jueves, 3 de mayo de 2012

Mes de las flores

Jessie Willcox Smith
Me gustan las flores en el campo y en los parques. También en las tiendas de plantas en las que, su abundancia, simula un jardín. Me gustan también en amplias macetas, agrupadas y acompañadas por otras. Su aislamiento me resulta artificial y melancólico.

No tengo mano verde, sino negra, y ninguna hierba resiste mis cuidados. La única excepción es un aloe, que compré por las propiedades dermatológicas de la gelatina de sus hojas, y del que se ocupa House (gracias a él sobrevive). Ni él ni yo hemos hecho nunca un uso medicinal de nuestro sufrido aloe. El motivo: nos da pena cortarlo y, ni siquiera cuando las hojas de abajo se marchitan, somos capaces de podarlas para aprovechar la zona aún turgente. Aunque el único cosmético que toca la piel de House es su gel Badedas, yo sí que uso aloe (cuando me acuerdo) y para ello me compro un bote en la parafarmacia del Corte Inglés. Podría hacerme con un bosque de pitas por el mismo precio pero, aún así, soy incapaz de mutilar a mi plantita.

Supongo que esa aversión a cortar cualquier vegetal, que no sea para hacer un guiso, es la razón por la que no me atraen especialmente los ramos. Al cortarlas, las pobres flores empiezan a marchitarse hasta consumirse y morir, tal y como ocurre en el cuento de "Las flores de la pequeña Ida" en el que se basa "El vals de las flores" de Tchaikovsky. La niña es la espectadora escondida de la fiesta de sus flores que, después de pasarse la noche en danza, amanecen al día siguiente ajadas y mustias. Representamos la historia en el colegio de Valladolid (e hice el papel de Ida) y, en Madrid, años después, en una función de navidad de la academia de ballet, bailamos la coreografía. En mi cerebro infantil se debió grabar la ruina de la belleza de las flores (por no comentar nada del resultado igualmente mortal de nuestro atentado al ballet) y eso ha debido de influir en mi escasa afición a los adornos hechos con ellas. En mi opinión, un arreglo de flores muertas carece del encanto de las mismas en su lugar de origen.

Éste sería el vídeo de la película Fantasía de Disney de esa pieza musical:



¿Mi flor favorita? No sabría decirlo. Las asocio con recuerdos y eso ha convertido a muchas especies de ellas en entrañables:

Grace Norcross
En primavera, las amapolas y las grandes margaritas, a veces tan altas como las primas, brotaban en la granja por doquier y, cualquier paisaje salpicado con ellas, me trae a la memoria los juegos infantiles, las esperanzas románticas que poníamos en ellas al deshojarlas (cogíamos las que estaban rotas por nuestras correrías y, lógicamente, preferíamos las impares), mis refugios entre la hierba para perderme con mi libro y el campo entre los olivos por el que salíamos a montar con mi tío. Las margaritas pequeñas salpicaban el césped del jardín de Valladolid. Eran tan diminutas que, la primera vez que las vi, corte una de ellas en una ocasión para observarla mejor. Mi padre me regañó por mi crimen. Su argumento fue: "¿qué pasaría si todos los niños cortasen una de aquellas flores?" Su lógica era irrebatible y el razonamiento se me quedó grabado a fuego. Lo asumí como algo que no debía hacerse jamás y supongo que me marcó hasta el punto de que los ramos no despiertan en mí el mismo placer que para el resto de la humanidad.

La camelia, con su simetría de pétalos pequeños, redondos, uniformes y perfectamente colocados, era mi foto preferida de un libro de flores y plantas de mi infancia vallisoletana, aunque no vi ninguna al natural hasta años más tarde. Tras leer "La Dama de las Camelias" de Dumas, su romanticismo me conquistó y acrecentó al encanto de la flor. La opera de "La Traviatta", una de mis favoritas, acentuó, aún más si cabe, mi predilección.

La camelia no es la única flor asociada a los libros. "Peony in love" de Lisa See (traducido como "El pabellón de las peonías") me fascinó. Su poético lenguaje y su historia de fantasmas me recordó a las magníficas leyendas de Bécquer, con la diferencia de su aplicación a la cultura china. El año pasado, fui con la Señora al jardín botánico cuando las peonías estaban rabiosas de flores. Su aspecto de enorme rosa, con su millar de pétalos apretados, que rezuman por su cáliz y parecen a punto de derramarse, apenas capaces de sujetarse a él, me impresionó por su frágil belleza.

Los lirios me recuerdan a mi abuelo paterno. Le recuerdo en el chalet, a última hora de la tarde, en verano, mientras regaba con la manguera su adorado jardín. Los suyos eran lirios grandes, de color violáceo, que bordeaban, simétricos y alineados, al resto de las plantas y que inclinaban sus cabezas entre largas y delgadas hojas verdes. Los lirios blancos silvestres me traen a la memoria los "lilies of the valley" a los que se refiere Lucy M. Montgomery al describir los paisajes de la isla canadiense del Príncipe Eduardo en Anna de las Tejas Verdes (y sus secuelas). Sus historias me encantan, son tan visuales que uno puede llegar a ver los paisajes y los personajes e incluso escuchar en la mente sus voces cuando hablan. Los pequeños lirios del valle no sólo tienen reminiscencias literarias canadienses sino que son, además, la flor de los nacidos en Mayo. También a Lily, la protagonista de "La casa de la alegría" mi novela favorita de Edith Wharton, la identifico con un gran lirio blanco: frágil, solitario, hermoso y algo nostálgico.

No obstante, no son los lirios sino los tulipanes las flores que asocio a mi nacimiento. Mi madre cuenta que, cuando salió del hospital, en Montreal habían brotado en los parques y la ciudad estaba cuajada de todas su variedades. Los bulevares de la Castellana se alfombran con ellos cuando se acerca mi cumpleaños y transforman el paseo en un colorido cuadro.

El olor a jazmín es el de la granja. Así olía nada más salir al patio y, también, al entrar en el salón. La tita Mercedes cogía todos los días un puñado de esas flores del arbusto del patio (a ella sí le estaba permitido) y los repartía entre los ceniceros de las estanterías. No era un olor penetrante y cargado, sino dulce y sutil. Mi perfume favorito, Eau de Parfum Cristalle, tiene ese mismo olor, apenas una sombra de esencia de jazmín entre jacinto, bergamota, limón, albahaca y musgo de roble. Supongo que, al escogerlo, me traicionó el subconsciente.

Al pasear por una rosaleda, con sus parterres ordenados, me pierdo al contemplar las tonalidades de cada arbusto y los diferentes estadios de las flores, mientras trato de decidir si me gustan más a medio abrir o cuando revientan. Me traen recuerdos de las mañanas de los sábados en Valladolid, cuando íbamos con mi padre a montar en bici y a remar en las barcas del Pisuerga. Las últimas rosas de la temporada las asocio al parque de La Grange de Ginebra y, también, a las que hay al lado del Pont du Mont Blanc. La cuidada rosaleda del Retiro es un rincón, afortunadamente, menos conocido que el atestado estanque. En ella se respira un atmósfera de cuento de hadas (lo que también sucede en otros muchos recovecos del parque). Mis favoritas son las rosas con matices, ya sean las silvestres con sus cinco pétalos o las de corolas cuajadas. Pueden ser blancas con un rubor rosado, o amarillas pálidas y asalmonadas, también las rosas rosas, suaves o intensas. Las rosas rojas me gustan cuando parecen hechas de terciopelo denso de sangre y seda, para alimentar mi "vena" romántica.

Comprendo que no todo el mundo comparte mi punto de vista con respecto a los arreglos florales. En muchos lugares es todo un arte. En más de una novela (Austen, Alcott) se habla del buen gusto de la protagonista a la hora de preparar un ramo y de decorar con ellas una habitación. En este enlace, dan unas pautas, claras y útiles, para conseguir unos preciosos centros y jarrones.

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