jueves, 25 de julio de 2013

La aventura de regar (reeditada)

(Esta aventura sucedió hace casi un año pero, por motivos ajenos a mi voluntad, ha tenido que permanecer en barbecho. Esta sería la versión apta para su publicación tras la aplicación del 4º mandamiento al original.)

Tras una tarde de viernes haciendo pereza en el sofá, entretenida con el tenis y otros deportes de los JJOO, miro el reloj. Ya no puedo remolonear más. Le he prometido a mi madre que lo haría y esas promesas hay que cumplirlas. Me giro. Pongo un pie en el suelo. Me lo pienso otro poco. Hago cálculos: sumo el tiempo del trayecto, el tiempo que emplearé en regar: preparar la regadera, empapar las primeras plantas, rellenar la regadera (es pequeña, lo que tiene la ventaja de ser ligera y la desventaja de resultar insuficiente para la flora amazónica que decora la terraza de mis padres), vaciarla de nuevo, y repetir la operación una vez más, volver a cargar agua antes de ir de una terraza a la otra (cruzo los dedos para que me llegue el agua y no tener que regresar a la cocina a por más), un rato extra, para mi momento en la piscina, y le añado el tiempo de regresar. Está claro, no puedo demorarme más.

Hago acopio de ánimos. Me pongo el bañador y un vestido playero por encima. Cojo la cesta. Meto la toalla y acoplo el bolso en el interior. Doy un beso a House que me ve partir desde su cómoda posición, totalmente repanchingado en el sofá. ¡Qué envidia me da! (y lo sabe)

El tráfico en Madrid un viernes por la tarde de principios de Agosto es casi nulo. Hay trechos en los que voy sola por el asfalto. Se agradece esa ausencia de conductores a mi  alrededor. No les echo de menos, ya tengo más que suficientes compañeros diariamente mientras voy y vuelvo, a y del, hospital.

Al llegar a casa de mis padres aparco delante del portal. Enciendo el móvil mientras subo. Si la alarma me juega una mala pasada, prefiero tenerlo listo. Una vez todo en orden, abro la puerta. El pitido intermitente no es un saludo de bienvenida ante mi entrada, sino que me indica que la alarma está conectada. Dispongo de unos segundos antes de que decida transformarse en una sirena. Corro a desconectarla. ¡No funciona! El pitido se acelera, y mi corazón con él. La tecnología se rebela contra mí. Lo intento desesperadamente, el ruido no contribuye a la calma. Se dispara la alarma en todo su ensordecedor volumen un segundo antes de que logre apagarla. Oigo el receptor antes de que se corte. Con el estrépito me pierdo lo que dicen. Suena el móvil. Es la Señora. Ha recibido un mensaje con la incidencia y con su correcta resolución.
- ¡Hola mamá! He venido a regar las plantas, como te prometí. La alarma no quería apagarse pero al final parece que lo he conseguido.
-  Sí, he recibido un mensaje de que todo estaba de nuevo bien.
- Lo único es que el altavoz se ha quedado encendido.
Me explica cómo devolverlo a la posición de stand-by. Lo hago, sin más problemas. Me sugiere que conecte la alarma de nuevo, para ensayar, y para comprobarla. Me muestro algo reacia: demasiadas sirenas en mi vida últimamente. La Señora insiste y, conociéndola, es mejor ceder.

