jueves, 4 de octubre de 2012

Un hogar para animales

"The little Fisherman" Donald Zolan
Desde su más tierna infancia, el hermano dejó patente que su interés por la naturaleza se decantaba más hacia la fauna que hacia cualquier tipo de flora. De hecho, su conocimiento de los vegetales se basaba en la alimentación más adecuada del bicho de turno. Tanto hermanísima como yo aprendimos zoología por ciencia infusa gracias a sus desvelos. Incluso los juegos de cartas, que en otros niños se limitaban a las familias y las razas humanas, en nuestro caso incluían órdenes, géneros y características de todas las especies del reino animal. Las cartas no bastaban, una imagen valdrá más que mil palabras pero no se acerca ni a la milésima parte del hecho de tener un ser vivito y coleando al que estudiar en directo. Al igual que San Francisco de Asis, el hermano se erigió en patrón de una serie de animales dudosamente desamparados, a los que sin ser domésticos en origen, les buscó un acogedor hogar... en  nuestra casa.

El medio acuático era uno de los favoritos del chiquillo para capturar a sus presas. Los secos olivares jienenses no ofrecen una gran variedad de esos ecosistemas pero el talento natural de mi hermano suplía esas carencias. En caso de necesidad se conformaba con unos cuantos saltamontes y, mejor aún, su versión "top": una estilizada y cruel mantis religiosa. En verano, la piscina ofrecía la posibilidad de cazar un sinnúmero de diferentes insectos, desde avispas hasta libélulas, y en invierno sus aguas estancadas la convertían en el sueño de cualquier aspirante a biólogo marino. En primavera, las excursiones por los alrededores de la granja, además de concederles a los adultos unas horas de descanso de la chiquillería, también dieron sus frutos en lo referente a zoología, y de ese modo los primos exploradores descubrimos el lago Titicaca linarense. A partir de entonces, a la menor oportunidad, Pichín, Panocha y Pichón desaparecían durante mañanas y tardes enteras, para reaparecer de nuevo a la hora de la comida. Regresaban acompañados por una serie de especímenes viscosos que habían despertado su admiración y cuyo innegable atractivo, para la mayoría de la sección femenina de las primas, era directamente proporcional a la distancia a la que se encontrasen los anfibios. Resultaba increíble lo que unos palos y unos cubos, en manos del hermano y sus compinches, podían dar de sí como herramientas de campo.

Un año, nuestro verano andaluz emigró a Alemania. La Gästehaus de Heidelberg se encontraba a mitad del Schlosswolfsbrunnenweg (traducido: camino entre el castillo y la fuente del lobo). Lógicamente, la fuente del lobo fue el primer destino turístico de aquellas vacaciones para el hermano, y sus habitantes los germanos más asíduamente visitados durante nuestra estancia. No contento con limitarse a las visitas, y para evitar pecar de falta de cortesía, el hermano decidió invitar a algunos de aquellos residentes a nuestra casa. Los elegidos fueron un par de culebras de agua, negras, finas y largas, de aproximadamente un metro de longitud cada una, que recorrieron la distancia de separación entre su hogar y el nuestro en los cómodos cubos (de fregar) que su conductor robó para la ocasión. Una vez en casa, el anfitrión decidió que en aquellos cubos las pobres serpientes iban a encontrarse un poco estrechas y optó por ampliar su hábitat. Llenó la inmensa bañera del baño que compartíamos los cuatro hermanos y allí instaló su botín, dispuesto a estudiar a fondo su comportamiento. Por desgracia para él, para las culebras y para mí, al llegar a casa esa tarde tras el paseo por el Heidelberg urbano (y tras escalar la infame cuesta que separaba la residencia de la parada del autobús, tan empinada que sólo era accesible para peatones con piolets), decidí que sería una buena idea quitarme el acaloramiento con un buen baño relajante, con abundante espuma a ser posible. Descubrir a los invitados de honor de mi hermano metidos en la apetecible bañera no me llenó de emoción precisamente. Tras una pequeña discusión, en la que ambos esgrimimos nuestros argumentos (según el hermano aquellas serpientes no eran peligrosas y no iban a molestarme), la Señora me dio la razón y pude realizar mis abluciones sin compañía.

Donald Zolan "Fishing"
En el piso de Madrid también se sucedieron diversas mascotas. Mi madre no permitía acoger perros y gatos, pero mi hermano se las apañó para respetar esa norma y, al mismo tiempo, dar rienda suelta a su afición. Traía a casa gusanos de seda que criaba en cajas de zapatos con agujeros, escarabajos de todo tipo (los rinocerontes y los ciervos volantes, con sus curiosos cuernos, eran los más vistosos), galápagos que se escapaban a investigar el mundo y que invernaban enterrados, sin moverse, ante la preocupación de su dueño, tortugas que vivían en la terraza selvática de mi madre, hamsters sobrealimentados de pipas, pájaros rescatados que no sobrevivían y, por supuesto, peces. Lo que empezó siendo una simple pecera se convirtió en un acuario en toda regla y, lo que es peor, le contagió la afición a mi ex, que era actual por aquel entonces. Toda aquella experiencia se merece otro post.

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