lunes, 23 de julio de 2012

El pintor del silencio

¿Se puede pintar el silencio? ¿Y la abstracción? ¿Atrapar un instante de intimidad tras una ventana de un bloque de edificios? ¿Recoger la calma casi absoluta de una casa al lado de las vías del tren que sigue al eco de la última vibración, esa que precede a la desaparición del convoy en el horizonte?

Hopper responde a estos interrogantes con sus paisajes de cielos abiertos, su luz que detiene el tiempo y atrapa el momento en sus sombras, en los rostros impasibles de sus personajes, ajenos no sólo al espectador, sino también al escenario que les rodea. Sus figuras hablan el lenguaje de la soledad, del silencio, de la introspectiva serenidad que acompaña a la resignación en ocasiones, o al desengaño en otras. Sus paisajes respiran en espacios inundados de hierba clara o amarillenta y cielos intensamente azules, sus carreteras solitarias transcurren por caminos sin destino. Unos vagones abandonados esperan con paciencia a ser trasladados. Sus casas aisladas de líneas sencillas son un refugio para sus habitantes, escondidos tras cristales, cortinas y persianas, en habitaciones en las que sólo entran los rayos del sol, pero nunca el sonido del exterior.

Los primeros cuadros de Hopper no son así. Al empezar buscó su camino en el impresionismo y pintó un París gris, oscuro y plano. Son unas obras con formas que imitan a Cezanne o incluso a Monet, pero que carecen de los colores del primero y de la luz del segundo. Entre ellas, a través de unas escaleras de un inmueble en la Rue de Lille se asoma el Hopper íntimo de años después. En su paso posterior por el arte de los grabados se refleja su temática, pero falta su luz, su silencio y su tiempo. En las acuarelas de las casas de Gloucester, pintadas durante unas vacaciones, ya se reconoce su mano, y en el ambiente se respira la sal del aire marino y limpio del pueblo.

Es a partir de entonces, entrada la década de 1920, tras cumplir los 40 años de edad, cuando su obra adquiere esos rasgos característicos que dotan a sus lienzos de una atmósfera tan personal, íntima y distante, y consigue conmover al espectador con sus sencillas escenas, cuya perspectiva y profundidad curiosamente aumentan al mirarlas, no de frente, sino desde el lado izquierdo. No necesita más que el umbral de una puerta, una casa con una baranda, un camino, unas colinas, una sala con una pareja que no se mira entre sí, una cama y una guía de trenes, un bloque de pisos y una ventana a la que asomarse y ver sin ser visto.

(La exposición estará hasta el 16 de Septiembre en el Museo Thyssen de Madrid.)

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