Mi madre dice que era una niña muy tranquila que se entretenía con cualquier cosa. Me concentraba en mis juguetes, o mis lápices, tan abstraída que no se me ocurría montar bulla. Mientras tanto la Señora aprovechaba el tiempo para leer y trabajar. Hermanísima se portó bien los primeros meses, hasta que empezó a moverse. A partir de ahí, se acabó la paz del hogar. Mis padres creen que fue su vida la que se vio más afectada por la inquietud de su hija pero la realidad es que fue a mí a quien más le afectó su intromisión. La soportaba en casa, en la guardería y no sólo compartíamos padres y niñera sino también habitación. La lectura se convirtió en mi refugio e intento recordar qué otras cosas hacía antes de aprender a leer.
Sé que me encantaba la pintura de dedo de la guardería, sin embargo estoy segura de que en casa no practicaba esa técnica. Por mucho que me gustara, mis padres no tenían ningunas ganas de fomentar un tipo de arte que implicara aplicar los colores con las manos embadurnadas en ellos. No creo que confiasen en que limitase mi lienzo al papel sino que se temían, y no sin motivo, que mi entusiasmo me llevase a decorar también parte de la casa (y quien sabe si a hermanísima). Sin embargo la idea de realizar frescos en las paredes no se me ocurrió hasta que aprendí a leer. Zipi y Zape fueron los responsables de mi fechoría artística a los 6 años. Razoné que, si ellos lo hacían en sus viñetas y se divertían, esa actividad debía de tener algo que se escapaba a mi imaginación (no veía qué diferencia podía existir entre el papel y la pared). Decidí hacer el experimento pero claramente algo no estaba bien explicado en el tebeo porque mi resultado no fue divertido (además mi padre siempre me alcanzaba cuando me perseguía armado con la zapatilla, no como D. Pantuflo que, evidentemente, no estaba tan en forma).
No tuve apoyo en mi vocación artística así que probé otras actividades. Fuera de casa la supervisión se relajaba, lo que me permitió intentar cosas con cierto peligro para la integridad física. Trepar por las barras de columpios con forma de arco era algo que podía hacerse con éxito con tres años, no así lo de probar a colgarse, de esa parte sólo recuerdo que, tras hacer acopio de valor para lanzarme al vacío, resbalé y me golpeé, primero con el armazón de hierro y luego con el suelo. Me dolió pero no me desanimé. Las siguientes veces me fijé mejor en la técnica, me agarré bien y lo repetí con la precaución que da el miedo.
Las alturas siempre han estado llenas de alicientes: cuanto más empinado el tobogán o más se elevase el columpio, el límite lo marcaba el temblor de las cadenas, más se disfrutaba de la sensación de vértigo. Otro reto era saltar el máximo número de escalones: cuatro era siempre asequible y cinco sólo a veces. No se trataba de hacer el kamikaze, había que aterrizar bien, desde el anterior, antes de pasar al siguiente. Una de sus grandes ventajas es que era un juego muy socorrido porque escaleras había casi en cualquier sitio.
Sinceramente no comprendo como los niños de ahora no se aburren mortalmente en los parques actuales en los que se han sustituido los columpios por dispositivos de seguridad ¿Dónde ha quedado la emoción del riesgo, las orgullosas cicatrices de guerra que probaban la consecución de la hazaña? Ya no está bien visto comparar el tamaño de los moratones, el número de puntos de las brechas, ni lucir rasponazos en rodillas y codos. Antiguamente una escayola, sobre la que firmar, era lo más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario