Un espigón se adentra en el mar. Avanza desde la orilla, en una línea fina que flota sobre el océano a ras del cielo. Un faro se yergue bajo el foco solar y marca la bisectriz de la montaña. No existen sombras en la montaña mágica, sólo surcos de rayos, cumbres de sol, tamices de nubes, un eje de faro y una base apoyada sobre un espigón de rocas y agua.
El sol baja. Tiene sueño y desea un lugar en el que cobijarse. Carece de un hogar propio y busca un refugio en la montaña. Se desliza por sus laderas de cristal, la luz se funde entre los paneles y, bajo los rayos, las líneas se desvanecen. Sólo queda el faro pero ¡es tan pequeño! Se erige orgulloso en su península de roca que enlaza la tierra y el mar. El sol se asoma a sus ventanas, se refleja en sus espejos, pero, por mucho que se esfuerce, no cabe dentro. El faro se ilumina. Su rayo barre el océano y atraviesa el horizonte para indicar el camino al puerto a los barcos perdidos o derrotados.
El sol desciende hasta ocultarse por detrás de ese horizonte. Es en la profundidad del mar donde se recogerá para descansar. Sobre el agua, la estela peregrina de la luna navega en su búsqueda. Pregunta a las estrellas sin obtener respuesta. Está a punto de darse por vencida cuando el reflector del faro la roza con un destello fugaz. La luna, sorprendida por su osadía, se enfrenta airada al culpable. Su enojo cede al instante. La imagen final del sol aún perdura en los espejos de la torre. Con un parpadeo el foco se hunde en el océano para conducirla a su lecho.
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