Aunque las buenas maneras sean esenciales para causar una buena impresión, es la imagen de conjunto la que consigue el efecto. La apariencia es fundamental. La discreción es la regla a seguir: no conviene llamar excesivamente la atención ni por comportamiento ni por aspecto. Todo debe ir acorde: peinado, vestido, calzado y maquillaje. Claro que, entre discreto y soso, la separación es muy fina. Sosos son los estampados ñoños e infantiles y los colores que no aportan contraste con el tono de piel. La palidez es exigente, cualquier signo de fatiga es más evidente y la piel pierde transparencia y luz. Los tonos maquillaje, en contra de lo que muchos parecen creer últimamente, no contribuyen a camuflar este efecto.
El dinero no compra la elegancia, aunque puede conseguir un estilista personal que ayude. Claro que hay que acertar al escogerlo porque ¿quién se dedica a la profesión de estilista? ¿alguien con infalible buen gusto o un mero trepa mindundi con ganas de figurar en los saraos? Muchas veces son vulgares imitadores que no tienen en cuenta ni las características ni las preferencias de la persona a la cual deben ataviar, y a la que, en lugar de embellecer, disfrazan. Ojo con pecar de original, por ese camino es fácil tropezar. Alcanzar renombre por extravagante no es lo mismo que por elegante. Algunos actores y actrices aparecen en ocasiones con unas pintas que justificarían el despedir, ipso-facto, al encargado de engalanarnos. Es cierto que algunos no tienen remedio, rezuman vulgaridad y chabacanería por cada poro, sus ademanes estropean hasta el más armonioso atuendo y eso, no hay cirujano que lo arregle.
Una máxima a seguir es la de menos es más. Nunca hay que cubrirse a modo de árbol de Navidad, que para eso ya están los abetos. Esto es válido para la ropa y aún más para las joyas. La ostentación es vulgar. La calidad debe tener prioridad ante la cantidad y, si uno posee una cantidad de gruesas cadenas de oro equiparable a las de Mr. M del Equipo A, lo mejor que puede hacer con ellas es venderlas al peso en lugar de cargar su cuello con esa aberración estética.
Un vestido sencillo puede combinarse con una joya llamativa, que no estridente, aunque con los detalles discretos es más fácil acertar que con los más rebuscados. No son necesarios aparatosos pendientes, pulseras tribales y multitud de collares. Con una joya buena basta, e incluso sobra. Si el vestido tiene brillo o pedrería, no precisa más destellos, unos favorecedores pendientes son suficientes. Las lentejuelas que recubren todo el cuerpo a modo de escamas de sirena son ideales exclusivamente para carnaval y los bailes en el palacio de Neptuno. Hay que tener en cuenta que las manos sólo poseen un dedo anular en cada una. Cubrir el resto de los dedos con sortijas que no permiten doblar las articulaciones no es ni práctico ni bonito.
En las bodas, el blanco y el márfil son colores exclusivos de la novia, por algo es la protagonista. Incluso los más estrictos incluyen el salmón y el azul pálido. Otro color a evitar es el negro, salvo que se combine con otro que rompa el luto. Disfrazarse de princesa también debería ser exclusivo de esta. Las invitadas deberían limitarse a un vestido de dama de corte, que no es lo mismo que cortesana, de épocas distintas a las de Sissi y Maria Antonieta. Lejos está lo de colocarse "el arca y la tapa" para fardar delante de la familia. Las líneas simples elaboradas con telas con caída que, sin ceñirse marcan las formas, son siempre favorecedoras. Las telas tiesas necesitan cortes muy buenos y un ajuste excelente. Los rasos pueden parecer una negligée, más apropiadas para la noche de bodas. Los tornasolados deben ser sutiles, o evitarse directamente. Una boda no es un baile de disfraces: brujas, góticas y vampiresas ¡abstenerse!
No hay que alardear de la abundancia de dones de la naturaleza. Un escote generoso puede resultar vulgar en el caso de exuberantes curvas, aunque será siempre bienvenido por el sector masculino. Eso sí, la que lo luce, que no se queje si no la miran a los ojos. En esa misma línea hay que tener presente que insinuar es más sugerente que mostrar. Hay que realzar lo que se tiene sin llegar a exhibirlo, al menos en público. Por el contrario, si la modelo es de tamaño reducido y se coloca algo más grande que ella, su persona parecerá un apéndice del adorno en cuestión. Salvo que padezca de timidez patológica y la verdadera intención sea la de disponer de algo tras lo que esconderse, los atavíos aparatosos no son lo más adecuado. Conviene tener en la cabeza la frase de que las mejores esencias vienen en frascos pequeños. Una opulencia de carnes tampoco se beneficia de los grandes volúmenes, salvo que trate de evitar que nadie invada su espacio vital, lo que, en función del evento, puede ser bueno plantearse.
En caso de duda, tirar siempre por lo clásico. Si ha adquirido esa calificación, es por algo. En este caso los hombres lo tienen fácil, sólo hay que imitar a James Stewart, Cary Grant o Gary Cooper. ¿Pantalones ceñidos con un traje? ¿Botas o deportivas para darle un toque informal? Es una aberración y, si uno no se imagina a los actores citados ataviados de esa guisa, está claro que no es una buena idea.
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