Se me ha estropeado el reloj (y era el de repuesto, ahora llevo uno que House me ha cedido amablemente), por lo que me acerqué al barrio de Salamanca a dejarlo en la preciosa joyería en la que mi amante esposo me lo compró. Allí me he llevado la agradable sorpresa de que, además, estaba en garantía. Ahora sólo me queda armarme de paciencia mientras espero que en la casa puedan ocuparse de él, con las fiestas creo que va para largo.
He aprovechado la visita a ese lujoso barrio para hacer unas compras. Hay cosas que no se encuentran en todas partes y que sin embargo por allí son fácil de hallar. Todas, claro, menos el lemoncello que le gusta a House, que tienen habitualmente entre las gourmandisses de Lunch and Dinner. El problema es que con la moda de los Gin Tonics, últimamente han sustituido todo su repertorio alcohólico para dedicarlo exclusivamente a la ginebra. Entre los sacrificados se encuentra precisamente ese lemoncello, del que ya no les quedaba ni un solo resto (creo que fui yo la que se llevó la última botella en otro viaje). Esto me obligará a regresar otro día a la zona para recorrerla a fondo y buscar hasta debajo de las piedras para descubrirlo (seguro que por alguna parte aparecerá). Por si acaso me sonreía la suerte, a continuación me he pasado por Lavinia para investigar. Con las fiestas estaba hasta los topes, pero el servicio es muy eficaz y la cola no ha sido eterna. El surtido de todo lo no derivado de la uva es reducido, excepto el de ginebras que también es bastante variado, así que no he tenido éxito en mi empresa (no tenían de ese lemoncello ni de ningún otro). Justo enfrente de Lavinia está La Distribuidora y esa ha sido la razón por la que no he podido proseguir mis pesquisas. Aunque allí no iba a hallar el lemoncello, he pasado a cotillear (es una tienda ideal para ello, tienen todo tipo de tonterías). Ya se sabe que la curiosidad tiene un precio y en este caso ha sido el de un nuevo cubo de basura, ya sé que es algo prosaico pero eso no lo convierte en menos necesario, con dos secciones para lo orgánico y el reciclaje, lo había incluso con tres pero resultaba excesivamente aparatoso. Pese a que mi prototipo tenía un tamaño más moderado que la versión gigante, no me permitía caminar cómodamente por la calle mientras cargaba con semejante volumen, así que no me ha quedado más remedio que emprender el regreso a casa.
El dichoso trasto me ha obligado a andar despacio, y a detenerme con cierta frecuencia para cambiar su peso, y sus aristas, de posición. Supongo que por ese motivo me han llegado retazos de una conversación pija que tenía lugar casi a la entrada del parking de la Plaza del Marqués de Salamanca (al que he llegado con poca o ninguna paciencia, aunque para la estupidez carezco por completo de reservas). Con el clásico acento nasal característico de los "to me huele" una chica se burlaba del atuendo de una ¿amiga? a la que se había encontrado. Está claro que lo que no se había agotado era mi curiosidad malsana por lo que le he echado un vistazo al modelo de ese indudable icono de la moda. Cual no sería mi sorpresa cuando he descubierto que le faltaban el caballo y la carretilla para ir perfectamente conjuntada: chaqueta guateada y encerada, pantalones de montar (azules eso sí, para ser original), botas Wellington de esa marca tan de moda que ha convertido a las katiuskas de toda la vida en un atraco de casi 200 euros como si fuesen unos finos escarpines de exclusivo diseño italiano. Las susodichas botas, con la etiqueta en lugar visible, eran también azules, aunque un poco más oscuras que el pantalón. Me pregunto si serán transpirables. Si no es así no me quiero ni imaginar las consecuencias ¿Traerán incluido en el precio un viaje a la húmeda campiña inglesa para ponerlas a prueba?
Por desgracia ese tipo de vestimenta es un uniforme habitual en ese elegante barrio, en el que los más caros diseñadores compiten con las lujosas tiendas de moda ecuestre y de complementos de pesca y caza. Por supuesto, muchos de sus clientes no han pisado jamás un establo ni tocado un animal, fuera de un yorkshire, en su vida. Otra alternativa es que ese atuendo sea imprescindible para subirse al Cayenne, ese todoterreno que tampoco ha conocido más superficie que la del asfalto. La temperatura era bastante agradable, el cielo estaba totalmente despejado y el sol de invierno lucía tan radiante como puede hacerlo en un día claro de diciembre. No he encontrado justificación alguna a la necesidad de esas botas en las cuidadas aceras del barrio. En la granja habrían hecho furor, aunque no sé si no habría sido un crimen acarrear la paja sucia de los caballos con ellas puestas.
No he llegado a enterarme del atentado contra los dictados de la moda de la supuesta amiga, sólo he captado algo sobre unas botas blancas antes de dejar de prestar atención. Supongo que, además, ¡horror de los horrores! serían de piel. ¡Qué espanto! El caso es que ya lo dice el refrán: la paja en en ojo ajeno y la viga en el propio. No tengo claro si el séquito de amigos, del que nuestra protagonista se había autoerigido en reina, se reía de la amiga o de ella (aunque no les faltaban motivos, mucho me temo que lo hacían de la primera). Para compensar la injusticia, yo lo hago de la segunda (no dudo que en vista de las amistades que se gastan por esos lares, alguno de los que la rodeaba me imitará a no mucho tardar).
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