Érase una vez uno de esos días en los que todo se tuerce un poco, sólo un poco, sin llegar a la catástrofe. Una sucesión de pequeños contratiempos que fastidian en el momento. Percances que, al sumarse, conforman un día algo complicado. Se podría afirmar que era un día casi normal, desde luego no uno extraordinario, de esos que suceden una vez en la vida y en los que todo sale a pedir de boca. ¿Cómo sería tomarse cada imprevisto en su justa medida?
El reloj de la mesilla marca las cuatro y media. Aún es muy temprano para abandonar el lecho. Aprovecho para remolonear. Mantener los ojos cerrados engañará al sueño y le hará volver. Cuatrocientas vueltas después el reloj está apagado. Los plomos han saltado y el despertador no ha sonado. Es tan tarde que no dispongo de tiempo para irritarme.
No soy nadie sin desayunar. Sin embargo hoy no puedo prepararme nada saludable. Engullo unas magdalenas. No son dietéticas pero sí deliciosas. Las prisas me sirven de estimulante y ya me tomaré un café cuando me relaje.
El primer agua de la ducha me cae como un chorro helado y termina de espabilarme. Algo anda mal, no se calienta y doy saltos al salir. He leído que muchos médicos recomiendan los beneficios del ejercicio matutino. Tampoco puedo pensarme qué ropa me pongo, supondría retrasarme. La de ayer, afortunadamente sin guardar, me valdrá hoy igual.
Espero al ascensor. Otras veces desespero, pero en esta ocasión no es el caso. Sé que, cuando al fin llegue, estará reluciente, recién salido de las manos, y de la fregona, de la mujer de la limpieza. La hora punta es la mejor para esa tarea, así son más los que lo disfruten en todo su esplendor.
No debo de ser la única a la que se le han pegado las sábanas porque la calle está a reventar de conductores impacientes. El claxon del resto evita que el mío se desgaste. El ruido no inyecta gasolina a los motores y seguimos parados. Contemplo los árboles con sus colores de otoño y sus ramas día a día más desnudas. El cielo aún no se ha aclarado y conserva mezclados restos de noche con amanecer. La luna está baja, casi en el horizonte, y es enorme. Si no fuese por el atasco no podría disfrutar con calma de semejante paisaje.
Nos ponemos en marcha. El de atrás se pega a mi maletero como si deseara incrustarse dentro. Además debe de padecer un problema serio de visión, su rostro enfurruñado lleva gafas de sol. Me hace señas. Me siento halagada, no esperaba que me surgiese un pretendiente tan de madrugada. Le saludo para darle las gracias.
La jornada se me pasa en un suspiro, es la ventaja de no parar ni a respirar. No tengo que preocuparme de planear nada, siempre hay alguien que me informa de lo que hacer. Estiro las piernas entre recado y recado. ¡Sienta bien romper la rutina con un rápido paseo!
Antes de regresar me toca ir a comprar. Así escojo lo más fresco para la comida. ¿Existe el concepto de merienda-comida o lo acabo de inventar? Mientras espero mi turno en la caja anoto algunas ideas en mi cuaderno, es un momento perfecto para escribir.
En casa descubro que los plomos han vuelto a saltar. También se ha fundido la bombilla de mi baño. Confieso que en la oscuridad es cuando presenta su mejor aspecto. Las sombras ocultan el desorden. Al ir a cambiarla, la bombilla se enciende en mi mano. Por suerte sólo se había aflojado.
Me asomo a la ventana. Llueve a mares. ¡Qué tarde más idónea! ¡Sin nada en la tele que me tiente a abandonar la lectura! Ni siquiera me molesto en encenderla para comprobarlo. Recuerdo (me recuerdan) que hay que bajar la basura. El aire húmedo de la calle me despejará, y me rizará el pelo. Me gusta el olor de la tierra mojada y el aspecto brillante del pavimento. Antes de subir recogeré el correo, se me había olvidado mirarlo antes.
Hay cartas en el buzón, aunque todas parecen recibos. Da gusto lo atentos que son. Siempre están pendientes de que no te despistes para que no se te pase ningún pago. Entre los recibos se esconden un par de folletos. En uno se preocupan por mi belleza y me prometen descuentos y un regalo con mi compra (igual que en mi cumpleaños) y en el otro se ofrecen con amabilidad a traerme una deliciosa comida a domicilio. ¡Qué gente más considerada!
Suena el teléfono al rato de meterme en la cama. Sólo un conocido llamaría a estas horas y ¿a quién no le apetece conversar un rato antes de dormir? Me recuerda a cuando era niña y hablaba con mi hermana hasta que oíamos a mi madre que se acercaba. Las madres son sabias. La nuestra nos avisaba de que al día siguiente estaríamos cansadas y nunca se equivocaba. Sonrío. ¡Buenas noches! Ha sido un día estupendo.
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