Enciendo el ordenador del despacho. Abro el correo por si hay algún aviso urgente del fin de semana. Nunca sabes cuándo van a reparar los problemas de informática y, durante el intento, lo más probable es que no funcione nada. Conviene estar enterada.
Mi primera sorpresa del día es una confirmación de la patóloga. "Tenías razón, es un cáncer". Si para mí son malas noticias, lo son peores para mi paciente. Antes de llamarle le cito todas las pruebas pertinentes. Con todo hecho marco el teléfono. Tardan en responder. Miro la hora, es algo temprano. Pobre, ¡vaya manera de levantarse!
- Soy su doctora, - le explico, - tenemos el resultado de la biopsia y conviene que venga a verme y a hacerse más pruebas.
- ¿Cuándo?
- Mañana. Sé que es un poco precipitado pero había un hueco en rayos y les he citado.
- Es que estamos en la playa.
- Lo siento mucho pero si pudiesen volver sería mejor. (Me da pena interrumpirles las vacaciones pero es necesario)
- Sí, sí, claro, mañana estaremos allí.
Me dirijo a la planta. Vagabundear por los pasillos del hospital me viene bien para despejarme. Doy las altas, reparto informes, recetas y explicaciones. No todo está a mi gusto. Estoy preocupada. No me convence cómo evoluciona una de mis enfermas. A pesar del tiempo, de las pruebas, de todos los médicos y los tratamientos, no termina de remontar. Compruebo la analítica, ha empeorado, algo va mal y el problema es que no sé cómo mejorarlo. Sé que confía en mí, que se me tiene que ocurrir algo. ¡Lástima no tener una varita mágica!
Su hija me pidió si podría ver a su hermano. Me recuerda que hoy es el día. Hace bien, llevo una agenda en el bolsillo pero no es más que un cuadernillo en el que nunca apunto nada. Poco después aparecen por la consulta. Después de mirarle y ponerle tratamiento, comentamos el estado de su madre. Soy sincera. Hablamos un buen rato. Tras tantas semanas de ingreso tenemos buena relación.
Cuando se marchan reviso las interconsultas. Hay una pendiente. Llamamos para que la traigan. El paciente no se puede levantar de la cama así que difícilmente el viaje va a servirle de nada. Tengo una mañana tranquila. Decido acercarme a verle.
Según voy por el pasillo oigo voces al fondo. El grupo de gente crece. ¿Qué pasará? ¿Alguna discusión? Espero que no.
Alguien me reconoce y me llama. ¡Doctora, doctora! Es la hija de mi enferma. Pienso que se trata de su madre.
Me apresuro. Tumbado en el suelo está su hermano, con el que he hablado hace un rato. Está rígido y morado. Tiene una brecha en la frente. Un cirujano le levanta las piernas y otro le mete un guedel en la boca para que respire. Tiene pulso. Abre los ojos y en unos segundos responde con su nombre cuando le preguntan. Tranquilizo a la familia. Entre todos le pasamos a una cama y acompaño a los celadores a la urgencia para explicar allí la situación.
Para nuestra desgracia, e inmenso agobio, el traqueteo no le sienta bien a nuestro enfermo. No vamos ni por medio camino cuando pierde la conciencia. Su color se oscurece por momentos y la respiración se entrecorta durante unos segundos eternos. No tenemos con qué ventilarle. Corremos por los pasillos, la velocidad es nuestra aliada.
- ¿Dónde lo dejamos? - me pregunta el celador.
Mi primera idea había sido la Observación pero dado su estado lo metemos directamente en el box de críticos. Pasamos como una exhalación por delante de la sala de médicos. No nos detenemos.
- ¡Vamos al box de críticos! - aviso a la carrera.
Esa es la señal para que las alarmas se disparen. Médicos y enfermeras salen disparados de la sala y nos acompañan. No sé cómo el paciente pasa de la cama a la camilla. Todo sucede en un santiamén.
- ¿Tiene pulso? - preguntan.
Se lo busco.
- Parece que sí - respondo aliviada.
Cables, cables y más cables. Clavan algunas agujas, le conectan el oxígeno, el electro y el pulsioxímetro. Poco a poco regresa a la vida.
El corazón late despacio. Tarda en recuperar su ritmo normal. Vienen los de intensivos y lentamente la frecuencia se estabiliza. Hay que hacer pruebas y monitorizarle durante unas horas. Mientras pasamos a la Observación, el pobre hombre suelta toda su angustia. Le tranquilizo. Su madre no sabe nada y a su mujer, su padre y su hermana ya les he informado de que se ha recuperado y está bien. Todo ha quedado en un susto. Es una suerte que le haya sucedido en el hospital. Dicen que los gitanos no quieren buenos principios pero ¡vaya una manera de empezar la semana!
4 comentarios:
buff... qué insignificante parece ahora mi depresión por volver al trabajo. Vaya susto
Hola, Sol, buenos días. Suena estresante. Y apasionante, también, aun con todos sus matices. Un trabajo, desde luego, no apto para personas con dificultades para el control emocional. Eso sí, debe ser muy satisfactorio repasar, al final de la jornada, cuánto y cómo has podido contribuir a algo tan básico, tan elemental y tan sustancial para las personas, y, además, de manera concreta y real. En fin, luces y sombras. Como todo. Como siempre...
Un abrazo y buen agosto.
Y yo que estuve en el hospital, no sé si el día anterior, y al ver las salas de consultas vacías, con aquella tranquilidad y aquel silencio, pensé para mí: ¡Nada como Madrid en agosto, esto es la gloria! Sí, sí, ¡menuda la que esperaba....!
Señora, estuviste el mismo día, como una hora antes, y tienes razón, el hospital estaba muy tranquilo pero debía de tratarse de la calma previa a la tempestad.
¿Control emocional? Manuel, en esos momentos el cerebro tiene otras cosas en que ocuparse, y el cuerpo también. Va todo tan deprisa que creo que ese es todo el secreto.
Besos: Sol.
Publicar un comentario