Llegamos a Ginebra tras algo de retraso por percances en el aeropuerto de Barajas. Para empezar, cambiaron hasta tres veces la puerta de embarque, de la D56 pasó a la D58, volvimos a la D56 para finalmente, decidirse por la D55. No es que la moviesen mucho, pero debían de tener ganas de comprobar si la gente estaba suficientemente atenta a las órdenes de megafonía. Podemos dar fé de que todo el pasaje fue muy obediente y cambiaron diligentemente de un lado a otro, mientras nosotros seguíamos cómodamente sentados en la sala. No es que estuviésemos inválidos, sino que solemos esperar a que la cola haya avanzado para unirnos a ella antes de embarcar (entre estar en el avión o en la sala de espera, se está mejor en esta última), por lo que íbamos viendo como los cagaprisas habituales iban moviéndose de un lado a otro. Al principio acelerados, pero en los últimos avisos, bajaron el ritmo, más resignados que otra cosa.
Pese a intentar ahorrarnos el prolongar la estancia en el interior del aparato, los hados se habían aliado para que no nos saliésemos con nuestro propósito. Se estropeó la bomba hidráulica del camión de repostaje y, en vez de bajar el depósito una vez terminado, lo subió más, hasta que quedó enganchado, y atascado, en el ala. Tuvieron que venir los bomberos a sacarlo de ahí, aunque al pasaje nos dejaron dentro del avión para que no nos perdiésemos el espectáculo desde primerísima línea de fuego (que ellos debían entender como situación privilegiada en primera fila). Todo iba siendo narrado con detalle por el piloto, en francés y en inglés, lo que sirvió para entablar conversación con nuestro compañero de asiento, que no hablaba ninguno. Un chaval de Toledo que, coincidencias de la vida, iba a la zona de Chamonix a pescar. Por supuesto, como buena hermana, le informé bien de la tienda y actividades del hermanísimo, no fuese a desperdiciarse un cliente en potencia. Una vez terminaron los bomberos con sus labores de rescate del camión y, no sé si además hacerle un test de alcoholemia a su conductor, porque tiene mérito empotrarlo de esa manera, fue el turno de los mecánicos para evaluar los daños y la seguridad del vuelo. Salvo algún rasguño, todo parecía en orden. Podíamos ponernos en camino, claro que, para entonces, se supone que deberíamos estar aterrizando en Ginebra. Había que reintegrarse al tráfico aéreo, y eso supuso otro reajuste de horario. Por supuesto, última hora narrada por nuestro locuaz piloto. Nos repartieron chocolate suizo en la espera. Luego nos sirvieron algo de beber. Cuando nos empezamos a mover, empezó a llegar un delicioso olor a pan horneado. Parecía que estaban usando los motores para algo más que para quemar combustible. En esta época en la que las aerolíneas apenas te dan los buenos días, nos sirvieron a todos un trozo de pizza italiana (made in Italy según figuraba en el paquete) de la que dimos buena cuenta, pese a que abrasaba, e incluso nos sirvieron más bebida y volvieron a pasar con el carrito de nuevo. Tanta atención se la debemos a Swissair y, realmente, es de agradecer el trato que nos dieron.
Volamos a toda velocidad sobre el cielo de Europa, aunque era imposible recuperar la hora, pero el viaje no tuvo más incidencias, fue breve y la recogida de equipajes fue rápida. Tiempo habían tenido para revisar la carga y evitar errores al respecto. Taxi y a casa de nuestro amigo, que tenía más cena preparada. Con cualquier otra compañía aérea era fácil que hubiésemos llegado famélicos, pero no fue el caso. Nos sentamos a la mesa y, en cuanto se pasó la adrenalina del viaje, se me empezaron a caer los párpados. Tuve que retirarme mientras ellos siguieron charlando hasta las tantas.