Resignada a mi suerte, llena de malos presagios, aprieto el botón. Salgo, cierro y abro inmediatamente. Pitidos de nuevo. Hago la maniobra de apagado. No funciona. ¡Otra vez! Insisto. Sigue sin funcionar. Mi madre al teléfono me indica cómo hacerlo correctamente. Compruebo que, efectivamente, lo estoy haciendo correctamente. Por mucho que me empeñe el dichoso chisme no se apaga. Sale rodando una de las tuercas y se desarma el maldito cacharro. Salta otra vez la infernal sirena. Salta el altavoz de la central. Mi madre me habla por el teléfono y entre el barrullo ensordecedor de la sirena, con la Señora en una oreja, trato de comunicarme con el de la empresa de Seguridad. Mi madre intenta hablar conmigo al mismo tiempo. No entiendo a ninguno. Contesto al tuntún. El estruendo termina. Puedo oír, aunque con ambos hablando a la vez no comprendo a ninguno de ellos. Le hago caso al de la compañía, le explico lo que ha sucedido. La Señora atiende, mete baza ocasionalmente, trata de ayudarme sin interrumpir. Finalmente el hombre decide llamarme al teléfono fijo. Suena el teléfono, me van a pasar con el Servicio técnico. Me indican que no cuelgue. Es la Señora la que lo hace, antes me pide que la avise cuando termine para contarle lo que me digan. Suena una música ratonera y, a continuación, la señal de  que se ha cortado la comunicación. Cuelgo. Espero. Nada. Espero más. Nada de nada. Opto por regar las plantas. Termino mi tarea sin que nadie dé señales de vida. Nueva llamada a la Señora.
- Mamá, ya he regado las plantas. No han vuelto a llamar los de la empresa.
- De acuerdo. Ya les llamaré yo para arreglarlo todo.
- Me voy. Han desconectado ellos la alarma. ¿Qué hago?
- Prueba a conectarla como antes.
¡¿Prueba?! No sé qué tara relacionada con la obediencia materna me queda de la infancia, pero el caso es que me dispongo a ello. En fin, esperemos que no me dé un nuevo disgusto. Dejo todo en su sitio y cojo todas mis cosas, me cuelgo mi enorme cesta dispuesta a huir en caso de que se desate de nuevo la debacle acústica sobre mí. Abro la puerta (cuanto menos obstáculos en la huida, mejor), con mano temblorosa le doy al botón: pi-pi-pi... Cierro la puerta (con llave y cerrojo). Sigue el pi-pi-pi.
- Mamá, esto pita.
- Es lo normal.
Pi-pi-pi-pi-pi (demasiados pis, más rápidos, esto no me gusta)
- Ahora pita más.
- Siempre lo hace así.
Piiiiii...
- Y ahora suena seguido.
- Eso lo hace antes de callarse.
Un rato eterno de piiii... y, efectivamente, se hace el silencio. ¡Bendito sea! ¡Al fin ha terminado todo! ¿Todo? ¡Ja! Me las prometía muy felices.
- Espera un momento- oigo por la línea. - Tu padre quiere hablar contigo.

Tiemblo. Esto promete ser peor que todas las alarmas de la dichosa empresa sonando a la vez.
- ¿Qué ha pasado? ¿Qué has hecho? ¿Qué has roto?
Se lo explico tranquilamente, a fin de cuentas nada de lo sucedido ha sido culpa mía. Me despido y desconecto el móvil. ¡Cuanto me gusta esa tecla que permite anularlo a voluntad! ¡Me gusta tanto que nunca lo enciendo! (corrijo, casi nunca, y cuando lo hago, esto es lo que pasa)

Después de tanta contrariedad, necesito desfogarme, soltar humo y destensar nervios. Me dirijo a la piscina. Me lanzo al agua de cabeza. Nado, nado y nado. Un largo tras otro. No me canso. La adrenalina sigue a tope. Acelero. Pataleo. Me tumbo de espaldas. Floto. El agua está blanda, sedosa y suave, en calma. Me relaja. Salgo. Bajo el chorro de la ducha decido que aún necesito más. Me tiro de nuevo a la piscina. Otro par de largos. Mejor. Ya sí que salgo, me paso la toalla y emprendo el regreso.

Descubro que con tanto trajín me he olvidado de sacar las recetas de mi padre de la cesta de la piscina. ¡En fin! Añadiré alguna de algún tranquilizante y me tomaré uno cuando me toque volver a regar las plantas (si es que regreso). De momento: ¡Bienvenidas al desierto! Espero que resistan bien la sed.

2 comentarios:

El Tito Paco dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
Märkostren dijo...

Durante varios años, unos 30, he padecido el "acoso y derribo" de la alarma de mi vecino cada vez que se marchaba de casa. Me ha tocado regar las plantas, recoger y clasificar el correo, enviarle lo mas urgente o lo que sospechosamente podía serlo y llamar y esperar a la policía cuando el dichoso artilugio sonaba por su cuenta o por efecto del fuerte cierzo de Zaragoza. He padecido la espera y la estupidez e ineficacia de algunos técnicos con pocas ganas de localizar y reparar la avería y me he visto amenazado de multa gorda si no desconectaba el estruendoso artefacto por la noche. Luego vino la alarma de la tienda de mi hijo que preferiblemente saltaba entre las dos y las tres de la madrugada haciéndome ir en pijama a ver si la maquina de fregado de aceras había roto el escaparate o si algún avispado chorizo había conseguido perforar la luna de seguridad de siete capas de vidrio, cosa que en un par de ocasiones consiguieron destrozando ordenadores para sacarlos por un hueco inverosímil y sin conseguirlo. Actualmente, ni conecto la alarma ni riego apenas las plantas, con un vaso de agua cada vez que recojo el correo que ya no envío a ningun sitio, que se apañen, la crisis es para todos y el agua va muy cara, casi tanto como la buena amistad.
Sobrina, me pongo en tu lugar y te comprendo perfectamente, tienes todo mi apoyo, hazte unos largos por mi.