jueves, 9 de agosto de 2012

Hay otra vida

La cena de gala del congreso de Edimburgo tuvo lugar en Gosford House, una de las mansiones del Earl of Wemys, digo una porque tiene unas cuantas repartidas por Inglaterra y decidió situar ésta en tierras escocesas simplemente movido por su adicción al golf. Wemys se pronuncia Wims (los apellidos aristocráticos británicos, por muy largos que parezcan escritos, siempre quedan reducidos a la mitad a la hora de pronunciarlos, 1 ó 2 sílabas es lo máximo que se puede recordar en un evento social, se consideraría una grosería hacia el resto de los invitados el presentarse con un apellido extravagante porque ¿cómo se acordarían si no del título que va a continuación si les cuesta digerir el complicado nombre? Eso sí, a la hora de agregarle letras extras al deletrearlo para los burócratas, cuantas más quepan, mejor. Wims suena muy similar a "whim" (que se traduce como capricho), así que supongo que el que le otorgó el título hizo gala de ingenio cuando lo escogió. Si la casita fue el antojo del séptimo conde para organizar sus partidas de golf,  tras visitarla, el término caprichoso adquiere una nueva dimensión. Supongo que esa razón justifica una nueva grafía para el término. Los que no llegaron a pillar el juego de palabras, o preferían utilizar un término afrancesado, tan en boga en esa época (la mansión se construyó a finales del S. XVIII, cuando el país sufría una invasión de aristócratas galos escapados de la Revolución) se referían a la mansión con el eufemismo de "la follie du Comte".

La casa data del 1800 y es de estilo Neoclásico. El arquitecto escogido para su diseño fue Adam, el principal artífice de la Ciudad Nueva de la cercana Edimburgo. Dispone de un cuerpo central y dos alas laterales que el 9º Earl quitó y que el 10º reconstruyó. Su propietario actual es el 13º Earl. Nuestra visita se limitó exclusivamente al ala Sur.

"Autorretrato en el tocador” Zinaida Serebryakova
Por supuesto tanta clase requería cierta etiqueta y así venía especificado en las recomendaciones del Congreso. Tanto House como yo metimos en la maleta una vestimenta adecuada para cumplir con el protocolo exigido aunque en mi caso me encontré con un pequeño dilema con el que no había contado. Si alguna vez alguien necesitó gritar la famosa frase de ¡Rupert, te necesitó! fue sin duda esta menda tras pasear bajo la niebla y la lluvia de la capital escocesa. Hasta House, que no opina sobre estos temas, entre otras cosas porque sus visitas a la peluquería se limitan a dos acontecimientos anuales (esperados, deseados y directamente sugeridos por la Señora y por hermanísima cuatro meses antes de que tengan lugar), me hizo el comentario habitual de la Señora Baronesa cuando nos veía despeinadas a alguna de las primas. No es que no hubiese intentado arreglármelo, incluso me pertreché en el Boots de un serum antiencrespamiento que dejó de funcionar en cuanto asomé la nariz a la calle. No podía ir a cenar así a un sitio medianamente elegante y menos aún a una mansión señorial. No me quedaba más remedio que recogerme hasta el último cabello, y al mismo tiempo procurar que resultase medianamente favorecedor. No estaba dispuesta a ir hecha un adefesio. Afortunadamente, el esquivar a mi madre con el peine cuando hermanísima y yo eramos pequeñas dio sus frutos y, además de librarnos de sus dolorosísimos tirones (no exagero, estoy convencida de que sus esfuerzos por desenredar nuestro pelo son una forma de tortura no contemplada en los manuales de guerra) ambas aprendimos a realizar casi cualquier tipo de peinado. Empecé con un par de trenzas de raíz que inicié desde ambos lados del flequillo, con cuidado de que no quedasen demasiado tirantes, que una cosa es hacerse un recogido y otra muy distinta parecerse a la Rottenmeier. En la nuca las junté las dos en una que enrollé hacia dentro sobre sí misma en un moño bajo. Conseguí un efecto de corona, muy adecuada para ir a cenar con la aristocracia y con la enorme ventaja de que mantenía cada pelo en su sitio (también, al igual que Jo en el baile de los Moffat, conté con la inestimable ayuda de las mismas 19 horquillas, aunque sin clavarlas en el cuero cabelludo como le sucedía a ella). Para el maquillaje me limité a unos arreglos básicos llevados al extremo y al bajar hasta me dijeron lo guapa que estaba (eso sí, por la noche, cuando sonó la alarma de incendios, yo aún conservaba los restos del peinado en la cabeza que había optado por no quitarme, así que no me quiero imaginar qué pensarían de mí el resto de los huéspedes al verme coronada con mi intrincada trenza a las cinco de la madrugada. Para más inri, y terminar de arruinar mi reputación de coqueta, mientras esperábamos a los bomberos, saqué mi inseparable pintalabios del bolso y me dí un toque de color, que además de animar los rasgos, también hace lo propio con el sentido del humor). House con su buena planta, su chaqueta, su corbata y sus pantalones de pinzas iba hecho un pincel, que no un figurín, así que ambos así ataviados nos encontramos con el resto de los congresistas en el hall antes de emprender camino en el autocar encargado de conducirnos hasta los terrenos del pobre conde.

