viernes, 31 de agosto de 2012

Soufflé sorpresa

Recuerdo este postre de la visita con mi padre a Salzburgo. Mi padre había sido invitado a dar unas conferencias a la Universidad y la invitación incluía una cena social con los profesores del Departamento. Supongo que como es tan sociable como yo, en realidad en este tipo de cosas lo es bastante más que yo, decidió que si me llevaba de apoyo se sentiría más arropado, así que en aquel circuito alemán, además de ver piedras, muchas, muchísimas iglesias y sus respectivos órganos, también establecí contacto, pasajero, con los profesores alemanes de las diversas universidades que recorrimos. Durante los dos días que pasamos en la ciudad de Mozart nos llovió tanto que, salvo el castillo, la casa del compositor y los paraguas, apenas pudimos ver el resto de las piedras de rigor. En nuestros amagos de salida para disfrutar de sus calles y monumentos, una cortina de agua nos nublaba la visión e inundaba nuestros zapatos, y lo de hacer turismo cultural en esas condiciones nos resultaba un poco incómodo.

El restaurante escogido para aquella cena estaba a las afueras de la ciudad y, para evitar que nos perdiésemos en alguna encrucijada del camino, nos recogió uno de los anfitriones del evento. Supongo que en medio de tanto Mercedes les debía chocar vernos aparecer en nuestro sufrido, e incansable, 1430, y no creo que se fiasen demasiado de su capacidad de conducirnos con éxito a buen puerto (y no deseaban arriesgarse a que el ilustre conferenciante se quedase tirado en medio del aguacero, y que se llevase una mala impresión de la visita). Los pobres desconocían los méritos demostrados por aquel fiel vehículo. Según íbamos para allá, nuestro anfitrión nos contaba anécdotas del rodaje en esos parajes de  "The Sound of Music". Lo decía como si aquella película fuese universalmente conocida, cosa que, efectivamente, es así. El problema es que, por aquel entonces, sólo conocía su nombre español: "Sonrisas y Lágrimas", y desconocía el título original, por lo que, hasta que no nos habló de la casa de los von Trapp (un decorado de cartón piedra que aún sigue en pie para atracción turística), no asocié el  inglés original con el doblaje de la traducción. Aquella pista me supuso un gran alivio porque mis dotes interpretativas son muy limitadas y actuar como si supiese de qué me hablaba sin tener ni idea, mientras me estrujaba el cerebro para descubrirlo, estaba claramente fuera de mis aptitudes para el séptimo arte.

El restaurante estaba muy bien, elegante y con un servicio muy atento. No recuerdo el resto de los platos que tomamos pero sí el Soufflé que pedimos de postre. Me llamó la atención porque, entre otras cosas, tardaban 20 min en prepararlo y, cuando lo sirvieron, el dorado pastel venía inflado, caliente y todavía humeante en su fuente de horno, recién sacado de él. Antes de cortarlo, lo flambearon. Aún recuerdo su textura, ¡tan ligera que se desvanecía en la boca con un toque final de licor! Me encantó. Sin embargo, en los restaurantes españoles, a lo que llaman Soufflé con frecuencia no es más que un bizcocho de chocolate caliente, y sin cocer por completo en su centro, que conserva el regusto a harina cruda de la masa y que, tras el recuerdo de aquel, me decepciona una vez tras otra. A la mayoría de la gente le gusta, pero supongo que eso se debe a que no tienen la misma referencia que yo.

Aquí dejo una receta inspirado en aquel Soufflé austriaco:

SOUFFLÉ SORPRESA

Ingredientes (6 personas)
100 gr de bizcocho para forrar la fuente (en la versión rápida se pueden emplear bizcochos de soletilla comprados en una buena pastelería)
500 gr de helado (del sabor favorito de cada uno: indiscutiblemente chocolate negrísimo en mi caso, para hacer un bonito contraste, tipo montaña nevada, con el merengue, yogur si se quisiera todo blanco, que también tiene su encanto, y turrón durante la época navideña ¿qué mejor remate para una celebración?)
6 claras de huevo
200 gr de azúcar blanco
Almíbar ligero hecho con100 ml de agua y 100 gr de azúcar.
Ron, u otro licor, tipo Amaretto (mi preferido) o un vino dulce (Moscatel, Vinsanto), para calar el bizcocho
Azúcar glas

Elaboración
Colocar el bizcocho en el fondo de una fuente y remojar con la mezcla de almíbar y ron.
Poner encima el helado, bien frío.
Montar las claras a punto de nieve, cuando estén duras, incorporarles el azúcar (lo ideal es añadirlo en forma de almíbar para que el merengue no se baje ni suelte líquido en la cocción).
Se lustra la superficie con azúcar glas y se mete a dorar unos 5 min en el horno para que el azúcar caramelice y el helado siga frío.
Servir recién sacado del horno (protegerse bien para evitar quemaduras y accidentes).
Para mayor impacto se puede regar con licor y  flambear. Debe hacerse con mucho cuidado, en un carrito o una mesita auxiliar alejada de materiales inflamables y con algún tipo de tapadera a mano que sirva para detener el incendio, si fuese necesario. Este paso conviene realizarlo delante del resto de los comensales que disfrutarán, sin duda, del espectáculo. Las exclamaciones de asombro están garantizadas (esperemos que sólo sean las de asombro y no las de alarma acompañadas de gritos de ¡Fuego!).

Para el que disponga de tiempo y decida hacerlo con un bizcocho casero
Ingredientes
5 huevos
125 gr azúcar
125 gr harina
10 gr impulsor o levadura Royal
Mantequilla para el molde

Elaboración del bizcocho
Mezclar los huevos, el azúcar y el impulsor. Batir con las varillas sobre un cazo de agua hirviendo, sin tocar el líquido, hasta que los huevos hayan blanqueado y la mezcla esté esponjosa. A continuación incorporar la harina, muy poco a poco, preferiblemente tamizada, con la ayuda de una espátula.
Verter en un molde de silicona antiadherente o bien engrasado con mantequilla y espolvoreado con harina para evitar que se pegue.
Precalentar el horno a 200º y cocer durante 15 minutos.

jueves, 30 de agosto de 2012

El Viejo Continente y los descubridores

"Reading" por Edward John Poynter
La Señora es ciudadana del Viejo Continente en el sentido más tradicional de esa noción. Al igual que las grandes civilizaciones de la antigüedad, su centro de operaciones se basa en la urbe clásica, una gran metrópolis en cuyo centro se reflejen las etapas de su historia, que se pueda recorrer a pie como en sus orígenes y que en cuyo seno lata aún la palpitante vida de una cultura que, desde su nacimiento, rezuma a través de la fachada de sus edificios y monumentos.

Al igual que los antiguos filósofos, la Señora recorre el Foro con tranquilidad. Organiza sus debates y discute puntos de vista. Acude regularmente a los museos a recibir lecciones sobre los grandes maestros en un afán de ampliar su visión y aumentar su cultura. Le interesa el arte por encima de otras disciplinas, aunque no se olvida de sus raíces literarias. Es pausada. Se toma su tiempo para hacer las cosas, prepararlas en profundidad, ahondar en su historia y en su significado. Disfruta al pararse en los pormenores, para extraer todo el jugo a cada momento y recordar los pequeños acontecimientos que rompen la rutina del día a día con todo lujo de detalles. Ha dispuesto su vida a su gusto, ha creado su propia civilización a imitación de aquellas del pasado, y la ha asentado sobre unos sólidos cimientos, en los que cada piedra que los conforman ha sido pesada y medida con precisión.

El Señor dejó atrás la antigüedad en su época de estudiante para pasar a emular a los conquistadores. Al igual que D. Quijote con sus libros de caballería, él tomó prestado los viajes por España de las obras del Mio Cid, recorrió Europa de la mano del Gran Alejandro Magno para saltar a la conquista de América y emular a Cabeza de Vaca. Su inquietud  le arrastra como a Elcano por cualquiera de los cinco continentes y su mundo sin fronteras no tiene más horizontes que los del capitán Cook.

Para el Señor no hay distancias. La Tierra entera es una expedición en proyecto. No busca el asentamiento sino el tránsito. Su curiosidad insaciable le arrastra a la búsqueda de nuevas y antiguas civilizaciones, no como fundador de una, sino como descubridor de lo desconocido y olvidado. Crea sobre ello sus propias reflexiones, adelantado a otros, con un pie puesto en lo que hará mañana.

¿Quién sabe? Quizás en sus viajes descubra al fin el olvidado reino de Atlantis, anclado en un recóndito rincón del mundo. Congeniaría al fin el encanto clásico de una antigua civilización con el misterio de lo perdido.

miércoles, 29 de agosto de 2012

El equilibrio

 "Fence Walking" de Paul Sisson 
Es curioso el equilibrio que rige la naturaleza. Al hacer cualquier estudio, la mayoría de las variables se representan de acuerdo al gráfico de la Campana de Gauss. Este gráfico es en realidad un espejo en el que el eje de ordenadas marca el centro, la media, y a ambos lados se distribuyen de manera perfectamente simétrica el resto de los valores. Un punto en exceso tendrá su equivalente por defecto con la misma relación cuantocualitativa con respecto al eje de la media, con la única diferencia del signo positivo o negativo. Si se analiza este hecho resulta a la vez consolador y preocupante, como corresponde a su representación.

Es un consuelo saber que, cuando nos encontramos con un imbécil, existe alguien en el otro lado del espejo que contrarresta su estupidez. El problema es que puede que a ese no nos lo encontremos nunca, aunque las posibilidades de hacerlo sean, en teoría, las mismas que para el idiota en cuestión. Luego llega Murphy y lo estropea todo y lo que en realidad sucede es que nos encontramos una segunda vez con el tonto de turno. Es curioso que a la hora de evaluar el cociente intelectual, en general la impresión que se obtiene es que hay muchos más necios que listos, cuando debieran de estar equilibrados. Por mucho que se empeñe la curva, creo que Einstein tenía razón y la estulticia humana es infinita.

La felicidad y la tristeza también se reparten cada una de ellas un lado de la gráfica. Afortunadamente la mayoría se encuentra en la zona voluminosa de la campana, la enfermedad surge a acercarse a los bordes, llámese ciclotimia cuando se oscila como un péndulo entre un lado y otro, depresión (los de un extremo) o manía (los del otro). Hay casos desesperados en los que el salto se produce entre los límites más alejados de cada lado y el pobre paciente se encuentra en una permanente cuerda floja en la que alterna temporadas hundido en el más profundo de los pozos con épocas de exaltación de pura euforia descontrolada. Ambas resultan igualmente peligrosas. Del desasosiego paralizante que acompaña a su melancolía pasa a perder la noción del riesgo y la perspectiva de las cosas: comprar, vender, gastar, viajar, conducir en dirección contraria prescindiendo de los límites de velocidad, noches sin dormir... Es inagotable y agotador.

El ansiado equilibrio está en el término medio. Claro que lo de "ansiado" es discutible. Se plantea la pregunta de si ¿es lo mismo media que mediocre? Para los que están en el lado izquierdo de la gráfica, la respuesta es  un no rotundo. Sin embargo, ¿cuántos reconocen estar en ese lado? La apreciación personal de la valía de cada uno no suele concordar con la opinión del resto del mundo al respecto. No creo que nadie cambiara el lado derecho de la campana en lo que a inteligencia, optimismo, felicidad y salud se refiere por ese hipotético lugar de honor. Aún encontrándose en ese supuesto, el coincidir plenamente con el punto concreto en cuestión tampoco permite cantar victoria. El balancín que lo determina  es en exceso sensible y la carga de cada extremo varía continuamente. Deslizarse hacia los lados resulta mucho más fácil que recuperar de nuevo el ansiado centro, y la experiencia demuestra que caer hacia la izquierda es infinitamente más sencillo que hacerlo hacia el de los favorecidos, aunque la estadística, que curiosamente es la disciplina de las ciencias exactas dedicada a lo inexacto, no lo perciba así.

martes, 28 de agosto de 2012

¡Al abordaje!

"Peter Pan" por Nadir Quinto
Asomar la nariz fuera de la sala de consulta supone un abordaje en toda regla por los pacientes que aguardan su hora en la sala de espera. Independientemente de que funcione mejor o peor el sistema de llamada, siempre están convencidos de que el error va a surgir en su caso y te acompañan amablemente hasta la puerta del baño mientras te muestran el papel de cita. Hay veces que, efectivamente, tienen razón y les explicas que, o cambian de sala de espera, y van a la del Servicio que les corresponde, o nunca escucharán su llamada. En la mayoría de los casos, sin embargo, lo único que requieren es confirmación de que están donde deben.

Cuando esto ocurre día tras día, de forma continua, una se ve obligada a aguantar sin moverse dentro de la consulta hasta que no le queda más remedio (la vejiga de un cirujano está bien entrenada, hecho al que contribuyeron también los viajes ininterrumpidos de mi infancia, y posee una capacidad casi ilimitada). Cuando salir es inevitable, una se ve rodeada al instante, acosada sin posibilidad de escapatoria, lo que termina por resultar, no sólo molesto, sino realmente irritante. Hay casos en los que, a pesar de que la cita se refiere a otros servicios, y el paciente es consciente de este hecho, espera que su prisionero sea igualmente capaz de resolver sus dudas. Algunos impresentables no atienden a razones y, con su insistencia, generan situaciones violentas. Persiguen al médico, sin respeto por el espacio vital de éste, y se meten detrás de él en la consulta, donde trata de refugiarse. Una vez allí, incluso se muestran agresivos.

Con la intención de evitar el acoso, se sale por las puertas de los extremos para así no tener que cruzar más que una mínima zona de la sala de espera (que se recorre a paso vivo de marcha atlética). Claro que, hay pacientes avezados que ya se han percatado de la artimaña y aguardan allí la aparición del incauto en cuestión.

El problema es que la buena voluntad y la disposición no arreglan nada. Por el contrario, lo único que consiguen es crear un corro creciente de pacientes confusos alrededor que, si una se dedica a atenderles, no le permitirán continuar con su trabajo. Los Servicios de Atención al Paciente, mientras tanto, viven cómodamente en sus oficinas, alejadas del tránsito general. Los pacientes sólo requieren su asistencia cuando se les escapan los mucho más accesibles médicos que circulan por los pasillos. Eso sí, algunos miembros de ese atento servicio (tan cívicos que acostumbran a aparcar en la misma puerta, en doble fila, sin ningún tipo de miramientos por los vehículos a los que bloquean) buscan el modo de quitarse al paciente de encima con la mínima incomodidad para su persona. En el caso de enfermos demandantes, que han perdido su cita por distintas causas (impuntualidad llamativa, de hasta horas, errores en el día "¡ay, era ayer, pero voy igualmente!", caraduras sin respeto por los que se atienen a las normas, del tipo de "no tengo consulta pero me presento en la puerta para que me atiendan ya", etc), su estrategia se basa en satisfacer sus requerimientos de forma inmediata, aunque eso implique sobrecargar el trabajo de los médicos. En ocasiones interrumpen la consulta con una llamada para obtener el permiso previo del facultativo. Si no lo consiguen tampoco les importa demasiado. En ese caso lo que sucede es que, directamente y ya sin molestarse en preguntar, le proporcionan al reclamante otra cita, por supuesto duplicada, para ese mismo día. Escogen la agenda de otro doctor de la especialidad en cuestión, al que creen ignorante del incidente y que, generalmente, ha sido testigo de sus manipuladores tejemanejes desde la consulta de al lado. El paciente se va satisfecho aunque el galeno diste mucho de compartir ese feliz sentimiento. La indignación no le sirve de nada ante el enfermo que esgrime triunfante su nueva hoja de cita. Con semejante proceder, la sensación que se obtiene es la de tener al enemigo en casa, con el problema de no disponer de un Servicio de Atención al Médico que salga al contraataque.

lunes, 27 de agosto de 2012

"Caballos de Feria" por el tito Pepe

La autoría de la siguiente entrada corresponde al tito Pepe, anfitrión de todos los aficionados al arte ecuestre y taurino de la familia. 

"De la granja y durante veinticinco años, han salido, sin excepción, nuestros caballos para el tradicional paseo de la mañana. Tonca, Lucero, Fortuna y Antares, nos hacían disfrutar desde aquella salida. El abuelo, la abuela y las titas Mercedes y Pepi, nos despedían desde el porche con verdaderas muestras de júbilo, sobre todo cuando, perfectamente vestidas con el tradicional corto andaluz, aparecían la abuela Marina montada en Fortuna y la “Señora” la imitaba a lomos de nuestro encantador Lucero. Antares y el comandante por un flanco y Tonca y yo por el otro nos limitábamos a dar escolta a las dos elegantes amazonas.

Nada más enfilar la gran Avenida nos mira de reojo El Minero de Linares, con esa enigmática sonrisa que quiso otorgarle D. Víctor de los Ríos, allá por los años 60. Al entrar en la plaza del Ayuntamiento empezamos a notar el rumor de la gente y somos objeto de las miradas atentas de los paisanos que pretenden identificar a los pseudo-centauros: saludos, vídeos, fotografías y, cómo no, algunas más que efusivas palmas de los más sorprendidos.

Ya por la estrecha calle ventanas, el acompasado cascoteo de los caballos apaga el ruido de los motores que nos siguen, sin posibilidad de adelantamiento, dando muestras de una cortesía inusual. Se asoman los niños por las ventanillas hasta casi tocar a los caballos. La mañana termina con unos paseos por el ferial, mezclados entre el gentío y con el disfrute de un buen vino, y su tapa correspondiente, ofrecida por amigos y familiares. Las sonrisas van de oreja a oreja.

Regresamos, comemos y damos comienzo a la tarde con la preparación de Fortuna para su cita con el alguacilillo de la Plaza de Toros. Tras enjaezarla adecuadamente, se la engalana con las cintas de la bandera de España trenzadas sobre crines y cola. María es la encargada de llevarla hasta el patio de caballos de la plaza.

María, acorde con la etiqueta de la caballería, se viste con una terna negra con ribetes rojos y cuya botonadura de plata adorna la chaquetilla. Caireles, del mismo metal, ajustan su ceñido pantalón y dejan asomar unas impecables botas. Lleva acopladas en sus talones las espuelas que le regalé yo, su orgulloso padre. Como tocado imprescindible: un sombrero cordobés de ala ancha y de fieltro color rojo calado hasta las cejas que deja ver en su nuca un sencillo moño, sujeto con peinetas doradas y cintas con los colores de la bandera de Andalucía.

Espectaculares, yegua y amazona, llegan al Pasaje del Comercio donde espera la banda de música que ameniza el festejo y que, tradicionalmente, recorre el espacio desde el Rin Bar hasta el corso de Santa Margarita, mientras anima a la gente que empieza a entrar en la Plaza.

El director de la banda de música anuncia la partitura de Agüero. Suena el espectacular pasodoble, casi majestuoso. Los trombones y los bajos no pueden fallar, son la base de la entrada. Fortuna piafa, el ruido de los cascos sobre los adoquines forma parte de la partitura. La plaza revienta entre gritos de euforia, algarabía, piropos…

A Fortuna todavía le queda saltar a la arena, colocarse delante de las más grandes figuras del toreo actuales y ofrecerles su ritmo cadencioso que les conducirá hacia el triunfo... o hacia la muerte, muerte como la de aquella tarde fatídica, la del 28 de agosto de 1947 cuando Manolete hizo su último paseíllo. Desconozco el nombre del caballo que abrió plaza aquella tarde, pero estoy seguro de que no se llamaba “Fortuna”.

¡Feliz Feria de San Agustín para todos!

                                                      El tito Pepe"

Feria

Cartel ganador diseñado por Choce
Final de Agosto, final de la siesta. 40 grados a la sombra, donde la hubiese, y 50 (comprobados tras hacer estallar el termómetro de alcohol rojo del salón) bajo el sol de rayos de plomo que rebotaban en la galena argentífera de las piedras de la era y se irradiaban desde el suelo y el cielo para saturar el aire del calor más puro, seco y polvoriento de Jaén. La piscina, habitualmente objeto de deseo, desierta. Los primos, vestidos de personas, con los bañadores colgados a secar en el patio y los zarrapastrosos disfraces de gitanas canasteras olvidados en algún rincón de la granja, con el pelo acicalado a satisfacción de la Baronesa y preparados para partir desde lo que nos parecían hora, esperábamos, sentados en el porche en impaciente silencio, al chófer de turno.

Los mayores se jugaban el temido puesto a los chinos. El que perdía, nos montaba a los 10 ó 12 de turno, apilados en triple fila en los asientos de su utilitario (que daba igual que se tratase del diminuto AX de mi tío, del 1430 familiar, con su apreciado hueco extra en el maletero en el que cabían hasta 4 de los pequeños, o del posterior Mercedes alemán de mi padre). Enlatados como anchoas, iniciábamos felices el ascenso hasta la Feria.

La caridad de los mayores nos proporcionaba fondos suficientes para subir a un par de cacharros y disfrutar de un viaje de vértigo. La elección era importante. Bajo un sol de justicia, amenizados por la melodía musical de cada carrusel y la estridente voz de la megafonía de la tómbola, recorríamos las ruidosas instalaciones de principio a fin hasta decidirnos. Escogíamos la atracción con más aspecto de estimular nuestro laberinto, o de rompernos la crisma en el intento. Si en algún momento colgábamos cabeza abajo, no cabía duda, hacia allá nos dirigíamos. Esa era una de nuestras aspiraciones: subir a una montaña rusa con looping. Por desgracia semejante invento sólo parecía existir en las fotografías de Disneyworld y aún tardaría en hacer su aparición estelar en Linares.

"Circo Golondrina" de Emily Winfield Martin
No podíamos montarnos todos juntos en la misma hornada o aquella ansiada tarde se acabaría demasiado pronto. Nos distribuíamos en varias tandas. Unos veían desde el suelo a los otros alzarse en las alturas. A la hora de gritar, ambos grupos lo hacíamos a la vez. Cada sacudida, cada giro, cada aceleración era sentida y vivida por ambas partes. Los más pequeños gritaban "mamá, mamá", al ver pasar a su adorada madre al completar cada una de las vueltas del tiovivo. No había que llevarse a engaño. Las lágrimas no eran de miedo, sino de felicidad al cabalgar sobre uno de aquellos caballos de plástico de colores imposibles. ¡Cómo disfrutaban los chiquillos! ¡Cómo lloraban después, agarrados a su madre, con la pena de abandonar el precioso caballo, compañero de dichas y fatigas! Parecían pasarlo tan bien como en el cine de verano de la Plaza de Toros cuando fuimos a ver Bambi: 13 primos con dos titos llenos de ilusión y optimismo. De entre ellos, 7 niños menores de 7 años. Se oye un disparo y, a continuación, los berridos de los 7 infantes llorando a moco tendido y gritando "¡han matado a su mamá!". No hubo consuelo, ni tampoco repetición de la experiencia ese año. Creo que las lágrimas de los mayores sólo despertaban el recuerdo de aquel estremecedor momento y no la ansiada compasión que condujese al olvido... y a una nueva película.

La Feria no se terminaba ahí. Mientras los primos buscábamos la manera de descalabrarnos a toda velocidad, el tito Pepe salía montado a caballo en el paseíllo de las corridas que se organizaban en la Plaza, cerrada para el séptimo arte en esas fechas para así abrir su Puerta Grande a las figuras de la lidia. Desde que con siete u ocho años de edad vi una corrida por la tele, y lloré amargarmente cuando murió el toro, nunca me he sentido atraída por la Fiesta. La tensión, el miedo a una cogida, la congoja final, siempre han superado la curiosidad que pudiese generarme el presenciar en directo una faena. Quizás la única parte que me llamaba la atención de todo el espectáculo era, precisamente, el paseíllo, y posiblemente se debiese a las pintorescas descripciones de mi tío al respecto. Se eleva el calor desde el ruedo, el ardor de los aplausos recibe a la cuadrilla entre el polvo de la arena. El blanco deslumbrante de la cal se rompe con marcos alberos y el rojo oscuro de las barreras. Resplandecen los trajes de luces, ondea la capa de grana, el torero cita al toro. El bravo animal embiste, rota el capote en amplias verónicas que le acarician el rostro. Ante cada carga, el público permanece petrificado, apenas se escapa algún tenso suspiro. Surgen caballos cubiertos por largos petos. Los picadores clavan la punta de la puya en la espalda del la fiera. El presidente da paso a la suerte de banderillas: aguijones, sacudidas... Llega el momento final. Se abre la muleta, el estoque rasga el aire, se hunde en la nuca del noble animal que se tambalea y cae sin vida. El sonido se libera y estalla entre un sinfín de pañuelos blancos agitados en las gradas.

Por las noches la ciudad no dormía. Se organizaban conciertos a los que, al igual que a las corridas, nunca asistimos directamente. Durante la adolescencia, tras haber perdido la encarnizada batalla de insistentes súplicas para que nos permitiesen ir, nos conformábamos con sacar las sillas a la era de la granja y cruzábamos los dedos con la esperanza de que el inexistente viento de Agosto soplase en la dirección correcta y trajese hasta nuestros oídos alguno de aquellos acordes. Era un ejercicio de imaginación en el que competíamos por averiguar el título de la canción de turno. Si se conocía el grupo era más fácil.

"Lola Montes" por Henry Clive
Tan sólo en una ocasión fui a las casetas por la noche, también con mis primas, aunque para entonces ya no eramos unas niñas. La deseada montaña rusa con looping había llegado a Linares, pero ya habíamos perdido nuestro interés en ella y pasamos de montarnos para sufrir la experiencia. A medianoche al principio, y de madrugada después, comprobamos que hacía el mismo calor que durante el día, que habíamos pasado agradablemente en remojo en la piscina. Las sevillanas sonaban una tras otra, se alternaban rápidas con lentas. Entre vuelta y vuelta, un chupito de "palecrín" helado, ligero y algo dulce. Refrescante. Delicioso. Más sevillanas, más palecrín. Nunca antes había oído hablar de esa bebida. Pregunto. Alguien trae una botella. En la etiqueta se lee "Pale Cream" ¿Cómo no había caído? Supongo que mis neuronas nadaban en "palecrín".

domingo, 26 de agosto de 2012

Felicidades Mar

"Pretty Girl" de Frances Hook
Cuando era pequeña, mi tío llamaba a su hija Maria del Mar, su parchajete. El motivo era porque, inexplicablemente, la niña se las ingeniaba para llevar permanentemente la cara decorada con algún parchajo de mugre. No le duraba limpia más que el instante que el adulto de turno empleaba en frotársela. No es que la chiquilla se dedicase a arrastrarse por la tierra de la era según salía de la bañera, ni tampoco limpiaba los muebles con sus redondos mofletes, pero el caso es que poseía un curioso magnetismo que provocaba que terminase tiznada con cualquier cosa que hubiese a mano, o a trasmano. 

Curiosamente, era una niña bastante buena y con una enorme paciencia. Nunca llamaba la atención por sus trastadas, a diferencia de algunas de sus hermanas, cuyas ocurrentes barrabasadas bastaban para cubrir el cupo completo de la amplia familia. Le encantaba dibujar y podía pasarse horas tranquilamente sentada mientras rellenaba hojas y hojas con sus preciosas muñecas. En eso tenía un fiel compañero en Choce, con quien además compartía clases, maestros y aula en el colegio. Ambos eran inseparables.

Siempre ha sido muy constante. Trabajaba como una hormiguita y prestaba atención a todo lo que sucedía a su alrededor para luego aplicarlo en obrar con prudencia y buen sentido. Así como los parchajos acabaron por desaparecer de su cara y fueron sustituidas por unas preciosas facciones, sus cualidades se han quedado bien arraigadas y da gusto estar con ella. Su sensato punto de vista ahora lo emplea en abrirle los ojos a toda la familia. 

¡MUCHÍSIMAS FELICIDADES MAR!

sábado, 25 de agosto de 2012

11:30 a.m: Hora Coca-cola

Aprovecho la pausa publicitaria del día para comentar algunos cambios en el blog:

- En el margen izquierdo he incluido un link al Literary Jukebox de Brainpickings: una breve cita literaria asociada a una canción que se renueva diariamente. El que lo desee sólo tiene que pinchar para leer y escuchar. Merece la pena.

- He cambiado las entradas que se muestran en el margen izquierdo del blog y en lugar de las más leídas, el blog escogerá las que mostrar de manera aleatoria. Me pareció una idea más interesante que exhibir siempre las mismas y ayer, ¡al fin!, conseguí instalarlo.



Cuando terminaron con los cimientos, empezaron a subir...


El edificio llegó a su fin, ya no quedaban pisos, y los cristales sólo precisaban retoques ocasionales. La solución: ¿tirar piedras para romperlos? Peligroso, a lo mejor los policías no se mostraban en exceso comprensivos. ¿Resignarse y prescindir del momento? ¡¡¡No!!! Nada como un fondo común para calmar la sed...


Entre bastidores, siempre están las listillas que buscan asientos preferentes: 



Para las que han llegado hasta aquí, seguro que se han olvidado de lo que había escrito al principio de este post, así que les recuerdo que hablaba de los últimos cambios en el diseño del blog. 

viernes, 24 de agosto de 2012

Tortillitas gaditanas de camarones

"Cádiz" de Ernest Descals

Hermanísima está en Cádiz con la Señora y el resto de la familísima. Suelen llamarme por teléfono por las tardes para mantenerme informada de los detalles de sus vacaciones. Ayer mi madre me puso el sonido del mar para que me sirviese de desintoxicación del ruido de Madrid. Sentí no poder disfrutarlo en directo, pero aunque se oía algo lejos, con los ojos cerrados y un poco de imaginación, podía hacerme a la idea de lo que sería estar allí. Le agradecí ese detalle.

Recuerdo de Cádiz los paseos por la playa hasta entrar en la ciudad por la Puerta de Tierra. Callejear bajo sus balcones y descubrir sus plazas, que se abrían delante de nosotros de manera casi inesperada, con sus tentadoras terrazas y los bancos bajo la sombra de sus árboles. Recorríamos hasta la última piedra y nos sentábamos en la fresca Alameda de Apodaca, junto a los ficus de los conquistadores, y mirábamos el mar. Cuando nos apetecía y nos entraba hambre, buscábamos un sitio en el que comer pescadito de ese que sólo se encuentra allí. A última hora de la tarde, nos bajábamos a contemplar la larga puesta de sol desde la playa, y nos quedábamos allí hasta que la última luz se ocultaba tras el castillo de San Sebastián. Caminábamos por la playa de la Victoria, seguíamos por la playa de Cortadura, descalzos, con los pies apenas hundidos en el barro blando y suave de la marea al retirarse.

Cádiz son balcones, plazas, playas, mar, amaneceres radiantes y ocasos en llamas. Cádiz son árboles mágicos, fortalezas encantadas que se transforman bajo la luz. Cádiz son sabores del océano en tierra de conquistadores.

Tortillitas gaditanas de camarones

Ingredientes
250 gr. de camarones (idealmente vivitos y coleando, en caso de que no se encuentren, y el que lo haga que informe de dónde los ha sacado, valdrían también congelados)
150 gr. de harina de trigo.
150 gr. de harina de garbanzos (si sólo se usa la de trigo, las tortas se hinchan como buñuelos, en vez de quedar planas y crujientes)
Tres cebolletas, preferiblemente de las rojas.
Un manojo hermoso de perejil bien picado.
500 ml. de agua con gas (para conseguir el característico y aspecto de encaje crujiente que festonea los bordes)
Sal
Aceite de oliva virgen extra, por supuesto de Jaén (para freírlas)

Elaboración
Lavar bien las cebolletas y el perejil y picar en trocitos muy, muy pequeños (brunoise). Reservar.
En un cuenco o bol echar el agua y, a continuación, la harina de trigo y la de garbanzos previamente tamizadas.
Mezclar bien con una varilla o tenedor hasta conseguir una masa homogénea, tendrá que quedar un tanto liquida.
Agregar los camarones, la cebolleta, el perejil y una pizca de sal. Remover todo muy bien para que se impregne con la masa.

Freír
Poner el aceite en la sartén a fuego fuerte.
Cuando el aceite esté bien caliente - casi humeando - freír las tortillitas de una en una: echar una cucharada de masa en el aceite y al poco rato darle la vuelta para que se dore por los dos lados.  Probar a hacer una tortita y corregir con agua o harina la consistencia, en el caso de que fuera necesario.
Depositar las tortillitas en un plato o fuente con papel absorbente para retirar el exceso de aceite.
¡Comer bien calientes!

jueves, 23 de agosto de 2012

Disfraces

¡Hasta el mismo Zeús se disfrazaba y adoptaba diferentes formas con las que engañar y seducir hermosas doncellas! ¿Qué era el caballo de Troya sino un disfraz con el que infitrarse tras las líneas enemigas? Si la Grecia clásica creo un mito al respecto de este tema, esta claro que sus orígenes se remontan incluso más allá de este periodo.

Los datos históricos carecen de importancia cuando eres un crío y buscas un disfraz. Para lo único que se tienen en cuenta es para adoptar la vestimenta correspondiente a la época. Una túnica griega o un toga romana son recursos de lo más socorrido: una sábana blanca con unas cintas con las que ceñir la tela al cuerpo y listo, no se precisa nada más. Si se es afortunado y se cuenta con un bonito disfraz, preferiblemente de protagonista de cuento de hadas, cuanto más pequeño se sea, más ganas darán de lucirlo a todas horas y en cualquier lugar.

El primer disfraz que recuerdo fue uno de Caperucita que, al igual que al personaje del cuento, también me había hecho mi abuelita. Era una capa de vuelo roja, con capucha, atada al cuello con un lazo de raso de seda, muy suave, color carmín. Me encantaba aquella caperuza y supongo que es por su culpa por lo que siento debilidad por las cosas con capucha. Además llevaba una faldita corta, azul celeste, con rayitas verticales, enaguas con puntillas y un diminuto delantal, ambos blancos. A mi hermanísima le tejió, para ir a juego, un jersey de "loba", marrón chocolate con un gorro con orejas (el morro que le faltaba se lo ponía la chiquilla).

En Linares, con mayoría aplastante de féminas, el tema de los disfraces estaba a la orden del día. En invierno revolvíamos todos los armarios, arcones y cajones de la granja, a la busca y captura de prendas anticuadas y olvidadas con las que cambiar nuestra imagen. En el proceso aparecían también fotos y viejas cartas que cotilleábamos sin ningún tipo de respeto por la intimidad de sus dueños (en realidad no eramos conscientes de que estuviésemos infringiendo ninguna regla). En una de esas cacerías de tesoros descubrimos un romántico telegrama de el Gris a Lucky, que nos entusiasmó a todas.

En verano, con el calor, lo ideal era pasar el día en remojo y en bañador. Bastaban unas toallas enrolladas para transformar el ambiente en el de un harén y sentirnos como María Montes en Sherezade. Cuando en Agosto llegaba la feria, todas las primas ansiábamos vestirnos de "gitanas". Ante la negativa de los mayores de comprarnos el vestido en cuestión, logramos nuestro propósito gracias a un baúl que encontramos en el cuarto de los juguetes (un viejo granero también conocido por los mayores como cuarto de las ratas). En su interior hallamos los viejos trajes de sevillanas de nuestras madres y, sin ningún miramiento por su pasado, nos hicimos con ellos. Hay que admitir que éramos unas gitanas de la variante zarrapastrosa. Los vestidos estaban llenos de mugre pero, total, para revolcarse con ellos por los viejos gallineros y subir a los tejados, su estado no era una cuestión relevante. Al igual que las sábanas de los romanos se precisaban cintas para ajustarlos al cuerpo. Mi madre y mis tías habían llevado esos vestidos en su adolescencia mientras que nosotras no teníamos más allá de 7 u 8 años de edad. Aún así, nos veíamos muy favorecidas con aquellos aplastados volantes de lunares que arrastrábamos a nuestra espalda como una bata de cola. Estábamos tan orgullosas de nuestros harapos que pretendíamos lucirlos en la Feria. Por desgracia nuestros mayores se negaron a ello, sin peros ni discusión posible (en esa época, las decisiones de los adultos eran así).

¡No sólo las primas nos disfrazábamos en la granja! A veces los mayores también nos sorprendían (de algún lado debíamos de haber heredado aquella inclinación). Recuerdo unas navidades en las que fueron ellos los que nos dieron el espectáculo a los pequeños. No se me olvidará la imagen del Catedrático con un sostén de mi abuela relleno de "vaya Ud. a saber qué", un jersey rojo ceñido, una falda negra de tubo, medias de rejilla y un pelucón cardado de mi abuela. Se puede afirmar que, salvo por el bigote, estaba arrebatador. Si Billy Wilder le hubiese visto entonces, seguro que le habría ofrecido el papel protagonista de "Con faldas y a lo loco", aunque también podría haber encajado en una, no muy dulce, "Irma".

Además de mi primera caperuza, y de aquellos mugrientos trajes, tuve otro par de disfraces. Mi favorito era el de ninfa. Me lo regalaron con 6 años y que me lo puse (sin cremallera, afortunadamente estaba en la espalda y el vestido era corto, vaporoso y ¡rosa!) hasta los 13 ó 14 años. A esa edad desapareció misteriosamente y lo tuve que sustituir por los tules de la falda de ballet. Esta prenda tampoco era auténtica sino que, en su remoto origen, había sido un velo de novia que encontré, tristemente abandonado, en un arcón de maravillas de la Granja y que reciclé, cosiéndole una goma en la cintura, para mis propósitos. Otrora, había pertenecido a mi tía Merche.

"Masked Beauty" John Harrison Witt
Con la edad he perdido el valor necesario para disfrazarme. Que no los lleve no quiere decir que me hayan dejado de parecer bonitos. De hecho, fue su recuerdo lo que me hizo regalarle a mis sobrinas los vestidos de Bella y Blancanieves. Aquellos trajes fueron un gran éxito: la primera noche las crías durmieron con ellos puestos y, a la mañana siguiente, hermanísima se las vio y se las deseó para conseguir quitárselos y evitar que fuesen al colegio ataviadas de esa guisa. A pesar de su encanto, el sentido del ridículo no me permite asomar la nariz a la calle con uno de ellos puesto (sí a hermanísima que, con la excusa de su labor de maestra, se planta en Halloween y Carnaval lo que le viene en gana). Eso sí, las pinturas de guerra forman parte indisoluble del ritual diario, aunque los trajes de princesa se limitan exclusivamente a las bodas.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Dr. Herodes

"Before the shot" de Norman Rockwell
Hay ocasiones en las que algún paciente adulto entra en la consulta convencido de que está mal citado, tras fijarse en la cantidad de críos que llenan la sala de espera. No hay ningún error, los niños son el pan nuestro de cada día. Pese a su reducido tamaño, son capaces de soliviantar el ánimo tanto del resto de los pacientes como del médico que tiene que explorarles. Claro que, el ver a un bebé entrar por la puerta no significa necesariamente ponerse a temblar. Aunque parezca increíble, también hay criaturas que demuestran un sentido común extraordinario. Recuerdo uno en concreto que me impactó. Era la primera vez que le veía. El chiquillo contaba entonces con dos años y medio de edad. Después de historiarle y explorarle, con gran colaboración por su parte, le explique a la madre que estaba indicado operarle. El niño, muy formal en todo momento, decidió que se aburría con nuestra charla y se levantó pero, en vez de ponerse a trastear por la consulta, como es habitual, nos dijo muy serio: "cómo vosotras todavía tenéis cosas que hablar, me voy a esperar fuera, con el abuelo".  El día de la cirugía entró en quirófano sin rechistar. No sólo eso sino que, encima, consoló a su madre y, en las sucesivas revisiones, se comportó mejor que muchos adultos.

"Sunday" de Ray Caesar
Por supuesto la otra cara de la moneda es la de la madre condescendiente que, tras un intenso diálogo con su nada cooperante hija de 8 años, decide que, dado que la lumbrera de su niña no quiere tomarse el tratamiento, no va a dárselo. Supongo que, por la misma regla de tres, tendrá que acordar diariamente el menú y el vestuario con su pequeño monstruo. Como se dice: en el castigo llevan la penitencia, y serán ellas las que tengan que aguantarse mutuamente durante el resto de sus vidas. Eso sí, espero que mantengan sus teorías y su estupidez bien lejos de mi consulta porque, lógicamente, ante semejante actitud, le doy el alta. No le veo el sentido a que agoten mi paciencia y ocupen el tiempo de cita de otro paciente que sí que esté dispuesto a cumplir las recomendaciones terapéuticas.

Si bien es cierto que algunos de ellos son pequeños monstruos, por lo general, la culpa de su insoportable comportamiento la tienen sus padres. Cuando el progenitor, ante un enano berreante que se cierra en banda, cocea como un poseso y escupe espuma por la boca, te pide que "dialogues" con él, lo único que consigue es reforzar tus ganas de inmovilizar a la fiera con una llave de karate. Una vez se halle el energúmeno fuera de combate, nada me gustaría más que explicar al diplomático padre, al que evidentemente su razonamiento le funciona maravillosamente para controlar a su hijo, que la filosofía de ese arte marcial se acerca más a mi línea de pensamiento que la estupidez que proponía. Eso, o la idea de sugerirle que se someta a un transplante de cerebro porque, como dice House, no llegó al reparto en su momento y rellenaron el hueco con algo de serrín o, si tuvo suerte, puede que le tocase un trozo de hígado. Por desgracia la inteligencia es hereditaria y su verraco seguirá sus pasos, a la que habrá que añadir la excelente educación y los impecables modales que, seguro, aprenderá de su ejemplar predecesor.

Hay otras ocasiones en las que una no sabe dónde meterse. El asombro de ver mamar, en directo y en la consulta, a una criaturita salvaje de casi tres años, para calmar con ese método a la desconsolada fiera, que casi había conseguido morderme con todos sus dientes al explorarle, casi provocó que se me saliesen los ojos de las órbitas (lo que evité no apartando la mirada del ordenador). Y no, la madre no pertenecía a ningún tipo de tribu ajena a las reglas de la sociedad convencional, aunque francamente opino que había llevado las obligaciones de la lactancia natural hasta el último extremo. Evidentemente, no por ello había conseguido mejorar ni la inmunidad ni el comportamiento de su retoño, aunque su retraso madurativo se explicaba fácilmente según la cronología del desarrollo por la que se guiaban sus progenitores.
"Hansel y Gretel" Kay Nielsen


Al enfrentarme a ejemplos como estos últimos, por desgracia no son los únicos e incluso los hay peores, no puedo evitar preguntarme si alguien conocerá la ubicación de una casita de caramelo donde enviar a estos seres para alegrarle la vida, y el estómago, a la bruja que la habite. En ese caso le rogaría que me dejase los datos en los comentarios. Gracias.

martes, 21 de agosto de 2012

Afectividad natural

Donald Zolan
Al nacer, hoy hace 4 años, Dupita era un bebé blanco y tierno, de suaves mofletes hendidos con graciosos hoyuelos. Un bebé comestible, tan apetecible como un dulce panecillo. Sin embargo, las apariencias engañan y la criatura nunca se ha mostrado dispuesta a dejarse achuchar por cualquiera fácilmente. La pequeña siempre ha sido muy selectiva en lo que respecta tanto a recibir como, especialmente, a regalar carantoñas. Tras evaluar detenidamente al pretendiente a su cariño, y contemplarle fijamente con sus ojos redondos rodeados de negras y espesas pestañas, como los de un personaje de Disney, la niña decide si el candidato en cuestión es merecedor, o no, de sus atenciones. El dictamen es negativo con cierta frecuencia y sólo la insistencia de sus padres consigue vencer, y no siempre, sus reticencias. Son ellos, junto con su super-abuela Li, las únicas personas que pueden contar con espontáneas muestras de afecto por parte de la desdeñosa princesa. El resto, tras echar una instancia, debemos hacer méritos para ganárnoslas. En ese sentido es digna bisnieta de la Baronesa, de la que también ha heredado su maravillosa piel, al igual que su antepasada sabe cómo hacer valer sus besos y no los concede así como así.

Es lista y pícara como ella sola. Le toma el pelo al buenazo de su hermano, que aún es demasiado joven para saber que no se debe confiar en las mujeres, aunque con semejante maestra no dudo que aprenda rápidamente. No se me olvida una anécdota en una de las barbacoas de mi hermano: la pobre chiquilla estaba enferma, con unas décimas de fiebre, apagada y, por supuesto, desganada. En Medicina nunca se tienen todas las respuestas y ese día descubrí las propiedades curativas de un buen jamón ibérico, por encima de las del Dalsy. Fue oler aquel plato y a la chiquilla se le abrió milagrosamente el apetito. Pian pianito devoró, disimuladamente y una por una, todas aquellas lonchas. Mientras tanto, el resto estábamos pendientes de las parrillas, la conversación, los saludos a los nuevos invitados. Entre los besos de recibimiento a unos y otros, picábamos algo del resto de los aperitivos. Aprovechando la distracción, la enferma se puso tibia, terminó el plato entero ella sola. Le desapareció tanto la fiebre como el cansancio, le volvió el color a las mejillas y recobró su acostumbrada energía (evidentemente su picardía no la había perdido). Con aquel atracón no sólo demostró haber recuperado su apetito acostumbrado sino que también se le despertó todo el que le había faltado previamente porque, además, pidió repetir.

Espero que hoy, la Bella princesita no haga mucho el papel de Bestia huraña, que hay que reconocer que cada vez sale menos a relucir, y disfrute de su día con los abrazos de todos, un beso de Posti, una deliciosa tarta y, por supuesto, un estupendo jamón.

¡MUCHAS FELICIDADES CHIQUITINA!

lunes, 20 de agosto de 2012

Mortalidad

"Nostalgia" de René Magritte
La idea de la mortalidad humana forma parte intrínseca del día a día de la Medicina. Siempre está ahí, se convive con ella. Se intenta doblegar, prolongar, luchar contra lo inevitable, dejarla de lado, convertirla en algo ajeno. No obstante, hay instantes en que su presencia es tan evidente que resulta incluso palpable en el ambiente. No es preciso enfrascarse en ninguna tarea extraordinaria para sentirla. Simplemente, una mañana al recorrer los pasillos del hospital, aparece de forma inesperada gente refugiada en un rincón, sumida en la tristeza que provoca la pérdida de un ser querido. Se es testigo involuntario y fortuito de su dolor. Un dolor que les envuelve en una burbuja y que les hace sentirse extraños ante el resto del mundo. Un dolor hondo, que busca consuelo, sin hallarlo, en el llanto. Un dolor que se soporta en el apoyo de los seres más cercanos, los únicos que caben dentro de la burbuja. En el interior de ese mundo apagado y gris, cubierto por una atmósfera densa y pesada, cuya espesa niebla ahoga los sentidos, no se escucha más sonido que el de la respiración al convertirse en sollozos. Un abrazo sostiene, se opone a la voluntad de dejarse arrastrar hasta hundirse sin remedio. En un abrazo se agarra la solidez de alguien real y vivo. Se sacan fuerzas de la comprensión de otros, muchas veces igualmente afectados, con la esperanza de que, al compartirla, la pena se mitigue y deje de resultar abrumadora.

Al encontrarse con esa escena, se hace un nudo en la garganta y el espectador casual no puede evitar sentirse como un intruso. Pasa rápido, en respetuoso silencio, procurando que su presencia pase desapercibida, sin alterar la fragilidad del duelo. En esos momentos no se sabe qué hacer, se desearía ser capaz de ofrecer algún tipo de alivio, pero ante la impotencia, uno se limita a evitar irrumpir en ese entorno íntimo y privado.

En algunos casos el médico sí que forma parte del suceso. No pertenece al grupo de los íntimos, pero si se ha mantenido una relación larga con el paciente, basada en la confianza y la sinceridad, e inevitablemente en el cariño, la familia buscará su comprensión y su apoyo. La medicina trata de curar, de luchar por la vida, pero por mucho que se prolongue, la muerte es el final para todos. Lo más difícil no es la técnica de una cirugía, ni el enfrentarse a las complicaciones, ni el miedo ante las propias limitaciones, ni el aprender a  reconocerlas y solicitar ayuda para superarlas. Tampoco lo es el luchar contra el cansancio de las guardias y sacar fuerzas de flaqueza, y de paciencia, de donde ya no quedan. Lo más duro es decirle a un enfermo que su caso no tiene remedio, que las armas se han agotado. No todos lo preguntan, algunos no se atreven y otros no desean saberlo y, aunque lo presientan, prefieren guardar silencio al respecto. Pero en muchos casos, llega un punto en el que se arman de valor y te hacen la pregunta y, si la hacen, hay que responder con la verdad. Es su vida y confían en ti. Es duro pero no dramático, no les pilla por sorpresa, ya lo han asumido previamente, sólo buscan oírlo para confirmarlo. No se hunden por ello. Algunos aprovechan ese tiempo para disfrutar de los suyos. Serán felices, y harán felices a los de su alrededor, hasta el último instante de sus inolvidables vidas.

domingo, 19 de agosto de 2012

La violinista sorda



El lenguaje de la música es universal y se comprende con todos los sentidos.
PS: En opinión de House es un anuncio en el que han recurrido en exceso a situaciones dramáticas para  despertar la compasión del espectador. Reconozco que tiene razón pero, aunque sea cursi y peque de patético, eso no quita que me guste el mensaje que transmite y la frase de "Music is a visible thing".

sábado, 18 de agosto de 2012

BRINDIS

"El Brindis" Manet

Venga una copa de vino
que se llene del recuerdo
de los brindis del abuelo
al concluir la reunión.

Aún le veo levantarse
mientras se hacía el silencio,
y con la copa en la mano
improvisaba unos versos

Brindaba por la familia,
brindaba por el amor,
brindaba con voz potente
surgiendo del corazón. 

Sus palabras eran claras,
sus frases eran sencillas,
no necesitaba adornos
para reflejar su vida. 

Compartía en su poesía
su sobria sabiduría,
su gran calidad humana 
y su constancia ejemplar.

Al finalizar... aplausos.
Entre emociones y besos
chocaban todas las copas
y se pedían deseos. 

Deseo no olvidar nunca,
atesorar ese tiempo,
saborearlo despacio,
cual los versos de mi abuelo.

"SAINT EMILION" Philippe Sommer

Hoy se cumplen 21 años de su último brindis, pero el legado del abuelo sigue presente en cada reunión. 


viernes, 17 de agosto de 2012

"El encanto de Li" por mi padre

Tras leer el extenso comentario de mi padre en la felicitación a la tita Li he querido llevar esos divertidos recuerdos a primera plana y convertirlos en una entrada. Transcribo las palabras de su autor.
"School Bus" Joseph Sandora
"En mi vida, la tita Li se sitúa en un puesto entre hija y hermana, así que puedo hablar de ella con total objetividad, naturalmente. Grumpy ha contado su visión infantil (reconstruida, porque tenía pocos meses) en el Canadá, a la que puedo añadir su salida hacia la escuela en esos madrugones terribles, siempre precedida de calentar en el horno (no había microondas) un pastel de mermelada de arándanos que tenía las calorías suficientes para vencer la nieve más tenaz. Luego se subía en el típico autobús escolar norteamericano (son iguales en los dos países) y se dedicaba a su pasatiempo favorito: que todos sus compañeros cayeran rendidos a sus pies. En esta tarea de rompecorazones empleaba el truco infalible de la enseñanza de idiomas, mucho más atractiva en su contexto multilingüe. Así, consiguió, con tremendo mérito, que toda la clase aprendiera a darse golpes en la cabeza repitiendo "culo, culo". No calculaba que esta lección es la que explicaría por qué los políticos piensan con lo que piensan.

Pero en quien sus atractivos causaron estragos fue en mi hermano pequeño, entonces en el inicio de su adolescencia. Para acabar de rematar la faena no se me ocurrió nada mejor que, un día que íbamos a Canena, decirle, al iniciarse una linde: "estas son las olivas de Li". No me di cuenta de que ese predio no tenía otra nueva linde marcada, así que las posesiones oleofrutícolas se extendían sin fin. Corté como y donde pude; pero el efecto fue fulminante. En la próxima entrevista el muchacho aclaró inmediatamente que su interés era por la persona, que aunque tuviera todas las olivas del mundo, le daba igual. La pobre Li no entendía nada, ignorante como estaba de la posesión de tan colosal fortuna oleícola. Las cosas, me parece que por fortuna, quedaron ahí (y las olivas también, sin tanta fortuna, en este caso).

Lo que no quedó ahí fue la evolución de la interesada. He sido testigo privilegiado del desarrollo de uno de los pocos seres humanos por los que tengo todo el cariño del mundo y una admiración sin límites. Su última aparición pública (y utilizo un sustantivo que se aplica a los ángeles), elegantísima, sencilla y majestuosa, fue sensacional. Es la única vez que, en una boda, he visto a alguien simplemente perfecto.

Muchos besos y muchas felicidades, tita Li. Por muchos años."

¡FELICIDADES TITA LI!

"Baby Sitter" Norman Rockwell
Cuando nací, mis padres vivían en Canadá y la tita Li contaba con sólo 13 años. Aún estudiaba en el colegio y se pensó que sería una buena idea que la pequeña de mis tías aprendiese francés y que, para ello, cursase un año en Montréal.

Por supuesto, además de estudiante, le tocó hacer de niñera. Ella fue una de las primeras personas en sufrir mi exceso de entusiasmo. Aunque yo sólo tenía unos meses, cuando se acercaba la hora de su regreso a casa, me invadía la expectación y prestaba atención a cualquier sonido. En el mismo instante en el que oía la llave en la cerradura, tomaba impulso con mi tacataca y, propulsándome en zig-zag como con un coche de choque, me lanzaba contra las paredes del pasillo hasta llegar a la puerta para colocarme delante de ella. Conseguía ser más rápida que mi tía en terminar de abrirla, y la pobre se encontraba con que mi alegre recibimiento le impedía entrar en casa. "Quita, quita, déjame pasar", me pedía a través de la rendija. Yo mientras tanto demostraba mi felicidad con todo tipo de gorgoritos infantiles y trataba de acercarme a mi adorada tita, con lo que sólo conseguía obstaculizar más su paso.

Una vez que lograba entrar en casa, pese a la oposición paterna de "a la niña no hay que cogerla", me hacía todo tipo de carantoñas y juegos, a las que yo le respondía con la misma adoración que un cachorrillo. Por desgracia, mi comportamiento animal no se limitaba tan sólo a mis recibimientos, ni a mis gorjeos ante sus mimos. Mi tita era "mía" y, como tal, debía recalcarlo. Un bebé de apenas 6 meses poco puede hacer para defender su propiedad, así que empleaba el mismo truco que el resto de la fauna a la hora de marcar su territorio. Cuando me tenía que cambiar los pañales y me dejaba sobre su cama, yo aprovechaba cualquier momento de descuido para rodar hasta salirme de la toalla y hacer pis sobre la colcha. Los graciosos aspavientos de mi tía no contribuían a que sintiese que debía enmendar esta práctica, así que mi pobre tía evitaba tener que utilizar su propia cama cuando se ocupaba de la limpieza del bebé.

"Retrato de un niño" de Nicolai Tonitza
Por las tardes me sacaba a pasear pese al frío canadiense. Me enfundaba en un mono polar de color amarillo claro, con patucos, manoplas y una capucha con orejas y un ribete blanco de peluche. Me hacía un hueco en la nieve y, una vez dentro,  movía mis bracitos para dibujar en ella la silueta de un ángel. Al subir al calorcito de casa me preparaba el baño. Mi madre me había comprado una silla para colocar dentro de la bañera y sentarme en ella sin riesgo a caerme. Allí me sentaba y me dedicaba a chapotear con mis patitos y mis muñecos de goma hasta dejar a mi pobre tía tan chorreando como si se hubiese metido conmigo en el agua. Por las noches dormía con ella en la habitación. Al parecer me encantaba cuando movía los pies debajo de las sabanas. Ese relieve en la superficie de la cama, que aparecía y desaparecía, me hacía partirme de risa en la cuna. Algo de aquello debió de quedarse grabado en mi subconsciente porque todavía me hace gracia esa tontería infantil (ante la sorpresa de House, que también acaba por reírse, aunque sea por contagio).

De vuelta a la patria, hermanísima hizo su aparición estelar. Resultó ser aún más efusiva que yo, aunque ella rápidamente se empezó a valer de la palabra hablada (y desde entonces no se ha callado). La tita con su novio de entonces (y actual marido) nos sacaba a pasear y nos llevaba a comer caracoles. En Linares son de pequeño tamaño y los preparan cocidos en un sabroso caldo sazonado con pimienta, un toque de guindilla y abundante hierbabuena. Los bichos se sacan de su concha con la ayuda de un alfiler y hermanísima daba buena cuenta de ellos despidiéndose de cada uno con la frase de "¡pispás, caracol!". A la vuelta del paseo, le contaba los detalles de la tarde a mis abuelos y, por supuesto, incluía entre ellos el que el tito la llevase en brazos cuando se cansaba. Como consecuencia del chivatazo de su sobrina bocazas que, ya entonces, era incapaz de recordar que "el novio" era un secreto, mi pobre tía recibía una buena regañina. Pese a ello, seguía sacándonos a tomar caracoles.

"Mother's Day" Katie Berggren
Con sus hijos y, ahora, con sus dos pequeños nietos, es igual de dulce y divertida que durante mi infancia. Ambos adoran a su abuela Li y nunca quieren separarse de ella. Conserva siempre la calma y nunca pierde la sonrisa. Posee esa rara cualidad de saber estar en cualquier parte y resultar encantadora para todos los presentes sin excepción. Tiene magia.

¡MUCHAS FELICIDADES TITA LI!

jueves, 16 de agosto de 2012

TARTA PARA MONSTRUOS DE LAS GALLETAS

Las galletas siempre me recuerdan a Triki, el famoso monstruo de Barrio Sésamo. Junto con Coco y Blas era uno de mis personajes favoritos de aquella serie. Triki me gustaba porque, al igual que a él, me chiflaban las galletas (aunque debo reconocer que no todas). Una de mis meriendas favoritas, cuando íbamos a la casa de mi abuela de Madrid, consistía en un simple sandwich de galletas María rellenas con unas onzas de chocolate de "La Campana". Por entonces ya existían las galletas Príncipe, pero yo las prefería de este modo porque cabía más cantidad de chocolate.

Mi Coco era una marioneta que me encantaba por el simple motivo de que me lo había regalado mi padrino y eso lo convertía en un muñeco especial. Era mi Super-Coco mucho antes de que los guionistas de la serie le otorgasen ese papel. Sus ojos eran unas pelotas de ping pong pintadas que se podían mover, manualmente, y me divertía el cambiárselos de posición. Como era azul, al igual que el monstruoso Triki, en ocasiones compartía con él mis galletas, pensando que le gustarían tanto como a su compañero. No debía de ser así porque me las escupía todas. El personaje de Blas, también en forma de marioneta, fue otro regalo con el que completar nuestro particular Barrio Sésamo. Su inseparable pareja, Epi, le correspondió a hermanísima. Aquel reparto fue de lo más atinado: hermanísima era igual que Epi en muchos aspectos, sobre todo en lo referido a las conversaciones nocturnas. No callaban, ni despiertos, ni dormidos, ni tampoco debajo del agua. Blas, salvo en el color, era idéntico a mí y ambos soportábamos con estoicismo la cruz de nuestro emparejamiento.

La tarta de galletas es un clásico que habría hecho las delicias de Triki. Su principal atractivo para personajes no devora-galletas compulsivos reside en su sencillez y en que, hasta los más pequeños de la casa, pueden ayudar en su elaboración y montaje. Es esperable que los churretes de chocolate salgan de sus manos para formar parte de sus caras y terminar restregados por sus ropas. Hay que tenerlo previsto y vestir a los pinches para la ocasión.

TARTA DE GALLETAS
Ingredientes (4 personas)
3 litros de leche
200 gr azúcar
2 sobres Flanín el Niño (puede ser de otra marca, incluso sobres de cuajada)
200 gr chocolate a la taza Valor (en polvo)
50 gr coñac
40 galletas María (también sale exquisita con las Napolitanas y, al ser cuadradas, el montaje es más sencillo)
200 gr coco rallado. Si este no es un gran favorito, como ocurre en mi caso concreto, se puede sustituir por virutas de chocolate, o incluso cacao puro en polvo.

Elaboración
Hervir 1,5 l de leche. Cuando rompa el hervor añadir el chocolate en polvo y remover hasta que vuelva a hervir. En otro cazo poner 1 l de leche y cuando rompe a hervir se le pone el flanín y se deja cocer 2 minutos, hasta obtener unas natillas.
En un recipiente aparte se mezclan el medio litro de leche restante con el coñac (quemarle el alcohol previamente para que a los niños no se les ponga el ombligo azul, como decía mi abuela)  y se remojan las galletas.

Montaje
Se pone una base de galletas, sobre ella una de chocolate, otra de galletas, una de natillas, más galletas y, finalmente, una última capa de chocolate. Se mete en la nevera para que cuaje.
A la hora de servir la tarta se espolvorea con coco rallado por encima (o aún mejor con virutas de chocolate). Este paso se puede hacer ya en el plato, y adecuarlo al gusto del comensal. Para los cumpleaños infantiles también se puede decorar con un dibujo de "Lacasitos" o con fideos de colores.