Hay días en los que la casa se te cae encima, te aprisiona, y es necesario huir de ella a toda costa. Hay que salir a expandirse, a pasear por las aceras sin más techo que el cielo y respirar el aire a ráfagas hasta embriagarse con el espacio de una imaginaria libertad. Esos días parece que la luz y el viento, y en ocasiones desesperadas incluso la lluvia, son los únicos capaces de aligerar la rigidez de la rutina diaria y de separarla durante un rato de nuestra cabeza.
Sin embargo hay otros muchos días en los que la casa es un verdadero hogar: un refugio cálido, acogedor e incomparable. Al terminar de trabajar nada apetece más que estar ya en ella. Al entrar se olvidan las obligaciones y la tensión, se accede a un mundo propio e íntimo carente del trajín, el ruido, la contaminación, los coches y los problemas del exterior. En ocasiones es entonces cuando el cuerpo decide que no puede tirar más de sí y se queja con todo el cansancio acumulado, que no parecía tanto hasta que se manifiesta con toda su fuerza. En esos instantes nada es más apetecible que permitir que los músculos se relajen, arrastrarse hasta el sofá y caer en él. Permanecer allí repanchingada, e incluso cerrar los ojos y acurrucarse entre los cojines para hundirse en el sueño, o simplemente disfrutar del silencio, de la presencia de House y de la lectura de un buen libro mientras el tiempo pasa con mucha, mucha calma.
Desde el interior del hogar el otro mundo se contempla desde la barrera de las ventanas. La luz de la tarde se atenúa para dar paso a la noche. La lluvia puede caer a gusto y empapar el mundo de fuera para dejar el paisaje cubierto con un húmedo barniz de brillo. El frío cortante no atraviesa los cristales, aunque los empañe y permita dibujar sobre ellos, y el aire nítido acerca las montañas de la sierra hasta poderlas tocar con la punta de los dedos, si quisieran estirarse lo suficiente. El inquietante granizo tamborilea pero no golpea. La nieve no resbala, no es peligrosa sino que se limita a transformar la escena, a alfombrar lentamente el suelo de suaves copos blancos y a convertir los apagados árboles del parque en delicadas esculturas de cristal helado. El viento puede soplar con fuerza, agitar ramas y arrastrar sus hojas, pero hasta su voz más insistente se amortigua en un susurro al que no se le presta mayor atención.
1 comentario:
Estoy totalmente de acuerdo contigo...Y, como dices en el e-mail, los lunes llegan demasiado pronto... ¡Por suerte también pasan bastante rápido! ;)
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