Al llegar fuimos recibidos por la música de un gaitero solitario sobre la terraza. Al igual que el violinista en el tejado, la imagen resultaba efectista y muy pintoresca. En la puerta nos hizo los honores el encargado de la finca que nos hizo pasar al South Hall, conocido también como la Sala de Mármol. Su nombre lo dice todo: una inmensa habitación de mármol, casi vacía, tan sólo con unos sofás y una alfombra delante de la chimenea encendida del fondo. A ambos lados ascendían sendos ramales de una escalera grandiosa que, tras un descansillo, se juntaban en uno central para terminar en una galería con una preciosa barandilla, por supuesto de mármol, alrededor. De las paredes de la galería colgaban varias decenas de cuadros entre las que se encontraban obras de Tiziano, Sargent y Raeburn (necesitados todos de una experta limpieza). Otra de las joyas de la familia era un águila imperial romana del S. I BC, en casi perfecto estado de conservación, pese a sus 22 siglos de antigüedad. Tanto en las habitaciones de alrededor, como en los pasillos, los cuadros apenas permitían apreciar la pared. Era una lástima que todos los lienzos estuviesen tan oscurecidos por el hollín.

Mientras nos servían un aperitivo, recorrimos las estancias. Un nuevo toque de gaita junto con el tradicional gong de las novelas nos avisó de que la cena iba a dar comienzo y nos guiaron hasta el comedor. Nos dispusimos por grupos en las distintas mesas redondas repartidas con holgura por la habitación. Un enorme ventanal, que daba acceso a una terraza de película, permitía ver la explanada de césped del jardín y los árboles del fondo. La finca posee 3000 hectáreas con 4 campos de golf. Supongo que el conde no quería correr riesgos y, si uno se inundaba, siempre disponía de otro en el que jugar.


La cena de gala, amenizada por un concierto de arpa, fue excelente. El vino francés, de Bordeaux, estaba delicioso y la comida aún mejor: pastel mousse de bacalao ahumado, un pequeño trozo de solomillo de vacuno Angus (la raza autóctona) con salsa de vino, y mousse, perfecta en sabor y textura, de chocolate negro al brandy. He llegado a la conclusión de que la cocina inglesa no es que sea mala, lo que sucede es que los cocineros buenos se los apropia la aristocracia y los cocineros medios son mediocres. Al acabar, nos hicieron pasar a otra sala en la que nos sirvieron café, té y una variedad de whiskies, con bandejas de bombones, toffee y chocolate. Regresamos a la galería para ver el espectáculo final. En la Sala de Mármol entró un grupo de gaiteros que nos ofreció una selección musical a ritmo marcial. Como dice House, con esa fuerza a cualquiera le entran ganas de entrar en batalla y, al oírlo, a una distancia de kilómetros, y sentir el estómago vibrar con los acordes y el corazón latir al ritmo de los timbales, el enemigo debía de echarse temblar con tan sólo imaginar el ímpetu y la energía de los guerreros que se les venían encima.

Al marcharnos de nuevo en el autocar, según veíamos pasar kilómetros y kilómetros de campos propiedad del conde, me resultaba difícil hacerme una idea de la escala en la que se mueve su vida. Lo que sí está claro es lo lejísimos que queda de la que conozco.

No hay comentarios: