jueves, 18 de julio de 2013

Boda en Vitoria

Fecha: Sábado de Julio.
Papel del día: invitados de boda.

Aún no son las 8:00h pero llevo un buen rato despierta. Dejo a House acostado y bajo a tomar un tentempié en el desayuno bufé.  Mientras hago tiempo me doy un paseo, a la luz del día, por la Ciudad Vieja. Es pronto y hay poca gente por la calle. La temperatura a la sombra es fresca, no así al sol. Recorro las calles sin mirar el mapa. Me dejo llevar. Da igual por donde tire, la ciudad está llena de rincones preciosos. Primero una rosaleda. Doy con una iglesia gótica. Subo una cuesta y me topo con un palacio renacentista. Al su lado un parque que cruzo. Otro palacio y, alrededor, casas con los balcones adornados por geranios en flor. Una calle de arcos me lleva hasta la plaza de una iglesia con una torre octogonal, templaria, y un reloj de sol en la fachada. Escaleras de piedra que bajan. Me meto por un callejón y salgo a una plaza porticada. La recorro despacio y al otro lado descubro los árboles que rodean el Palacio de Correos. Callejeo hasta que considero que es hora de regresar.

Despierto a House a las 9:30, le acompaño a desayunar. La boda  es a las 12. Preguntamos en recepción las instrucciones para ir a la Ermita de San Prudencio de Armentia. Nos dicen que el camino es un agradable paseo de no más de 2 kilómetros y que se tarda unos 20 minutos. Son poco más de las 10h, nos sobra tiempo.

House, siempre caballeroso, me cede el primer turno del baño. Tras la ducha da comienzo la pelea con el pelo. Va a hacer calor así que el recogido es la mejor opción. Opto por un moño bajo y escondo las tropecientas horquillas necesarias para darle un aire natural sin que se deshaga. Tanta naturalidad no convence del todo a House. El maquillaje lo distribuyo a tientas, ya comenté que la luz dejaba mucho que desear. El vestido, de seda salvaje blanca bordado a modo de mantón con flores rojísimas, se llevará todas las miradas y serán menos evidentes los parchajos de color en mi cara. House, con su traje gris, está irresistible, como siempre.

Poco antes de las 11:30 estamos listos para realizar el agradable paseo que nos llevará a la ermita. Comenzamos con mucho brío, a pesar de ir calzados de boda. Declaro que mis zapatos de tacón son cómodos para caminar, lo que no sabía es que iba a ponerlos a prueba.

Vamos bien. Llegamos a un parque y, en lugar de bordearlo, decidimos cruzarlo. Craso error. Su forma es irregular y, como consecuencia, salimos por donde no es y nos desorientamos. Proseguimos por el Paseo de Fray Francisco de Vitoria, una zona preciosa bordeada por casas impresionantes entre las que se encuentra el palacio que alberga el Museo de Bellas Artes. Termina la calle y no vemos ningún cartel con el nombre de la siguiente del mapa. Preguntamos. Descubrimos que hemos hecho el último tramo en sentido contrario.

Regresamos sobre nuestros pasos y seguimos las indicaciones del buen hombre que nos ha reconducido. Pasamos el campo de fútbol, luego las piscinas, más allá un hotel. Los 20 minutos se convierten en 45, de lo que se deduce que los vascos caminan más rápido que nosotros. Es mediodía y el calor aprieta. Llegamos justo en el sí quiero. Nuestro estado es lamentable: acalorados, sudorosos y con los pies rotos (mi almohadilla plantar está escondida debajo de unas ampollas gigantes que no descubro hasta la noche). Aguantar de pie se convierte en una especie de tortura. Los novios irradian felicidad. Ella lleva un vestido romántico, sencillo, de gasa color marfil y con unas preciosas peinetas de nácar en el pelo que recuerdan a las sirenas.

Esperamos de pie la llegada del autocar que nos conduce al Palacio de Elorriaga, un hotel del siglo XVI. Sirven un aperitivo en jardín, también de pie. Sólo hay un sillón para una anciana y siento ganas de suplicar otro para mí. Me apoyo en una mesa para no cargar todo el peso sobre mis doloridos pies.

Para la comida pasamos a un salón y nos sentamos. Miro el menú y distribuyo mentalmente el hueco de mi estómago, tiene que caber todo. Lo han puesto difícil: tres entrantes (ensalada de langostinos, corte de foie y cigalas salteadas), un primer plato de pescado: lubina con boletus. Le sigue un sorbete de limón y menta antes de pasar a la carne, solomillo con patatas panadera (nos preguntan el punto de la carne y nos lo traen a nuestro gusto). Llegan los postres: dentro de un cubo de hielo de 10 cm de lado, sirven el granizado de mojito. Luego la tarta soufflé de chocolate negro con helado de naranja. Imposible dejarse nada, está todo buenísimo.

Tras tres horas de comida, salimos de nuevo al jardín sin sillas. Los novios bailan un vals que han ensayado y da comienzo el baile general. Compruebo que mis pies me duelen menos si bailo, debe de ser como lo de caminar por encima de brasas, se apoyan menos. Eso sí, tras un rato tengo que buscar dónde sentarme, aunque sea sobre el cesped.

A las 20h volvemos al centro de Vitoria para continuar el baile en un bar. Desde el autocar voy al hotel a cambiarme antes de dar un espectáculo y que se me salten las lágrimas del dolor. A duras penas contengo las ganas de descalzarme por el camino.

Regreso con las sandalias cómodas que me había llevado para patear la ciudad (menos mal), por supuesto también me cambio de vestido porque se dan de bofetadas con el de la boda. Cojo uno largo que las tape en lo posible. También tengo que cambiar de chal y me pongo el que había llevado como segunda opción. Camino un poco, mucho mejor.

Baile, baile y baile. Regresamos a medianoche como Cenicienta. Ahora el dolor de pies es compartido (al igual que el personaje del cuento habríamos agradecido perder algún zapato). House sufre más porque no se ha cambiado de calzado desde esa mañana. Competimos en la habitación para ver quién luce más ampollas. Sin grandes diferencias él tiene alguna más pero las mías son más grandes. Menos mal que en la camita no se notan. Caemos rendidos.
 Continuará 

1 comentario:

Elvis dijo...

Si es que nada como unas alpargatas de cuña bajo un vestido largo para bailar como princesas. En algunas de las últimas bodas en las que he estado al comenzar el baile regalaban chanclas o alpargatas. No eran de cuña así que yo sigo llevando las mías en una bolsita, que tampoco una tiene que perder el glamour!