lunes, 4 de agosto de 2014

Factor sorpresa

- ¿Me va a hacer daño?
- ¡Síiiiiiii! - le contesto con voz ronca y mi tono más aterrador. La respuesta me sale del alma.
El paciente me mira desconcertado, el pobre hombre no se lo esperaba. Creo que la sorpresa le ha quitado el miedo. No rechista, no se mueve y, por supuesto, no siente dolor. Me sigue como un perrillo, quizá sienta curiosidad o quizá ha decretado que estoy loca y, ya se sabe, a los locos no conviene llevarles la contraria. En esa línea añadiría que tampoco es recomendable enfrentarse al curandero de la tribu, aunque esa es una máxima que aún no ha cuajado entre la sabiduría popular.

No es el primer enfermo asustado que atiendo. Me planteo que no sería mala idea premiarles con pegatinas de medallas al valor, igual que hacemos con los chiquillos. Más de uno se iría sin ella. La asociación médico-coco es habitual. En algunos casos es necesario bromear, con más o menos malicia. Les pregunto si no han oído los gritos desde la sala de espera (aunque si coincide que esa mañana hemos tenido algún espectáculo infantil, ni lo menciono). Les comento que todos los días se nos desmayan varios pacientes así que ya estamos habituados a manejar ese problema (por fortuna desconocen que no miento, ocurre, aunque sobre todo a manos de las pobres enfermeras. Es el motivo por el que tenemos abanicos en la consulta, un tratamiento clásico y sofisticado para las bajadas de tensión. Carecemos de sales, será cuestión de pedirlas a farmacia. Por regla general se trata de jóvenes del sexo fuerte citados para curas del postoperatorio). A otros les aclaro que no tengo intención de comerme a nadie, que suelo desayunar bien antes de ir al hospital. Por si acaso hay quien, en la revisión, me trae una cajita de pastas típicas de su pueblo, así se garantiza que mi glucemia se mantenga en niveles seguros, o que, en caso de peligro, disponga que algo más tentador a lo que atacar. Eso sí, mantener la línea en mi servicio es complicado, nuestra pausa del desayuno es la envidia del resto del hospital.

En ocasiones la relación médico-paciente es muy estrecha. Literalmente. Por motivos terapéuticos hay que abrazar a algunos pacientes mareados. La víctima no disfruta precisamente del momento, no sólo le aferro con todas mis fuerzas, sino que le provoco el vértigo. Le explico que lo hago para curarle, aunque comprendo que tenga sus dudas al respecto. Por si acaso no le doy mucho tiempo a reaccionar. Le aviso antes de empezar: "Voy a provocarle el mareo, si lo consigo, le curo" y cuando se da cuenta tiene la espalda contra la camilla, el corazón en la boca y la habitación le da tantas vueltas que no se atreve a resistirse, tampoco podría de intentarlo. Una vez mareado es todo mío, está en mis manos. La verdad es que "mi abrazo" se asemeja a una llave de lucha libre, con el enfermo bien inmovilizado. De hecho, a pesar de la intimidad del momento, ninguna pareja se ha sentido celosa de mis atenciones, comprenden que mi interés es puramente profesional. El agarre es necesario, la camilla es tan estrecha que sin mi bloqueo acabarían en el suelo. Sin mi optimismo es fácil que también, la mayoría de mis adversarios pesan bastante más que yo y para sujetarles casi he de echarme sobre ellos. La pared es otro factor que colabora lo suyo, es una barrera difícil de atravesar. Eso sí, la maniobra, además de eficaz, es inolvidable. Parece "cosa de meigas" pero es simplemente "una cosa médica".

Otro día, más.

PS: Os dejo el esquema de la maniobra de Epley. El médico está en la cabecera porque el sujeto es un dibujo muy colaborador, no puede caerse ni escapar.



3 comentarios:

Anónimo dijo...

Esta maniobra del tal Epley, la conozco perfectamente, mano de santa.

Resulta que en la celebración del cumpleaños de mi primer nieto, cuando estábamos en los bailes, resultó que me fui directamente al suelo, como un tablón.

Naturalmente hubo carcajadas de todos los colores y el comentario unánime era que los “cubatas”, en esta ocasión, habían podido conmigo “craso error”. Todos, menos una persona, no tenían ni la menor idea del motivo de mi aterrizaje. Esa persona se me acercó y me dijo “mañana hacia las doce nos vemos para curarte esos vértigos y luego me invitas al aperitivo” respiré tranquilo, pensaba que me iba a quitar la bebida por prescripción facultativa.

Efectivamente ya me había habituado a convivir con mis vértigos que a menudo me hacían perder el equilibrio, situación bastante peligrosa, encima del caballo, y sobre todo cundo iba conduciendo.

Esa mañana cumplió su promesa y me visitó, me aplicó la citada maniobra con un tacto exquisito y adiós a los vértigos. Improvisó un collarín con el periódico del día y tomamos el aperitivo.

Gracias Sol.

Un beso. JMD.

Sol Elarien dijo...

Es una maniobra que crea adeptos. Tengo pacientes que se presentan en mi puerta para que se la repita, no les importa el mal trago, lo que no quieren es el vértigo. La ventaja de realizarla de manera casera es que la camilla es una cama que ofrece mucho más campo de movimiento.

ELVIRA dijo...

NO había leído este post. Habrá que decírselo a mi suegra que la pobre tiene unos ataques muy fuertes.