Para celebrar mi primer día en la ciudad, me levanté temprano (me cuesta menos que trasnochar, soy una alondra casada con un búho). Calculé que tenía un par de horas antes de que mis compañeros amaneciesen y me fui a dar una vuelta. Había un mercadillo de antigüedades en Plainpalais (que ponen todos los sábados). Me dediqué a curiosear sin más, ya que aún no tenía francos suizos y me resultó imposible gastar nada (va a estar ahí el truco). Proseguí camino: me bajé hasta el Ródano y crucé al otro lado del río para darme un paseo por su orilla hasta llegar al lago. Recorrí aquel paseo hasta la Rue des Alpes, que tiene una plaza ajardinada preciosa, rodeada por edificios de arquitectura señorial e, inicié la vuelta. Crucé el puente del Montblanc por su versión peatonal. Me paré a contemplar el lago y el jet d'eau, cogí la Rue de Rhone, luego una de las callejuelas que suben de la Rue du Rive hasta la ciudad vieja y, de ahí, me pasé por el Parque de los Bastiones para volver a casa. Por supuesto, los dos hombres de mi vida de estas vacaciones, estaban amaneciendo para entonces. Una vez estuvieron listos, volvimos a salir. A diferencia de la mañana, las calles se habían llenado de gente. Entre unas cosas y otras y, con el horario europeo, era casi la hora de comer. Decidimos irnos al Cafe du Centre en la Place du Molard a por unas ostras. El día era estupendo y la terraza estaba llena, pero muchos estaban ya con el café y sólo esperamos unos diez minutos para tener mesa. Nos pedimos las ostras combinadas con diversos mariscos, en cantidad suficiente como para asegurarnos que no pasaríamos hambre aunque se diese mal el resto de nuestra estancia. Postres (por supuesto): helado de chocolate para mí, creme brulée para mi marido y fresas (que en Ginebra son pequeñitas y deliciosas) para nuestro anfitrión. Algo de sobremesa con el café noisette y un paseo de vuelta a casa para ayudar a bajar el atracón. Pasamos por La Bonbonnière en la Rue du Rive y nos hicimos con reservas de chocolate y trufas. En casita, mi estómago se rebeló. Mejor os ahorro los detalles, pero hoy estoy ya bien. Lo único que me queda es una contractura horrible en el cuello, que me dejó bloqueada en el momento, producida por la fuerza de mis espasmos. Supongo que me debió tocar la "ostra mala", aunque ninguna lo parecía ni me percaté de ningún sabor extraño. Hoy me ha tocado hacer algo de dieta. Como el mercadillo de los domingos de Plainpalais es de alimentación, con bastantes tiendas de quesos, fiambres, comidas preparadas (italianas, pollo asado...), hemos escogido un pollo (he desayunado arroz blanco y prefería pollo para comer) y, además de estar bueno, me ha sentado estupendamente. Eso sí, el próximo domingo me resarciré en el mercado ¡Tantas cosas buenas que te ofrecían a probar y una menda sin poder catar nada! Puestos de quesos italianos y franceses, patisseries con sus pequeñas muestras de degustación, también puestos de pan gourmet, frutos secos, encurtidos y aún más delicias apetecibles. Sé que no estoy perfecta porque no me apetece chocolate y, eso, en mi caso, es muy significativo. De todos modos, espero que el martes, que hemos reservado en Le Socrate (Rue Micheli-du-Crest, 16, muy cerca de la bombonería Micheli, en el nº1 de esta calle que hace chaflán con el Boulevard des Philosophes) esté perfectamente. El miércoles seguramente nos toque tartar en el restaurante de la Comedie (el mejor tartar de Ginebra y de los mejores que he tomado en ningún sitio). Este está al lado del Teatro de la Comedie, en el Boulevard des Philosophes (al lado de casa).
La tarde se ha nublado y mis dos acompañantes se han quedado enganchados a la informática. Por supuesto, si había disfrutado de Ginebra con sol, también tenía que hacerlo bajo las nubes y hasta con alguna gota de agua (escasa y breve). Esta ciudad es bonita con cualquier clima y, la amenaza de lluvia, la despeja de turistas.
1 comentario:
Ya ves que no puedes comer tantos chocolates. Ya sabes que las reservas de La Bombonière de la Rue du Rive son para tus hermanitos y tus sobrinas que las recibirán con mucho cariño. Besitos.
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