Si me acaricias la espalda me transformo en mujer-gato. No en el felino arisco y solitario que va a la suya, rasgos en los que también me parezco, sino en el animal mimoso como un cachorro. Inclino la cabeza, cierro los ojos y me quedo quieta. Me abandono por completo a ese suave cosquilleo que parte desde mi columna y me recorre el cuerpo. Me pierdo en el placer que tu tacto despierta. Me hundo hasta el fondo en un mar de emociones sin oponer resistencia al arrastre de sus olas: suaves, cálidas y arrolladoras.
Bajo el roce de tus dedos me estremezco. Subes desde un punto entre mis escápulas y mi piel se satura de sensaciones que hormiguean en una corriente eléctrica. Los músculos vibran con un delicioso escalofrío que incluso me eriza el pelo. Noto el abrazo del aire, consciente de cada átomo que me envuelve. Me relajo, me olvido del resto y sólo deseo prolongar el momento. Me gusta tanto que hasta ronroneo. Me rindo al igual que sucede con esos besos que se derriten en la boca, en el que los labios se funden y que no terminan nunca sino que se continúan con otro más profundo, y después con otro, con impaciencia, con ansia y sin pausa. Esos besos en los que el mundo se acaba, sin que nos importe nada.
3 comentarios:
Siempre he sostenido que el "punto G" se encuentra en la espalda. El/la que lo haya experimentado como yo, me dará la razón. El/la que sea lo suficientemente arisco/arisca como para no dejarse acariciar, no sabe lo que se pierde.
Emotivo y sensitivo a partes iguales. Equilibrio delicioso y perfecto. Feliz día.
¡Quién fuera gato!
Con retraso, muchas felicidades al masajeador de felinos. Un beso fuerte para los dos
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