jueves, 15 de septiembre de 2011

Maria Joao Pires en el Victoria Hall


Ginebra es una ciudad preciosa aunque no llega a ser perfecta, le falta poco para ello, pero tiene sus inconvenientes como lo carísima que es, no ya solo las tiendas sino los alquileres y, aún más, el precio de las casas es tal que, la sola idea de comprar una vivienda en ella, queda fuera de los límites de mi desbordante imaginación. Claramente, para vivir bien en ella, y se vive realmente bien aquí, hay que tener una situación económica muy holgada. Para colmo, con el cambio actual franco-euro, es imposible comprar nada ahora mismo (va a ser la cura de mi adicción, lo que no es una mala idea como terapia). Es una ciudad para ricos, los escaparates de las joyerías con de dejarte boquiabierto sino ciego con los brillos de los diamantes, de varios quilates solos a acompañados por otros aún mayores o, en su defecto, rubíes densos de los que llaman de "sangre de pichón" o unas hermosas esmeraldas. No todo el lujo es sinónimo de buen gusto, ni mucho menos. De hecho hay bastantes cosas horrendas para lo caras que son. Claro que también hay preciosidades, sólo contemplarlas merece la pena. Lo único que he comprado es chocolate, que engorda más que los diamantes pero libera endorfinas, es antidepresivo y bueno para el colesterol, según los últimos estudios. Los escaparates de las bombonerías también son dignos de admiración. De momento, además de ver las exposiciones de otras muchas, he ido a la Bonbonnière y a Carouge, así que aún me falta Micheli. Son las tres mejores según nuestro amigo, que se las conoce casi todas, y coincido con él (otras cosas que he probado en otros lados son más pesadas y con menos matices de sabor). Me había acercado a mirar algún regalo pero, decidí que podía esperar.
En relación con nuestras vacaciones el pasado año en Cadiz, me sorprende que me está resultando más ruidosa de lo que recordaba. La carretera que pasa al lado del lago tiene mucho tráfico, con lo que los paseos por la orilla no son silenciosos y tranquilos. En ese sentido, el barullo hace que eche de menos el sonido del mar en Cádiz con nuestras puestas de sol de más de una hora de duración. Con eso, la ciudad sería perfecta. Si no se puede una comprar caprichos, tampoco pasa nada. Para pasear por el centro, lo ideal es hacerlo antes de las 11 de la mañana, antes de que se llene de compradores y turistas. Ayer me fui a Carouge. Ese barrio es mucho más silencioso y tranquilo. Es precioso, porque está todo cuidadísimo. Era un pequeño pueblo a las afueras de Ginebra, al otro lado del río, antes de unirse a la ciudad. El paseo hasta él es por la Rue de Carouge, que es una calle sorprendentemente fea, transitada, ruidosa e incluso con algo de sensación de sucia. Una acera es más bonita que la otra, aunque hay trozos insalvables en ambas. Es mejor caminar por la acera de la derecha cuando se va en dirección Carouge y, así, tener la vista de los de la acera izda que son los que están mejor. Aún mejor es ir por Plainpalais y, al llegar al Pont de L'Arve, continuar por la orilla del río. Es curioso que la destartalada Rue Carouge sea la que una la zona del Bº des Philosophes, de las más bonitas y lujosas, lleno de palacetes y casas señoriales, con el cuco barrio de Carouge, tan cuidado, con sus calles más estrechas que se abren en un par de plazas muy amplias (la del Templo y la del Mercado), casitas pequeñas de 2 ó 3 pisos, con cierto aire de cuento, homogéneas, sin monotonía, y bien pintadas con colores pasteles. Había mercado en la Place du Marché, por supuesto, no más de 20 puestos con todo colocado y muy poco concurrido. También es cierto que he llegado allí a las 11 de la mañana y, a esa hora, todavía las calles no han caído ante los invasores. En la Place du Marché, hay una heladería artesanal estupenda, Bellamia, con sabores como el chocolate extra-noir, a los que no hay quien se resista. El de yogur también es delicioso y tienen especialidades tipo tiramisú, crema a la amarena, sabaione... entre las que resulta difícil decidirse.
Ayer por la tarde estuvimos en el concierto del Victoria Hall: orquesta de Leipzig con obras de Mendelssohn, Beethoven y Dvorak. La solista al piano era Maria Joao Pires y fue realmente espectacular: el silencio en el teatro, la fuerza de la música que hace vibrar el aire, ver todos los arcos de los violines deslizarse al unísono sobre las cuerdas y luego ¡el piano!. A la Pires se le deshacían las manos sobre el teclado de pura fluidez en su interpretación. No sé si llegué a respirar en su actuación. ¡Pura magia!
Os dejo un link de You- tube para escuchar su Claro de Luna:

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