martes, 3 de diciembre de 2013

Sonámbula

Todas las noches me despierto con el mismo sueño. Camino por la cornisa de un edificio. Es una torre de paredes talladas y ventanas ojivales que imitan las de una catedral gótica, aunque mi torre es mucho más alta. Por encima de mí descansan las gárgolas sobre los aleros del tejado de pizarra. No sé que hay debajo, nunca miro hacia abajo.

Mi cornisa es estrecha y me seduce el peligro de caminar al borde del abismo. Mis pies descalzos se apoyan sobre el frescor de su piedra lisa. Mis manos se deslizan sobre el relieve de la pared. Busco mi hueco en ella. Si quisiera, volaría, pero no es ese mi deseo. Me basta sentir el viento sobre mi cuerpo y el abrazo de tela de mi camisón. El aire no es mi elemento.

Lo que me atrae es la piedra. Mis dedos conocen cada centímetro de sus muros. Distinguen sus arcos, sus curvas, sus ondulaciones y recuerdan hasta el más mínimo recoveco. Me hundiría en ella, en sus líneas, en su solidez y su belleza. Noche tras noche regreso a ella y no recibo más que indiferencia. Mi insistencia no me sirve de nada.

Me despierto. Estoy en mi taller con el cincel en la mano. No sé cómo he llegado hasta aquí desde mi cama. No hay una ruta secreta que atraviese la ciudad. Me enfrento con la mirada a mi bloque de piedra, a su blancura y a sus hermosas vetas. Aún no me ha revelado lo que esconde en su interior y, hasta que no lo haga, no quiero tocarlo. Aunque el mármol sea firme, la figura es frágil, la más frágil a la que me he enfrentado. La siento latir, es una vida inmortal que ahora está en mis manos.

¿A quién pretendo engañar con mis palabras? La verdad es que tengo miedo, un miedo helado que congela mis miembros y me impide ir más allá. En mis sueños he intuido lo que la piedra alberga, es la pieza que busco en el muro, la que deseo ser. Trato de ahogar mi anhelo en un suspiro tan profundo que penetra hasta mis entrañas y las desgarra. Entre el dolor y la pasión, me falta valor para clavar el cincel.

Antes de marcharme me giro y echo una última mirada atrás. El cincel cae al suelo y su tañido metálico me saca de mi trance. Regreso frente a la piedra. Esta vez estoy decidida a no rendirme ante ella. Mantengo firme el pulso, el mármol no admite titubeos. Entre mis manos cede como la mantequilla. Dentro de la roca retumba el eco rítmico de mis golpes. Con cada esquirla me arranco el miedo, lo muerdo furiosa con los dientes apretados. Esculpo sin pensar en nada más que en el tacto del mármol bajo mi piel. Retiro fragmentos hasta definir la forma de mi escultura. Prosigo hasta el final.

Siento el roce de unos dedos sobre mi cuerpo. Son las manos que en sueños trazan el relieve de mis líneas, que se elevan y se hunden en mis curvas, que me dan vida a costa de la suya. Noto el viento que lucha y pierde la batalla contra mis ropas talladas. Me reclino sobre el muro para resguardarme del abismo que me rodea. La piedra cede, se retira y en su lugar aparece una oquedad. Me adentro en ella y, en un instante, me prendo de mi nuevo hogar.

1 comentario:

Comas dijo...

Gracias por la felicitación y por el cuento. Has acertado al menos conmigo. ¡¡¡Estoy saliente de noche!!! :-)