal que inducían el vómito con sólo metérselas en la boca. Entre la dichosa pastilla y el olor a gasolina del vehículo, el mareo estaba servido desde antes de arrancar. Ante el éxito pasamos a probar distintos remedios caseros: nuestro favorito consistía en medio limón con un caramelo incrustado en el centro que debíamos lamer hasta la piel. Presentaba la ventaja de que el mareo acontecía ya en ruta. Para eso también había solución: bolsas de plástico (me sorprendió descubrir que las de los aviones eran de papel).
- ¿Habéis hecho pis?
Todos asentíamos. Jamás nos olvidábamos de pasar por el baño antes de salir y nunca bebíamos nada, era preferible morir de sed a que estallase la vejiga. No podíamos contar con ninguna parada durante el trayecto para vaciarla (¡ufff! ni siquiera se nos ocurría sugerir semejante idea, hacerlo no habría sido un buen modo de empezar las vacaciones).
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Cerrábamos las puertas con energía (era el único modo). La nave estaba lista para emprender la aventura. Nos enfrentaríamos a monstruos del tamaño de trailers, a quitamiedos en curvas sobre barrancos que no quitaban el miedo y al desierto interminable de la meseta bajo el sol sin agua, aire acondicionado ni baño. ¿Cuánto falta?
3 comentarios:
Tal vez el catedrático ya estaba aleccionado. Desde que regresamos de Granada nuestro padre nos metía a los cinco hermanos, mas el matrimonio, mas las maletas de toda la tropa, en el seiscientos maravilloso de nuestros años 70 (M-379344). Allí cabíamos todos, la cesta picnic del tamaño y forma del hueco del capo delantero, la maleta con la forma adecuada para llevar detrás del asiento trasero, el orinal para el pequeño y la merienda para tomarla a medio camino cuando el pobre utilitario decía que no podía más y había que parar a echarle agua y aprovechar para comprobar que la baca estaba en su sitio (en una ocasión la perdimos con las maletas de los catedráticos que iban con mi padre a examinar de revalida y la mía que regresaba al cuartel). De aquellos viajes aprendimos, además de geografía, a meter en un coche todo lo que no podía caber en una furgoneta. El espectáculo se producía a la llegada, llenábamos la calle de maletas y de niños ante la estupefacción de los transeúntes que no se explicaban como cabíamos todos dentro de un auto tan pequeño.
¿Y la llegada.....? Creo que una de las razones de la idealizacíón de Linares era la llegada. Ver a todos los primos esperando bajo los eucaliptos, agitando los brazos, cantando "hemos ganao, hemos ganao, el equipo colorao" etc. era tal espectáculo, que cuando se producía la bajada de la "nave" toda la sed, las apreturas y el malestar de estómago desaparecían como por encanto.
Felicidades al catedrático por su nuevo cumpleaños y a Grumpy por sus 1000 entradas que nos han hecho recordar, pensar, sentir y sobre todo ver lo afortunados que debemos sentirnos.
Besosss
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