Al crecer cambia el cuerpo, se traslada el centro de gravedad y por lo tanto se altera la postura. Convertirme en adolescente no me hizo ni chispa de gracia y traté de disimular la metamorfosis. Por desgracia mi madre tenía la idea opuesta y una de las frases que más escuché en aquella época fue la de "no eches los hombros hacia delante" o la versión "estira la espalda". Cualquiera de ellas implicaba sacar pecho, a lo que me resistía, por lo que el estribillo se repetía a intervalos regulares. La Señora puede ser muy insistente y me vi todas las tardes repitiendo aburridísimos ejercicios de gimnasia, en teoría buenos para la espalda, bajo su supervisión (me preguntaba si los había hecho y nunca he sabido mentir). El problema es que el motivo de mi postura no residía en la columna por lo que, lógicamente, los ejercicios no ayudaron demasiado a corregirla (eso sí, delante de mi madre procuraba erguirme siempre que me acordaba). Seguramente el truco de pasear con una campana por el pasillo de casa habría funcionado mejor, eso sí, sin badajo, o mis progenitores hubiesen terminado por prohibir mis prácticas. Nunca lo sabré.
En el hospital descubrí la gran sabiduría de mi profesora de párvulos. En un lugar visible de todos los controles de enfermería colgaba un cartel que explicaba la posición correcta del cuerpo para realizar cada esfuerzo, desde los más básicos como el de agacharse a coger los sueros y el mejor modo de colgarlos, hasta cómo mover a los pacientes. Los carteles eran muy sencillos y aparentemente fáciles de cumplir. La realidad resultó ser bien distinta. Los dolores de espalda del personal sanitario son una constante que debería contemplarse dentro de las enfermedades laborales. Los pacientes no son un dibujo explicativo ni se comportan como tal: pesan, se mueven y los más rebeldes se enzarzan en un combate que requiere de varios sanitarios hasta hacerse con él. Los pobres celadores se llevan la peor parte.
Me las he visto a las 4 de la mañana sujetando a pulso a un paciente que pesaba tres veces más que yo para evitar que se cayese de bruces al suelo (a esas horas al neurocirujano no le iba a hacer ninguna gracia que le avisase para atender un traumatismo craneoencefálico). Para lograr semejante hazaña no pude cumplir con ninguno de los simples requisitos especificados en el famoso cartel. Mi colocación era un ejemplo de todo lo que no debía hacerse. También he paseado con toda la fuerza de mi cuerpo apoyada en una mano que intentaba contener la hemorragia de una carótida rota mientras llevábamos al paciente a la carrera desde la planta hasta el quirófano (de mi posición ni me acuerdo, es incluso posible que fuese subida en la cama). Me he ido al suelo con el impulso de un paciente que dio, involuntariamente, un mortal hacia atrás al tumbarle en la camilla. ¿Cómo lo hizo? No me lo explico. Eso sí, venía por mareo y creo que con el susto se curó de golpe (nunca mejor dicho).
Definitivamente no tengo más alternativa que repetir párvulos y aplicarme muy bien en esa asignatura. ¿Me obligará la profe a aprender a operar con una campana sobre la cabeza?
1 comentario:
Hola, Sol, buenos días; afortunadamente para mí (y para las campanas), nunca me ví en esa tesitura colegial que tan graciosamente relatas: la coordinación psicomotriz y yo no terminamos de hacer una pareja bien avenida (solo lo justo para no andar todo el día rodando por el suelo). Eso sí, estoy de acuerdo contigo en lo complicado que resulta aplicar en la vida cotidiana los consejos más elementales sobre buenas prácticas posturales: mis lumbalgias periódicas me lo recuerdan de vez en cuando...
Un abrazo y buen día.
Publicar un comentario