miércoles, 20 de noviembre de 2013

Juguetes

El que me apasionasen los libros no implica que no me gustasen el resto de los juguetes. En lo que respecta a ese tema hay pocos niños que se caractericen por su moderación y, por supuesto, yo no era uno de ellos. Si me entusiasmaba por algo podía pasarme horas dedicada a ello: saltar a la comba (era mucho mejor que los saltadores, por eso con 5 años corté y uní los míos con los de hermanísima para convertirlos en una cuerda larga (aún recuerdo los azotes que me regaló mi padre como premio por mi barrabasada), jugar con la goma colocada entre las patas de unas sillas (de las se escurrían y las sillas siempre se movían y la destensaban). Era incluso capaz de patinar por la moqueta cuando no disponía de otra superficie. No es que deslizase mucho pero era silenciosa y algo es mejor que nada.

En el colegio de Valladolid dedicábamos los recreos al juego del balón prisionero. El único problema era que no teníamos balón. Ese pequeño detalle era fácilmente solucionable. ¿Cómo? Muy sencillo: unas bolsas, una papelera y todos los envoltorios y restos del almuerzo pasaban a rellenar nuestra improvisada pelota. No, no era una bolsa llena de basura, era nuestro balón, nos pertenecía a toda la clase al completo, todas colaborábamos en su realización y todas jugábamos con él. No botaba, pero eso carecía de importancia, precisamente en ese juego lo menos interesante es que bote. Nos dividíamos en dos equipos y debíamos esquivar aquel balón, si no queríamos pasar a formar parte de los prisioneros, o cogerlo, si pretendíamos salvar a alguno de los caídos. He jugado con balones de verdad y aquella versión improvisada era mucho más divertida (y menos dolorosa). Teníamos cuidado de que no se rompiese la bolsa, a ninguna nos apetecía que nos lloviese su contenido encima, por lo que además de reforzarla con varias cubiertas, comprobábamos regularmente la evolución de su estado por si precisaba reparaciones. Después del recreo, si no habíamos sufrido accidente alguno, no se veía ni un papel en el suelo. Creo que a las señoras de la limpieza también les gustaba nuestro juego.

Recuerdo la moda del Hula-hoop. Nunca tuve uno, no me atreví a pedirselo a mis padres, que sabía que no lo veían con buenos ojos, pero su opinión no influyó en la mía y a mí me encantaba. No perdía ocasión de hacerlo girar alrededor de mi cintura. Hacíamos competiciones para ver quién aguantaba más tiempo. Cuando se te caía perdías el turno y debías pasárselo a otra. Mi solución para evitarlo: aprendí a bailarlo de tal modo que no se me caía nunca (salvo si se rompía y se abría el aro, culpa de la junta que dejaba bastante que desear). Afortunadamente mi habilidad no derivó en que sus dueños se resistieran a prestármelo. Se picaban e intentaban superarme y para lograrlo debían competir conmigo. Es una pena que, al crecer, no resulté apropiado jugar a ese tipo de juegos. ¿Por qué? ¿Qué tienen de ridículo? Sinceramente no me parecen más infantiles que las consolas.

No hay comentarios: