viernes, 1 de noviembre de 2013

La calabaza robada

Aquel año la cosecha de calabazas había dado unos frutos demasiado pequeños para el gusto de Jack. Eran tan diminutas que resultaban más adecuadas para decorar el árbol de Navidad de Liliput que para tallar un monstruo digno de Halloween. Con semejantes birrias no podía hacerse nada. Para llevar a cabo sus propósitos debía conseguir un ejemplar capaz de asustar hasta a su sombra. ¿Dónde lo encontraría?

El loco Eben cultivaba las mejores calabazas de la región. Piezas inmensas, esferas perfectas y de un color tan intenso que en la puesta de sol refulgían. Claro que su dueño no permitía que nadie rondase sus dominios. No es que nadie deseara acercarse. El aspecto del viejo producía escalofríos. Sus ojos eran fríos, su boca jamás sonreía y su ceño estaba permanentemente fruncido. Hablaba poco pero se decía que con su voz ronca espantaba hasta a los espectros. Su huerto, a pesar de estar en un rincón soleado, era un lugar tan recóndito y silencioso que resultaba aún más lúgubre que un cementerio a medianoche.

Jack se armó de valor. Este año le robaría una de sus calabazas al loco Eben. Cierto que el viejo nunca las perdía de vista, pero el muchacho supuso que en algún momento bajaría la guardia, seguro que necesitaba dormir. Lo vigilaría y esperaría a que le venciese el sueño para cometer su delito.

La primera tarde se confió demasiado. Se acercó demasiado y demasiado pronto. Comprobó que toda la mala fama del viejo era merecida: Eben no se andaba con chiquitas. Por los pelos se libró Jack del tiro que le descargó aquel loco al descubrirle en las inmediaciones de sus tierras.

Jack no se rindió. Únicamente extremó las precauciones. Regresó la noche siguiente. Se mantuvo a distancia y se ayudó de unos prismáticos para seguir las andanzas del viejo. En realidad no había mucho que observar. El anciano se mecía en el porche mientras fumaba su pipa. Desde su posición Jack apenas distinguía las brasas al avivarse. La luna estaba cada vez más alta y sus párpados se cerraban. Aburrido, el vigía se durmió.

No desesperó al despertar, no todo estaba perdido. Aún quedaba un día para Halloween. Lo intentaría de nuevo. Cargó un termo de café con el que luchar contra el sueño. Se lo bebió entero. El sol debía de estar a punto de salir cuando, al fin, Eben se retiró al interior de la casa. Era su oportunidad.

El muchacho no se atrevió a cruzar los campos, por esa ruta se exponía demasiado. Los rodeó para aproximarse por uno de los laterales y se arrastró hasta alcanzar su objetivo. ¡Aquellas calabazas eran inmensas! Su tamaño imponía, daba miedo, las sombras las cubrían, las escondían y enlazaban entre unas otras sus ramas gruesas como sogas. Jack no se atrevía ni a tocarlas. Se imaginó cómo quedarían después de labrarlas y aquella idea le infundió valor. ¿Cuál escoger?

En el centro del huerto crecía un ejemplar magnífico, no tan grande como el resto pero perfecto para asustar a cualquiera. Su cáscara estaba veteada de rojo, venas de un rojo brillante que recordaba a la sangre. ¿Qué más podía desear? Jack cogió su navaja y lo cortó.

Se alejó de allí tan rápido como le permitieron sus piernas, y el peso de su botín. Tras él, el tallo seccionado derramó un reguero de savia negra, casi invisible en la oscuridad de la noche. Jack no se percató del rastro que le delataba.

Nada más llegar a casa se dirigió a la cocina y clavó un gran cuchillo en la base de la calabaza. Con su impaciencia se hizo un corte en la mano. No le importó. Cortó la carne para empezar a vaciarla. Su sangre se mezclaba con el jugo de la hortaliza. Ambas, unidas, formaron un charco rojo sobre el suelo. El líquido irradiaba un resplandor diabólico.

Jack persistió en su tarea. El cuerpo le dolía y estaba lleno de heridas. Su ropa, su piel estaban impregnadas de un fluido sanguinolento. Se sentía poseído por un singular delirio febril que le impulsaba a diseñar una máscara de su propio rostro sobre la calabaza: su cráneo redondo, las cuencas de sus ojos, la sonrisa siniestra de su boca. Sólo faltaba la vela en su interior. La introdujo y prendió la mecha. Era Halloween.

Las llamas bailaron dentro de la calavera e iluminaron los dedos que sostenían la calabaza tallada. Las lenguas de fuego lamieron  la sangre derramada, ascendieron en una pira de huesos y carne chamuscada al tiempo que cauterizaban, con cicatrices rojas, las incisiones marcadas sobre la corteza. Encerrado en su interior se oía el latido de un corazón.

El viejo Eben contempló desde el umbral la nueva calabaza: joven, fresca y lozana. ¡Otra vez había llegado tarde! Su garganta emitió un rugido colérico. Cabizbajo, con el ceño fruncido, abandonó la casa. Todos los años se repetía la misma historia. Vivía en soledad, sin dejar que nadie se le acercase jamás, cada día cultivaba su fama de huraño y cada noche se acostaba sin haber dicho ni una sola palabra. A pesar de su aislamiento cada año encontraba una nueva calabaza de su huerto en alguna cocina del pueblo. ¿Cuánto tiempo había pasado ya desde que desoyera todos los consejos y visitara a aquella horripilante bruja? Era pequeño y llevaba un disfraz de fantasma. La mujer no le quiso dar caramelos si él no le daba antes un beso. Se negó y se quedó sin dulces, desapareció lo recaudado hasta ese momento. Enfadado, en su ignorancia, le robó la calabaza roja de su jardín. Desde entonces sus frutos se multiplicaban en su huerto, y nunca había podido evitar su hurto. Tampoco ningún chiquillo le había ofrecido la posibilidad de escoger entre truco o trato. Jamás podría expiar su maldición.

2 comentarios:

Señora dijo...

Muy apropiado para el ambiente. La verdad es que da un poquito de repeluzno todo el proceso desde el robo hasta la iluminación de la calabaza. Menos mal que al final los tonos misteriosos adquieren un carácter más suave.

Manuel Márquez dijo...

Hola, Sol, buenas tardes. Qué miedito... La verdad es que dominas la transmisión de sensaciones, y no es nada fácil, no (yo, particularmente, no me atrevería a intentarlo ni borracho...). Felicidades.

Un abrazo y buen sábado.