Uno más de los múltiples inconvenientes de los viajes organizados es que, a la hora de comer, el sitio y el menú están acordados con antelación y, salvo intolerancias alimenticias, no dan cabida a variantes sobre lo preestablecido. Alimentar a una tropa no es algo para lo que todos estén preparados, por lo que la experiencia puede resultar decepcionante incluso en los lugares más prestigiosos. Una lástima que tras los esfuerzos de la organización por planear algo especial, luego llegue el pinche de turno y se encargue de convertirlo en algo para no olvidar, que no es lo mismo que inolvidable. Eso sí, después de andar todo el día de un lado a otro, sin parar, lo que siempre hay en estos casos es hambre.
En Escocia no tienen cultura de vino y ni siquiera en los sitios de postín se atienen a ninguna ceremonia a la hora de servirlo. Igual que el té posee su propio ritual, ya sea en Gran Bretaña como en
Japón, más complejo en este caso lo que lo ha convertido en una asignatura en algunas universidades, el venerable vino también conlleva su protocolo, al menos en los países mediterráneos. Si a alguien se le ocurre servir un té a un tiquismiquis inglés sin toda la parafernalia correspondiente se encontrará con algún comentario digno de ese humor sarcástico que llevan tan a gala y que es gracioso cuando refleja el ingenio del orador (y no todos los británicos son ingeniosos). Sin embargo, dentro de la profesionalidad del servicio insular no se incluye este tipo de formación, tan básica en nuestras escuelas de restauración. Nada de mostrar la botella, descorcharla en la mesa, mostrar el corcho ni, por descontado, ofrecerlo para olerlo ni consultar sobre cuál de los comensales va a encargarse de la correspondiente cata. Los camareros lo traen abierto, lo vierten con el antebrazo en pronación, sin saber que es incorrecto porque esa era la manera de servírselo a los condenados en su última cena, llenan la copa pequeña casi hasta el mismo borde (ya que es la única incluida en el precio del menú) y se quedan tan contentos. Afortunadamente la cerveza escocesa es estupenda. La más habitual es la lagger tostada, no demasiado densa pero sí con más cuerpo que la rubia normal. La autóctona "Innis Gunn" nos encantó.
La primera noche el sitio escogido para la cena tras el entretenido vuelo fue el
Ghillie Dhu, en el nº 2 de Rutland Place (muy próximo al hotel, el Caledonian Hilton, para ir de uno a otro tan sólo era preciso cruzar, con mucha precaución, la calle levantada por las obras del tranvía). El edificio fue en sus orígenes una iglesia, de aspecto gótico, de las múltiples que surgen en cada rincón de la ciudad. Al reconvertirse en pub tradicional, se bautizó con un nombre pagano y gaélico que hace referencia a un pequeño espíritu protector del bosque. Supongo que así se amplia la elección de encomendarse en la mesa no sólo a una de las tres religiones de Escocia, sino también a las deidades de la mitología celta (no sé si es que tienen poca confianza en su cocina o unas miras muy amplias en lo que a libertad de culto se refiere). En este caso la comida no requirió ningún tipo de sacrificio. El menú consistió en platos típicos, desconocidos para la mayoría. Al llegar, nos subieron al auditorio, donde nos recibieron con unos deliciosos, y más o menos reconocibles, canapés. Pasamos a la mesa, y a ejercer en ella las funciones de traductores para que los que nos rodeaban supiesen qué es lo que iban a comer (aunque venía todo anotado en una tarjeta, que nadie entendía). El primer plato fue un pastel del tradicional haggies (embutido escoces de carne e hígado con especias que se prepara cocido) acompañado de neeps, palabra escocesa para turnips (nabos), y tatties (patatas). De segundo nos sirvieron un estupendo trozo de salmón a la plancha con crema de puerros. Para terminar habían escogido un ramenquín de Cranachan, un postre escocés típico hecho con nata montada mezclada con frambuesas y harina de avena tostada y remojada en whisky, acompañado de shortbread. Un sitio bonito y muy recomendable, aunque el Cranachan no me gustó.
El segundo día aprovechamos la hora de la comida para visitar el Castillo. En él nos prepararon el
Salón Queen Anne para nosotros (también lo hacen para bodas y otros banquetes). Es una sala amplia y muy bonita, aunque terriblemente insonorizada, lo que casi no permitía escuchar al compañero de mesa de al lado (por no hablar, cosa que no era posible, del de dos puestos más allá). La comida, ruidosa aunque sin verdadera conversación, estuvo muy bien: empezamos con tres langostinos con un hilo de salsa y 4 ó 5 hojas de berros (suena y efectivamente resultó algo escaso), seguimos con un par de trozos de gallina de Guinea salteados y con acompañamiento de pastel de patatas con nata y gratinadas, y terminamos pannacotta, deliciosa, en su punto justo, bañada con una reducción de licor de whisky.
Para la cena nos llevaron al Restaurante
Oloroso. Sólo por el pretencioso nombre, que me imagino en un caballo de carreras mientras el locutor narra la evolución de la misma y del que, sin duda, el orgulloso propietario del local desconoce los matices de su significado, tendríamos que habernos imaginado lo qué nos esperaba. No me gusta ser agorera, y menos aún si se trata de comer, así que llegué con unas expectativas muy altas que casi me dolieron más al desplomarse (por desgracia encima de mi estómago). Después de probar sus espárragos trigueros, al dente, casi lloro (afortunadamente nadie se partió ningún diente al masticarlos). Aún así no fueron nada en comparación con el crimen que venía después: mejunje de arroz (lo llamaban risotto) inundado de cilantro (finas hierbas), que para colmo de males es una especia aborrecida por el pobre House en estado de hipoglucemia, ya que no había calmado su hambre con los espárragos, y que supuestamente era el acompañamiento de un minúsculo trozo de pescado irreconocible (o quizás la intención era al revés, aunque eso no aumentaba el tamaño del bicho). Posteriormente averiguamos que se trataba de platija, uno de los favoritos de la cocina hospitalaria, puesto para el que nuestro chef de la noche hizo todos los méritos. Ya lo comenté en el post de
regreso como uno de los puntos a evitar, aunque es posible que en otro tipo de atención no multitudinaria el chef sepa demostrar cómo ha conseguido el título (y la reputación).
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"Nighthawks" Edward Hopper |
El tercer día podíamos optar entre ir a jugar al golf, lo que fue secundado mayoritariamente por el grupo, o quedarnos en Edimburgo, cosa que hicimos House y yo. Además de permitirnos huir y disfrutar de la libertad, pudimos visitar la National Gallery y escoger un sitio para comer ¡solos!. Preguntamos en el hotel y seguimos su acertada recomendación. Fuimos a
Cacio&Pepe en 87, Hanover St (en la New Town, además muy próximo a la National Gallery). Para celebrarlo tomamos mejillones con una salsa de vino, tomate y guindilla, pescaditos rebozados (whitebait), de plato fuerte lubina al cartoccio para mí y filete en su punto para House. Para rematar con un buen postre nos decantamos por creme brulée, uno de mis favoritos, y tiramisú casero, al que los abuelitos de Florencia aficionaron a House que aún anda buscando alguno que lo iguale (el más parecido el de
hermanita y el de la Trattoría del Carmine, también en
Florencia). Por supuesto, en un italiano tenían café en condiciones, no el brebaje filtrado con el que nos deleitaron en el resto de las comidas, y un par de tazas de expresso macchiato culminaron la experiencia gastronómica. Sin las pretensiones del Oloroso, la comida le dio cien mil vueltas al infame ágape de este último.
Queda la impresionante cena de gala, pero esa es digna de su propio post.