Reconozco que tengo cierta tendencia a ir por libre y a seguir mi criterio. Por un lado es lógico, me siento más cómoda si me baso en mis propias opiniones que si tengo que acatar los del resto. En ocasiones, mi independencia me supone una fuente de problemas. Sin embargo, hacerlo de otro modo tampoco me ahorra problemas, al contrario, de esa forma lo único que consigo es que nadie esté satisfecho: ni los peticionarios, ni los legisladores, ni yo.
Si sigo a rajatabla los dictámenes de otros y me ciño a la decisión tomada en grupo me topo con el caso que es la excepción a la regla. No hay argumentos para apoyar mi proceder, los únicos que había eran "oficiales" y resulta que no sirven en esa situación. Sólo puedo disculparme para tratar de enmendar mi error en lo posible y aprender la lección.
Enseguida compruebo que es una lección con trampas. Al encontrarme de nuevo ante una tesitura similar me dejo llevar y colaboro en lo que me piden. Aunque tampoco acierto en esta ocasión sí que hay una diferencia sustancial: los otros están contentos, yo también y los únicos que discrepan son los míos. Sin duda el panorama es mucho mejor, no tengo tantos frentes abiertos. Tampoco es necesario buscar argumentos para defenderme, sólo me atacan desde dentro y a eso estoy acostumbrada. La ventaja es que ese ataque no sale al exterior porque, de puertas afuera, no se sostendría.
He llegado a escuchar que hago cosas no porque crea que debo hacerlas sino porque me interesa. Lo curioso es que me ha debido interesar siempre, porque incluso cuando las condiciones eran distintas mi proceder era el mismo. Con el tiempo y la lucha se han obtenido privilegios que, en opinión de algunos, son los que en realidad persigo con mi comportamiento actual. El hecho de que sea igual que el anterior sólo es por una cuestión de previsión y clarividencia: ya me aprovecharía de la situación cuando fuese aprovechable. Ante semejante afirmación no pude evitar reírme. Ni siquiera yo tengo argumentos para refutarla.
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